La elaboración de mitos y la
destrucción atómica de Hiroshima y Nagasaki
Por Jacques R. Pauwels
Rebelion
14/08/2021
Fuentes: Counterpunch
[Foto: Imagen de Hiroshima tras la bomba]
Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
El mito: la guerra en Lejano Oriente solo terminó en verano de 1945
cuando el presidente de Estados Unidos y sus asesores consideraron que para
obligar a los fanáticos japoneses a rendirse incondicionalmente
no tenían otra opción que destruir con bombas atómicas no una, sino
dos ciudades, Hiroshima y Nagasaki. Esta decisión salvó las vidas
de una inmensa cantidad estadounidenses y japoneses que habrían muerto si
hubiera continuado la guerra y requerido la invasión de Japón.
La realidad: Hiroshima y Nagasaki fueron destruidas
para impedir que los soviéticos contribuyeran a la victoria contra Japón, lo
que habría obligado a Washington a permitir a Moscú participar en la ocupación
y reconstrucción de posguerra del país. También se pretendía intimidar a
los dirigentessoviéticos para arrancarles concesiones respecto a
los acuerdos de posguerra en Alemania y Europa del Este. Por último, lo
que hizo que Japón se rindiera no fue la destrucción de Hiroshima y Nagasaki,
sino la entrada de la Unión Soviética en la guerra contra Japón.
La guerra en
Europa terminó con la capitulación de Alemania a principios de mayo de 1945.
Los vencedores, los Tres Grandes [1] se enfrentaban ahora al complejo y
delicado problema de la reorganización de la Europa de posguerra. Estados
Unidos había entrado bastante tarde en la guerra, en diciembre de 1941, y solo
con el desembarco de Normandía en junio de 1944, esto es, menos de un año antes
del fin de las hostilidades en Europa, había empezado a contribuir de forma
significativa a la victoria sobre Alemania. Con todo, cuando acabó la guerra
contra Alemania, el Tío Sam ocupó un lugar en la mesa de los vencedores
dispuesto a defender sus intereses (y ansioso por hacerlo) y a cumplir lo que
se podría denominar los objetivos de guerra estadounidenses (es un mito que los
supuestamente muy aislacionistas estadounidenses solo quisiera retirarse de
Europa: los dirigentes políticos, militares y económicos del país tenían
razones urgentes para mantener una presencia en el viejo continente). Las otras
grandes potencias victoriosas, Gran Bretaña y la Unión Soviética, también
querían defender sus intereses. Estaba claro sería imposible que una de las
tres «lo tuviera todo», que habría que llegar a un acuerdo mutuo. Desde el
punto de vista estadounidense, las aspiraciones británicas no suponían
demasiado problema, pero las soviéticas eran motivo de preocupación. Así pues,
¿cuáles eran los objetivos de guerra de la Unión Soviética?
Al ser el país
que, con diferencia, más había contribuido a la victoria común sobre la
Alemania nazi y había sufrido enormes pérdidas al hacerlo, la Unión Soviética
tenía dos objetivos principales. Primero, que Alemania pagara indemnizaciones
cuantiosas en compensación por la enorme destrucción que había provocado la
agresión nazi, una exigencia similar a las exigencias francesas y belgas de
pago de indemnizaciones por parte del Reich tras la Primera Guerra Mundial.
Segundo, seguridad ante futuras amenazas potenciales provenientes de Alemania.
Esta preocupación por la seguridad también se refería a Europa del Este,
especialmente a Polonia, un trampolín potencial de una agresión alemana contra
la USSR. Moscú quería asegurarse de que en Alemania, Polonia y otros países de
la Europa del Este no volvían a llegar al poder regímenes hostiles a la Unión
Soviética. Los soviéticos también esperaban que los aliados occidentales
certificaran que la Unión Soviética había recuperado los territorios perdidos
por la Rusia revolucionaria durante la Revolución y la guerra civil, como
«Polonia Oriental», y que reconocieran la transformación de los tres Estados
bálticos, que habían pasado de ser países independientes a ser repúblicas
autónomas dentro de la Unión Soviética. Por último, ahora que había terminado
la pesadilla de la guerra, los soviéticos esperaban poder reanudar la tarea de
construir una sociedad socialista. Es bien sabido que el principal líder
soviético, Stalin, creía firmemente en la idea de que era posible e incluso
necesario crear el «socialismo en un solo país», de ahí la hostilidad entre él
y Trotsky, un apóstol de la revolución mundial. Menos sabido es el hecho de que
cuando terminó la guerra Stalin no planeaba instalar regímenes comunistas en
Alemania ni en ninguno de los países de la Europa del Este liberados por el
Ejército Rojo y que incluso disuadió de intentar llegar al poder a los partidos
comunistas de Francia, Italia y otros países de Europa liberados por los
estadounidenses y sus aliados. Stalin ya había dejado de promover oficialmente
la revolución mundial en 1943, cuando disolvió el Komintern [la Internacional
Comunista], la organización comunista internacional que Lenin había creado con
ese fin en 1919. Esta política molestaba a muchas personas comunistas de fuera
de la Unión Soviética, pero agradaba a los aliados occidentales de Moscú,
especialmente a Estados Unidos y Gran Bretaña. Stalin ansiaba tener buenas
relaciones con ellos porque necesitaba su buena voluntad y su cooperación para
lograr los objetivos que hemos mencionado antes destinados a proporcionar a la
Unión Soviética indemnizaciones, seguridad y la oportunidad de reanudar la
tarea de construir una sociedad socialista. Sus socios estadounidense y
británico nunca habían indicado a Stalin que consideraban poco razonables esas
expectativas, al contrario, en Teherán, Yalta y otros lugares se había
reconocido en repetidas ocasiones, explícita o implícitamente, la legitimidad
de estos objetivos de guerra soviéticos.
Los
estadounidenses y sus socios británicos, canadienses y de otros lugares habían
liberado la mayor parte de Europa Occidental para finales de 1944 y se habían
asegurado de que en Italia, Francia y otros lugares se establecían regímenes
que congeniaban con ellos, aunque no siempre con la población en general. Por
lo general esto significaba que se marginaba completamente a los comunistas
locales y, en caso de que fuera imposible, como en Francia, se les negaba la
cuota de poder acorde con el importante papel que habían desempeñado en la
Resistencia o con el considerable apoyo popular que tenían. Y aunque los
acuerdos entre aliados habían estipulado que los «Tres Grandes» iban a
colaborar estrechamente en la administración y reconstrucción de los países
liberados, los estadounidenses y los británicos impidieron a sus aliados
soviéticos participar en los asuntos de Italia, por ejemplo, el primer país que
fue liberado, ya en 1943. En este país los estadounidenses y los británicos
marginaron a los comunistas, muy populares debido al papel que habían
desempeñado en la Resistencia, a favor de antiguos fascistas como Badoglio y no
permitieron participar a los soviéticos. Este modus operandi iba
a establecer un precedente fatídico. Stalin no tuvo más opción que aceptar ese
acuerdo, pero, como ha observado el historiador estadounidense Gabriel Kolko,
«los rusos aceptaron la “formula” sin mucho entusiasmo, aunque tomaron nota
cuidadosamente del acuerdo para futuras referencias y como precedente» [2] (los
soviéticos tenían sin lugar a dudas derecho a tener voz en los asuntos de
Italia, porque las tropas italianas habían participado en la Operación
Barbarroja).
En Europa
Occidental los liberadores estadounidenses y británicos habían actuado en
1943-1944 ad libitum, ignorando no sólo los deseos de gran parte de
la población local sino también los intereses de su aliado soviético, y Stalin
había aceptado ese acuerdo. En 1945, en cambio, se dio la vuelta a la tortilla:
los soviéticos tenían clara ventaja en una Europa del Este liberada por el
Ejército Rojo. Aun así, los aliados occidentales podían esperar tener la
posibilidad de participar también de algún modo en la reorganización de esta
parte de Europa, donde todavía todo era posible. Como es obvio, los soviéticos
habían favorecido a los comunistas locales, pero todavía no habían creado
ningún hecho consumado. Y los aliados occidentales sabían muy bien que Stalin
anhelaba su buena voluntad y su cooperación, y, por consiguiente, estaría
dispuesto a hacer concesiones. Los dirigentes políticos y militares en
Washington y Londres también esperaban que Stalin fuera indulgente porque, de
no serlo, tenía motivos para temer las consecuencias. El dirigente soviético
era muy consciente de que ya era un logro enorme para su país haber salido
victorioso de una lucha a vida o muerte con el gigante nazi. Pero también sabía
que muchos dirigentes estadounidenses y británicos, ejemplificados por Patton y
Churchill, odiaban a la Unión Soviética e incluso estaban considerando
emprender la guerra contra ella en cuanto fuera derrotado el enemigo común
alemán, preferiblemente en una marcha sobre Moscú junto con lo que quedara de
la hueste nazi; ese plan, llamado Operación Impensable, había sido urdido por
Churchill. Stalin tenía motivos para tratar de evitar semejante posibilidad.
Las
aspiraciones de los soviéticos respecto a las indemnizaciones y la seguridad,
descritas anteriormente, eran razonables y los dirigentes estadounidenses y
británicos habían reconocido explícita o implícitamente su legitimidad durante
una reunión de los Tres Grandes en Yalta en febrero de 1945. Pero a Washington
y Londres no les hacía ninguna gracia la posibilidad de que la Unión Soviética
recibiera aquello a lo que tenía derecho después de haber hecho unos esfuerzos
y sacrificios tan extraordinarios por la causa común antinazi. Los
estadounidenses en particular tenían sus propias ideas respecto tanto a la
Alemania de posguerra como a Europa Oriental y Occidental. Por ejemplo, las
indemnizaciones permitirían a los soviéticos reanudar, posiblemente con éxito,
el proyecto de una sociedad comunista, un sistema contrario al sistema
capitalista internacional del que Estados Unidos se había convertido en el gran
campeón.
Fundamentalmente,
el Tío Sam quería en Polonia y en otros lugares de Europa del Este gobiernos,
democráticos o no, que siguieran una política económica liberal que supusiera
una «puerta abierta» para los productos y el capital de inversión
estadounidenses. Roosevelt había mostrado cierta empatía respecto a los
soviéticos, pero tras su muerte el 12 de abril de 1945 su sucesor, Harry
Truman, tenía poca o ninguna simpatía o comprensión del punto de vista
soviético. Truman y sus asesores se resistían a la idea de que la Unión
Soviética recibiera importantes indemnizaciones de Alemania porque
probablemente eso impediría que Alemania fuera un mercado potencialmente
lucrativo para los productos y capital de inversión estadounidenses. Y también
les parecía abominable que con toda seguridad los soviéticos utilizaran ese
capital alemán para construir un sistema socialista, una forma indeseable de
competencia para el capitalismo.
Las
aspiraciones soviéticas eran razonables y los dirigentes soviéticos, incluido
Stalin (del que se suele afirmar erróneamente que tomaba todas las decisiones
él solo) estaban dispuestos sin lugar a dudas a hacer importantes concesiones. Se
podía discutir con ellos, pero ese diálogo también requería paciencia y
entender el unto de vista soviético, y se debía llevar a cabo sabiendo que la
Unión Soviética no estaba dispuesta a dejar la mesa de negociación con las
manos vacías. Truman, sin embargo, no tenía el menor deseo de entablar ese
diálogo (se iba a ver que Stalin estaba interesado en el diálogo y que podía
ser muy razonable en la manera que tuvo de abordar los acuerdos de posguerra
referentes a Finlandia y Austria: el Ejército Rojo se iba a retirar a su debido
tiempo de ambos países sin dejar atrás ningún régimen comunista).
Truman y sus
asesores esperaban poder obligar a los soviéticos a renunciar a las
indemnizaciones alemanas y a retirarse no solo de la parte oriental del
territorio alemán, sino también de Polonia y del resto de Europa del Este, de
modo que los estadounidenses y sus socios británicos pudieran operar allí como
ya habían hecho en Europa Occidental. Truman incluso esperaba que se pudiera
hacer que los soviéticos pusieran fin a su experimento comunista, que seguía
siendo una fuente de inspiración para los «rojos», y otros radicales y
revolucionarios en todo el mundo, incluso en el propio Estados Unidos.
A principios de
la primavera de 1945 Churchill había promovido la idea de que las tropas
estadounidenses y británicas marcharan hacia Moscú junto con lo que quedaba de
las fuerzas nazis. Pero hubo que abandonar el plan, llamado Operación
Impensable, sobre todo debido al mismo tipo de oposición tenaz de soldados y
civiles que había llevado a abortar la intervención armada en la guerra civil
rusa. Truman debió de sentirse decepcionado, lo mismo que Patton, que había
esperado desempeñar un papel importante en la «Operación Barbarroja Bis». Pero
el 25 de abril de 1945, solo unos días después de la capitulación de Alemania,
el presidente estadounidense recibió una noticia fascinante: se le informó
acerca del altamente secreto Proyecto Manhattan o S-1, el nombre en código para
la construcción de la bomba atómica. Esta nueva y poderosa arma en la que los
estadounidenses habían estado trabajando durante años estaba casi lista y si
las pruebas tenían éxito, pronto se iba a poder utilizar. Truman y sus asesores
cayeron así bajo el hechizo de lo que el reconocido historiador estadounidense
William Appleman Williams ha denominado una «revelación de omnipotencia». Se
convencieron a sí mismos de que la nueva arma les iba a permitir imponer su
voluntad a la Unión Soviética. La bomba atómica era «un martillo», como dijo el
propio Truman, que él iba a blandir sobre las cabezas de «esos chicos del
Kremlin» [3].
Gracias a la
bomba ahora sería posible obligar a Moscú a retirar al Ejército Rojo de
Alemania y impedir que Stalin participara en los asuntos de posguerra. Ahora
también parecía factible instalar regímenes prooccidentales e incluso
anticomunistas en Polonia y otros lugares de Europa del Este, e impedir que
Stalin ejerciera influencia alguna en ellos. Incluso se hizo concebible que la
propia Unión Soviética pudiera abrirse tanto al capital de inversión
estadounidense como a la influencia política y económica de Estados Unidos, y
que este hereje comunista pudiera volver así al seno de la iglesia capitalista
universal. «Existen pruebas», escribe el historiador alemán Jost Dülffer, de
que Truman creía que el monopolio de la bomba nuclear sería «una llave maestra
para implementar las ideas de Estados Unidos de un nuevo orden mundial» [4]. En
efecto, con el arma nuclear en su poder el presidente estadounidense
consideraba que no tendría que tratar tratar como iguales a «los chicos del
Kremlin», que carecían de esa superarma. «Los dirigentes
estadounidenses se sintieron moralmente superiores y vituperaron a Rusia»,
escribe Gabriel Kolko, «y se negaron a negociar con seriedad simplemente porque
Estados Unidos sentía que dado que poseía fuerzas económicas y militares en
última instancia podía definir el orden mundial» [5].
La posesión de
una nueva y poderosa arma también abría todo tipo de posibilidades respecto a
la guerra que se estaba librando en Lejano Oriente y a los acuerdos de
posguerra a los que se iba a llegar respecto a esa parte del mundo, de gran
importancia para los dirigentes de Estados Unidos. Sin embargo, solo se podía
jugar esa poderosa carta una vez que se hubiera probado con éxito la bomba y
estuviera lista para ser utilizada. Truman tenía que esperar a que llegara el
momento oportuno, de modo que hizo caso omiso del consejo de Churchill de
discutir con Stalin acerca del destino de Alemania y de la Europa del Este lo
antes posible, «antes de que se desvanezcan los ejércitos de la democracia», es
decir, antes de que las tropas estadounidenses salieran de Europa. Finalmente
Truman accedió a celebrar una cumbre de los Tres Grandes en Berlín, pero no
antes del verano, cuando se suponía que la bomba iba a estar preparada.
La reunión de
los Tres Grandes tuvo lugar, no en el bombardeado Berlín, sino en la cercana
ciudad de Potsdam, del 17 de julio al 2 de agosto de 1945. Fue ahí donde Truman
recibió la muy esperada noticia de que el 16 de julio la bomba atómica se había
probado con éxito en Nuevo México. El presidente estadounidense se sentía ahora
lo suficientemente fuerte como para actuar. Ya no se molestó en presentar
propuestas a Stalin, sino que planteó todo tipo de exigencias innegociables al
tiempo que rechazaba de plano todas las propuestas de la parte soviética, por
ejemplo, las relativas a los pagos de las indemnizaciones alemanas. Pero Stalin
no capituló, ni siquiera cuando Truman trató de intimidarlo susurrándole al
oído que Estados Unidos había adquirido una nueva arma que era increíblemente
poderosa. El dirigente soviético, a quien sin lugar a dudas sus espías ya
habían informado del Proyecto Manhattan, escuchó en un silencio sepulcral.
Truman llegó a la conclusión de que solo una demostración real de la bomba
atómica podría persuadir a los soviéticos de ceder. En Postdam, por
consiguiente, no se pudo llegar a ningún acuerdo general sobre temas
trascendentes [6].
Mientras tanto,
los japoneses seguían luchando en Lejano Oriente, aunque su situación era
totalmente desesperada. De hecho, estaban dispuestos a rendirse, pero no
incondicionalmente como exigían los estadounidenses. Según la mentalidad
japonesa, una capitulación incondicional comportaba la máxima humillación, esto
es, que el emperador Hirohito podía ser obligado a dejar el cargo y
posiblemente sería acusado de crímenes de guerra. Los dirigentes
estadounidenses lo sabían y, como escribe el historiador Gar Alperovitz,
algunos de ellos, por ejemplo, el Secretario de la Armada James Forrestal,
creían «que una declaración que garantizara a los japoneses que la rendición
incondicional no significaba el destronamiento del emperador probablemente
pondría fin a la guerra» [7].
La exigencia de
rendición incondicional en realidad estaba lejos de ser sacrosanta: en el
cuartel general de Eisenhower en Reims se había aceptado el 7 de mayo una
condición alemana, es decir, su petición de que el alto el fuego solo se
implementara tras un plazo de no menos de 45 horas, lo suficientemente largo
como para permitir a gran parte de sus tropas escabullirse del frente oriental
para no acabar cautivos de los soviéticos, sino de los estadounidenses o
británicos; incluso en esta tardía fase muchas de estas unidades iba a seguir
preparadas (en uniforme, armadas y bajo el mando de sus propios oficiales) para
un posible uso contra el Ejército Rojo, como Churchill iba a admitir después de
la guerra [8]. Por consiguiente, era bastante posible lograr la capitulación de
Japón a pesar de la demanda de inmunidad para Hirohito. Además, la condición de
Tokio estaba lejos de ser esencial: una vez que se acabó imponiendo a los
japoneses una rendición incondicional, los estadounidense nunca se molestaron
en presentar cargos contra Hirohito y fue gracias a Washington que este pudo
seguir siendo emperador todavía durante muchas décadas.
¿Por qué creían
los japoneses que todavía podían permitirse el lujo de añadir una condición a
su oferta rendición? La razón era que en China permanecía intacta la principal
fuerza de su ejército. Creían que podrían utilizar este ejército para defender
al propio Japón y hacer pagar así un alto precio a los estadounidenses por su
sin duda inevitable victoria final. Sin embargo, este plan solo iba a funcionar
si la Unión Soviética no se implicaba en la guerra en Lejano Oriente e
inmovilizaba así a las fuerzas japonesas en el interior de China. En otras
palabras, la neutralidad soviética permitió a Japón una leve esperanza, no en
la victoria, por supuesto, sino en que Washington aceptara la condición referente
a su emperador. Hasta cierto punto la guerra con Japón se alargó porque la URSS
todavía no se había involucrado en ella. Pero Stalin ya había prometido en 1943
declarar la guerra a Japón tres meses después de la capitulación de Alemania y
el 17 de julio de 1945 había reiterado su promesa en Potsdam. Por consiguiente,
Washington contaba con un ataque soviético a Japón a principios de agosto, de
modo que los estadounidenses sabían de sobra que la situación de los japoneses
era desesperada. «Fini japos cuando eso ocurra», escribió Truman en
su diario refiriéndose a la esperada intervención soviética en la guerra de
Lejano Oriente [9].
Además, la
Armada estadounidense aseguró a Washington que podía impedir que los japoneses
trasladaran su ejército desde China para defender su patria de una invasión
estadounidense. Por último, era discutible que fuera necesaria una invasión
estadounidense de Japón puesto que la poderosa Armada estadounidense también
podía simplemente bloquear esta nación isla y obligarle a elegir entre
capitular o morir de hambre.
De modo que
Truman contaba con una serie de opciones atractivas para terminar la guerra
contra Japón sin tener que hacer más sacrificios: podía aceptar la trivial
condición japonesa (la inmunidad para su emperador), también podía esperar
hasta que el Ejército Rojo atacara a los japoneses en China y obligara así a
Tokio a aceptar una rendición incondicional después de todo y podía haber
impuesto un bloqueo naval que tarde o temprano habría obligado a Tokio a pedir la
paz. Pero Truman y sus asesores no eligieron ninguna de estas opciones, sino
que decidieron noquear a Japón con la bomba atómica.
Esta aciaga
decisión, que iba a costar la vida de cientos de miles de personas, la mayoría
civiles, ofrecía a los estadounidenses considerables ventajas. En primer lugar,
la bomba todavía podía obligara a Tokio a rendirse antes de que los soviéticos
entraran en la guerra en Asia y en ese caso no sería necesario permitir a Moscú
opinar sobre de las futuras decisiones referentes al Japón de posguerra, a los
territorios ocupados por Japón (como Corea y Manchuria) ni a Lejano Oriente y
la zona del Pacífico en general. Estados Unidos tendría una hegemonía total
sobre esa parte del mundo, lo que era el verdadero, aunque no confeso, objetivo
de guerra de Washington en el conflicto con Japón. Por ese motivo se rechazó
también la opción del bloqueo, porque en ese caso los japoneses solo habrían
capitulado muchos meses después de que la Unión Soviética entrara en guerra.
Una
intervención soviética en la guerra en Lejano Oriente amenazaba con
proporcionar a los soviéticos la misma ventaja que les había proporcionado a
los estadounidenses su relativamente tardía intervención en la guerra en
Europa, es decir, un lugar en la mesa de los vencedores que iban a imponer su
voluntad al derrotado enemigo, a decidir sobre las fronteras, a determinar las
estructuras socioeconómicas y políticas de posguerra y, por lo tanto, a lograr
enormes benéficos y prestigio. Washington no quería en absoluto que la Unión
Soviética disfrutara de este tipo de beneficios. Los estadounidenses habían
eliminado a su gran rival imperialista en esa parte del mundo y no les hacía
ninguna gracia la idea de tener que cargar con un nuevo rival potencial, un
rival, además, cuya odiada ideología comunista ya se estaba volviendo
peligrosamente influyente en muchos países asiáticos, China incluida. Al
utilizar la bomba atómica los dirigentes estadounidenses esperaban acabar
rápidamente con los japoneses y empezar a reorganizar Lejano Oriente sin un
potencialmente molesto socio soviético.
La bomba
atómica parecía ofrecer a los dirigentes estadounidenses una importante ventaja
adicional. La experiencia de Truman en Postdam le había convencido de que solo
una demostración real de su nueva arma haría flexible a Stalin. Utilizar la
bomba para destruir totalmente una ciudad japonesa parecía ser la estratagema
perfecta para intimidar a los soviéticos y obligarles a hacer importantes
concesiones respecto a los acuerdos de posguerra en Alemania, Polonia y otros
lugares de Europa Central y del Este. Se afirma que el Secretario de Estado de
Truman, James F. Byrnes, dijo después que se había utilizado la bomba porque
era probable que esa demostración de poder hiciera que los soviéticos fueran
más acomodadizos en Europa.
Para causar la
impresión aterradora que buscaban provocar a los soviéticos (y al resto del
mundo), la bomba tenía que ser lanzada, obviamente, sobre una gran ciudad.
Probablemente fue esa la razón de que Truman rechazara la propuesta que le
hicieron algunos científicos del Proyecto Manhattan de demostrar el poder de la
bomba arrojándola en alguna isla deshabitada del Pacífico, porque no habría
causado suficiente muerte y destrucción. También habría sido extremadamente
embarazoso si el arma no hubiera obrado su magia mortífera, pero si fracasaba
un bombardeo atómico sin previo aviso de una ciudad japonesa, nadie lo sabría y
nadie se sentiría avergonzado. Había que elegir una gran ciudad japonesa, pero
la capital, Tokio, no servía porque ya estaba arrasada por los anteriores
bombardeos convencionales, de modo que un daño adicional probablemente no iba a
resultar lo suficientemente impresionante. De hecho, muy pocas ciudades
cumplían los requisitos de ser un objetivo «virgen». ¿Por qué? A principios de
agosto de 1945 solo diez ciudades de más de 100.000 habitantes seguían
relativamente indemnes de los bombardeos y bastantes de ellas estaban fuera del
alcance de los bombarderos (como no existían defensas aéreas japonesas, los
bombarderos ya habían empezado a arrasar ciudades de menos de 30.000
habitantes). Pero Hirosima y Nagasaki tuvieron la mala suerte de cumplir los
requisitos [10].
La bomba
atómica estuvo lista justo a tiempo de ser utilizada antes de que la URSS
tuviera la oportunidad de involucrarse en Lejano Oriente. Hiroshima fue
arrasada el 6 de agosto de 1945, pero los dirigentes japoneses no reaccionaron
inmediatamente con una capitulación incondicional. La razón era que el daño fue
grande, pero no mayor que el causado por los anteriores bombardeos sobre Tokio,
donde un ataque de miles de bombarderos los días 9 y 10 de marzo de 1945 había
causado más destrucción y matado a más personas que en el objetivo «virgen» de
Hiroshima. Esto arruinó el delicado escenario de Truman, al menos en parte.
Tokio no se había rendido todavía cuando el 8 de agosto de 1945 (exactamente
tres meses después de la capitulación de Alemania en Berlín) la URSS declaró la
guerra a Japón y al día siguiente el Ejército Rojo atacó a las tropas japonesas
estacionadas en China. Ahora Truman y sus asesores querían acabar la guerra lo
antes posible para limitar el «daño» (desde su punto de vista) hecho por la
intervención soviética.
El 10 de agosto
de 1945, solo un día después de que la Unión Soviética entrara en la guerra en
Lejano Oriente, se lanzó una segunda bomba, esta vez sobre la ciudad de
Nagasaki. Un excapellán del ejército estadounidense afirmó después acerca de
este bombardeo, en el que murieron muchas personas japonesas católicas: «Esa es
una de las razones por las que creo que lanzaron la segunda bomba. Para meter
prisa. Para hacer que se rindieran antes de que llegaran los rusos» [11] (este
capellán puede o no haber sabido que entre los 75.000 seres humanos que fueron
«incinerados, carbonizados y evaporados instantáneamente» en Nagasaki había
tanto muchas personas católicas japonesas como una cantidad desconocida de
prisioneros de un campo de prisioneros de guerra aliados, de cuya presencia se
había sido informado en vano al comando aéreo [12]).
Japón capituló
no debido a las bombas atómicas sino debido a la entrada en guerra de los
soviéticos. Después de que la mayoría de las grandes ciudades del país hubieran
sido arrasadas, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, por muy horrible que
fuera, no cambiaba demasiado las cosas desde un punto de vista estratégico. La
declaración de guerra soviética, en cambio, supuso un golpe fatal porque
eliminaba la última esperanza de Tokio de poner algunas condiciones menores a
la inevitable capitulación. Además, incluso después de los bombardeos de
Hiroshima y Nagasaki los dirigentes japoneses sabían que iba a costar muchos
meses antes de que las tropas estadounidenses pudieran desembarcar en Japón,
pero el Ejercito Rojo ya estaba avanzando tan rápido que se calculaba que en diez
días entraría en territorio japonés. En otras palabras, debido a la
intervención rusa Tokio se quedó sin tiempo y sin opciones que no fueran la
rendición incondicional. Japón capituló debido a la declaración de guerra de la
Unión Soviética, no debido a los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Incluso
sin las bombas atómicas, la entrada de los soviéticos en la guerra habría
provocado la rendición de Japón [13]. Pero los dirigentes japoneses se tomaron
su tiempo. Su capitulación formal se produjo el 14 de agosto de 1945.
Para gran
disgusto de Truman y sus asesores, el Ejército Rojo pudo hacer considerables
progresos durante esos últimos días de guerra. Los soviéticos incluso empezaron
a expulsar a los japoneses de su colonia coreana y lo hicieron en colaboración
con el movimiento coreano de liberación de Corea dirigido por Kim Il-sung, que
resultó ser inmensamente popular y, por lo tanto, pudo llegar al poder tras la
liberación de todo el país del horrible yugo colonial japonés. Pero la
posibilidad de una Corea socialista e independiente no encajaba en los planes
estadounidenses para el Lejano Oriente de posguerra, por lo que Washington
envió rápidamente tropas a ocupar el sur de la península y los soviéticos
accedieron a una división del país que se suponía iba a ser solo temporal, pero
que ha durado hasta nuestros días [14].
Parecía que,
después de todo, los estadounidenses iban a tener que cargar con un socio
soviético en Lejano Oriente, pero Truman se aseguró de que no fuera así. Actuó
como si la anterior cooperación de las tres grandes potencias en Europa no
hubiera sentado un precedente cuando el 15 de agosto de 1945 rechazó la
petición de Stalin de una zona de ocupación soviética en el derrotado País del
Sol Naciente. Y cuando el 2 de septiembre de 1945 el general MacArthur aceptó
oficialmente la rendición japonesa en el acorazado estadounidense Missouri
anclado en la bahía de Tokio, a los representantes de la Unión Soviética y de
otros aliados en Extremo Oriente, incluidos Gran Bretaña y los Países Bajos,
solo se les permitió estar presentes como insignificantes figurantes. No se
dividió Japón en zonas de ocupación, como se había hecho con Alemania. El
derrotado rival de Estados Unidos iba a ser ocupado en su totalidad únicamente
por los estadounidenses y como virrey de Estados Indios en Tokio el general
MacArthur se iba a asegurar de que que ninguna otra potencia tuviera voz en los
asuntos de posguerra de Japón, sin tener en cuenta las contribuciones que
habían hecho a la victoria común.
Los
conquistadores estadounidenses recrearon el País del Sol Naciente según sus
ideas y según su conveniencia. En septiembre de 1951 un Estados Unidos
satisfecho firmaría un tratado de paz con Japón, pero la URSS, cuyos intereses
nunca se habían tenido en cuenta, no cofirmó este tratado. Los soviéticos se
retiraron de las partes de China y Corea que habían liberado, pero se negaron a
evacuar territorios japoneses como Sajalín y las Kuriles, que habían sido
ocupados por el Ejército Rojo durante los últimos días de la guerra.
Posteriormente serían criticados despiadadamente por ello en Estados Unidos,
como si la actitud del propio gobierno estadounidense no tuviera nada que ver
con este asunto.
Los dirigentes
estadounidenses creían que después de que Japón violara China y humillara a
potencias coloniales tradicionales como Gran Bretaña, Francia y los Países
Bajos, y después de la propia victoria estadounidense sobre Japón, solo habría
que elimina a la URSS de Lejano Oriente (una mera formalidad, al parecer) para
cumplir su sueño de hegemonía absoluta en esa parte del mundo. Su decepción y
disgusto fueron aún mayores cuando China se «perdió» a manos de los comunistas
de Mao después de la guerra. Para empeorar las cosas la mitad norte de Corea,
una antigua colonia japonesa que Estados Unidos había esperado reducir a la
condición de vasallo junto con el propio Japón, optó por una idiosincrásica vía
al socialismo y en Vietnam también resultó que un movimiento popular de
independencia bajo el liderazgo de Ho Chi Minh tenía unos planes que
demostraron ser incompatibles con las grandes ambiciones asiáticas de Estados
Unidos. No es de extrañar, por lo tanto, que se llegara a la guerra en Corea y
Vietnam, y casi a un conflicto armado con la «China Roja».
No era
necesario utilizar la bomba atómica para obligar a Japón a doblegarse. Como
reconocería categóricamente un minucioso estudio estadounidense sobre la guerra
en el aire, US Strategic Bombing Survey, «sin duda Japón se habría
rendido antes del 31 de diciembre de 1945 aunque no se hubiera arrojado las
bombas atómicas, aunque Rusia no hubiera entrado en guerra y aunque no se
hubiera planeado o contemplado una invasión» [15]. Varios dirigentes militares
estadounidenses lo han reconocido públicamente, incluidos Henry «Hap» Arnold,
Chester Nimitz, William «Bull» Halsey, Curtis LeMay y un futuro presidente,
Dwight Eisenhower. Truman, sin embargo, quería utilizar las bombas por varios
motivos y no solo para lograr que los japoneses se rindieran. Esperaba que
arrojar la bomba mantendría a los soviéticos fuera de Lejano Oriente y
aterrorizaría a los dirigentes de ese país, de modo que Washington pudiera
imponer en el Kremlin su voluntad respecto a los asuntos europeos. Y así se
pulverizó Hisohima y Nagasaky. Muchos historiadores estadounidenses son muy
conscientes de ello. Sean Dennis Cashman escribe: «Con el paso del tiempo
muchos historiadores han llegado a la conclusión de que la bomba se utilizó en
gran parte por razones políticas […]. Vannevar Bush [director de la Oficina de Investigación
Científica y Desarrollo de Estados Unidos] afirmó que la bomba «también se
entregó a tiempo, para que no hubiera necesidad de hacer ninguna concesión a
Rusia al final de la guerra». El Secretario de Estado bajo el presidente Truman
James F. Byrnes nunca negó unas declaraciones que se le atribuyeron en las que
afirmaba que se había utilizado la bomba para demostrar la Unión Soviética el
poder de Estados Unidos con el fin de hacer que los soviéticos fueran más
manejables en Europa [16].
El propio Truman,
sin embargo, declaró hipócritamente en aquel momento que el objetivo de los dos
bombardeos nucleares había sido «traer a los chicos a casa», es decir, acabar
rápidamente la guerra sin más pérdida de vidas humanas en el lado
estadounidense. Los medios de comunicación estadounidenses difundieron de forma
acrítica esta explicación y así nació un mito que tanto ellos como la corriente
dominante de historiadores estadounidense y del mundo occidental en general (y,
por supuesto, Hollywood) han difundido con entusiasmo.
El mito de que
dos ciudades japonesas fueron bombardeadas con armas nucleares para obligar a
Tokio a rendirse, y acortar así la guerra y salvar vidas se elaboró Estados
Unidos, pero iba a ser secundado con entusiasmo por Japón, cuyos dirigentes de
posguerra, vasallos de Estados Unidos, lo encontraron extremadamente útil por
varias razones, como ha señalado War Wilson en su excelente artículo sobre la
bomba atómica. En primer lugar, al emperador y a sus ministros, que en muchos
sentidos eran responsables de una guerra que había causado tanto sufrimiento al
pueblo japonés, les pareció extremadamente conveniente culpar de su derrota «a
un increíble avance científico que nadie podía haber previsto», como afirma
Wilson. La cegadora luz de las explosiones atómicas impidió, por así decirlo,
ver sus «equivocaciones y errores de cálculo». Se había mentido al pueblo
japonés acerca de lo mal que estaba realmente la situación y de cómo se había
prolongado su sufrimiento únicamente para salvar al emperador, pero la bomba
proporcionó la excusa perfecta para haber perdido la guerra. No hubo necesidad
de repartir culpas ni tampoco de crear un tribunal de investigación. Los
dirigentes japoneses pudieron afirmar que habían hecho cuanto habían podido, de
modo que en general la bomba sirvió para alejar la culpa de los dirigentes
japoneses.
En segundo
lugar, la bomba hizo que Japón se ganara la simpatía internacional. Lo mismo
que Alemania, Japón había emprendido una guerra de agresión y había cometido
todo tipo de crímenes de guerra. Ambos países buscaron la forma de mejorar su
imagen tratando de cambiar la condición de responsable por la de víctima. En
ese contexto la Alemania (occidental) de posguerra inventó el mito sobre el
Ejército Rojo que se describía como una segunda horda de mongoles racialmente
inferiores que tomó Berlín al asalto, violó a rubias Fräuleins y
saqueó pacificas ciudades camino de Berlín. De forma similar Hiroshima y
Nagasaki permitieron a Japón hacerse pasar por «una nación castigada, que había
sido injustamente bombardeada con un instrumento de guerra cruel y horrible».
En tercer
lugar, a los gobernantes supremos estadounidenses del Japón de posguerra sin
duda les complacía hacerse eco de la idea estadounidense de que la bomba había
puesto fin a la guerra. Estos gobernantes protegieron a la clase alta de Japón
frente a las demandas de cambio social radical provenientes de elementos
radicales, incluidos los comunistas, cuyo evangelio «tenía eco entre las
personas pobres de Japón y amenazaba el gobierno plutocrático» [17]. Pero
durante un tiempo la élite temió que los estadounidenses abolieran la figura
del emperador y llevaran a juicio por crímenes de guerra a muchos altos cargos
del gobierno, banqueros e industriales, de modo que se consideró útil complacer
a los estadounidenses y, como ha señalado un historiador japonés, «si querían
creer que la bomba había ganado la guerra, ¿por qué decepcionarlos?». El hecho
de que Japón aceptara el mito estadounidense de Hiroshima complació a los
estadounidenses porque sirvió para difundir en Japón, en otros lugares de Asia
y en todo el mundo la idea de que Estados Unidos era todopoderoso desde el
punto de vista militar aunque amante de la paz y que solo quería utilizar su
monopolio de la bomba atómica cuando fuera absolutamente necesario. Ward Wilson
continúa y concluye el artículo de la siguiente manera: «Si, por otra parte, la
entrada de los soviéticos en la guerra fue lo que provocó la rendición de
Japón, entonces los soviéticos podrían afirmar que pudieron hacer en cuatro
días lo que Estados Unidos no había podido hacer en cuatro años, y la impresión
del poder militar soviético y de la influencia diplomática soviética se vería
reforzada. Y una vez que empezara la Guerra Fría, afirmar que la entrada
soviética había sido el factor decisivo habría equivalido a proporcionar ayuda
y consuelo al enemigo» [18].
Con los años el
mito de que el «bombardeo nuclear» de dos ciudades japonesas estaba justificado
ha perdido gran parte de su atractivo a ambos lados del Pacífico. En 1945 un
abrumador 85 % de los estadounidenses lo consideraba así, pero este porcentaje
se redujo al 63 % en 1991 y al 29 % en 2015; en cuanto a la población japonesa,
solo el 29 % lo aprobaba en 1991 y en 2015 apenas el 14 % [19]. Era
obvio que el mito necesitaba un espaldarazo y se lo dio debidamente uno de los
sucesores de Truman, el presidente Barack Obama.
Obama visitó
Hiroshima en mayo de 2016. En un discurso público calificó fríamente la
pulverización de la ciudad por medio de la bomba atómica en 1945 de «muerte
caída del cielo», como si hubiera sido una granizada o algún otro fenómeno
natural con el que su país no tuviera nada que ver y omitió pronunciar una sola
palabra de arrepentimiento, por no hablar de una disculpa, en nombre del Tío Sam.
En un entusiasta reportaje sobre esta actuación presidencial, el New
York Times, uno de los principales periódicos de Estados Unidos, escribió
que «muchos historiadores creen que los bombardeos sobre Hiroshima y luego
sobre Nagasaki, que juntos se cobraron la vida de más de 200.000 personas, a
fin de cuentas salvaron vidas, ya que una invasión de las islas habría
provocado un derramamiento de sangre mucho mayor» [20]. No se mencionó en
absoluto que hay muchos hechos que contradicen esta «creencia» ni que muchos
historiadores creen justo lo contrario. Así es como se mantienen vivos los
mitos, incluso los que se vienen abajo.
Este artículo es una adaptación de un capítulo del libro de Jacques R.
Pauwels que se editará próximamente sobre los grandes mitos de la historia
moderna (la editorial Boltxe
liburuak lo publicará en castellano a principios de diciembre
de 2021).
Jacques R. Pauwels es historiador y autor
de The Great
Class War: 1914-1918. Su último libro es Le Paris des
san-sculottes: Guide du Paris révolutionnaire 1789-1799, Éditions Delga,
París, marzo de 2021.
Referencias:
Alperovitz, Gar, Atomic Diplomacy:
Hiroshima and Potsdam. The Use of the Atomic Bomb and the American
Confrontation with Soviet Power, nueva edición, Harmondsworth, Middlesex,
1985 (edición original de1965).
Cashman, Sean Dennis, Roosevelt, and
World War II, Nueva York y Londres, 1989.
Cummings, Bruce, The Korean War: A
History, Nueva York, 2011.
Dülffer, Jost, Jalta, 4. Februar 1945:
Der Zweite Weltkrieg und die Entstehung der bipolaren Welt, Múnich, 1998.
Gowans, Stephen, Patriots, Traitors and
Empires: The Story of Korea’s Struggle for Freedom, Montreal, 2018.
Harris, Gardiner, “At Hiroshima Memorial, Obama
Says Nuclear Arms Require ‘Moral Revolution’”, The New York Times,
27 de mayo de 2016
Hasegawa, Tsuyoshi, Racing the Enemy:
Stalin, Truman, and the Surrender of Japan, Cambridge, MA, 2005.
Kohls, Gary G, “Whitewashing Hiroshima: The
Uncritical Glorification of American Militarism,” http://www.lewrockwell.com/orig5/kohls1.html
Kolko, Gabriel, The Politics of War: The
World and United States Foreign Policy, 1943-1945, Nueva York, 1968.
Kolko, Gabriel, Main Currents in Modern
American History, Nueva York, 1976.
Pauwels, Jacques R, The Myth of the Good
War: America in the Second World War, edición revisada edition,
Toronto, 2015. [en castellano, traducido por José Sastre, El
mito de la guerra buena: EE.UU en la Segunda Guerra Mundial, Hondarribia,
Hiru, 2002].
Stokes, Bruce, “70 years after Hiroshima,
opinions have shifted on use of atomic bomb”, Factank, 4 de agosto
de 2015, https://www.pewresearch.org/fact-tank/2015/08/04/70-years-after-hiroshima-opinions-have-shifted-on-use-of-atomic-bomb.
Terkel, Studs, “The Good War”: An Oral
History of World War Two, Nueva York, 1984.
Williams, William Appleman, The Tragedy
of American Diplomacy, edición revisada, Nueva York, 1962.
Wilson, Ward. “The Bomb Didn’t Beat Japan … Stalin
Did. Have 70 years of nuclear policy been based on a lie?”, F[oreign]P[olicy],
30 de mayo de 2013, https://foreignpolicy.com/2013/05/30/the-bomb-didnt-beat-japan-stalin-did.
Notas:
[1] Francia se
iba a unir a este trío más tarde y lo convirtió así en los Cuatro Grandes.
[2] Kolko (1968), pp. 50-51.
[3] Williams, p. 250.
[4] Dülffer, p. 155.
[5] Kolko (1976), p. 355.
[6] Alperovitz, p. 223.
[7] Alperovitz, p.156.
[8] Pauwels (2015), pp. 178-79.
[9] Citado en
Alperovitz, p. 24.
[10] Wilson.
[11] Citado en
Terkel, p. 535.
[12] Kohls.
[13] Hasegawa,
pp. 185-86, 295-97; Wilson.
[14] Para una
historia libre de mitos de la tragedia de la división de Corea, véase los libros
de Cummings y Gowans (2018).
[15] Citado en
Horowitz, p. 53.
[16] Cashman,
p. 369.
[17] Según se
cita en Gowans (2018), p. 106, a la historiadora estadounidense Sarah C. Paine.
[18] Wilson.
[19] Stokes.
[20] Harris.
Fuente: https://www.counterpunch.org/2021/08/06/mythmaking-and-the-atomic-destruction-of-hiroshima-and-nagasaki/