El 21
de diciembre de 1940 fallecía en Hollywood a los 44 años, de un ataque al
corazón, uno de los escritores americanos más importantes y queridos del s.XX:
el novelista y cuentista Francis Scott Fitzgerald. Lo recordamos con uno de sus
cuentos.
Uno de mis más viejos amigos
Francis Scott Fitzgerald
El Viejo Topo
21 diciembre, 2021
Marion se había
sentido feliz toda la tarde. Vagaba de una habitación a otra del pequeño
apartamento, entrando en el cuarto de los niños para ayudar a la niñera a
darles de comer con cucharas chorreantes o leyendo a ratos en su nuevo sofá, el
objeto más extravagante que habían comprado en cinco años de matrimonio.
Cuando oyó los
pasos de Michael en el vestíbulo, levantó la cabeza y prestó atención; le
gustaba oírle caminar, siempre con cuidado, como si los niños estuvieran
durmiendo muy cerca.
-Michael.
-Ah, hola -él
entró en la habitación; era un hombre alto, fuerte y delgado, de treinta años,
con frente amplia y ojos negros y tiernos-. Tengo que contarte algo -dijo
enseguida-. Charley Hart se va a casar.
-¡No!
Él reafirmó con
la cabeza.
-¿Con quién?
-Con una de las
chicas del pueblo -titubeó-. Llega mañana a Nueva York y creo que deberíamos
hacer algo por ellos mientras estén aquí. Charley es uno de mis más viejos
amigos.
-Invitémoslos a
cenar…
-Me gustaría
hacer algo más -la interrumpió él-. Quizás ir al teatro -volvió a titubear-.
Sería un bonito gesto hacia él, ¿me entiendes?
-Muy bien
-asintió Marion-. Pero no debemos gastar mucho. Y no creo que estemos obligados
Él la miró
sorprendido
-Quiero decir
-siguió Marion- que últimamente hemos visto poco a Charley. En realidad, no lo
vemos casi nunca.
-Bueno ya sabes
cómo son las cosas en Nueva York -explicó Michael, en tono de disculpa-. Está
tan ocupado como yo. Ahora es muy conocido y supongo que lo buscan
continuamente.
Siempre
hablaban de Charley Hart como de su más viejo amigo. Cinco años atrás, al
casarse Michael y Marion, habían llegado los tres juntos desde la misma ciudad
del Oeste. Durante más de un año lo habían visto casi todos los días, sin
evitar que se enterara de una sola disputa doméstica, del más mínimo vaivén de
sus sueños y esperanzas. Su aparición en los momentos de dificultad siempre
otorgaba a la situación un giro agradable y humorístico.
Claro que los
niños habían abierto una brecha y ahora hacía varios años que no llamaban a
Charley a medianoche para anunciarle que se había roto la tubería o se les
estaba cayendo el techo sobre la cabeza. Pero la separación había sido tan
gradual que Michael aún hablaba de Charley con el orgullo de alguien que ve a
un amigo todos los días Durante un tiempo, Charley había cenado con ellos una vez
por mes y los tres tenían mucho que contarse, pero los encuentros ya no
terminaban con un «Te telefonearé mañana». Por el contrario, se oía un «Tendrás
que venir a vernos más a menudo» o incluso después de tres o cuatro años, un
«Nos veremos pronto».
-Oh, tengo
muchas ganas de organizar una fiesta íntima -dijo Marion mirando a su alrededor
especulativamente-. ¿Han hablado de alguna fecha en concreto?
-La semana que
viene -los ojos oscuros de él escrutaron vagamente el suelo-. Podemos quitar
las alfombras o algo así.
-No -sacudió
ella la cabeza-. Daremos una cena para ocho personas, muy formal, y después
jugaremos a las cartas.
Ya estaba
pensando a quién podía invitar. Por supuesto que Charley, siendo artista,
seguramente veía todos los días a gente interesante.
-Podemos llamar
a los Willoughby -sugirió, poco convencida-. Ella es actriz, o algo por el
estilo… Y él escribe para el cine.
-No, no me
parece -objetó Michael-. Debe ver a gente como ésa todos los días en el
almuerzo y la cena, y ya no podrá soportarlos. Además, fuera de los Willoughby,
¿a quién más conocemos como ellos? Se me ocurre algo mejor. Reunamos alguna
gente que haya llegado aquí desde el mismo sitio. Todos han seguido la
carrera de Charley y probablemente les gustaría volver a verlo. Me gustaría que
comprobaran que la fama no lo ha echado a perder y que sigue siendo una persona
humilde.
Después de
discutir un rato se pusieron de acuerdo y Marion llamó por teléfono al primer
invitado.
-Es para
conocer a la novia de Charley Hart -explicó-. Charley Hart, el artista. Es uno
de nuestros más viejos amigos, ¿sabes?
A medida que
avanzaban los preparativos aumentaba su entusiasmo. Alquiló una camarera para
que el servicio fuese impecable y convenció a la florista del vecindario para
que le hiciera personalmente los adornos florales. Toda la gente «de su tierra»
había aceptado con mucho gusto y el número de invitados había llegado a la
docena.
-¿De qué
hablaremos, Michael? -preguntó, inquieta, la víspera de la fiesta-. Imagina que
todo sale mal y la gente se enfada y se va a su casa…
Él se rió.
-No pasará eso.
Ten en cuenta que todas estas personas se conocen.
El teléfono
hizo notar su presencia sobre la mesa y Michael contestó.
-Diga. Ah,
hola, Charley.
Marion se quedó
rígida en su silla.
-¿De verdad?
Bueno, lo siento mucho. Lo siento muchísimo… Espero que no sea nada grave.
-¿No puede
venir?-exclamó Marion, sin poder evitarlo.
-Chitón -siseó
él, y después, al teléfono-: Lo siento, de veras, Charley. No, para nosotros no
es ningún problema. Sólo sentimos que estés enfermo.
Michael colgó
con un gesto tétrico.
-La Lawrence tuvo
que marcharse a su casa anoche y Charley está en cama con un cólico.
-¿Entonces no
puede venir?
-No puede.
El rostro de
Marion se contrajo repentinamente y se le llenaron los ojos de lágrimas.
-Dice que el
médico estuvo todo el día con él -explicó Michael-. Tiene fiebre y ni siquiera
querían dejarlo hablar por teléfono.
-¿Y a mí qué me
importa? -sollozó Marion-. Me parece horrible. Después de invitar a todos esos
amigos para que lo vieran…
-La gente no
puede evitar caer enferma
-Sí que puede
-protestó ella, sin ninguna lógica-. Hay maneras de evitarlo. Y si la chica se
fue anoche, ¿por qué no nos lo dijo?
-Dijo que se
marchó inesperadamente. Hasta ayer por la tarde estaban seguros de venir los
dos.
-Creo que no le
importa un comino. Apuesto a que se ha alegrado de caer enfermo. Si le
importara la hubiera traído hace mucho tiempo para que la conociéramos.
De pronto se
levantó
-Te diré una
cosa -se dirigió a él con vehemencia-. Lo que haré será telefonear a todo el
mundo y decirles que se ha suspendido la fiesta.
-No, Marion…
Pero a pesar de
sus tibias protestas, ella descolgó el teléfono y empezó a buscar el primer
número.
Al día
siguiente, compraron entradas para el teatro con la esperanza de colmar el
vacío que acarrearía la noche. Cuando a las cinco la florista, a la que nada se
le había dicho, se presentó con cajas de flores, Marion se echó a llorar y tuvo
la sensación de que debería escaparse de casa para evitar los fantasmas que
iban a poblarla. Comieron en silencio una sofisticada cena compuesta por todo
lo que habían comprado para la fiesta.
-Son sólo las
ocho -dijo Michael cuando terminaron-. Pienso que quedaría bien pasar a ver a
Charley un minuto, ¿no te parece?
-Pues no
-respondió Marion, asombrada-. No se me hubiera ocurrido.
-¿Por qué no?
Si está muy enfermo, me gustaría saber si lo cuidan bien.
Ella se dio
cuenta de que ya lo había decidido, de modo que se hizo de la idea y fueron en
taxi hasta un alto edificio de apartamentos en la avenida Madison.
-Entra tú -dijo
Marion, nerviosa-. Será mejor que yo te espere aquí.
-Ven, por
favor.
-¿Para qué?
Estará en cama y no querrá que entren mujeres.
-Pero se
alegrará al verte. Lo animarás. Y sabrá que no estamos enfadados por lo de esta
noche. Cuando llamó, parecía terriblemente deprimido.
La hizo bajar
del taxi.
-Quedémonos un
minuto, nada más -susurró, tensa, mientras subían en el ascensor-. La obra
empieza a las ocho y media.
-La puerta de
la derecha -dijo el ascensorista.
Tocaron el
timbre y esperaron. La puerta se abrió y entraron en el gran estudio de Charley
Hart.
Estaba lleno de
gente -una larga mesa alumbrada por lámparas y adornada con helechos y rosas
frescas había sido dispuesta de punta a punta, y el aire ligeramente humeante
estaba invadido por un murmullo de risas y palabras. Veinte mujeres sentadas a
un lado, vestidas de noche, charlaban a través de las flores con veinte hombres
en medio de un júbilo nacido del chispeante borgoña que se derramaba desde las
botellas en las copas heladas. En una zona de la alta y estrecha galería que
rodeaba la sala, un cuarteto de cuerdas tocaba algo de Stravinsky en una clave
que se adecuaba al tono de voz de las mujeres y llenaba el aire como un vino
musical.
La puerta había
sido abierta por un camarero que se hizo a un lado con deferencia para dar paso
a los que consideró dos huéspedes retrasados, y de inmediato un buen mozo que
ocupaba la cabecera de la mesa se levantó, servilleta en mano, para quedarse
paralizado al mirar a los advenedizos. La conversación se disolvió en un
semisilencio y todos los ojos, tras los de Charley, miraron a la pareja que
acababa de entrar. Luego, como si se hubiera roto el hechizo, la conversación
volvió a desatarse y cobró intensidad palabra por palabra. El momento había
terminado.
-¡Vámonos!
El susurro bajo
y aterrado de Marion le llegó a Michael desde un hueco, y por un instante se
creyó poseído por la ilusión de que, después de todo, en la sala no había nadie
más que Charley. Luego se le aclararon los ojos y descubrió que había mucha
gente. ¡Nunca había visto tanta! La música se convirtió súbitamente en un
tumulto de metales, y un vendaval desatado por las trompetas pareció
acometerlos. Sin volverse, los dos retrocedieron ciegamente hasta el pasillo y
cerraron la puerta al salir.
-¡Marion…!
Había corrido
hasta el ascensor y tenía un dedo apretado contra el timbre, cuyo sonido
resonaba en todo el pasillo como una nota aguda perteneciente a la música de
dentro. De pronto se abrió la puerta del apartamento y Charley Hart salió al
pasillo.
-¡Michael!
-gritó-. ¡Michael y Marion, quiero explicarles! Entren. Les digo que quiero
explicarles.
Hablaba con
ansiedad, con el rostro enrojecido y la boca dando forma a una o dos palabras
que no lograban materializarse.
-Date prisa,
Michael -dijo tensamente la voz de Marion, desde la puerta del ascensor.
-¡Dejen que les
explique! -gritó Charley con desesperación-. Quiero…
Michael se
apartó de él -llegó al ascensor y la puerta se abrió con un siseo metálico.
-Actúan como si
hubiese cometido un crimen -Charley seguía a Michael por el pasillo-. ¿No
pueden comprender que todo es un accidente?
-Muy bien
-murmuró Michael-. Lo comprendo.
-No, no lo
comprendes -la voz de Charley se elevó, exasperada. Se estaba enfureciendo con
ellos, como en un esfuerzo para justificar su propia e intolerable posición-.
Se marchan enfadados cuando les acabo de pedir que se queden. ¿Para qué han
venido si no se van a quedar? ¿No…?
Michael entró
en el ascensor.
-¡Abajo, abajo!
-gritó Marion-. ¡Oh, quiero bajar, por favor!
La puerta se
cerró.
Le indicaron al
taxista que los llevara directamente a su casa; ninguno de los dos hubiera
podido soportar la función teatral. En el camino, Michael hundió su cara en las
manos e intentó convencerse de que la amistad que tanto había significado para
él había terminado. Ahora se daba cuenta de que había concluido tiempo atrás,
que durante el último año Charley no había buscado la compañía de ellos ni una
vez, y el impacto del descubrimiento era más fuerte que el de la afrenta
recibida.
Cuando llegaron
a su apartamento, Marion, que no había pronunciado en el taxi una sola palabra,
entró en la sala y obligó a su esposo a sentarse.
-Voy a contarte
algo que deberías saber -empezó-. Probablemente nunca lo habría hecho de no
haber sido por lo que ha sucedido esta noche. Pero ahora creo que tienes que
oír la historia entera -dudó un momento-. En primer lugar, Charley Hart no era
amigo tuyo en absoluto.
-¿Qué?
Él la miró,
estupefacto.
-Que no era
amigo tuyo -repitió ella-. Durante años lo fue. Era amigo mío.
-Bueno, Charley
era…
-Sé lo que vas
a decir: que Charley era amigo de los dos. Pero no es cierto. No sé qué sentía
por ti al principio, pero dejó de ser amigo tuyo hace tres o cuatro años.
-Bien -los ojos
de Michael chispeaban de perplejidad-, si eso es verdad, ¿por qué pasaba con
nosotros tanto tiempo?
-Por mí -dijo
Marion con firmeza-. Estaba enamorado de mí.
-¿Qué? -Michael
se rió incrédulamente-. Estás soñando. Sé que lo decía bromeando…
-No bromeaba
-interrumpió ella-. En el fondo no. Empezó haciendo chistes… y terminó
pidiéndome que me escapara con él.
Michael frunció
el ceño.
-Sigue -dijo
tranquilamente-. Supongo que si no fuera verdad no me lo contarías. Pero no
parece real. ¿Así que de repente empezó a… a…?
Cerró la boca
bruscamente, incapaz de emitir palabras.
-Empezó una
noche, mientras los tres estábamos en un baile -Marion vaciló-. Y al principio
me gustaba. Tenía una capacidad especial para descubrir cosas: vestidos, sombreros,
mis nuevos peinados. Era una buena compañía. Siempre se las ingeniaba para
hacerme sentir importante, en cierto modo, y atractiva. No vayas a creer que
prefería estar con él que contigo. No era así. Sabía cuán absolutamente egoísta
era y qué desaprensivo. Pero supongo que lo alentaba porque me hacía gracia.
Era una faceta nueva de Charley y era divertida, como casi todo lo que hacía
él.
-Sí -admitió
Michael con un esfuerzo-. Supongo que era… cómicamente divertido.
-Al principio
te seguía queriendo. No se le ocurría que pudiera estar traicionándote. No
hacía más que obedecer a un impulso natural, eso era todo. Pero unas semanas
después empezó a encontrarte en medio de su camino. Quiso llevarme a cenar sola
y no pudo ser. Bueno, esa clase de situaciones se repitieron durante más de un
año.
-¿Entonces qué
pasó?
-No pasó nada.
Empezó a dejar de visitarnos.
Michael se
levantó lentamente.
-¿Quieres
decir…?
-Espera un
minuto. Si piensas un poco te darás cuenta de que no podía ser de otro modo.
Cuando vio que yo intentaba calmar las cosas para que volviera a ser
simplemente uno de nuestros más viejos amigos, se apartó. No quería ser uno de
nuestros más viejos amigos. Eso había terminado.
-Entiendo.
-Bueno -Marion
se levantó y empezó a morderse nerviosamente el labio-. Esto es todo. Se me
ocurrió que lo de esta noche te lastimaría menos si comprendías todo el asunto.
-Sí -respondió
Michael con voz inexpresiva-. Supongo que tienes razón.
Michael
atravesó una racha de prosperidad en sus negocios y al llegar el verano
alquilaron una pequeña granja vieja en el campo, donde los niños jugaban todo
el día en una intrincada extensión de hierba y árboles. El tema de Charley
jamás fue mencionado durante esos meses y por fin llegó a convertirse en una
sombra relegada a un rincón de sus mentes. A veces, justo antes de dormirse,
Michael se sorprendía pensando en los momentos felices que habían pasado los
tres juntos cinco años atrás, pero entonces la realidad anulaba la ilusión y
rechazaba los recuerdos con un malestar casi físico.
Un cálido
atardecer de julio estaba dormitando en el balcón a la luz del crepúsculo.
Había sido un día muy pesado en la oficina y le agradaba descansar allí
mientras la luz estival se iba borrando del campo.
Levantó la
cabeza ociosamente al oír el ruido de un automóvil. Un taxi del pueblo se había
detenido al final del sendero y un hombre joven acababa de bajar. Michael se
sentó con una exclamación. Podía reconocer aquellos hombros anchos y el paso
impaciente incluso en la penumbra.
-Maldita sea
-dijo suavemente.
Cuando Charley
Hart se acercó por el sendero de grava, Michael notó con sólo mirarlo que
estaba insólitamente despeinado. Su rostro agradable estaba ojeroso y denotaba
fatiga; tenía la ropa arrugada y la mirada inconfundible del que necesita dormir
unas cuantas horas.
Llegó al
balcón, advirtió la presencia de Michael y sonrió, triste y confuso.
-Hola, Michael.
Ninguno de los
dos hizo el gesto de estrechar la mano del otro, pero al cabo de un momento
Charley se derrumbó bruscamente en una silla.
-Me gustaría un
vaso de agua -dijo con voz ronca-. Hace un calor infernal.
Sin decir una
palabra, Michael entró en la casa y regresó con un vaso de agua que Charley
tragó ruidosamente.
-Gracias -dijo,
atragantándose-. Pensé que iba a desmayarme.
Miró a su alrededor
con ojos que solamente simulaban fijarse en lo que lo rodeaba.
-Bonito sitio
este -señaló, y sus ojos regresaron a Michael-. ¿Quieres que me vaya?
-Bueno, pues
no. Si lo necesitas, quédate sentado y descansa. Pareces arruinado.
-Lo estoy.
¿Quieres oír la historia?
-En absoluto.
-Bien, de todos
modos te la voy a contar -dijo Charley, desafiante-. Para eso he venido. Estoy
en un lío, Michael, y eras la única persona a la que podía recurrir.
-¿Has probado
con tus amigos? -preguntó Michael fríamente.
-He probado con
todo el mundo; al menos, con los que tuve tiempo de hacerlo. ¡Dios! -se secó la
frente con la mano-. Nunca imaginé lo difícil que es encontrar dos mil dólares.
-¿Has venido a
pedirme dos mil dólares?
-Espera un
momento, Michael. Primero termina de oír. Verás en qué lío puede meterse un
tipo sin tener la menor intención. Has de saber que soy el tesorero de una
asociación llamada Fundación para Artistas Independientes, un invento para
ayudar a los estudiantes con problemas. Había un fondo de tres mil quinientos
dólares que permaneció en mi cuenta durante más de un año. Bueno, como ya
sabes, llevo un tren de vida un poco alto -gano mucho y gasto mucho- y hace un
mes empecé a especular en pequeña escala por medio de un amigo…
-No sé por qué
me estás contando esto -lo interrumpió Michael con impaciencia-. Me…
-Espera un
minuto, ¿quieres? Ya termino miró a Michael con ojos atemorizados-. A veces
usaba ese dinero sin darme cuenta siquiera de que no era mío. Siempre he tenido
mucho, compréndelo. Hasta esta semana al menos. Esta semana hubo una reunión de
la sociedad y me pidieron que devolviera el dinero. Bien, fui a ver a un par de
personas para pedirles un préstamo y tan pronto como les di la espalda uno de
ellos lo contó todo. Anoche hubo un escándalo terrible. Me dijeron que como no
entregara los. dos mil esta mañana me enviarían a la cárcel -alzó la voz y echó
una mirada atemorizada a su alrededor-. Tengo sobre los hombros una orden de
arresto, y si no logro conseguir el dinero me mataré, Michael, juro por Dios
que lo haré. No quiero ir a la cárcel. Soy un artista, no un hombre de
negocios. Soy…
Hizo un
esfuerzo para dominar la voz.
-Michael
-murmuró-. Eres mi mejor amigo. No tengo a nadie más que a ti en el mundo.
-Has llegado un
poco tarde -dijo Michael, incómodo-. No pensaste en mí hace cuatro años cuando
le pediste a mi esposa que se escapara contigo.
Una sincera
mirada de sorpresa atravesó el rostro de Charley.
-¿Estás
enfadado por eso? -preguntó, confundido-. Pensé que estabas ofendido porque no
fui a tu fiesta.
Michael no
contestó.
-Supuse que
ella te habría hablado de eso hace mucho tiempo -continuó Charley-. No pude
evitarlo. Estaba solo y ustedes se tenían el uno al otro. Cada vez que iba a tu
casa te dedicabas a contar lo maravillosa que era Marion hasta que al fin…
empecé a estar de acuerdo. ¿Cómo podía evitar enamorarme de ella si durante un
año y medio fue la única chica decente que conocí? -miró a Michael
altivamente-. Bueno, tú la tienes, ¿no? Ni siquiera llegué a besarla. ¿Vale la
pena que sigas machacando?
-Oye -dijo
Michael, cortante-. ¿Cuál es la razón de que deba prestarte el dinero?
-Bueno…
-Charley vaciló y se rió de mala gana-. No sé la razón exacta. Sólo pensé que
lo harías.
-¿Por qué?
-Por ningún
motivo; ya veo cómo lo has tomado.
-Ese es el
problema. Si te lo diera sería por sentimentalismo y debilidad. Estaría
haciendo algo que no quiero hacer.
-Muy bien
-Charley sonrió desagradablemente-. Es lógico. Ahora que lo pienso no hay
ninguna razón para que me lo prestes. Bueno… -hundió las manos en los bolsillos
de la chaqueta y, al echar la cabeza hacia atrás, dio la impresión de querer
desprenderse del tema como si fuese una gorra-. No iré a la cárcel… Y quizás
mañana opines de forma diferente.
-Ni lo sueñes.
-Oh, no quiero
decir que te vuelva a pedir el dinero. Hablo de algo… muy distinto.
Meneó la
cabeza, se volvió rápidamente y avanzó por el sendero hasta que la oscuridad se
lo tragó. Michael oyó que los pasos se apagaban, como si vacilase, en el punto
en donde el sendero salía al camino.
Después se
alejaron por el camino hacia la estación, a una milla de distancia.
Michael se
hundió en su silla, con el rostro entre las manos. Oyó salir a Marion.
-He escuchado
-dijo ella-. No pude evitarlo. Me alegra que no le hayas prestado nada.
Se acercó a él
y se hubiera sentado en sus rodillas, pero una repulsión casi física invadió a
Michael y lo obligó a levantarse de la silla.
-Tenía miedo de
que te trabajara los sentimientos y acabara convenciéndote -siguió Marion.
Vaciló-. Te odiaba, ¿sabes? Quería que te murieses. Una vez le dije que si
volvía a decir eso no lo vería nunca más.
Michael le
dirigió una mirada tenebrosa.
-La verdad es
que fuiste muy noble.
-Oye, Michael…
-Permitiste que
te dijera cosas como ésa… y ahora que viene arruinado, sin un amigo a quien
recurrir, dices que te alegra que lo haya echado.
-Es porque te
quiero, cariño…
-¡No, no es por
eso! -la interrumpió brutalmente-. Es porque en este mundo el odio es una
mercancía barata. Todo el mundo la tiene en venta. ¡Dios mío! ¿Qué crees que
pienso de mí en este momento?
-Él no se
merece que pienses así.
-¡Por favor,
vete! -gritó Michael con pasión-. Quiero estar solo.
Ella le hizo
caso y él volvió a sentarse en la oscuridad del balcón, sintiendo que lo
envolvía una especie de terror. Hizo varias veces un esfuerzo para levantarse
pero acabó frunciendo el ceño y permaneciendo inmóvil. Por fin, después de
largo rato, se puso en pie de un salto, mientras un sudor frío resbalaba por su
frente. La hora anterior y los últimos meses se disolvieron de pronto y sintió
que daba un salto de varios años hacia atrás. Quizás esos años se hubieran
escapado con Charley Hart, su viejo amigo. Charley Hart, que no tenía otro
lugar a donde ir. Michael echó a correr por el balcón, aturdido, buscando su
sombrero y su chaqueta.
-¡Oye, Charley!
-gritó.
Por fin
encontró la chaqueta y, enfundándosela con dificultad, bajó los escalones como
una tromba. Le parecía que Charley se había marchado sólo unos minutos antes.
-¡Charley!
-gritó al llegar al camino-. ¡Charley, vuelve aquí! ¡Me he equivocado!
Se calló y
prestó atención. No hubo respuesta. Jadeando se lanzó a correr como un perro
por el camino, a través de la noche tórrida.
Apenas eran las
ocho y media, pero el campo estaba en absoluto silencio y las ranas croaban con
fuerza en la franja pantanosa que bordeaba el camino. El cielo estaba
débilmente salpicado de estrellas y pronto saldría la luna, pero el camino se
estiraba entre árboles oscuros y Michael no veía nada que estuviera a más de
tres metros. Al cabo de un rato decidió caminar. Una mirada a la esfera
luminosa de su reloj le había bastado para darse cuenta de que el tren de Nueva
York no pasaría hasta una hora después. Tenía mucho tiempo.
A pesar de
ello, se puso a correr nuevamente y cubrió en quince minutos el kilómetro y
medio que separaba su casa de la estación. Era una estación pequeña,
humildemente encogida en la oscuridad al borde de las vías brillantes. A un
lado Michael vio las luces de un taxi que esperaba el próximo tren.
El andén estaba
desierto y Michael abrió la puerta para mirar dentro de la turbia sala de
espera. Estaba vacía.
-Es curioso
-murmuró.
Despertó al
chofer del taxi y le preguntó si había visto a alguien esperando el tren. El
chofer lo pensó; sí, había visto a un hombre joven, hacía unos veinte minutos.
Había recorrido el andén durante un rato, fumando, y después se había perdido
en la oscuridad.
-Es curioso
-repitió Michael.
Formó un
megáfono con las manos y dirigiéndolo hacia el bosque, al otro lado de la vía,
lanzó un grito:
-¡Charley!
No hubo
respuesta. Volvió a probar. Después regresó al taxi.
-¿Tiene idea de
hacia dónde fue?
El hombre
señaló vagamente la carretera a Nueva York, que corría paralela a la vía.
-Por ahí.
Con creciente
inquietud, Michael le dio las gracias y se apresuró a tomar la carretera, que
ahora se blanqueaba bajo la luna. Estaba completamente seguro de que Charley
estaba dispuesto a matarse. Recordó su expresión al volverse y la mano rígida
dentro del bolsillo, como aferrando algún objeto amenazador.
-¡Charley!
-gritó con voz terrible.
Los árboles en
sombras no respondieron. Pasó frente a una docena de campos refulgentes como
plata bajo la luna, deteniéndose varias veces a gritar y esperar ansiosamente
una respuesta.
Se le ocurrió
que era estúpido seguir avanzando en esa dirección; probablemente, Charley
estaría en algún lugar del bosque, cerca de la estación. Tal vez todo fuera
producto de su imaginación y Charley estuviese en ese mismo instante paseándose
por el andén, esperando el tren de la ciudad. Pero un impulso más allá de toda
lógica lo llevaba a seguir en la búsqueda. Más aún, experimentó una y otra vez
la sensación de que delante de él había alguien, alguien que, fuera del alcance
de su mirada y su voz se le escurría en cada curva y sin embargo dejaba a su
paso un aura trágica y tenue. En un momento dado creyó oír pasos entre las
hojas, al lado de la carretera, pero sólo era una hoja de periódico arrastrada
por el débil viento caliente.
Era una noche
sofocante, la luna parecía arrojar rayos hirvientes sobre la tierra abrasada.
Michael se quitó la chaqueta y la dobló sobre un brazo sin dejar de caminar. Ahora
tenía a pocos metros un puente de piedra que atravesaba la vía y más allá una
línea interminable de postes de teléfono que se extendían en perspectiva
decreciente hacia un horizonte inabarcable. Bien, llegaría hasta el puente y
después se daría por vencido. Lo habría hecho antes, a no ser por aquella
sensación de que alguien caminaba ligera y velozmente un poco por delante.
Al llegar al
puente de piedra, se sentó sobre una roca, latiéndole el corazón con fuertes
golpes bajo la camisa empapada. No tenía sentido: Charley se había alejado de
su alcance y de su ayuda, tal vez para siempre. A lo lejos, más allá de la
estación, oyó acercarse la sirena del tren de las nueve y media.
Michael se
sorprendió preguntándose repentinamente por qué estaba allí. ¿Qué cuerda
sensible de su carácter había tocado Charley en aquellos pocos minutos para
lanzarlo a aquella carrera asustada y sin destino a través de la noche? Lo
habían discutido, y Charley no había sido capaz de darle una razón por la cual
debiera ayudarle.
Se levantó con
la idea de regresar, pero antes de volverse se quedó observando el camino por
un minuto bajo la luz de la luna. Después del puente se extendía la línea de
postes y, mientras sus ojos la seguían hasta donde les era posible, volvió a
oír, ahora más cercana y ominosa, la sirena del tren de Nueva York, elevándose
y descendiendo con precisión musical en la noche serena. De pronto, sus ojos,
que habían estado deslizándose por las vías, se detuvieron atraídos por un
punto de la línea de postes, a unos cientos de metros de distancia. El poste
era exactamente igual a los otros y sin embargo poseía algo distinto, algo
indescriptiblemente distinto.
Y al observarlo
con la concentración que absorbe a veces la figura en una alfombra se produjo
un extraño efecto en su mente y de pronto lo vio todo bajo una luz totalmente
diferente. Con el murmullo de la brisa le había llegado una idea que cambiaba
por completo el cariz de la situación. Era esto: recordó haber leído en alguna
parte que en cierto momento perdido en la oscuridad del medioevo un hombre
llamado Gerbert había resumido toda la civilización europea. Le pareció
súbitamente claro que él acababa de pasar por una situación semejante. Por un
minuto, un instante del tiempo, toda la piedad del mundo se había agolpado en
él.
Lo comprendió
en medio de una conmoción en el espacio de un segundo, y en seguida supo por
qué debería haber ayudado a Charley Hart. Era porque hubiera sido intolerable
vivir en un mundo sin solidaridad, donde cualquier ser humano pudiera estar tan
solo como había estado Charley esa tarde.
Y bien, de eso
se trataba, por supuesto: se le había confiado esa oportunidad. Había ido a
buscarlo alguien que no contaba con nadie más, y él se había negado.
Durante todo
ese tiempo se había quedado absolutamente inmóvil, con la mirada fija en el
poste de teléfono más allá de la vía, un poste que sus ojos habían reconocido
como distinto a los demás. Ahora la luna brillaba tanto que podía ver una barra
blanca que cruzaba el poste cerca de la punta, y al contemplarla el poste
pareció aislarse, como si los demás se hubiesen esfumado.
De pronto, a
una milla de distancia, oyó el traqueteo y el estrépito del tren eléctrico que
abandonaba la estación, y como si el sonido lo hubiera devuelto a la vida,
lanzó un grito entrecortado y echó a correr a toda velocidad por el camino,
hacia el poste de la barra atravesada.
El tren silbó
una vez más. Clac-clac-clac. Ahora estaba más cerca, a seiscientos, a
quinientos metros, y cuando pasó por debajo del puente iluminó a Michael con su
faro. No sentía emoción alguna sino mero terror: sólo sabía que debía llegar al
poste antes que el tren, y el poste estaba a cincuenta metros, apuntando
rígidamente al cielo como una estrella.
Al otro lado de
la vía no había sendero junto a los postes, pero el tren estaba tan cerca que
decidió no esperar más porque de lo contrario no lograría cruzar. Se desvió de
la carretera, atravesó la vía en dos zancadas y con el ruido del motor
sonándole en los talones se precipitó sobre el campo. Ocho, nueve metros;
mientras el sonido del tren eléctrico se convertía en bramido en sus oídos,
llegó al poste y se llevó por delante al hombre que estaba parado junto a la
vía, arrojándolo al suelo con el impacto de su cuerpo.
Su oído
registró un estruendo de acero, el pesado deslizarse de las ruedas sobre los
rieles, un veloz rugido del aire. Un momento después, el tren de las nueve y
media había pasado.
-Charley
-balbució incoherente-. Charley…
Una cara lívida
lo miró atónita. Michael rodó sobre su espalda y se estiró jadeando. Ahora, la
noche sofocante estaba serena; sólo se oía el murmullo del tren que se alejaba.
-¡Oh, Dios!
Michael abrió
los ojos y vio a Charley sentado, con el rostro entre las manos.
-Está bien
-murmuró Michael-. Está bien, Charley. Te prestaré el dinero. No sé en qué
estaba pensando. Después de todo… eres uno de mis más viejos amigos.
Charley meneó
la cabeza.
-No lo entiendo
-dijo, con la voz quebrada-. ¿De dónde has salido? ¿Cómo has llegado aquí?
-Te he estado
siguiendo. Estaba detrás de ti.
-Hace media
hora que estoy aquí.
-Bueno, es una
suerte que hayas elegido este poste para… para esperar. Lo estuve mirando desde
el puente. Lo elegí por el travesaño.
Charley se
había puesto de pie, tambaleándose, y ahora se alejó unos pasos y contempló el
poste a la luz de la luna.
-¿Qué has
dicho? -preguntó un minuto después, con una voz confundida-. ¿Has dicho que
este poste tiene un travesaño?
-Sí, claro. Lo
estuve mirando un rato largo. Por eso…
Charley levantó
nuevamente los ojos y dudó, extrañado antes de hablar.
-No hay ningún
travesaño -dijo.
FIN
Fuente: Blog Ciudad Seva.
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