Camino a las elecciones catalanas
del 27-S
La sociedad
civil o el “régimen catalán”
Rebelión
09.09.2015
Hay algo que
hace a Catalunya completamente distinta al resto de España: Catalunya
es una sociedad de clases. Entiéndase, todas las sociedades modernas
son sociedades de clases, pero Catalunya lo es en el sentido tradicional e
industrial de la palabra, una sociedad amoldada al patrón de su burguesía
local, al tiempo que rígidamente segmentada. A diferencia de Madrid en el que
por debajo de la oligarquía se extiende el puré indiferenciado de las clases
medias y de una amplia mayoría proletaroide más o menos excluida; o incluso del
País Vasco donde la burguesía de Neguri siempre quiso ser parte de la gran
oligarquía española, Catalunya se distingue por algo que apenas existe en otros
lugares: una sociedad civil establecida, rica, omnipresente y aparentemente
plural.
Sobre la
sociedad civil se han escrito muchas y loables chorradas. La máxima, amén de la
más corriente, es la que confunde la forma con el contenido; y asimila el
concepto a las organizaciones culturales y sociales, sindicales y patronales
que NO dependen del Estado. La teoría liberal más tontuna defiende que una
sociedad civil desarrollada es la principal garantía de una democracia
desarrollada. Digo “tontuna”, porque la sociedad civil se debería entender al
revés, al modo de Gramsci, como lo que complementa y otorga capacidad
de consenso a la sociedad política. De forma muy resumida: el mejor
Estado es aquel que no existe, que se confunde con la sociedad civil. Se puede
así invertir el orden del democratismo más ingenuo: las sociedades con una
sociedad civil desarrollada son más estables, menos conflictivas, más
pacificadas. Justamente es este “Estado más allá del Estado” lo que añade
efectividad a la dominación política, donde se esconde y a la vez se ratifica
el hecho de que haya dominantes y dominados.
Pero ¿vale esto
para Catalunya, ejemplo arquetípico de “nación sin Estado”? ¿No sería la
sociedad civil catalana un imposible “sin el Estado catalán”? He aquí la
paradoja: gracias a la construcción de una extensa sociedad civil, la burguesía
catalana ha sabido suplir la ausencia de un Estado con una sociedad-Estado. O
en otras palabras, las élites catalanas han conseguido gobernar de facto ese
país (la Catalunya-nación con aspiraciones de Estado o de cuasi Estado) por
medio de una amplia y extensa “sociedad civil”, y esto aun cuando no poseían
todas las instituciones de un Estado completo. Así ha sido al menos desde
mediados del siglo XIX, desde que la sociedad catalana se partiera en dos (o en
tres o en cuatro) dando lugar a alguno de los episodios europeos más abroncados
de la lucha de clases.
Traducido a
términos más actuales: lo que hoy presenta Mas con su lista Junts pel Sí se
podría interpretar como una inversión (muy 15M) de la sociedad civil sobre la
sociedad política. Agotada esta última por la escalada de casos de corrupción, el desgaste de llevar a cabo un
política de expolio neoliberal (y a favor de las élites catalanas) y una oleada
de protestas que se les ha ido demasiadas veces de las manos, la estrategia de
Mas ha consistido en poner a la sociedad civil delante de la clase política,
una estrategia que no está a disposición de, por ejemplo, la oligarquía
española. Paradójicamente también, la exigencia del Estado propio (por timorata
y teatral que sea) se ha convertido en solución a la crisis de la sociedad
política catalana, esto es, de su clase política.
Se trata de una
estrategia brillante y nada fácil de derrotar para aquellos que apuestan por
una ruptura en Catalunya (sean o no independentistas). Al igual que la cultura,
que sirve para recubrir (y con ello justificar) lo políticamente
injustificable, la sociedad civil es per se sinónimo de
democracia y de “progresividad”. Nadie osa desafiar a la sociedad civil
catalana. Y si no, fíjense hacia donde apunta la política de cambio radical en
Catalunya. Sus objetivos suelen ser la monarquía, el PP, la banca, España, pero
en ningún caso la sociedad civil catalana. Por ese efecto, lo que esta sociedad
civil toca (los Mas y Convergència) tienen una suerte bula “radical” que
en otros lugares jamás tendrían.
Frente al
“efecto hegemonía” de la sociedad civil catalana, no cabe un camino sencillo.
Hasta ahora se han vislumbrado (más que probado) dos vías. La primera, la más
conocida, es la de las CUP. Llevando un poco más lejos la interpretación, se
podría decir que las CUP juegan a “estirar el Estado catalán”. De un lado,
estiran el soberanismo hasta tratar de reventar los límites de las élites
catalanas. De otro, estiran la sociedad civil catalana para recrear por abajo
una suerte de contraespejo de la misma. Se trata de un trabajo meritorio y a
largo plazo. Las CUP, del mismo modo que los llamados movimientos sociales,
reivindican la construcción de ateneus, cooperativas y sociedad de base. Se
trata de un tejido social que aunque más plural y complejo que las CUP, tiene
en estas y en algunos movimientos su expresión política más acabada. La apuesta
parece pasar por una inversión del proyecto de fer país de
Pujol, un país hecho desde abajo, por abajo, que trataría de invertir el
reflejo de la sociedad civil catalana en una contra-sociedad.
La operación de
“estiramiento” no está, sin embargo, exenta de límites y también de riesgos. El
más evidente es que este tejido es una alternativa a la hegemonía de las élites
catalanas sólo en el caso de que no sea absorbido o no se deje asimilar por
la sociedad-Estado, esto es, sólo en el caso de que se constituya como
contrapoder. El nacionalismo (aún más que el soberanismo) tiende, sin embargo,
a ser disfuncional a la constitución de contrapoderes, y esto precisamente por
su estatismo. El nacionalismo (e igual da español, catalán o vasco, dominante o
dominado) exige siempre una vinculación con el Estado, con la voluntad de
Estado, lo que genera inevitables operaciones de identificación y exclusión
interna; y lo que es peor, la asunción de la máquina estatal como algo neutro
(algo hasta cierto punto paradójico con su constitución como monopolio efectivo
del poder). Esto es lo que la hace incompatible al Estado con la idea de
democracia (y contrapoder) en tanto reparto-disolución del poder entre los
dominados. Sería largo de explicar, pero podríamos reducir la cuestión al
debate reiterado de si el procés es la tumba de las élites catalanas o la
vía de su recomposición. Caso de que este último fuera el resultado, y
todo apunta a que así será, las CUP serían sólo el ala izquierda de una
dinámica en la que definitivamente son un sujeto subordinado.
La otra vía no
tiene definición política clara, apenas existe como intuición. Para tratar de
entenderla hay que partir de otra distinción. La sociedad civil no es la
nación, ese abstracto en que se trata de incluir a todos los que “viven y trabajan
en Catalunya”, sino algo mucho más reducido. Se podría decir que la sociedad
civil catalana es la nación catalana tal cual es, y no tal y como pretende ser.
Y esto implica exclusiones y sobre todo grados de pertenencia. Tómese los
indicadores que más gusten (abstención electoral, relación con medios de
comunicación o la simple observación cotidiana) y se verá que en la sociedad
catalana, como en todas las sociedades europeas, existe una inmensa minoría
desafecta a casi todos los “rituales de Estado”. Esto no tiene nada que ver con
el españolismo (por mucho que se quiera vincular con el mismo): existe un
amplio sector social que no ha sido alcanzado por ninguna estrategia de
integración política, incluida la propia sociedad civil catalana, y
que sistemáticamente se expresa con porcentajes de abstención cercanos al 50 %.
Sobre su composición se puede decir que es mayoritariamente metropolitana,
pobre, de perfil migrante o de hijos de migrantes (aunque ni mucho menos de
forma absoluta), heredera de las derrotas históricas de todas las izquierdas, y
de una clase obrera hecha trizas y convertida en un deshecho laboral y urbano.
¿A nadie la sorprende que la emergencia política (parcial y delegada pero real)
de este sector social en los últimos 30 años haya venido de la mano de un xulo
madrileny, de un nuevo Lerroux? Conviene recordar que sin el voto de
una parte de ese segmento social no hubiera habido gobierno de Barcelona en
Comú.
Si admitimos
esta doble vía, sobre la base de un análisis al mismo tiempo social y político
(un análisis propiamente de clase) se reconocen dos sujetos. De una parte,
aparece una clase media joven, con credenciales universitarias relativamente
proletarizada y autoorganizada en las CUP pero también en una pléyade de
movimientos sociales de los que ha salido Barcelona en Comú; y, de otra, los
“restos del proletariado” que ya no es clase industrial, que apenas tiene
inserción en el mercado laboral sino como residuo y que es mayoritariamente
desafecto a la política institucional (catalana, española o europea). La gran
incógnita de este inmenso espacio social es cuál o cuáles pueden ser sus formas
de expresión política, dentro de un marco que puede bascular desde la
resistencia de lo que queda del movimiento vecinal hasta el voto a Podemos, pero
que para consolidarse requeriría de medios de expresión propios y de formas de
organización autónoma. Caso de que se aceptara este marco, la llamada ruptura
tomaría formas algo distintas que la independencia de España, con toda su
teatralidad y sus efectos de restauración del orden, para anclarse sobre la
base de un proyecto político a construir, y cuya base sería lo
que con términos viejos llamaríamos una alianza de clases.
Catalunya tiene
un mérito indudable y que todos debemos agradecer: ha sido el laboratorio de la
crisis del régimen político español. La incógnita que queda por despejar, y es
que sin darle una buena patada a la sociedad civil catalana, todo apunta a que
será también el laboratorio de su recomposición.
Emmanuel Rodríguez, miembro de la Fundación de los
Comunes.
*++