Que Marine Le
Pen no haya ganado las elecciones presidenciales francesas es sólo un respiro.
La extrema derecha sigue avanzando posiciones en muchos países, incluida
España. El peligro de una marea negra que dé el poder a una derecha extrema
está ahí.
Marea negra
Albert
Recio
El Viejo Topo
4 mayo, 2022
I
Que Marine Le
Pen no haya ganado las elecciones presidenciales francesas es sólo un respiro.
La extrema derecha sigue avanzando posiciones en muchos países, incluida
España, donde Vox ya ha conseguido entrar en la Junta de Castilla y León y
amenaza con participar en un posible Gobierno del Estado aliado al PP. Este
avance de la derecha corre paralelo al debilitamiento de la izquierda casi en
todas partes. En el caso de Francia, la suma de todas las opciones “de
izquierdas” (Francia Insumisa, verdes, comunistas, socialistas y trotskistas)
suma un 30,5%, sólo suficiente para concurrir a la segunda vuelta a condición
de que la extrema derecha hubiera seguido dividida entre Le Pen y Zemmour. En
otros países la situación es aún más deplorable.
Llevamos tiempo
analizando en qué consiste esta extrema derecha, sus peligrosas ideas, sus prácticas
(el libro de Steven Forti Extrema derecha 2.0 realiza una
buena caracterización de la misma), su peligrosidad. Conocer el fenómeno es
necesario, pero obvia lo que debería ser nuestra preocupación esencial:
entender las causas por las que un porcentaje creciente de la población se
siente atraída por sus propuestas. Y, a contrario, porque las de la izquierda
obtienen cada vez menos apoyo.
II
La explicación
más simple es la que podríamos llamar “economicista”. Es reduccionista, pero no
está vacía de contenido. Es también la más cómoda para la izquierda tradicional
porque achaca toda la responsabilidad del fenómeno a su enemigo tradicional:
las políticas de las élites capitalistas, la globalización y el neoliberalismo.
Es cierto que
el modelo del capitalismo globalizado ha generado impactos sociales y espaciales
brutales: antiguas áreas industriales convertidas en desiertos productivos,
concentración de actividades en un número reducido de grandes megalópolis,
empleos precarizados, salarios y condiciones laborales miserables, recortes en
las políticas públicas que han generado enormes capas empobrecidas, sensación
de impotencia, de vivir en colectividades sin futuro, de ser injustamente
tratados u olvidados por los poderes públicos… Todo esto es cierto, y explica
que haya una enorme y variopinta masa de personas cabreadas a las que les puede
tentar apuntarse a opciones de extrema derecha cuando se desconfía del poder
institucionalizado. Es más o menos un comportamiento parecido al de los
enfermos terminales (o que padecen enfermedades sin tratamientos sólidos) que
acaban por acudir a un curandero cuando perciben que no tendrán respuesta en la
medicina convencional. Pero resulta insuficiente. Porque la misma situación
podría haber dado lugar a una radicalización política, a una vuelta al
activismo radical (o a votar a propuestas izquierdosas). Esto sólo ha ocurrido
en el corto ciclo que elevó a Syriza en Grecia y a Podemos en España, y que
ahora parece haberse evaporado. Hacen falta más elementos para tener una visión
completa de la situación. Unos tienen que ver con procesos sociales y otros con
las propias debilidades de la izquierda.
Las respuestas
sociales no pueden explicarse sólo por la posición económica de las personas.
Nos socializamos a través de múltiples procesos en los que intervienen la
familia, la escuela, los medios de comunicación, las congregaciones religiosas,
las redes de relaciones informales… La población de los países europeos
(incluidas las nuevas Europas) lleva más de doscientos años insertada en
espacios nacionales que han conformado una fuerte percepción de que forma parte
de un grupo social diferenciado del resto; un espacio social que, además, se ha
percibido como mejor que el resto. A ello ha contribuido firmemente la cultura
imperial (con innegables elementos racistas), esencial para legitimar la propia
expansión imperialista. Y en las últimas décadas esta situación de deterioro
social ha ido acompañada de la llegada en bastantes países de población
extranjera que antes estaba “fuera” y con la que ahora convivimos. Lo explica
Jared Diamond en El mundo hasta ayer. En la mayoría de las
sociedades primitivas el forastero es percibido como una amenaza. Posiblemente
no nos hayamos civilizado tanto como para eliminar prejuicios, y la respuesta
de una parte de la población a la combinación de deterioro económico e
inmigración se traduce en clave racista y xenófoba y favorece la proliferación
de respuestas políticas del tipo “dentro-fuera”. Esto no es nuevo (por ejemplo,
es notorio que el discurso que la derecha estadounidense empleó contra la izquierda
en el período de la Guerra Fría fue que se trataba de una actitud
antinorteamericana), pero, en el contexto actual, a la extrema derecha se la ha
abierto un espacio de acción que no ha dudado en aprovechar. En el caso español
no cabe duda de que esta dinámica ha sido esencial tanto en la movilización del
independentismo catalán (“nosotros solos lo haremos mejor”, “España nos roba”)
como en la respuesta del nacionalismo españolista de Ciudadanos y Vox, que ha
visto como intolerable el proyecto secesionista.
Los procesos
actuales han generado, además, muchas sensaciones de agravio que favorecen
respuestas airadas, de enojo frente a lo que consideran las élites. Las
políticas neoliberales se han asentado sobre un discurso individualista en el
que desempeña un papel esencial el concepto de talento y cualificación
profesionales asociado a la educación formal y al estatus social. A la inversa,
los trabajos manuales son automáticamente valorados como poco cualificados,
despreciables. A las personas en paro se les trata de inculcar que una parte de
su problema es que tienen una cualificación y una actitud inadecuadas. El viejo
orgullo del trabajador manual que con su habilidad aguantaba el país ha dado
paso a una sensación de inferioridad, que el sistema escolar a menudo
contribuye a agravar. La extrema derecha no tiene aquí ninguna respuesta, pero
le resulta útil para encrespar los ánimos contra unas élites de las que nunca
se explican responsabilidades. En una línea parecida posiblemente se encuentre
la población rural. Sus valores tradicionales se sienten cuestionados por la
modernidad y la crítica ecológica, y ello coincide en un momento en que este
mismo mundo experimenta el poder de los grandes monopolios del sector y la
pérdida de servicios públicos. Se generan en estos procesos espacios donde un
discurso nacionalista duro, de desprecio a las capas cultas, de retorno a
viejos valores, tiene posibilidad de penetración. El campo de los agraviados
aumenta si consideramos el auge del feminismo, que pone en cuestión las
inmemoriales relaciones de poder entre hombres y mujeres. No hace falta que
todos los hombres, todos los obreros, todo el mundo rural, perciban de la misma
forma el agravio; basta con que una fracción relevante lo haga para generar una
dinámica de derechización. El propio éxito de los primeros avances puede tener
el efecto de bola de nieve, de atraer a gente que siente que ahora tiene un
protagonismo que antes no tenía, y decantar un proceso que de momento aún no
está fuera de control.
Hay un tercer
campo que vale la pena recordar: la intersección entre vida cotidiana y acción
política. Las sociedades capitalistas de consumo se han estructurado con una
clara diferenciación de espacios: el económico empresarial, el de la vida
cotidiana extralaboral y el de la política. El primer espacio está regido por
el poder empresarial encubierto bajo el manto de la eficiencia, la
“objetividad” de los procesos productivos, la racionalidad de los mercados y la
simple necesidad de obtener ingresos. El campo de lo político sigue
constituyendo un cuerpo extraño para la mayoría de la población. La
participación no forma parte de los quehaceres habituales de la mayoría,
excepto cuando hay elecciones (cualquiera que haya estado en un colegio
electoral ha podido observar el cabreo generalizado y la sensación de
injusticia que se palpa entre la mayoría de las personas a las que les ha
tocado estar en una mesa electoral), y a los políticos se les percibe como una
casta parasitaria y no se les asocia con los servicios públicos que acabamos
recibiendo. La propaganda neoliberal ha sido intensa y constante con vistas a
generar esta percepción para favorecer los procesos de privatización y
externalización, las rebajas impositivas que tanto han enriquecido a las clases
altas. La vida cotidiana se plantea como el único espacio de protagonismo, de
autogestión real, y cualquier cosa que la altere tiende a convertirse en fuente
de irritación. Como no hay una educación que ayude a comprender la complejidad
de los procesos (y es posible que este sea un problema para el funcionamiento
normal de nuestro cerebro), a captar la variedad de elementos que generan
situaciones de crisis, la respuesta ofendida y la demanda de soluciones
simplistas acaban formando parte del comportamiento de gran parte de la
población. Es, por ejemplo, notorio que alguna de las movilizaciones más
airadas en bastantes países se producen cuando se aprueba un alza importante
del precio de los combustibles, que genera sin duda un impacto en las economías
domésticas, pero que tiene también que ver con el papel que desempeña el
automóvil en la cultura cotidiana de mucha gente.
Ante las nuevas
crisis a las que nos enfrenta el modelo productivo dominante, la incapacidad de
dar respuesta a problemas enquistados, la crisis ecológica o la persistencia de
los procesos migratorios internacionales (alentada tanto por los problemas de
todo tipo de los países de origen como por la crisis demográfica de los países
ricos), la extrema derecha tiene un terreno donde puede asentar sus políticas y
aspirar a la toma del poder.
III
La izquierda
tiene enormes dificultades para intervenir en esta situación. La apelación
tradicional al fascismo clásico está en gran parte neutralizada porque las
formas y los contenidos de la ultraderecha han cambiado. También porque la base
social se ha fragmentado y muestra muchas líneas de separación: trabajadores
bien formados (y con empleos estables en las burocracias privadas y los
servicios públicos) frente a no formados, nativos frente a inmigrantes, adultos
con empleo estable frente a jóvenes precarios, etc. Asimismo, las formas de
vida más individualistas y consumistas han erosionado los espacios de
socialización y relación personal en los que era posible debatir y desarrollar
prácticas colectivas. El propio discurso antipolítico, omnipresente, quiebra
las principales vías de acción de la izquierda, pues toda la intervención
institucional está en entredicho. Y pesa, además, el fracaso del experimento
soviético, en su versión rusa o china, como un modelo social al que aspirar. La
paradoja es que hay un creciente volumen de población que se siente desamparada
por el sistema institucional y, al mismo tiempo, está completamente alejada de
las fuerzas que aspiran a representar sus intereses.
El único
momento en que pareció que las cosas podrían cambiar fue durante el ciclo
político posterior al 15-M, con el ascenso electoral de Podemos y la entrada de
las candidaturas municipalistas en diversas ciudades. Sólo en el caso de Syriza
en Grecia se produjo una situación parecida, lo que de entrada ya indica que no
estábamos ante una gran oleada de cambio, sino sólo de respuestas en lugares
concretos. Podría haber iniciado un nuevo ciclo (tampoco la ultraderecha se
implantó de golpe en todas partes), pero Syriza fue bloqueada desde las
instituciones europeas y la izquierda española que despegó en 2015 ha ido
perdiendo influencia, no sólo por sus peleas internas. Hay muchos factores a
tener en cuenta en esta historia, pero me limitaré a plantear uno que considero
esencial. El 15-M fue, sobre todo, una respuesta de la juventud formada.
Respondía a su frustración ante el cierre de expectativas profesionales, los
problemas de acceso a la vivienda, su lectura de la corrupción. Era gente que
se veía a sí misma capaz de hacer muchas cosas y que se sentía bloqueada por
unas castas que llevaban mucho tiempo detentado el poder. No tenían un proyecto
social concreto (desde la quiebra de la experiencia soviética han quedado
desprestigiadas las propuestas sistémicas; es más sencillo criticar al
capitalismo que proponer alternativas). Llegaban con ideas de reforma extraídas
de las facultades de Ciencias Políticas y con poca experiencia práctica en
materia de organización (y con una visión muy crítica de los modelos
establecidos). Su energía y voluntarismo trajeron aire fresco a la acción
política. Señalar sus límites no es para criticarlos, sino para tratar de
entender dónde estamos.
Lo que ha
faltado en la “nueva izquierda” ha sido sobre todo un reconocimiento de la
complejidad de la situación y un proyecto de implantación en los sectores de
empleos manuales más afectados por la crisis de la izquierda. Es cierto que han
tenido un papel activo en la política de vivienda, donde se plantean con mayor
crudeza los estragos de las políticas neoliberales, pero, con todos sus
méritos, sólo ha penetrado en segmentos limitados de la población. El pronto
acceso a la gestión pública a partir de 2015 ha tenido sin duda efectos
beneficiosos en el ámbito local (por ejemplo, en Barcelona los mayores aumentos
presupuestarios de los últimos años se han concentrado en los servicios
sociales y el transporte público) y en el estatal (gestión laboral de la crisis
pandémica, reforma laboral, salario mínimo), pero al mismo tiempo han
propiciado un alejamiento de sus bases potenciales, que tienden a percibirlos
como políticos convencionales. Entrar en las instituciones supone, además,
verse sometido a una variada gama de compromisos, presiones y negociaciones que
cuadran mal con la imagen de una izquierda rupturista. Y las mejoras que se
consiguen son demasiado limitadas y lentas para ser percibidas como un cambio
sustancial. Si a ello le sumamos la complejidad, el difícil encaje de muchas
demandas parciales, los dilemas que plantean las diferentes crisis que padecemos
hoy en día, no es difícil entender que, sin otro modelo de intervención, se le
está dejando a la extrema derecha un enorme campo para que progrese su
demagogia y sus seudorrecetas simplistas.
IV
El peligro de
una marea negra que acabe dando el poder a una derecha autoritaria, clasista,
clientelar y racista está ahí. Hay que preguntarse en qué medida su desarrollo
puede estar favorecido por sectores del gran capital que consideran que una
restricción de las libertades democráticas y un modelo autoritario de gestión
política pueden ser deseables. La experiencia del capitalismo de Estado chino y
la percepción de que la crisis energética y ecológica llevará sin duda
aparejada algún tipo de racionamiento del consumo pueden alentar estas
veleidades. Es un tema en el que vamos a ciegas y que podría desempeñar un
papel crucial en el devenir político. El peligro está ahí. El de que se
implante un régimen político de restricción de libertades, de segregación
social institucionalizada, de violencia contra todo lo que considere hostil, de
afianzamiento de las desigualdades. Y esto no se combate con el cuento de “que
viene Vox”. Obliga a pensar proyectos que organicen a la sociedad, que den
respuestas inclusivas a la tensión contenida en muchos sectores sociales, que
amplíen la democracia y nos orienten hacia un modelo social igualitario y
ecológicamente racional. Es una tarea difícil, pero absolutamente necesaria
para hacer frente a la barbarie que ya muestra de qué fiera estamos hablando.
Fuente: Mientrastanto.org
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