Piotr A.
Kropotkin falleció tal día como hoy de 1921. Geógrafo y pensador político ruso,
considerado el principal teórico del movimiento anarquista. Honramos la memoria
de este gran pensador libertario con esta interesante reflexión suya.
La necesidad de la revolución
El Viejo Topo
8 febrero, 2022
Hay épocas en
la vida de la humanidad, en que la necesidad de una formidable sacudida, de un
cataclismo que remueva la sociedad hasta en sus entrañas, se impone sobre todos
los puntos a la vez. En estas épocas, todos los hombres de corazón están
descontentos del orden de cosas existente, dicen que es preciso el que grandes
acontecimientos vengan a romper el hilo de la historia; arrojar a la humanidad
de los caminos de corrupción y de rutina, y lanzarla por vías nuevas a lo
desconocido, en busca del ideal.
Se siente una
necesidad de una revolución inmensa, implacable, que venga, no solo a derrumbar
el régimen económico basado sobre la ruda explotación, la especulación y el
fraude, la escala política basada en la dominación de unos cuantos, por la
astucia, la intriga y la mentira, sino también a agitar la sociedad en la vida
intelectual y moral, sacudir el estupor, rehacer las costumbres, llevar al
ambiente de pasiones viles y mezquinas del momento el soplo vivificador de las
nobles pasiones, de los grandes entusiasmos, de los generosos ideales.
En esas épocas,
que la mediocridad ahoga toda inteligencia si no se prosterna ante los
pontífices, que la moralidad mezquina del justo medio hace la
ley, y la bajeza reina victoriosa; en estas épocas, repetimos, la revolución es
una imperiosa necesidad. Los hombres honrados de toda la sociedad invocan la
tempestad para que venga a purificar con su hálito de fuego la peste que todo
lo invade, a limpiar el enmohecimiento que lo roe todo y arrastrar tras sí, en
su furiosa marcha, los escombros del pasado, erigidos en obstáculo, privándonos
de aire y luz, y para que dé, en fin, al mundo entero, alientos de vida, de
juventud y honradez.
No es solo la
cuestión del plan la que se pone en esas épocas, sino una cuestión de progreso,
contra la inmovilidad; de desarrollo humano, contra el embrutecimiento; de vida
contra la fétida estancación del pantano.
La historia nos
conserva el recuerdo de una de esas épocas, la de la decadencia del imperio
romano; la humanidad atraviesa hoy una muy parecida.
* * *
Como los
romanos de la decadencia, nos hallamos nosotros frente a una transformación
profunda, hecha ya en los espíritus, y que solo necesita circunstancias
favorables para traducirse á la realidad. Si la revolución se impone en el
terreno económico, si es una imperiosa necesidad en el terreno político, se
impone más aún en el terreno moral.
Sin lazos
morales, sin ciertas obligaciones, que cada miembro de la sociedad se crea con
relación a los demás miembros, que pasan luego al estado de costumbres, no hay
sociedad posible. Los lazos morales y los hábitos de sociabilidad los hallamos
en todos los grupos humanos, y muy desarrollados y rigurosamente puestos en
práctica en las tribus primitivas, desechos vivos de lo que fue la humanidad
entera en sus orígenes.
Pero la
desigualdad de las condiciones la explotación del hombre por el hombre, la
dominación de las masas por unos cuantos, han venido a minar y destruir esos
preciosos productos de la vida primitiva de las sociedades. La grande
industria, basada en la explotación, el comercio fundado sobre el fraude; la
dominación de los que se titulan «Gobierno» no puede coexistir con los
principios morales, apoyados sobre la solidaridad para todos, que encontramos
en medio de las tribus más distantes de nuestra vida moral civilizada. ¿Qué
solidaridad puede existir, en efecto, entre el capitalista y el obrero que este
explota? ¿Entre el jefe del ejército y el soldado, el gobernante y el
gobernado?
Así vemos que
la moral primitiva basada sobre el sentimiento de identificación del individuo
con todos sus semejantes, ha sido substituida por la moral hipócrita de las
religiones. Estas han procurado y procuran legitimar con sofismas la
explotación y la esclavitud, y se limitan simplemente a hablar mal de los actos
más brutales de otro estado. Su moral mata en el individuo las obligaciones
para con sus semejantes y le impone la sumisión y el respeto a un Ser supremo,
a una abstracción invisible, cuyo furor puede conjurarse comprando su
benevolencia al precio que sus servidores indiquen.
Pero las
relaciones cada día más frecuentes, establecen hoy entre los individuos, los
grupos, las naciones y continentes, nuevas obligaciones morales para la
humanidad; y á medida que las creencias religiosas se desvanecen, el hombre se
da cuenta de que para ser feliz debe imponerse deberes, no con un ser
desconocido, sino con aquellos con quienes ha de estar en relaciones. Se va ya
comprendiendo por los cerebros libres que la felicidad del hombre aislado no es
posible, porque solo puede hallarla en la felicidad de todos, en la libertad de
la especie humana. Los principios negativos de la moral religiosa: «No robarás,
no matarás, etc.», los substituyen los principios positivos, infinitamente más
amplios, y ensanchándose más cada día de la moral humana. A la defensa de un
Dios que podemos violentar y apaciguar con ofrendas, ha sucedido el sentimiento
de solidaridad con cada uno y todos a la vez que dice al hombre: «Si quieres
ser feliz, haz a los demás lo que quisieres que te hicieren a ti mismo». Y esta
sola afirmación, inducción científica que no tiene nada que ver con las
prescripciones religiosas, abre de golpe un horizonte inmenso de
perfectibilidad y de mejora de nuestra especie.
La necesidad de
rehacer nuestras relaciones sobre ese principio tan sencillo y sublime, se hace
sentir más cada día; pero nada o muy poco, al menos, puede hacerse por este
camino, mientras que la explotación y la esclavitud, la hipocresía y el sofisma
continúen siendo la base de nuestra organización social.
* * *
Mil ejemplos
podríamos citar en apoyo de nuestra tesis, pero nos limitamos á uno sólo, al
más terrible, al de nuestros hijos. ¿Qué hacemos de ellos en la sociedad
actual?
El respeto a la
infancia es una de las mejores cualidades que se han desarrollado en la
humanidad a medida que hada su penosa marcha del estado salvaje a su actual
estado. ¿Cuántas veces no hemos visto al hombre más depravado desarmado por la
risa inocente de un niño? Pues bien; hasta este respeto desaparece de entre
nosotros, y los niños son hoy carne de máquina en nuestra sociedad, si no son
juguetes para satisfacer las más bestiales pasiones.
* * *
Todos podemos
ver las largas y penosas jornadas que los niños hacen en fábricas, campos y
talleres; así se les mata físicamente, pero aun esto es poco. La sociedad lleva
su infamia hasta matarlos moralmente.
Reduciendo la
enseñanza a un aprendizaje rutinario que no da ninguna aplicación a las jóvenes
y nobles pasiones y a la necesidad de ideales que la mayor parte de los niños
sienten a cierta edad, la sociedad hace que toda naturaleza independiente,
poética o altiva, tome odio a la escuela, se encierre en sí misma y vaya, lejos
de la verdad y el bien, a procurarse una satisfacción a sus pasiones. Unos
buscan en la novela la poesía que les ha faltado en la vida y se atiborran de
esa literatura inmunda, fabricada por la burguesía a quince o veinte céntimos
entrega, y a poca predisposición que tengan hacia el extravío, acaban como el
joven Lemaitre, por abrir el vientre o cortar el cuello a otros niños con el
propósito deliberado de hacerse «asesino célebre». Los otros
se dan a una vida execrable, y solo los niños del «justo medio», los que no
tienen pasiones ni entusiasmos, ni sentimientos de independencia, llegan sin
accidentes al fin apetecido.
Estos dan a la
sociedad su contingente de burgueses honrados con mezquina moralidad, que no
roban, es cierto, el sombrero a los pasantes, pero que saquean «con decencia» a
sus clientes; que carecen de pasiones, pero hacen ocultamente visitas a sus
amigas para desembarazarse de la grasa monótona que el buen puchero crea y,
arrastrándose con hipocresía por el cieno, invocan el santo nombre de la
justicia cuando cualquiera intenta tocar sus riquezas. Eso los niños. En cuanto
a las niñas, la burguesía las corrompe desde la más tierna edad. Lecturas
absurdas, muñecas coquetamente vestidas, costumbres y ejemplos edificantes de
madres «honradas», nada le faltará a la niña para que en su día sepa venderse a
quien más dé. Además, estas criaturas siembran la gangreana a su alrededor; las
hijas del obrero ¿no miran con envidia a los doce años? Pero si la niña es
inteligente y apasionada apreciará muy pronto en su justo valor esta moral de
doble fondo que se sintetiza con la frase siguiente: «Ama a tus semejantes,
pero estáfalos cuanto te sea posible».
«Sé virtuoso,
pero hasta cierto punto»; y ahogada en esta atmósfera de baja moralidad, no
hallando en la vida nada hermoso, sublime y atractivo que respire verdadera
pasión, se arroja con la cabeza gacha en los brazos del primero que salga con
tal de que le satisfaga sus apetitos de vanidad y lujo.
* * *
Meditad estos
hechos, reflexionad sobre las causas que los producen y decidnos si tenemos
razón para afirmar que se necesita una revolución formidable para arrancar de
nuestra sociedad el mal, hasta en sus más hondas raíces, porque mientras las
causas de la gangrena existan nada podrá curarse.
Mientras
tengamos una casta de holgazanes que vivan de nuestro trabajo, so pretexto de
que son necesarios para dirigirnos, estos holgazanes serán siempre un foco
pestilente para la moral pública. El hombre grandul y embrutecido, que se pasa
la vida buscando nuevos placeres y en quien todo sentimiento de solidaridad
para con los demás está muerto por los principios mismos de su existencia, y al
contrario, los sentimientos del más asqueroso egoísmo se nutren con la práctica
de su propia vida, ese hombre pecará siempre de la más grosera sensualidad,
envileciendo cuanto toque. Con un saco de escudos y sus instintos de bruto,
prostituirá niños, mujeres, arte, teatro, prensa; venderá su país y a quienes
lo defiendan: cobarde para matar él mismo, asesinará lo mejor y más sano de su
patria, por seres como él corrompidos, el día que vea en peligro su bolsa,
único manantial de sus alegrías y felicidades.
Fuente: Biblioteca Anarquista.
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