Engels hablando sobre el
carácter histórico y condicionado de la moral
DIARIO OCTUBRE / enero 17, 2024
«Hemos conocido
ya varias veces el método del señor Dühring. Ese método consiste en descomponer
cada grupo de objetos del conocimiento en sus elementos supuestamente simples,
aplicar a esos elementos axiomas no menos sencillos y supuestamente evidentes y
seguir operando con los resultados así conseguidos. También en la cuestión del
ámbito de la vida social:
«Se decide
axiomáticamente, como si se tratara de simples y particulares formaciones
fundamentales de la matemática». (Karl Eugen Dühring)
Y así, la
aplicación del método matemático a la historia, la moral y el derecho tiene que
darnos también aquí «certeza» sobre la verdad de los resultados conseguidos,
caracterizarlos como verdades auténticas e inmutables.
Se trata,
sencillamente, de otra formulación del viejo y amable método ideológico que
solía llamarse «apriorístico», y que consiste en no registrar las propiedades
de un objeto estudiando el objeto, sino en deducirlas demostrativamente a
partir del concepto del objeto. Primero se forma uno un concepto del objeto a
partir del objeto; luego se da la vuelta al espejo y se mide el objeto por su
imagen, el concepto. El objeto debe regirse por el concepto, no el concepto por
el objeto. En el caso del señor Dühring, el servicio comúnmente realizado por
el concepto es cosa de los elementos simples, es decir, de las últimas
abstracciones a las que consigue llegar; pero esto no altera en nada el método:
estos elementos simples son, en el mejor de los casos, de naturaleza puramente
conceptual. La filosofía de la realidad muestra pues, también aquí, que es pura
ideología, deducción de la realidad no a partir de sí misma, sino a partir de
su representación.
Por tanto, si
tal ideólogo se dispone a construir la moral y el derecho no con las
condiciones sociales reales de los hombres que le rodean, sino a partir del
concepto o de los supuestos elementos simples de «la sociedad», ¿qué material
tiene para esa construcción? Lo tiene obviamente de dos tipos: primero, el
escaso resto de contenido real que tal vez quede en aquellas abstracciones
puestas como fundamento; segundo, el contenido que nuestro ideólogo vuelva a
introducir en ellas partiendo de su propia consciencia. Y ¿qué encuentra en su
consciencia? Sobre todo, concepciones morales y jurídicas que son una expresión
más o menos adecuada −positiva o negativa, conformista o polémica− de las
condiciones sociales y políticas en las que vive. Luego, tal vez, nociones
tomadas de la literatura principal; por último, quizá, manías personales.
Nuestro ideólogo puede revolver todo lo que quiera: la realidad histórica que
ha echado por la puerta vuelve a entrar por la ventana, y mientras cree estar
proyectando una doctrina ética y jurídica para todos los mundos, está
ejecutando en realidad un retrato de las corrientes conservadoras o
revolucionarias de su época, deformado porque, separado de su suelo real, es
como un rostro reflejado por un espejo cóncavo e invertido. (…)
Si hemos
terminado ya con el tratamiento trivial y chapucero de la idea de igualdad por
el señor Dühring, eso no nos libera de considerar esa idea misma, en el
importante papel agitante, teórico principalmente en Rousseau, práctico en la
gran Revolución y desde ella, que sigue desempeñando aún hoy en el movimiento
socialista de casi todos los países. El establecimiento de su contenido
científico determinará también su valor para la agitación proletaria.
La idea de que
todos los seres humanos, en tanto que tales, tienen algo en común y que son
además iguales dentro del alcance de ese algo común es, naturalmente,
antiquísima. Pero la moderna exigencia de igualdad es completamente distinta de
esa noción; la idea moderna consiste más bien en deducir de aquella propiedad
común del ser-hombre, de aquella igualdad de los seres humanos como tales, la
exigencia de validez política o social igual de todos los hombres, o, por lo
menos, de todos los ciudadanos de un Estado o de todos los miembros de una
sociedad. Tuvieron que pasar, y pasaron, milenios antes de que de aquella
primitiva representación de igualdad relativa se explicitara la inferencia de
una equiparación en el Estado y la sociedad, y hasta que esa inferencia pudiera
incluso parecer algo natural y evidente. En las más antiguas comunidades
naturales, la equiparación no tenía sentido, sino, a lo sumo, entre los
miembros de la pequeña comunidad; mujeres, esclavos y extranjeros quedaban
obviamente excluidos de ella. Entre los griegos y los romanos las desigualdades
de los hombres tenían bastante más importancia que cualquier igualdad. Habría
parecido por fuerza a los antiguos una insensatez la idea de que griegos y
bárbaros, libres y esclavos, ciudadanos y protegidos, ciudadanos romanos y
súbditos sometidos −por usar una expresión muy genérica− pudieran pretender una
situación política igual. Bajo el Imperio Romano, fueron disolviéndose
paulatinamente todas esas diferencias, con excepción de la diferencia entre
libres y esclavos; surgió así, al menos para los libres, aquella igualdad
privada sobre cuyo fundamento se desarrolló el derecho romano, la más perfecta
formación del derecho basado en la propiedad privada de la que tengamos
conocimiento. Pero mientras subsistió la contraposición entre libres y
esclavos, era imposible hablar de consecuencias jurídicas de la igualdad
general «humana»; así lo hemos visto incluso recientemente en los estados
esclavistas de la Unión norteamericana.
El cristianismo
no conoció más que «una» igualdad de todos los hombres, a saber, la de la igual
pecaminosidad, la cual correspondía plenamente a su carácter de religión de los
esclavos y oprimidos. Junto a ella, conoció a lo sumo la igualdad de los
elegidos, la cual, empero, no se subrayó sino muy al comienzo. Las huellas de
la comunidad de bienes que se encuentran también en los comienzos de la nueva
religión son más reducibles a la solidaridad de los perseguidos que a reales
ideas de igualdad. Muy pronto, la consolidación de la contraposición sacerdote-
laico termina también con este rudimento de igualdad cristiana. La marea
germánica que cubrió la Europa occidental suprimió durante siglos todas las
ideas de igualdad, con la paulatina edificación de una jerarquía social y
política de naturaleza más complicada que todo lo conocido hasta entonces;
pero, al mismo tiempo, aquella invasión introdujo a la Europa occidental y
central en el movimiento de la historia, creó por vez primera un compacto
territorio cultural y, en ese territorio y también por vez primera, un sistema
de estados de carácter predominantemente nacional y en relaciones de influencia
y acoso recíprocos. Con esto preparó el suelo en el cual podría hablarse más
tarde de equiparación humana y derechos del hombre.
La Edad Media
feudal desarrolló además en su seno la clase llamada a convertirse, en su
ulterior desarrollo, en portadora de la moderna exigencia de igualdad: la
burguesía. Estamento feudal al principio ella misma, la burguesía había
desarrollado la industria −predominantemente artesana− y el intercambio de
productos en el seno de la sociedad feudal hasta un nivel relativamente
elevado, cuando a fines del siglo XV los grandes descubrimientos marítimos le
abrieron una nueva carrera más amplia. El comercio extraeuropeo, hasta entonces
sólo practicado entre Italia y el Levante, se amplió hasta América y la India,
y rebasó pronto en importancia tanto el intercambio entre los diversos países
europeos cuanto el tráfico interior de cada país particular. El oro y la plata
americanos invadieron Europa y penetraron como un elemento de disolución por
todas las lagunas, ranuras y poros de la sociedad feudal. La industria
organizada artesanalmente no bastó ya para las crecientes necesidades; y así en
las principales industrias de los países adelantados fue sustituida por la
manufactura.
A esta gran
transformación de las condiciones económicas vitales de la sociedad no siguió
empero en el acto un cambio correspondiente de su articulación política. El
orden estatal siguió siendo feudal, mientras la sociedad se hacía cada vez más
burguesa. El comercio en gran escala, y señaladamente el internacional, así
como el mundial en medida aún mayor, exige la presencia de poseedores de
mercancías que sean libres, que no se vean impedidos en sus movimientos, que se
hallen en una situación de equiparación y que realicen sus intercambios sobre
la base de un derecho igual para todos ellos, por lo menos en cada lugar. El
paso de la artesanía a la manufactura tiene como presupuesto la existencia de
cierto número de trabajadores libres −libres, por una parte, de ataduras
gremiales y, por otra, libres o desprovistos de los medios necesarios para
aprovechar ellos mismos su fuerza de trabajo−, trabajadores que pueden
contratar con el fabricante para alquilarle su fuerza de trabajo, lo que quiere
decir que, en cuanto contratantes, se enfrentan con él en una situación de
equiparación. Por último, la igualdad, la igual validez de todos los trabajos
humanos, por ser, y en la medida en que son, trabajo «humano» en general, halló
su expresión inconsciente, pero sumamente eficaz, en la ley del valor de la
moderna economía burguesa, ley según la cual el valor de una mercancía se mide
por el trabajo socialmente necesario contenido en ella. [*] Pero donde la
situación económica exigía libertad y equiparación, el orden político le
contraponía vínculos gremiales y privilegios especiales a cada paso.
Privilegios locales, aduanas diferenciales y leyes de excepción de todo tipo
afectaban en el comercio no sólo a los forasteros o a los habitantes de las
colonias, sino también, muchas veces, incluso a categorías enteras de los
propios súbditos; por todas partes y continuamente los privilegios gremiales se
atravesaban en la vía del desarrollo de la manufactura. En ningún lugar había
vía libre ni eran iguales las perspectivas para los competidores burgueses, y,
sin embargo, ésta era la reivindicación primera y más urgente.
En cuanto el
progreso económico de la sociedad la puso al orden del día, la exigencia de
liberación respecto de las ataduras feudales y de establecimiento de la igualdad
jurídica mediante la eliminación de las desigualdades feudales tenía que
alcanzar pronto mayores dimensiones. Si se formulaba esa exigencia en interés
de la industria y del comercio, era necesario pedir la misma equiparación para
la gran masa de los campesinos, los cuales tenían que conceder gratuitamente al
señor feudal la mayor parte de su tiempo de trabajo, en situaciones que cubrían
todos los grados de servidumbre, partiendo de pleno de la gleba, y aún estaban
además sometidos a entregar al mismo señor y al Estado innumerables tributos.
Tampoco, por otra parte, podía dejar de reivindicarse la supresión de los
privilegios feudales, la exención fiscal de la nobleza y los privilegios
políticos de los diversos estamentos. Y como no se vivía ya en un imperio
universal como había sido el romano, sino en un sistema de estados
independientes y situados a un nivel de desarrollo burgués aproximadamente
igual, es natural que aquella exigencia cobrara un carácter general que
rebasaba a cada Estado particular, o sea que la libertad y la igualdad se
proclamaran como «derechos del hombre». Y lo específico del carácter
propiamente burgués de esos derechos del hombre es que la Constitución
americana −la primera que los ha reconocido− confirme simultáneamente la esclavitud
de las gentes de color existente en América: mientras se condenan los
privilegios de clase, se santifican los de raza.
Pero, como
hemos sabido, desde el momento en que rompe la crisálida de la ciudad feudal,
desde el momento en que pasa de la situación de estamento medieval a la de
clase moderna, la burguesía va siempre e inevitablemente acompañada por su
sombra, el proletariado. Y análogamente las exigencias burguesas de igualdad
van acompañadas por exigencias de igualdad proletarias. Desde el momento en que
se plantea la reivindicación burguesa de la supresión de los «privilegios» de
clase, surge junto a ella la exigencia proletaria de supresión de las «clases
mismas», y ello, primero, en forma religiosa, apoyándose en el cristianismo
primitivo, y luego basándose en las mismas teorías igualitarias burguesas. Los
proletarios toman la palabra a la burguesía: la igualdad no debe ser sólo
aparente, no debe limitarse al ámbito del Estado, sino que tiene que realizarse
también realmente, en el terreno social y económico. Sobre todo, desde que la
burguesía francesa, a partir de la Gran Revolución, ha colocado en primer
término la igualdad burguesa, el proletariado le ha devuelto golpe por golpe
con la exigencia de igualdad social y económica, y la igualdad se ha convertido
muy especialmente en grito de combate del proletariado francés.
La exigencia de
igualdad tiene, pues, en boca del proletariado una doble significación. O bien
es −como ocurre sobre todo en los comienzos, por ejemplo, en la guerra de los
campesinos− la reacción natural contra las violentas desigualdades sociales,
contra el contraste entre ricos y pobres, entre señores y siervos, entre la
ostentación y el hambre, y entonces es simple expresión del instinto
revolucionario y encuentra en esto, y sólo en esto, su justificación, o bien ha
surgido de una reacción contra la exigencia burguesa de igualdad, infiere de
ésta ulteriores consecuencias más o menos rectamente y sirve como medio de
agitación para mover a los trabajadores contra los capitalistas con las propias
afirmaciones de los capitalistas; en este caso coincide para bien y para mal
con la misma igualdad burguesa. En ambos casos, el contenido real de la
exigencia proletaria de igualdad es la reivindicación de la «supresión de las
clases». Toda exigencia de igualdad que vaya más allá de eso desemboca
necesariamente en el absurdo. Hemos dado ya ejemplos de este hecho y aún
encontraremos más cuando lleguemos a las fantasías futuristas del señor
Dühring.
Así, pues, la
idea de igualdad, tanto en su forma burguesa como en su forma proletaria, es
ella misma un producto histórico, para cuya producción fueron necesarias
determinadas situaciones históricas que suponían a su vez una dilatada
prehistoria. Será, pues, cualquier cosa, menos una verdad eterna. Y si hoy es
para el gran público −en algún sentido− una cosa evidente; si, como dice Marx,
«posee ya la firmeza de un prejuicio popular», ello no se debe a su supuesta
verdad axiomática, sino que es efecto de la general difusión y la permanente
actualidad de las ideas del siglo XVIII. Si, pues, el señor Dühring puede
permitirse tan tranquilamente maniobrar a sus dos célebres hombres por el
terreno de la igualdad, eso se debe a que la cosa resulta muy natural para el
prejuicio público. Y, efectivamente, el señor Dühring llama «natural» a su
filosofía, precisamente porque ella parte de cosas que le parecen a él muy
naturales. Pero no se pregunta, naturalmente, por qué le parecen naturales.
(…)
Si con la
verdad y el error no hemos podido hacer mucho camino, con el bien y el mal
vamos a hacer aún menos. Esta contraposición se mueve exclusivamente en el
terreno moral, es decir, en un terreno perteneciente a la historia humana, y en
él las «verdades definitivas de última instancia» se encuentran precisamente
con la mayor escasez. Las nociones de bien y mal han cambiado tanto de un
pueblo a otro y de una época a otra que a menudo han llegado incluso a
contradecirse. Alguien podrá, sin duda, replicar que el bien no es el mal ni el
mal el bien, y que si se confunden el bien y el mal se suprime toda moralidad y
cada cual puede hacer o dejar de hacer lo que quiera. Esta es también la
opinión del señor Dühring, en cuanto se le quita todo el estilo sentencioso de
oráculo. No obstante, la cuestión no es tan fácil de liquidar. Si tan sencilla
fuera, tampoco habría discusión sobre el bien y el mal, todo el mundo sabría lo
que son el bien y el mal. Pero ¿cuál es hoy la situación? ¿Qué moral se nos
predica hoy? Está, para empezar, la cristiana-feudal, procedente de viejos tiempos
creyentes, que se divide fundamentalmente en una moral católica y otra
protestante, con subdivisiones que van desde la jesuítico-católica y la
protestante ortodoxa hasta la moral laxa ilustrada. Se tiene además la moral
moderna-burguesa y, junto a ésta, la moral proletaria del futuro, de modo que
ya en los países más adelantados de Europa el pasado, el presente y el futuro
suministran tres grandes grupos de teorías morales que tienen una vigencia
contemporánea y copresente. ¿Cuál es la verdadera? Ninguna de ellas, en el
sentido de validez absoluta y definitiva; pero sin duda la moral que posee más
elementos de duración es aquella que presenta el futuro en la transformación
del presente, es decir, la moral proletaria.
Mas al ver que
las tres clases de la sociedad moderna, la aristocracia feudal, la burguesía y
el proletariado, tienen cada una su propia moral, no podemos sino inferir de
ello que en última instancia los hombres toman, consciente o inconscientemente,
sus concepciones éticas de las condiciones prácticas en que se funda su
situación de clase, es decir, de las situaciones económicas en las cuales
producen y cambian.
Pero en las
tres teorías morales antes indicadas hay cosas comunes a todas: ¿no puede ser
esto, por lo menos, una pieza de la moral válida para las tres? Aquellas
teorías morales representan tres estadios diversos de una misma evolución
histórica. Tienen, pues, un trasfondo histórico común, y, ya por eso,
necesariamente, muchas cosas comunes. Aún más. Para estadios evolutivos
económicos iguales o aproximadamente iguales, las teorías morales tienen que
coincidir necesariamente en mayor o menor medida. A partir del momento en que
se ha desarrollado la propiedad privada de los bienes muebles, todas las
sociedades en las que valía esa propiedad privada tuvieron que poseer en común
el mandamiento moral «No robarás». ¿Se convierte por ello este mandamiento en
mandamiento moral eterno? En modo alguno. En una sociedad en la que se eliminen
los motivos del robo, en la que a la larga no puedan robar sino, a lo sumo, los
enfermos mentales, sería objeto de burla el predicador moral que quisiera
proclamar solemnemente la verdad eterna «No robarás».
Rechazamos, por
tanto, toda pretensión de que aceptamos la imposición de cualquier dogmática
moral como ley ética eterna, definitiva y por tanto inmutable, por mucho que se
nos exhiba el pretexto de que también el mundo moral tiene sus principios
permanentes, situados por encima de la historia y de las diferencias entre los
pueblos. Afirmamos, por el contrario, que toda teoría moral que ha existido
hasta hoy es el producto, en última instancia, de la situación económica de
cada sociedad. Y como la sociedad se ha movido hasta ahora en contraposiciones
de clase, la moral fue siempre una moral de clase; o bien justificaba el
dominio y los intereses de la clase dominante, o bien, en cuanto que la clase
oprimida se hizo lo suficientemente fuerte, representó la irritación de los
oprimidos contra aquel dominio y los intereses de dichos oprimidos, orientados
al futuro. Todo esto no nos hace dudar de que, al igual que en las demás ramas
del conocimiento humano, también en la moral se ha producido, a grandes rasgos,
un progreso. Pero todavía no hemos rebasado la moral de clase. Una moral
realmente humana que esté por encima de las contraposiciones de clase, y por
encima del recuerdo de ellas, no será posible sino en un estadio social que no
sólo haya superado la contraposición de clases, sino que además la haya
olvidado para la práctica de la vida.
Con esto podrá
apreciarse el orgullo del señor Dühring que, desde el corazón de la sociedad de
clases, presenta la pretensión de imponer a la sociedad futura y sin clases, en
vísperas de una revolución social, una moral eterna, independiente de la época
y de las transformaciones reales. Aun suponiendo −cosa para nosotros hasta el
momento desconocida− que el señor Dühring entendiera por lo menos en sus rasgos
fundamentales la estructura de esa sociedad futura». (Friedrich Engels; El Anti-Dühring, 1878)
FUENTE: bitacoramarxistaleninista.blogspot.com