Publicar, publicar, publicar…sea como sea, sea lo que sea.
Sin publicación no hay fondos, sin fondos no hay investigación. Al final, la
actividad científica queda contaminada por un creciente mercantilismo.
“Publish or perish”: la muerte de la verdad científica
El Viejo Topo
3 octubre, 2023
Entre las muchas tragedias del Occidente
contemporáneo, la que más me impresiona, quizá por razones profesionales, es la
enfermedad y muerte de la verdad científica.
La ciencia, cualquier ciencia que funcione, dura o
blanda, exacta o empírica, demostrativa o hermenéutica, natural o humana,
siempre ha consistido en una delicada interacción de libertad de discusión,
método experimental, reiterabilidad de resultados, interpretación de hipótesis
y, sobre todo, confianza estructurada en la fiabilidad tanto en el origen de la
producción como en las cadenas de control posteriores.
En cambio, la entrada de mecanismos de competencia
mercantilista en la investigación científica ha representado una forma de
intoxicación progresiva que ha devastado la fiabilidad de cualquier resultado
científico.
El modelo de competencia mercantilista funciona tanto
directamente, en la búsqueda de fondos, como indirectamente, con la adopción de
paradigmas competitivos que emulan los paradigmas de mercado («publicar o
perecer»).
Incluso en campos en los que disponer de grandes
cantidades de financiación no es estrictamente indispensable para hacer una
buena investigación, el marco cultural neoliberal ha impuesto la búsqueda de
fondos como condición previa curricular.
Esto afecta en primer lugar a la elección de los
temas, que en el caso de la financiación pública tienden a ponerse «políticamente
de moda» para satisfacer los gustos de los órganos decisorios, mientras que en
el caso de la financiación privada tienden a presentarse como utilitarios a
corto plazo, para satisfacer los deseos de los inversores.
Pero también afecta al modo en que se realizan las
búsquedas y a la calidad de sus resultados, que por término medio apuntan a
variables cuantitativas como la cantidad de «productos» publicados y la rapidez
de su publicación (para adelantarse a cualquier competidor).
Por último, está la forma de presentación de los
resultados al mundo exterior, que a menudo es la única forma verdaderamente
accesible de los hallazgos científicos para quienes no son especialistas en la
materia. A menudo se encuentran curiosas discontinuidades entre el resultado
material de una investigación y la interpretación final, en la que cada vez
aparecen más recomendaciones operativas (políticas) ajenas a la naturaleza del
resultado científico (uno piensa en la miríada de artículos que durante la
pandemia plantearon cuestiones críticas sobre las inoculaciones antivacunas,
pero que en las conclusiones y resúmenes tenían que contener una frase en la
que se decía que de todas formas se recomendaba proceder según las directrices
sanitarias vigentes, sin lo cual el artículo nunca habría salido a la luz).
Los políticos, que habían perdido hacía tiempo la
capacidad de tomar decisiones sobre la base de ideas creíbles, acabaron
vampirizando la investigación científica, utilizándola para darse cierta
apariencia de autoridad. En este intercambio en beneficio mutuo, los hombres de
ciencia reciben crédito y financiación públicos, los políticos la apariencia de
tomar decisiones en nombre de verdades inquebrantables, sustraídas a la
discusión de la plebe. Todo parece una ganga para todos, salvo para la
credibilidad del propio conocimiento científico, que ya no puede hacer lo que
hacía tradicionalmente: proporcionar una base sólida para el establecimiento de
creencias públicas.
No hay que olvidar que, tras desvanecerse la autoridad
de las tradiciones de sabiduría moral y religiosa, la ciencia era el último
horizonte que quedaba para formar una base de creencias públicas bien fundadas
y no arbitrarias.
Las implicaciones de esta forma degenerativa del papel
público de la ciencia son de una gravedad aún por explorar.
Fuente:
l’AntiDiplomatico.