La discusión
sobre el tipo de democracia que debería ponerse en pie en el marco de una
sociedad de transición al socialismo es ya muy vieja. Pero seguimos sin contar
con un proyecto compartido dentro de la izquierda anticapitalista.
A vueltas con el debate sobre socialismo y democracia
Jaime
Pastor
El Viejo Topo
24 abril, 2022
La discusión
sobre el tipo de democracia que debería ponerse en pie en el marco de una
sociedad de transición al socialismo es ya muy vieja y, sin embargo, seguimos
sin contar con un proyecto compartido dentro de la izquierda anticapitalista.
No han faltado para ello, desde que el movimiento obrero irrumpiera en la
historia como actor colectivo, sucesivas experiencias que han podido prefigurar
una democracia alternativa a la liberal-capitalista, ni tampoco debates y
contribuciones de interés vinculadas al marxismo y al pensamiento crítico en
general.
De la Comuna de París de 1871 a la Revolución rusa de octubre de 1917
Podríamos
remitirnos a la Comuna de París como el primer laboratorio en el que los
fundadores del materialismo histórico encontraron un esbozo de democracia
alternativa a la del Estado liberal-imperial vigente. Conocidas son las
características que en aquellos 72 días de vida se fueron llevando a la
práctica: abolición del ejército permanente, elección por sufragio universal
(aunque sólo para los varones) de representantes, basada en el mandato
imperativo y en la rotatividad y revocabilidad de los mismos, con unos ingresos
iguales al salario medio de un obrero; extensión de la elección por sufragio
universal a las diferentes instituciones (guardia nacional, magistratura…),
concentración de poderes legislativo y ejecutivo en el Consejo comunal,
federalismo desde abajo. Todo ello como manifestación de la aspiración
compartida a una República democrática, social y universal.
Durante su corto periodo de vida, se fueron articulando distintos mecanismos de
deliberación y participación popular a través de las asambleas, los clubes y
las diferentes asociaciones (como la Unión de Mujeres) que fueron adquiriendo
protagonismo, sin que dejaran de expresarse diferencias, bajo la presión de la
guerra civil y el cerco del ejército prusiano, en torno a cuestiones como la toma
o no del Banco de Francia, los límites de la libertad de prensa o la
conveniencia o no de la creación de un Comité de salud pública. Pese a la
brutal masacre final, su gran mérito fue, como escribieron Marx y Engels, su
propia existencia, y declaraciones como la del 19 de abril de aquel año (en la
que expresaban su voluntad de “universalizar el poder y la propiedad”)
demostraban que su firme voluntad era la puesta en pie de un autogobierno
plebeyo, sentando así las bases de un nuevo imaginario social y político,
radicalmente democrático. Con todo, cuestiones como el mandato imperativo o la
no separación de poderes fueron ya entonces polémicas: la primera, porque podía
impedir la deliberación, y la segunda, porque podía implicar una concentración
de poderes (Bensaïd, 2021: 154-155), aunque en la práctica no ocurrió así.
Para Marx y
Engels, aquellas jornadas eran la materialización de la “dictadura del
proletariado”, entendida en un sentido democrático radical: como autogobierno
obrero y popular, basado en el sufragio universal, pero a su vez con una serie
de características y mecanismos de control popular que la hacían radicalmente
distinta del parlamentarismo liberal que se iría extendiendo posteriormente por
el planeta. Unas tesis que fueron asumidas también por Lenin en El Estado y la
revolución.
Más tarde, las
experiencias de la Revolución rusa, triunfante, y de la alemana, derrotada, con
la aparición de los consejos de obreros, soldados y campesinos, generaron un
nuevo marco de debate: por fin, habían surgido nuevas instituciones
alternativas a las parlamentarias que podían ser la base principal del poder
constituyente emergente de los nuevos Estados posrevolucionarios. Sin embargo,
ya desde el inicio de esos mismos procesos la relación de este nuevo tipo de
órganos de poder con las Asambleas constituyentes fue controvertida. Las
críticas de Rosa Luxemburg en La Revolución rusa a Lenin y a Trotsky respecto a
esto último, alertando frente a “la confusión entre la excepción y la regla” y
recomendando la necesidad de convocar nuevas elecciones a una Asamblea
constituyente con un nuevo censo, así como el respeto al pluralismo político y
a las libertades políticas básicas, son suficientemente conocidas (Bensaïd,
2021: 167-173).
Son menos
conocidas las reflexiones que procedieron del austromarxismo y, en particular,
de Max Adler. Ya en 1919, este representante de su ala izquierda defiende un
modelo híbrido entre el parlamento y los consejos obreros, a los que reconoce
como la nueva forma de poder que se ha ido extendiendo, no sólo en Rusia sino
en otros países, como Hungría y Baviera y la misma Austria, pese a que llegaron
a tener corta vida. Una propuesta que luego desarrolla distinguiendo entre
“democracia política” –que critica al darse en el marco de una sociedad de
clases- y “democracia social”, horizonte al que aspirar en el camino hacia un
Estado sin clases. Idea esta última que complementa en 1926 con los conceptos
de “soberanía del pueblo” y “socialización solidaria” como fundamentos de una
educación socialista que permita avanzar hacia una democracia social (Pastor,
2021).
Críticas y propuestas que alimentaron intensos debates entre la
socialdemocracia internacional y los nuevos partidos comunistas, pero que
pronto se verían frustrados a medida que se fue produciendo el ascenso del
estalinismo en la URSS. Frente a éste, el modelo de la Revolución rusa basado
en una democracia consejista se erigía como referente incuestionable dentro de
las filas de la izquierda antiestalinista a la hora de hacer frente tanto al
liberal-parlamentario como al despotismo burocrático estatal del llamado
“socialismo real”.
Con todo, tras
la Segunda Guerra Mundial es obligado mencionar el proceso vivido en Yugoslavia
a partir de su ruptura con la URSS: la constitucionalización de la autogestión
en 1950 y los sucesivos ensayos de diferentes cámaras de representación
actuando de forma colegiada -pese a que se veían constreñidas por el sistema
burocrático de partido único y la creciente y tensa coexistencia con sectores
vinculados al mercado- apuntaron hacia fórmulas nuevas que fueron seguidas con
interés por parte de la nueva izquierda occidental . Sin embargo, la
descomposición posterior de aquel país de países condujo pronto al olvido lo
que fue un verdadero foco de atracción y de enseñanzas todavía útiles para
futuros proyectos de socialismo democrático y autogestionario.
También la
Revolución cubana fue foco de atención en la puesta en pie de un proyecto
socialista que aspiraba inicialmente a ofrecer un modelo alternativo al
dominante en el bloque soviético, si bien su evolución posterior condujo a un
proceso de burocratización que frustraría aquellas expectativas.
Los debates post68 en el marxismo occidental: a la búsqueda de una nueva
institucionalidad democrática
Fue en el
contexto internacional de los años 70 del pasado siglo, bajo el efecto del 68
global -en el que confluyeron luchas antiimperialistas, anticapitalistas y
antiburocráticas- cuando se abrió una nueva fase en la búsqueda de un proyecto
socialista radicalmente democrático, con muy diferentes aportaciones en el
ámbito del marxismo occidental. Nos centraremos en esta parte en las de Nicos
Poulantzas, Ralph Miliband y Ernest Mandel, ya que en ellas vemos reaparecer,
aunque obviamente en un contexto distinto, algunas de las cuestiones
controvertidas en el debate antes mencionado entre Rosa Luxemburg, por un lado,
y Lenin y Trotsky, por otro.
Pulantzas, tras
su crítica al “estatismo autoritario” capitalista en ascenso, planteó con toda
claridad la pregunta en el capítulo final de Estado, poder y socialismo, su
última obra publicada en 1978:
¿Cómo emprender
una transformación radical del Estado articulando la ampliación y la
profundización de las instituciones de la democracia representativa y de las
libertades (que fueron también una conquista de las clases populares) con el
despliegue de las formas de democracia directa en la base y el enjambre de los
focos autogestionarios: aquí está el problema esencial de una vía democrática
al socialismo y de un socialismo democrático (Poulantzas, 1979: 313).
Un problema que
había abordado ya en trabajos anteriores (Poulantzas, 1977) y que no llegó a
resolver en ese capítulo, ya que se centró principalmente en la búsqueda de una
estrategia de transformación radical del aparato de Estado en el marco de una
transición hacia un socialismo democrático que se basara precisamente en esa
combinación de instituciones de la democracia representativa con nuevos órganos
de poder a escala territorial y fabriles. Su fallecimiento al año siguiente de
finalizar esta obra no le permitió, como se sabe, proseguir su investigación
sobre esta y otras cuestiones afines.
Miliband abordó
esta problemática en distintos trabajos, también en diálogo con Poulantzas,
entre otros, pero quizás sea en su última etapa, en su artículo “Reflexiones
sobre la crisis de los regímenes comunistas” y en El socialismo para
una época de escepticismo donde podemos encontrar una mayor
sistematización de sus propuestas.
En el primero,
después de un balance crítico de los que definía como “regímenes colectivistas
oligárquicos” del extinto bloque del Este, ponía el acento en la necesidad de
que un proyecto socialista establezca diferentes “controles del poder”, tanto
dentro del estado como desde fuera: ello supone, sostiene, “un sistema de ‘poder
dual’ en el que el poder estatal y el poder popular se complementan, pero
también se controlan”. A esto añadía lo que él definía como el “principio
humano” del socialismo: la capacidad de “convencer a la mayoría de la gente de
que representa no sólo una mayoría material y un uso más racional de los
recursos de lo que el capitalismo es capaz de hacer, sino que también
representa un gobierno más humanitario” (Miliband, 1993: 36-38).
En su última
obra concreta más sus tesis anteriores, propugnando que la centralidad del
proyecto democrático ha de estar en una nueva Constitución que establezca el
diseño de lo que ha de ser un proceso de transición al socialismo: “El
constitucionalismo ha sido a menudo un baluarte frente a la intrusión
democrática en los intereses de clase inamovibles, pero también es crucial para
la protección de los derechos básicos” (Miliband, 1994: 100).
Una Constitución que, según Miliband, debería incorporar la separación de
poderes pero a la vez limitar el alcance de las decisiones del poder judicial
para que no se erija por encima del parlamentario; una cuestión que ha sido y
sigue siendo central en procesos de cambio vividos en muchos países. En cuanto
a la arquitectura institucional democrática, apuesta claramente por combinar
democracia participativa con democracia representativa y territorial,
deseablemente federal.
Sin embargo,
Miliband no olvida una premisa fundamental de todo lo anterior: la condición de
posibilidad de una democracia socialista “depende totalmente de una socialización
creciente de la economía”, o sea, de “la disminución drástica de las
desigualdades que caracterizan a las sociedades capitalistas” (Miliband, 1994:
124-125). Desigualdades que, integrando junto a las de clase las derivadas del
patriarcado y del racismo así como la crisis ecológica, ya había analizado
críticamente en trabajos anteriores.
En Ernest
Mandel y sus debates con otros pensadores, como Poulantzas y Miliband pero
también Norberto Bobbio, podemos comprobar una interesante evolución que
llegará a su madurez en Poder y dinero, su última gran obra,
publicada originalmente en 1992.
Así, si en sus
artículos en polémica con el eurocomunismo son evidentes las diferencias que
mantiene respecto a la caracterización del Estado y a la estrategia a desarrollar
para alcanzar el socialismo, no por ello rechaza la hipótesis de que en el
marco de una democracia socialista pudiera haber una combinación de democracia
representativa y democracia directa:
Sobre la
cuestión de saber si hace falta o no una asamblea elegida por sufragio
universal al lado de un congreso de consejos obreros en el marco de una
democracia socialista, podríamos discutir sin acalorarnos demasiado unos y
otros, una vez destruido el poder económico y el poder de Estado de la
burguesía. Esta no es más que una cuestión táctica, no una posición de
principio (1977: 295).
En Poder
y dinero da nuevos pasos en sus reflexiones mediante una contribución
más sistemática en el último capítulo, insertándola en la tendencia a la
“autoadministración, abundancia y extinción de la burocracia”. Para ello
defiende la necesidad de unas precondiciones políticas: el crecimiento de una
democracia política (plural e integral, multipartidista y respetuosa de las
libertades políticas); la necesidad de complementar las formas representativas,
indirectas, por un amplio abanico de expresiones directas de democracia, o el
uso a gran escala del referéndum, caminando hacia un sistema “donde los
derechos de un organismo de tipo parlamentario estén limitados por los derechos
de otras cámaras (nacionalidades, mujeres, productores, etc.)” (Mandel, 1994:
285-288). Junto a esas precondiciones políticas, Mandel defiende que tiene
que haber unas condiciones sociales para llevarlas a cabo: principalmente “una
severa reducción de la jornada diaria (o semanal) de trabajo”, ya que “no se
puede dar un progreso cualitativo real hacia la autogestión a menos que el
pueblo tenga el tiempo necesario para administrar los asuntos de su lugar de
trabajo o de su barrio (…) sin contar la ‘segunda jornada’ de la mujer en el
hogar” (Mandel, 1994: 288-289). Una medida que debería ir acompañada por el más
amplio acceso a la información y por una política educativa capaz de elevar el
nivel mínimo de cultura general y habilidad profesional.
Ambas
condiciones políticas y sociales tendrían que ir unidas a las económicas que,
según Mandel, deberían basarse en una definición correcta de la “abundancia”,
entendida como “saturación de la demanda”, pero teniendo en cuenta “los
peligros que amenazan a los recursos no renovables de la tierra y al medio
natural” (Mandel, 1994: 296). Todas esas condiciones deberían ir acompañadas de
la “socialización (apropiación social) de una gran parte del producto social
excedente, justificada tanto por razones de justicia social como de eficacia
económica” (Mandel, 1994: 308).
Más allá del
uso de conceptos y propuestas controvertidas, como “abundancia” o la creación
de una cámara de mujeres, podemos encontrar en estos aportes de quien fue
dirigente de la IV Internacional una idea compleja de democracia participativa
de tipo mixto, radicalmente antiburocrática.
En una orientación semejante podemos caracterizar las aportaciones de Antoine
Artous, quien ha ido extrayendo balances críticos de pasados debates para
formular propuestas que incluyen la articulación entre diferentes formas de
autoorganización, de democracia semidirecta y de democracia representativa o
delegada, tanto en el ámbito territorial como en el socioeconómico (Artous,
2005).
En resumen,
pese a las diferencias estratégicas existentes entre estos pensadores, se puede
reconocer su coincidencia en la apuesta por una democracia mixta, que sea capaz
de reflejar la pluralidad en todas las esferas de la nueva sociedad en
construcción, y no sólo la exclusiva de un modelo consejista basado sólo en los
centros de trabajo. Asimismo, una reivindicación firme de libertades políticas
y derechos fundamentales y de un garantismo jurídico dispuesto a poner freno a
toda tendencia autoritaria.
Paralelamente,
más allá del ámbito occidental y a partir, sobre todo, del decenio de los 90
del pasado siglo han ido emergiendo nuevas experiencias de autogobierno que
siguen hoy vivas, como la que se desarrolla en los Municipios Autónomos
Rebeldes Zapatistas (MAREZ) en Chiapas y la del confederalismo kurdo. Ambas,
junto a sus vínculos con sus respectivas tradiciones comunitarias, enlazan con
el hilo rojo de la Comuna de París y van más allá: son prácticas democráticas
que buscan superar el paradigma nacional-estatalista y demoliberal desde una
mirada anticolonial, plurinacional, ecosocial y radicalmente feminista. También
podríamos referirnos a otros casos, como el de la Democracia Participativa
Local y Descentralizada en el Estado de Kerala (Pinto y Rodríguez-Villasante,
2011), o a otros limitados a la escala municipal y más constreñidos por el
contexto neoliberal, como el que tomó como referencia los Presupuestos
participativos en Porto Alegre (Brasil), muy popularizado en el marco del
movimiento antiglobalización y de los Foros Sociales Mundiales.
Asimismo, es
obligado mencionar las olas de movilización popular que en algunos países de
América Latina (como el “ciclo rebelde” de 2000 a 2005 en Bolivia) crearon las
condiciones para la apertura de procesos constituyentes participativos e
innovadores en reconocimiento de derechos y distintas formas de democracia
(como la comunitaria), si bien con desigual fortuna en su materialización
posterior. En ellos hemos podido comprobar cómo se ha ido enriqueciendo la agenda
de temas de debate y de propuestas en torno a proyectos de democracia y de
sociedad alternativos al neoliberalismo .
¿Qué democracia socialista?
Apoyándonos en
estos y otros debates que no hemos podido incluir en este sucinto recorrido,
creo que se pueden desprender algunas premisas de partida a la hora de abordar
un proyecto de democracia socialista. Entre ellas, la necesidad de superar
viejas falsas dicotomías -entre economía y ecología, entre ambas y la política,
entre producción y reproducción, entre el Norte y el Sur, entre lo privado y lo
público, entre ciudadanía y extranjería,…- con el fin de alcanzar una
democratización radical del conjunto de esas esferas. Asimismo, la centralidad
estratégica que han de alcanzar las estructuras de contrapoder popular en todo
proceso revolucionario pero, a su vez, la necesidad de combinarlas con otras
formas institucionales de democracia, liberándolas de las constricciones de
todo tipo existentes bajo el capitalismo, como la mejor vía para expresar la
voluntad general del nuevo demos en toda su pluralidad y diversidad.
Para todo ello
deberemos partir de la convicción de que las condiciones previas de posibilidad
de una democracia socialista exigen llevar a cabo un proceso previo de ruptura
con el capitalismo, protagonizado por un nuevo poder constituyente soberano
dispuesto a proceder al desmantelamiento, desburocratización y
desmilitarización del Estado y a hacer incursiones en la propiedad privada de
los sectores clave de la economía. Será así como se podrá caminar hacia la
socialización de bienes públicos y comunes y al reparto de los trabajos y los
tiempos, mediante una planificación democrática de la transformación del
sistema productivo y la generalización de la autogestión a partir de consejos
económicos y sociales electos desde la escala empresarial hasta las escalas
superiores (Cukier, 2020). Tareas todas ellas que exigen una revolución
político-cultural que apueste por un ecosocialismo feminista, anticolonial,
antirracista y superador de toda forma de explotación, dominación o despotismo.
Todo ese
proceso debería ir acompañado por el pleno desarrollo de las libertades
políticas y derechos fundamentales a partir de una concepción republicana
antioligárquica (Domènech, 2019), antipatriarcal y laica de la ciudadanía, con
el fin impulsar procesos deliberativos y participativos que combinen formas
directas y comunitarias (autoorganización, asambleas, comunalismo),
semidirectas (referéndum, Iniciativas Legislativas Populares…), indirectas o
representativas –o, más bien, delegadas (con rotatividad y revocabilidad,
salario igual al medio de un trabajador/a…)-, paritarias, en sus distintas
escalas y ámbitos (territorial, plurinacional y pluricultural, económico,
político, de géneros…); que pueda incluir también mecanismos de elección por
sorteo para determinadas iniciativas deliberativas o instituciones; que
articule, en resumen, un reparto abierto de competencias y legitimidades en el
marco de una poliarquía institucional, social y transversal (Martínez-Palacios,
2018), alejada de modelos presidenciales y plebiscitarios, y capaz de lograr
consensos y/o mayorías concurrentes, pero a su vez de respetar el derecho al
disenso.
Un Estado de
transición al socialismo deberá ser un Estado de derecho, basado en un
garantismo y un pluralismo jurídicos que recojan las conquistas democráticas
alcanzadas a lo largo de la historia, dentro de un equilibrio entre los
distintos poderes, todos ellos sometidos a formas de elección, control y
revocabilidad por parte de la ciudadanía.
Last but not
least, todo lo anterior no debe hacernos olvidar que
cualquier proceso de construcción de una democracia socialista que no llegue a
extenderse a escala internacional se va a ver sometido a amenazas externas e
internas que plantearán conflictos y dilemas difíciles de resolver por el nuevo
bloque histórico hegemonizado por las clases hasta entonces subalternas. Saber
asumirlos y superarlos de forma que eviten una involución autoritaria del
proceso será sin duda un reto fundamental e ineludible.
Referencias
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obreros? Rosa Luxemburg y la cuestión nacional (1893-1918). Barcelona:
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Domènech, Antoni (2019) El eclipse de la fraternidad. Madrid: Akal.
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Miliband, Ralph (1993) “Reflexiones sobre la crisis de los regímenes
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(1994) El socialismo para una época de escepticismo. Madrid:
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Pastor, Jaime (2021) “Retorno crítico al austromarxismo”, jacobinlat,
23/08, https://jacobinlat.com/2021/08/23/retorno-critico-al-austromarxismo/
Pinto, Rosa y Rodríguez-Villasante, Tomás (2011) La democracia en
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(1979) Estado, poder y socialismo. Madrid: Siglo XXI.
Samary, Catherine (2010) “La autogestión yugoslava. Por una apropiación
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Santos, Boaventura de Sousa y Mendes, José Manuel (eds.) (2018) Demodiversidad:
Imaginar nuevas posibilidades democráticas. Madrid: Akal.
Artículo publicado originalmente en Viento Sur.
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