viernes, 19 de marzo de 2021

Catástrofe ecológica (¡Y no cambio climático!), un problema político. [El mundo lo empezó a explicar la religión, de donde brotaron como margaritas todos los dioses, uno por tribu. Después quiso explicarlo la filosofía, y a medida que esta avanzaba retrocedían todos los dioses en sus omnipotencias y omniconsciencias. Después fue la política. y por último fue la economía política que instaura Marx la que viene a decir, vamos a dejarnos de tonterías. Vamos a reconocer los intentos de explicación que han tenido la religión, la filosofía y la política, y vamos a centrar la cuestión en la economía política que es donde se encuentra el embrión de cualquier explicación que intentemos darle a cualquier asunto sea de la índole que sea. Estoy refiriéndome al marxismo, no al neo marxismo, ni al constantín marxismo, ni al eco globi socialista eco marxismo vestido de verde con su canesú y sabor a lima limón pero democrático y sostenible pero bien sostenible y financiado con cientos de millones de dineros públicos con sabor a lima limón como nos lo van a clavar ahora con esos 144 mil millones de euros que a la volandera llegan de la Unión Europea. El problema ecológico es un problema político, y en consecuencia, tiene su origen en la economía: en la forma de producir, en la forma de repartir lo producido y en la forma del acuerdo social mayoritario que existe respecto de la forma de producir y de la forma del reparto de lo producido, y todo lo que no sea partir de las relaciones de producción para solucionar los problemas ecológicos, al igual que el feminismo, también los del Covid-19 y otros muchos, vendrá a ser una especie de súbete aquí que verás Madrid. Eso sí, verás Madrid previo pago de la visión, porque si no pagas, por mis cojones que tú te quedas a dos velas: sin ver Madrid y sin ver ná, que yo algo me tendré que ganar, ¿no? Compréndeme, hombre, que yo soy ecologista nato: verde y blanco. Soy hasta del Betis, para que te vayas enterando.]

 

Catástrofe ecológica (¡Y no cambio climático!), un problema político


Por Marcelo Colussi 

Rebelión

19/03/2021 


«No entiendo por qué nos matan a nosotros, destruyen nuestros bosques y sacan petróleo para alimentar automóviles y más automóviles en una ciudad ya atestada de automóviles como Nueva York». (Dirigente indígena ecuatoriano.)

I

La «Flor de las Indias», como las llamara en el siglo XIV el incansable viajero y mercader italiano Marco Polo (las mil doscientas islas e islotes de coral desperdigadas por el Océano Índico conocidas hoy como Islas Maldivas), con sus 500.000 habitantes (actualmente un paraíso turístico), están condenadas a desaparecer bajo las aguas oceánicas en un lapso no mayor de 30 años si continúa el calentamiento global y el consecuente derretimiento de casquetes polares y glaciares. Lo tragicómico es que sus habitantes no han vertido prácticamente un gramo de agentes contaminantes.

La globalización es un proceso no sólo económico; es un fenómeno político-social y cultural. Más aún: es un hecho civilizatorio. Extremando el concepto, donde más podemos verla (sufrirla) es en la perspectiva ecológica que trae el nuevo modelo de producción industrial surgido hace doscientos años con el capitalismo que tuvo lugar en Europa, hoy difundido por todo el orbe. La globalización, en un sentido, es la mundialización de los problemas medioambientales, de los que nadie, en ningún punto del globo, puede sustraerse. Por eso el ejemplo con que se abre el texto: un habitante «subdesarrollado» de la Polinesia sufre las consecuencias de un desaforado consumo de combustibles fósiles en otra parte del planeta, en ciudades «desarrolladas» plagadas de automóviles. Es evidente que el planeta es uno solo, la casa común de la especie humana.  

La solución a esa degradación de nuestra casa común, que desde hace algunos años se viene dando con velocidad vertiginosa, es más que un problema técnico: es político, y no hay ser humano sobre la faz del planeta que no tenga que ver con él. Así como nadie escapa a la publicidad comercial -hasta en la más remota aldea del mundo puede encontrarse un afiche de Coca-Cola o de Shell-, así, mucho más aún, nadie escapa al efecto invernadero negativo, a la lluvia ácida, a la desertificación o a la falta de agua potable. En ningún área del quehacer humano puede verse más claramente la globalización que en el campo de la ecología (del griego: oikos: casa, logos: estudio). De igual modo, en ningún campo de acción en torno a grandes problemas humanos se encuentran respuestas más globalizadas que en lo tocante a nuestro compartido desastre medioambiental. Un habitante de las Maldivas, consumiendo 100 veces menos que un estadounidense o un europeo-occidental, está tanto o más afectado que ellos por los modelos de desarrollo depredadores que envuelven a toda la humanidad. O nos salvamos todos, o no se salva nadie.

Podríamos considerar el desastre ecológico como consecuencia de factores exclusivamente técnicos, solucionables también en términos puramente tecnológicos: se reemplazan los vehículos de combustión interna que queman combustibles fósiles por agrocombustibles, o por energías eléctricas. Pero la tecnología es un hecho altamente político. Si en vez de petróleo se utiliza etanol extraído de palma aceitera, o caña de azúcar, o se usan baterías de litio, siempre quedan problemas políticos en los marcos del capitalismo: para producir agrocombustibles se quitan tierras de cultivo de alimentos a los campesinos, o se invade Bolivia para buscar el litio de sus ricos yacimientos. Mientras la forma de concebir la productividad del trabajo se da en el marco del actual modelo de desarrollo (sin dudas contrario al equilibrio ecológico), ello es, ante todo, un hecho político, un hecho que nos habla de cómo establecemos las relaciones sociales y con el medio circundante. Si, como dice el epígrafe, para tener automóviles circulando en Nueva York es preciso aniquilar humanos y selva en otras latitudes, ahí hay un tremendo problema con la noción de desarrollo.

II

La industria moderna ha transformado profundamente la historia humana. En el corto período en que la producción capitalista se enseñoreó en el mundo -dos siglos, desde la máquina de vapor del británico James Watt en adelante- la humanidad avanzó técnicamente lo que no había hecho en su ya dilatada existencia de dos millones y medio de años. Puede saludarse ese salto como un gran paso en la resolución de ancestrales problemas: desde que la tecnología se basa en la ciencia que abre el Renacimiento europeo, con una visión matematizable del mundo aplicada a la resolución práctica de problemas, se han comenzado a resolver cuellos de botella. La vida cambió sustancialmente con estas transformaciones, haciéndose más cómoda, menos sujeta al azar de la naturaleza.

Pero esa modificación en la productividad no dio como resultado solamente un bienestar generalizado. Concebida como está, la producción es, ante todo, mercantil. Lo que la anima no es sólo la satisfacción de necesidades, sino el lucro, el cual se concreta en el circuito de la comercialización («realización de la plusvalía» dirá el materialismo histórico). Más aún: la razón misma de la producción pasó a ser la ganancia; se produce para obtener beneficios económicos. Por eso se produce cantidades gigantescas de productos realmente no necesarios, pero que se van imponiendo como imprescindibles a partir del modelo de desarrollo imperante. Es desde esta clave esencial como puede entenderse la historia que transcurrió en este corto tiempo desde la máquina de vapor de mediados del siglo XVIII a nuestros días; la historia del capitalismo (europeo primero, norteamericano luego, igualmente el japonés o el de cualquier latitud) no es otra cosa que la obsesiva búsqueda del lucro, no importando el costo. Si para obtener ganancia hay que sacrificar pueblos enteros, diezmarlos, esclavizarlos, e igualmente hay que depredar en forma inmisericorde el medio natural -esa es la única lógica que mueve al capital-, todo ello no cuenta. La sed de ganancias no mide consecuencias.

Actualmente, dos siglos después de puesto en marcha ese modelo, la humanidad en su conjunto paga las consecuencias. ¿Merecen los habitantes de las Islas Maldivas desaparecer bajo las aguas porque en la ciudad de Los Ángeles, Estados Unidos, hay un promedio de un automóvil de combustión interna por persona arrojando dióxido de carbono, o porque los ciudadanos estadounidenses económicamente más privilegiados consumen más de 100 litros diarios de agua, 70 más de lo necesario (contra un litro de un habitante del África sub-sahariana)? ¿Se merece cualquier habitante del planeta tener 13 veces más riesgo de contraer cáncer de piel a partir del adelgazamiento de la capa de ozono que lo que ocurría 100 años atrás por el hecho de tener cerveza fría en la refrigeradora? ¿Es éticamente aceptable que un perrito de un hogar del «civilizado» Primer Mundo consuma un promedio anual de carne roja superior al de un habitante del Sur global o que tenga servicios psicológicos (¡sí: hay psicólogos caninos!) mientras en otros países faltan vacunas básicas, madres que no pueden amamantar a sus hijos por su desnutrición crónica o gente que muere de diarrea por falta de agua potable?

Aunque hay alimentos en cantidades inimaginables (45% más de lo necesario para nutrir bien a toda la humanidad), viviendas cada vez más confortables y seguras, comunicaciones rapidísimas, expectativas de vida más prolongadas, más tiempo libre para la recreación, etc., etc., la matriz básica con que el capitalismo se plantea el proyecto en juego no es sustentable a largo plazo: importa más la mercancía y su comercialización que el sujeto para quien va destinada. Si realmente hubiera interés en lo humano, en el otro de carne y hueso que es mi igual, nadie debería pasar hambre, ni faltarle agua, ni sufrir con enfermedades que las tecnologías vigentes están en condiciones de vencer. En definitiva, se ha creado un monstruo; si lo que prima es vender, la industria relega la calidad de la vida como especie en función de seguir obteniendo ganancia. Para que 15% de la humanidad (básicamente del Norte global y de algunas islas de esplendor en el Sur) consuma sin miramientos, un 85 % ve agotarse sus recursos. Y el planeta, la casa común que es la fuente de materia prima para que nuestro trabajo genere la riqueza social, se relega igualmente. Consecuencia: el mundo se va tornando invivible. Peligroso, sumamente peligroso incluso. ¿Habrá que pensar en una irremediable pulsión de muerte, como concluyó Freud, una tendencia a la autodestrucción que nos guía? ¿Será que en una sociedad nueva, un mundo de «productores libres asociados«, como decía Marx, esas contradicciones se superarán?

La cada vez más alarmante falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan el planeta, la desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono, el efecto invernadero negativo, los desechos atómicos, las montañas de basura que flotan en los océanos, son problemas de magnitud global a los que ningún habitante de la humanidad en su conjunto puede escapar. Todo ello es, claramente, un problema político y no solo técnico. Y es en la arena política -las relaciones de poder, las relaciones de fuerza social entre los diferentes grupos, entre las diferentes clases sociales– donde puede encontrar soluciones. Si se consume en forma voraz, demencial, sin medir las consecuencias, es porque quienes dirigen el mundo -los grandes megacapitales globales- han ideado esta increíble obsolescencia programada donde hay que botar todo muy rápidamente para seguir consumiendo. La gente común, el ciudadano de a pie, no es el irresponsable; solo sigue mansamente los dictados impuestos. «¡Hay que consumir!» es la consigna establecida. Y el consumo no para (ni tampoco las ganancias de los productores).

En el Foro Mundial de Ministros de Medio Ambiente reunido en la ciudad de Malmoe, Suecia, en mayo del 2000 en el marco del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), se reconoció en la llamada Declaración de Malmoe que las causas de la degradación del medio ambiente global están inmersas en problemas sociales y económicos tales como la pobreza generalizada, los patrones de producción y consumo no sustentables, la desigualdad en la distribución de las riquezas y la carga de la deuda externa de los países pobres. Por eso, es engañoso hablar de «cambio climático«, como si se tratara de una mutación natural de las condiciones climatológicas; lo que existe es una catástrofe generalizada provocada por el modelo capitalista en curso.

III

Se ve así que la destrucción del medio ambiente responde a causas eminentemente humanas, a la forma en que las sociedades se organizan y establecen las relaciones de poder; en definitiva: a motivos políticos. El modelo industrial surgido con el capitalismo y con la ciencia occidental moderna, además de producir un salto tecnológico sin precedentes (comparable a la conquista del fuego, a la aparición de la agricultura, o de la rueda, o de la escritura) generó también problemas de magnitud descomunal, porque el afán de riqueza que lo alienta no repara en otra cosa que en el billete de banco: se perdió de vista lo humano, y la idea de que los humanos somos parte de la naturaleza. El ensoberbecimiento de los «ganadores» (si es que al capitalismo se le puede decir «ganador») llevó a esquemas agresivos inimaginables. El poder de destrucción -y de autodestrucción- alcanzado por la especie humana creció también en forma exponencial, por lo que las posibilidades de autodesaparecernos son cada vez más grandes (¿pulsión de muerte entonces?). El militarismo capitalista -respondido por el socialismo real en forma simétrica- llevó a un callejón sin salida, donde la sobrevivencia de toda especie viva sobre el planeta está en entredicho. Valga agregar que la totalidad del poder atómico con fines militares generado en la actualidad -alrededor de 13.000 ojivas nucleares, repartidas fundamentalmente entre las dos superpotencias atómicas, la Federación Rusa -heredera de la ex Unión Soviética- y Estados Unidos, cada una de ellas equivalente a no menos de 20 bombas de las arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945- posibilitaría generar una explosión de tal magnitud cuyos efectos destructivos llegarían hasta la órbita de Plutón. Proeza técnica, sin dudas, pero que no sirve para terminar con el hambre, con la falta de agua para muchos, con la ignorancia y el pensamiento mágico-animista aún presente en las religiones.

En otros términos: el desprecio moderno por el medio ambiente que nos lega el capitalismo surgido en Europa se ha instalado con una soberbia aterradora. Lo cual reafirma que el llamado Occidente y la idea de desarrollo que ahí se gestó están en franca desventaja con otras culturas (orientales, americanas prehispánicas, africanas) en relación a la cosmovisión de la naturaleza, y por tanto al vínculo establecido entre ser humano y medio natural. El desastre ecológico en que vivimos no es sino parte del desastre social que nos agobia. Si el desarrollo no es sustentable en el tiempo y centrado en el sujeto concreto de carne y hueso que somos, no es desarrollo. Si se puede destruir el lejano Plutón, pero no se puede asegurar la vida de los habitantes de las Maldivas porque la idea de desarrollo no los contempla, entonces hay que cambiar ese modelo, por inservible. Es una pura cuestión de sobrevivencia como especie.

A no ser que haya sectores sociales -detentadores de omnímodos poderes, por cierto- que ya estén apostando por una vida fuera de este planeta, contaminado, lleno de «pobres», sin solución, en definitiva. Pero los que no hacemos voto por ello, los mortales de a pie, los que creemos que es más importante un habitante de las Maldivas que cambiar el automóvil cada año, los que no queremos morir de un evitable cáncer de piel, o sumergidos por el derretimiento de los hielos polares, tenemos mucho por seguir luchando aún. El problema de nuestra casa común nos toca a todos. Todos, entonces, podemos -tenemos- que hacer algo. Y es importantísimo remarcar que en esa lucha no se trata de cambiar hábitos de consumo personal, como si fuéramos los habitantes del mundo los responsables de la catástrofe en curso por una cuestión de ignorancia o de desidia. De algún modo, cierta preocupación ecologista que se ha instalado, con la figura de la joven activista sueca Greta Thunberg a la cabeza, no termina de resolver la cuestión. El problema no estriba en que cada ciudadano «responsablemente» consuma menos, recicle, no use bolsas de plástico sino de arpillera, cierre bien el grifo de agua y use la bicicleta en vez del vehículo con motor de combustión interna. Eso es loable, pero no alcanza. Lo que hay que cambiar es el modo de producción en su conjunto, el capitalismo. Como dijera Marx en 1950: «No se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva«.

Blog del autor: https://mcolussi.blogspot.com/

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El urbanismo y el trabajo en la URSS

 

Qué puede enseñarnos una ciudad comunista en materia de urbanismo

 

GUIDO SECHI

Vientosur

18 MARZO 2021


Nombrada en recuerdo del dirigente comunista italiano Palmiro Togliatti, la ciudad rusa de Toliatti fue elegida en 1966 para albergar una fábrica de automóviles con tecnología aportada por FIAT, para convertirse pronto en el centro industrial planificado más grande de la Unión Soviética (URSS). Su paisaje urbano muestra signos de la preocupación de quienes la planearon por crear espacios habitables centrados en las necesidades comunitarias, no tan solo en la producción industrial.

En el verano de 1966, el Estado soviético firmó un acuerdo con la dirección de la empresa automovilística italiana FIAT. Se trataba de construir una nueva fábrica de automóviles en la URSS, encargándose la empresa turinesa del equipamiento tecnológico y de la formación de especialistas. La fábrica estaba destinada a ser el corazón de un nuevo asentamiento urbano para el personal obrero, técnico y directivo, incluidos –con carácter temporal– los obreros e ingenieros italianos.

La localidad elegida era una joven ciudad situada en la región de Kuybyshev (actualmente Samara), en el oeste de Rusia, rebautizada en 1964 en homenaje al líder comunista italiano, Palmiro Togliatti, quien había fallecido recientemente. En el lado italiano, las implicaciones simbólicas eran evidentes. El sucesor de Togliatti, Luigi Longo, visitó la ciudad en agosto de 1966; Pravda le citó destacando el significado de la llegada de obreros y técnicos turineses a una ciudad que llevaba el nombre de Togliatti, y expresando la esperanza de que en pocos meses la ciudad deviniera una especie de Turín soviética.

La historia de la fábrica y del nuevo asentamiento urbano se enmarca a menudo en el hecho muy poco común, en plena guerra fría, de que se prestara apoyo tecnológico occidental a la modernización soviética. Sin embargo, ese episodio es emblemático del periodo de declive de la URSS con respecto a dos aspectos clave del postestalinismo. Se refiere tanto a las ambiciones transformadoras del urbanismo como a la mentalidad tecnocrática –y hasta cierto punto política– de las elites profesionales, que determinaron su actitud pragmática a la hora de aprender de las tendencias arquitectónicas y tecnológicas internacionales, inclusive occidentales.

Una ciudad-fábrica

A finales de la década de 1940, Stavropol-na-Volguie (Stavropol del Volga) era una pequeña ciudad de unos pocos miles de habitantes, fundada dos siglos antes a orillas del río Volga. Apenas unas décadas después, ya con el nombre de Toliatti, se había convertido en la ciudad industrial planificada más grande de la URSS.

El primer paso de este ambicioso proyecto urbanístico fue la construcción, en la primera mitad de la década de 1950, de una presa y una central hidroeléctrica sobre el Volga. Primero se construyó un distrito urbano, Komsomolskiy rayón (distrito Komsomol), para alojar a los constructores de la planta, seguido poco después de otro más, ahora denominado Tsentral’niy (Central). En la primera mitad de la década de 1960, la población ya sumaba más de 120.000 habitantes. Pero el empujón definitivo para el desarrollo de la ciudad partió de la necesidad –identificada por el gobierno soviético como prioridad estratégica– de desarrollar la propia capacidad de producción de automóviles a fin de responder a la creciente demanda de transporte privado por parte de la población. Con este fin se planteó la necesidad de establecer una nueva fábrica y de buscar el apoyo tecnológico de especialistas extranjeros.

La elección recayó en FIAT, uno de los principales fabricantes del mundo de coches utilitarios. Tras la firma del acuerdo de cooperación, por el que la empresa italiana se encargaba del proyecto técnico, en julio de 1966, las autoridades soviéticas autorizaron la construcción de una gran fábrica a unos pocos kilómetros al oeste del distrito Central. Las obras arrancaron a comienzos de 1967; casi inmediatamente después, en marzo, se emprendió la construcción a marchas forzadas de edificios de viviendas alrededor de la futura fábrica. Así nació Avtograd, hoy Avtosavodskiy rayón (distrito Autoindustrial), el barrio más grande de Toliatti, concebido originalmente como una nueva ciudad y uno de los proyectos de planificación urbanística más ambiciosos de la URSS de posguerra.

Para comprender este proyecto hemos de tener en cuenta por lo menos tres elementos: la relación entre ideología, urbanismo y espacio en la URSS; la fábrica de automóviles como respuesta del Estado soviético a la demanda de transporte privado que emergió en los años de relativa liberalización que siguió a la muerte de Stalin; y las tendencias y prácticas de la planficación y la arquitectura soviéticas a finales de la década de 1960.

El modelo de ciudad-fábrica no era exclusivo de la URSS y de los países del bloque del Este, pero sí fue un elemento crucial de la ideología soviética durante toda la historia de este Estado. Desde los años posrevolucionarios se atribuyó a los asentamientos urbanos una función central en la creación de una nueva sociedad comunista, de acuerdo con el principio constructivista según el cual “una nueva sociedad necesita un nuevo espacio”. A partir del comienzo de la década de 1930 se construyeron nuevas ciudades, inicialmente asociadas sobre todo a la industria minera/extractiva; y la estrecha relación que se planteó en los años de Stalin entre el espacio urbano, el bienestar y la industria reforzó su relevancia ideológica.

Sin embargo, la URSS de mediados de la década de 1960 era en muchos aspectos un país diferente del que había sido en los años de apogeo del estalinismo, siendo uno de los cambios más importantes el que se produjo en el ámbito del urbanismo. El llamado deshielo de Nikita Jrushchov, de mediados de 1950, comportó una liberalización relativa y nuevas aspiraciones –aunque parciales y contradictorias–, que pretendían revitalizar la utopía igualitaria radical de la década de 1920.

Ante la dramática escasez de viviendas, agravada por las devastaciones de la guerra, una segregación socioespacial significativa y la desigualdad entre las elites y la clase trabajadora, el Estado soviético lanzó un vasto programa de construcción masiva de viviendas en todo el país. Asociado al rechazo del neoclasicismo arquitectónico imperante desde comienzos de la década de 1930, y favorable a la recuperación del estilo racionalista internacional, se trataba de un plan tecnocrático encaminado a hacer frente a una penuria de emergencia, pero también fue una medida ambiciosa que buscaba el bienestar universal y un intento de proyectar la ideología oficial igualitaria en el espacio urbano, con el fin de promover un nuevo estilo de vida y preparar así la transición a una sociedad comunista.

El nuevo elemento central de este programa era el microdistrito, un complejo residencial de nuevo tipo, consistente en edificios construidos a base de paneles prefabricados, separados por patios interiores provistos de parques infantiles, espacios verdes y, al menos en teoría, de equipamientos educativos, culturales y sanitarios. La arquitectura era hiperestandarizada y estaba basada en materiales baratos, pero la planificación era innovadora; aspiraba a superar la segregación socioespacial que había caracterizado el periodo estaliniano mediante la creación de un entorno en el que quisieran vivir casi todas las clases de personas, estableciendo un equilibrio específico entre el espacio privado –cada familia tenía su propio piso, abandonando así las casas comunales compartidas– y el espacio colectivo.

La magnitud y el ritmo de ejecución del programa fueron impresionantes, pero este tenía fallos estructurales debido a sus enormes ambiciones, que dieron pie a la definición de objetivos imposibles y a la preponderancia de objetivos cuantitativos unidimensionales, en gran medida bajo la influencia del principal legado del periodo estaliniano, a saber, la planificación centralizada; así, desde el comienzo hubo problemas como la ejecución deficiente, continuos retrasos y falta de presupuestos. En este contexto, las ciudades-fábrica –que idealmente debían constituir ciudades sin clases– se convirtieron en entornos socioespaciales específicos, en los que las viviendas e infraestructuras de servicios eran propiedad de la empresa y esta era responsable de asegurar el bienestar, dando pie a un sistema interconectado y por tanto a una comunidad y un estilo de vida distintivos.

El diseño de Avtograd

El nuevo clima político y el cambio de estilo de vida dieron pie a una creciente demanda de bienes de consumo masivo, incluido el transporte privado. La alta prioridad estratégica otorgada a la planta de VAZ y la nueva ciudad reflejaban asimismo el propósito del Estado soviético de satisfacer esta demanda, insuficientemente atendida por fabricantes preexistentes. Tras las ciudades mineras de la década de 1930 y los polos científicos/energéticos del periodo de posguerra, Avtograd fue entonces la primera representante de una tercera generación de ciudades-fábrica: la ciudad del automóvil.

Como respuesta tecnocrática a una escasez de oferta y a la presión social a favor del consumo, representaba la aplicación de los principios fordistas –el epítome de productividad– a la producción masiva, siendo Detroit el ejemplo idealizado. Por otro lado, esas fábricas y ciudades también se planificaron con fines ideológicos y propagandísticos, encarnando el transporte motorizado una visión que encajaba en la aspiración soviética a la ciudad del futuro y proyectaba una imagen de novedad y modernidad. En otras palabras, la innovación tecnológica occidental, transmitida por la experticia de FIAT, se incorporó a un proyecto específicamente soviético.

La construcción de la fábrica de VAZ y de la ciudad de Avtograd se planteó el último año de gobierno de Jrushchov. La destitución del dirigente reformista abrió la puerta –tras un breve periodo todavía relativamente dinámico, caracterizado por los intentos de reforma económica del primer ministro Alexey Kosyguin– al periodo de Leonid Breshnev, que más tarde se calificaría de época de estancamiento. Este periodo comportó una reversión significativa de los procesos de liberalización política, un duro golpe a las esperanzas de reforma desde dentro de la URSS y la instalación en el conformismo (a)político, bien que en un contexto de estabilidad económica que duró más de una década.

A pesar de la continuidad sustancial de las estrategias y las políticas del periodo de deshielo, el discurso urbanístico derivó consecuentemente de la ideología igualitaria a una visión básicamente tecnocrática de la provisión de bienestar universal, siento el derecho a la vivienda y el derecho al trabajo los elementos clave del pacto social del Estado con su ciudadanía trabajadora. La atención política se centró en la mejor de las condiciones materiales, y las nuevas directrices insistieron en el incremento del espacio habitacional por persona y la calidad de los materiales de construcción. Avtograd fue el producto de este complejo contexto histórico y político-ideológico.

El planeamiento del nuevo distrito se encomendó al arquitecto Boris Rubanenko. Este se había educado en los años de la vanguardia racionalista y había protagonizado una carrera de éxito desde la década de 1930, cuando desarrolló una síntesis arquitectónica que logró incorporar algunos elementos del movimiento moderno en el estilo neoclásico por entonces oficial. Tras la muerte de Stalin, optó por el retorno al estilo moderno internacional, y por tanto, en el periodo de construcción de Avtograd, a finales de la década de 1960, sus puntos de vista urbanísticos reflejaban la influencia tanto de su educación y su experiencia profesional como de los principios y tendencias contemporáneas a escala internacional.

Estas influencias se plasmaron en el plan de Avtograd, inspirado en los teóricos urbanísticos soviéticos de la década de 1920 (en particular, los conceptos de desarrollo lineal y de las zonas funcionales paralelas, elaborado por Nikolai Milyutin), pero también en los experimentos de ciudades planificadas de fuera del bloque del este, en particular Brasilia, la nueva capital de Brasil planeada pocos años antes por Oscar Niemeyer y Lúcio Costa.

El plano del distrito (véase aquí) se basó en una estructura ortogonal, con dos avenidas perpendiculares que lo dividían en cuatro partes desiguales. El eje vertical conectaba el territorio de la fábrica con la orilla del Volga. Avtograd se dividió en distritos residenciales, que a su vez se subdividieron en microdistritos. La unidad principal del microdistrito, y el espacio más importante de la interacción social cotidiana, era un kvartal (bloque residencial), ampliado con las características típicas de los planes soviéticos de viviendas masivas de finales de la década de 1960 y comienzos de la de 1970: edificios de nueve o doce plantas alrededor de un amplio patio semiabierto, un espacio común verde que incluye equipamientos educativos, un campo de deportes y un parque infantil.

Los primeros edificios de viviendas también incluían, en cierto modo y en parte como reminiscencias de los experimentos constructivistas de las décadas de 1920 y 1930, una especie de bloque común de servicios recreativos y culturales, desde bibliotecas hasta clubes de ajedrez. Las grandes avenidas, aptas para una ciudad del motor, se diseñaron más para un transporte motorizado que no peatonal, de acuerdo con los principios que había concebido Le Corbusier unas pocas décadas antes.

Dado el importante papel atribuido a los espacios de uso colectivo con fines culturales y recreativos, se previeron varios edificios públicos amplios, desde casas de la cultura y polideportivos hasta cines y teatros. Estos espacios también expresaban una mezcla de influencias y elementos históricos y culturales: las ambiciones igualitarias socioespaciales de la vanguardia constructivista de los años veinte, la visión monumental de la cultura heredada del estalinismo y la aspiración racionalista contemporánea de aportar un mayor confort y calidad de vida a la sociedad a través del urbanismo.

Además, los edificios públicos permitían a los arquitectos expresar sus ambiciones artísticas, a diferencia de las exigencias sumamente estandarizadas de los bloques de viviendas. Estaba previsto que el más grande y ambicioso de ellos, la Casa de la Cultura, las Artes y la Creatividad (DKIT), fuera el principal distintivo y centro percibido del distrito. Sin embargo, estas aspiraciones chocaron pronto con grandes obstáculos. A mediados de la década de 1970, el sistema de bienestar se vio sometido a fuertes presiones, debido a crecientes limitaciones presupuestarias; junto con la ineficiencia de la planificación centralizada, esto condujo al aplazamiento sistemático del desarrollo de infraestructuras de bienestar en todos los niveles.

En muchos casos, las instalaciones de servicios no se construyeron hasta varios años después de los bloques de viviendas, y la construcción de edificios de uso recreativo también se vio afectada por retrasos significativos. La DKIT, planeada en 1971, no se construyó hasta mediados de la década de 1980. Al final de la década, la crisis del modelo de economía planificada o de ordeno y mando ante la aparición del postfordismo global agravó todavía más la tendencia y condujo a significativos recortes presupuestarios. Debido a ello, la ciudad realizó el pacto social soviético basado en el derecho a un empleo y una vivienda estables, pero al mismo tiempo, en palabras de observadores tanto occidentales como soviéticos, creó un entorno caracterizado por la falta de vida en la calle, la anomia y la privación sensorial.

Tras la caída

Hoy en día, el rayón Avtosavodskiy tiene una población de alrededor de 430.000 habitantes, más de la mitad de la población total de Toliatti, en un territorio de más de 88 kilómetros cuadrados. Como ocurre con la mayoría de los asentamientos monoindustriales soviéticos, compite en el contexto de la economía de mercado global. VAZ, ahora llamada AvtoVAZ –con Renault como su principal accionista–, sigue siendo el fabricante de vehículos ligeros más grande de Rusia, pero en 2014-2015 se sometió a un proceso de restructuración que comportó una drástica reducción de la plantilla, que ha tenido un impacto significativo en los niveles de desempleo y bienestar socioeconómico de la población del distrito y de la ciudad.

A pesar de su tamaño relativamente grande (la vigésima ciudad más grande de Rusia) y su actividad industrial significativa, hoy Toliatti es en lo esencial una urbe periférica. Es la única con una población tan numerosa que no constituye un centro administrativo regional; una infraestructura de transporte y una capacidad administrativa insuficientes merman el interés de los inversores. Su estructura monoindustrial hace que su economía dependa fundamentalmente de la fábrica de automóviles. Si bien el nivel poblacional permanece relativamente estable, teniendo todavía más habitantes que en tiempos del colapso de la URSS, los niveles de desempleo y la tendencia al envejecimiento de la población resultan alarmantes.

La ciudad también es un típico objeto de marginación discursiva. La gran rigidez programática del plan del distrito y la identidad común, basada en la fábrica, de su población, son metáforas concretas y directas de la inadaptabilidad de la monogorod (ciudad monoindustrial) soviética –y la supuesta mentalidad soviética de la clase obrera industrial– a la flexibilidad e innovación que dexige la lógica de la globalización.

La investigación visual que llevamos a cabo el fotógrafo Michele Cera y yo en el distrito de Avtosavodsky en mayo de 2018 se concibió como primer paso de un proyecto artístico y científico encaminado al estudio de ciudades de la antigua URSS desde el punto de vista de las características del legado arquitectónico soviético, sus transformaciones y su relación dialéctica con las comunidades locales.

Estos temas tienen que ver con cuestiones urbanas que siguen debatiéndose hoy en el ámbito académico (¿Cuáles son los rasgos distintivos de las ciudades y la urbanidad en el régimen comunista? ¿Por qué vías se han transformado estas características después de su colapso?). Un asentamiento postestalinista planificado al cien por cien, desprovisto de todo legado preexistente, parecía un punto de partida idóneo, y en efecto, Avtosavodsky se ha mostrado particularmente resistente a las transformaciones posfordistas y muchas dinámicas asociadas, observadas en todo el espacio urbano exsoviético, desde la creciente segregación socioespacial hasta la gentrificación.

La subsunción capitalista-mercantil del entorno arquitectónico heredado, observada en las ciudades más globalizadas de Rusia y de la antigua URSS, suele proceder por la vía de la privatización del espacio y/o la transformación de sus funciones. Sin embargo, esto no es tan significativo en este caso, siendo un ejemplo emblemático el hecho de que casi todos los principales edificios públicos, demasiado grandes para un uso rentable, siguen siendo de propiedad pública y han conservado su función original.

La estructura uniforme del distrito y su economía, centrada todavía en el sector secundario, también han influido claramente en la ausencia de segregación social que la caracteriza. No existen áreas o bolsas de riqueza y pobreza manifiestas que diferencien los microdistritos y bloques residenciales en Avtosavodsky, a pesar de la presencia de promociones inmobiliarias en el interior y en el extrarradio.

Nuestra investigación visual también pretendía destacar la conexión entre la escala urbana y la escala humana. Esto se planteó por oposición expresa a la tendencia común, en la fotografía paisajística, de acentuar la falta de vitalidad y/o la decadencia de la arquitectura y la infraestructura construida de finales del socialismo. A fin de cuentas, esa opción acaba descontextualizando los propósitos, las ambiciones y las implicaciones sociales de la planificación y la arquitectura modernas, y de sus variantes particulares en el socialismo realmente existente.

Observar las escalas macro y micro nos permite resaltar la particular lógica omnímoda del urbanismo soviético postrero. Al operar al margen del reino de los intereses privados y de la lógica del beneficio, planteaba un singular sistema interconectado y orgánico de elementos infraestructurales, destinados a implementar el proyecto oficial de transformación total. Como han apuntado la historiadora Kimberly E. Zarecor y su colega Mark B. Smith, esto tuvo repercusiones importantes en las relaciones sociales cotidianas de la población. La aparente falta de vitalidad de la ciudad monumental, y monótona, con sus grandes edificios, sus avenidas corbusianas y su arquitectura residencial hiperestandarizada, muestra un lado menos evidente cuando se observa desde abajo. No en vano, sus edificios recreativos, los patios interiores y otros espacios públicos y comunes siguen facilitando una relativa actividad social.

Hoy en día, Avtosavodsky es un asentamiento periférico que pugna por sobrevivir, afectado por graves problemas socioeconómicos y con perspectivas muy inciertas. Sin embargo, al mismo tiempo no da la impresión de ser un lugar sin sentido o sin significado, un gueto anómico a gran escala. Observado desde el siglo XXI, todavía muestra claros signos de la lógica que subyace a su planeamiento, con todas sus ambiciones, fallos y éxitos relativos. Como tal, la ciudad del motor soviética ofrece un antídoto frente a nuestra conciencia perdida de cómo la historia, y la política, configuran nuestra vida urbana.

06/03/2021

https://www.jacobinmag.com/2021/03/tolyatti-russia-communist-city-auto-industry

Traducción: viento sur

Las imágenes y parte del texto de este artículo figuran en el libro Tolyatti: Exploring Post-Soviet Spaces (2020), de Michele Cera y Guido Sechi, coeditado por The Velvet Cell y V-A-C Foundation. Michele Cera es fotógrafo paisajístico y urbano. Guido Sechi es investigador y profesor del Departamento de Geografía Humana de la Universidad de Letonia.

 

Alternativas económicas frente a la pandemia. (¿Qué algoritmo utilizará Facebook para no permitir que desde este Blog, El Ojo Atípico, no se pueda compartir ningún artículo, ni siquiera a mi propia cuenta de facebook? ¿Tal flojedad intelectual tiene el sistema que cualquier idea lo puede hacer tambalear?)

 


 ALTERNATIVAS ECONÓMICAS FRENTE A LA PANDEMIA

 Viçen Navarro

Artículo publicado en el diario Público, 30 de abril de 2020

 No hay duda de que el mundo cambiará notablemente tras la aparición de la pandemia, el fenómeno que está teniendo y continuará teniendo mayor impacto en la vida económica y política del mundo occidental desde la II Guerra Mundial. En los países a los dos lados del Atlántico Norte habrá un gran cambio que ya se estaba configurando antes de la aparición de la pandemia, pero que alcanzará su pleno desarrollo durante y después de ella. Sin duda alguna, la COVID-19 ya está afectando muy negativamente la vida económica de los países de esta parte del mundo, creando una crisis sin precedentes.

El trumpismo como defensa del estabishment económico actual

 Frente a esta crisis, se perfilan varias alternativas que surgieron ya antes de la pandemia. Una es la defensa a ultranza de los grandes grupos económicos y financieros que dominan la economía de cada país y que, a través de medidas antidemocráticas y autoritarias, quieren mantener su dominio sobre el orden económico actual. Su máximo valedor son las ultraderechas xenófobas, profundamente antidemocráticas y autoritarias, con tintes caudillistas, muy teológicas y poco (en realidad, anti) científicas, que, a través de un nacionalismo chauvinista, racista y machista, intentan movilizar apoyos populares, interpretando “patriotismo” como el compromiso con el mantenimiento del orden económico actual. Esta versión, en EEUU está representada por el trumpismo, que incluso llegó a cuestionar la existencia de la pandemia y que, en respuesta a la crisis económica, ha dado, como señaló un editorial reciente del New York Times (27.04.20) un “apoyo masivo (2 billones de dólares) a la banca, a las grandes empresas del país y a los superricos del país”, negando a la vez ayuda financiera a los Estados, forzándolos a imponer políticas de austeridad que harán aumentar el desempleo, como ocurrió hace diez años al principio de la Gran Recesión. El objetivo de la austeridad promovida por el Partido Republicano es, según el New York Times, (en el mismo editorial), “aprovechar 41 la crisis para reducir los salarios de los trabajadores, como también hicieron durante la Gran Recesión”. Estas declaraciones son especialmente importantes, pues este rotativo es el principal diario liberal de EEUU (es un síntoma de la enorme derechización de los medios de comunicación españoles que sea impensable que un rotativo liberal español escribiera un editorial semejante al realizado por el New York Times). El trumpismo intenta movilizar a sectores de la población mediante un discurso nacionalista extremista, racista, xenófobo, antiinmigrante y “superpatriótico”.

El trumpismo en España

 En España, esta alternativa la representa predominantemente, pero no exclusivamente, Vox. Léanse su programa económico y lo verán. Es el ultraneoliberalismo extremo reaccionario. La dimensión ideológica y cultural del trumpismo está ampliamente extendida entre las derechas españolas, como pudimos ver en el programa televisivo “La Sexta Noche” cuando el director de La Razón, Francisco Marhuenda, acusó al gobierno español nada menos que de ser anticatólico al haber prohibido que la gente vaya a misa los domingos, ignorando que tal medida había sido propuesta por la comunidad científica a fin de evitar la agrupación de personas, con el objetivo de prevenir la expansión de la enfermedad. Ni siquiera Trump ha llegado tan lejos como Marhuenda, pues este ha aconsejado a los Estados prohibir todas las reuniones presenciales, incluyendo las religiosas.

La necesaria alternativa del bien común Frente a esta alternativa, no creo que la continuidad del sistema económico y político actual (que ha quedado muy desacreditado -ya antes de la pandemia-, perdiendo legitimidad en la mayoría de los países, hecho que ha originado precisamente la aparición del trumpismo, apoyado por los intereses económicos y financieros dominantes que se sienten amenazados con la pérdida de legitimidad del sistema político) sea posible. La alternativa al trumpismo tampoco creo que vaya a ser, en España, un Frente Popular de izquierdas (que no tiene una mayoría amplia en el país), sino que probablemente será una 42 amplia coalición de formaciones políticas y movimientos sociales que combinen su agitación social de protesta con la exigencia de la transformación de las instituciones democráticas (incluidas las representativas) dentro de un marco político (incluso con una reforma constitucional) que exija la materialización de la promesa incumplida del discurso democrático, es decir, que antepongan el bien común por encima de todo lo demás. Esta focalización en el bien común exigirá un cambio de prioridades e instrumentos, de manera que el bienestar y la calidad de vida de la mayoría de la población sean el objetivo principal de cualquier intervención pública, entendiéndose “patriotismo” como el compromiso para alcanzar dicho objetivo. Ello requerirá la participación y colaboración de fuerzas progresistas que no necesariamente sean de izquierdas. Esto será necesario no solo porque hace falta una gran mayoría para llevar a cabo el cambio requerido, sino también porque es importante poder movilizar personas a favor del cambio que estén de acuerdo con las propuestas, siempre y cuando no se las presente como parte de un proyecto de izquierdas, ya que han sido aleccionados para estar en contra. Es importante recordar que, según encuestas fiables, la mayoría de la población europea (países de la UE) está de acuerdo con el principio de que “los recursos deberían asignarse según la necesidad de cada ciudadano, y financiarse según la capacidad y habilidad de cada uno”. Y están de acuerdo también que cada política pública debería evaluarse según este principio, definido políticamente por la ciudadanía a través de sus instituciones de democracia representativa y participativa (ver el libro Towards a social investment welfare state?: Ideas, policies and challenges, de Morel, Palier y Palme). Agrupar y monopolizar tales políticas bajo la etiqueta de “socialistas” les hace perder su capacidad de atracción, al convertirse en un término ideológico que diluye su impacto. Y no hay que olvidar tampoco que la experiencia reciente de partidos políticos que se definían como socialistas (independientemente de su nombre), aplicando a la vez políticas públicas que afectaron negativamente el bien común de las clases populares, ha contribuido a quitar credibilidad y desacreditar este término.

La necesaria alternativa del bien común Frente a esta alternativa, no creo que la continuidad del sistema económico y político actual (que ha quedado muy desacreditado -ya antes de la pandemia-, perdiendo legitimidad en la mayoría de los países, hecho que ha originado precisamente la aparición del trumpismo, apoyado por los intereses económicos y financieros dominantes que se sienten amenazados con la pérdida de legitimidad del sistema político) sea posible. La alternativa al trumpismo tampoco creo que vaya a ser, en España, un Frente Popular de izquierdas (que no tiene una mayoría amplia en el país), sino que probablemente será una 42 amplia coalición de formaciones políticas y movimientos sociales que combinen su agitación social de protesta con la exigencia de la transformación de las instituciones democráticas (incluidas las representativas) dentro de un marco político (incluso con una reforma constitucional) que exija la materialización de la promesa incumplida del discurso democrático, es decir, que antepongan el bien común por encima de todo lo demás. Esta focalización en el bien común exigirá un cambio de prioridades e instrumentos, de manera que el bienestar y la calidad de vida de la mayoría de la población sean el objetivo principal de cualquier intervención pública, entendiéndose “patriotismo” como el compromiso para alcanzar dicho objetivo. Ello requerirá la participación y colaboración de fuerzas progresistas que no necesariamente sean de izquierdas. Esto será necesario no solo porque hace falta una gran mayoría para llevar a cabo el cambio requerido, sino también porque es importante poder movilizar personas a favor del cambio que estén de acuerdo con las propuestas, siempre y cuando no se las presente como parte de un proyecto de izquierdas, ya que han sido aleccionados para estar en contra. Es importante recordar que, según encuestas fiables, la mayoría de la población europea (países de la UE) está de acuerdo con el principio de que “los recursos deberían asignarse según la necesidad de cada ciudadano, y financiarse según la capacidad y habilidad de cada uno”. Y están de acuerdo también que cada política pública debería evaluarse según este principio, definido políticamente por la ciudadanía a través de sus instituciones de democracia representativa y participativa (ver el libro Towards a social investment welfare state?: Ideas, policies and challenges, de Morel, Palier y Palme). Agrupar y monopolizar tales políticas bajo la etiqueta de “socialistas” les hace perder su capacidad de atracción, al convertirse en un término ideológico que diluye su impacto. Y no hay que olvidar tampoco que la experiencia reciente de partidos políticos que se definían como socialistas (independientemente de su nombre), aplicando a la vez políticas públicas que afectaron negativamente el bien común de las clases populares, ha contribuido a quitar credibilidad y desacreditar este término

La necesaria alternativa del bien común Frente a esta alternativa, no creo que la continuidad del sistema económico y político actual (que ha quedado muy desacreditado -ya antes de la pandemia-, perdiendo legitimidad en la mayoría de los países, hecho que ha originado precisamente la aparición del trumpismo, apoyado por los intereses económicos y financieros dominantes que se sienten amenazados con la pérdida de legitimidad del sistema político) sea posible. La alternativa al trumpismo tampoco creo que vaya a ser, en España, un Frente Popular de izquierdas (que no tiene una mayoría amplia en el país), sino que probablemente será una 42 amplia coalición de formaciones políticas y movimientos sociales que combinen su agitación social de protesta con la exigencia de la transformación de las instituciones democráticas (incluidas las representativas) dentro de un marco político (incluso con una reforma constitucional) que exija la materialización de la promesa incumplida del discurso democrático, es decir, que antepongan el bien común por encima de todo lo demás. Esta focalización en el bien común exigirá un cambio de prioridades e instrumentos, de manera que el bienestar y la calidad de vida de la mayoría de la población sean el objetivo principal de cualquier intervención pública, entendiéndose “patriotismo” como el compromiso para alcanzar dicho objetivo. Ello requerirá la participación y colaboración de fuerzas progresistas que no necesariamente sean de izquierdas. Esto será necesario no solo porque hace falta una gran mayoría para llevar a cabo el cambio requerido, sino también porque es importante poder movilizar personas a favor del cambio que estén de acuerdo con las propuestas, siempre y cuando no se las presente como parte de un proyecto de izquierdas, ya que han sido aleccionados para estar en contra. Es importante recordar que, según encuestas fiables, la mayoría de la población europea (países de la UE) está de acuerdo con el principio de que “los recursos deberían asignarse según la necesidad de cada ciudadano, y financiarse según la capacidad y habilidad de cada uno”. Y están de acuerdo también que cada política pública debería evaluarse según este principio, definido políticamente por la ciudadanía a través de sus instituciones de democracia representativa y participativa (ver el libro Towards a social investment welfare state?: Ideas, policies and challenges, de Morel, Palier y Palme). Agrupar y monopolizar tales políticas bajo la etiqueta de “socialistas” les hace perder su capacidad de atracción, al convertirse en un término ideológico que diluye su impacto. Y no hay que olvidar tampoco que la experiencia reciente de partidos políticos que se definían como socialistas (independientemente de su nombre), aplicando a la vez políticas públicas que afectaron negativamente el bien común de las clases populares, ha contribuido a quitar credibilidad y desacreditar este término.

Ni que decir tiene que los partidos y movimientos sociales de izquierda serán (ya lo son en España) de una gran importancia en la configuración de tales propuestas. Pero sería un error querer monopolizarlas, pues hay que crear una alianza mayor para priorizar el bien común; ello significa mejorar la calidad de vida y el bienestar de la mayoría de la población (repito, fin último de cualquier política pública), así como parar el enorme 43 retroceso que representa el trumpismo. Hoy, la necesidad de desarrollar tales políticas para el bien común es enorme. Y en ellas, los servicios y transferencias del Estado del Bienestar (olvidados en la etapa pre-pandemia), deberán adquirir un papel central. La pandemia ha mostrado claramente que la dimensión social del Estado es una inversión enormemente importante en una sociedad, pues la parálisis económica de la pandemia se debe, en gran parte, a las insuficiencias del sector social (resultado de los recortes y subfinanciación) heredadas de la época pre-pandemia. El sufrimiento de la población durante la pandemia ha determinado una sana intolerancia a que ciertos intereses particulares (como aumentar los beneficios económicos de un sector minoritario de la población) determinen u obstaculicen las políticas públicas encaminadas a promover el bien común. La solidaridad deberá ser el eje principal de este período post-pandemia, solidaridad que ha sido, por cierto, esencial para poder resolver la gran crisis humanitaria creada por la pandemia.

La demanda de un nuevo orden económico

Las políticas neoliberales han debilitado el bienestar de las clases populares, que constituyen la mayoría de la población, mediante reformas laborales que provocaron una disminución de los salarios y de la protección social, así como un aumento de la precariedad (que ha afectado, sobre todo, a las mujeres trabajadoras, que son la mayoría de trabajadores en los servicios esenciales, incluyendo sanidad, servicios sociales, restaurantes y comercios). Estas trabajadoras y trabajadores de los servicios esenciales, mal pagados y con escasa protección social, representan casi un 35% de la población laboral (los cuales han hecho un enorme sacrificio, arriesgando su vida para salvar la de miles de ciudadanos), e incluyen, además de servicios sanitarios y sociales, personal de comercio, restaurantes, productores y distribuidores de alimentos y transportes. Añádase a ello la cifra de desempleados, que puede alcanzar a más del 20% de la población laboral, cuya protección social es muy limitada, debiéndose añadir a ello un número indeterminado de personas que están en campos de inmigrantes ilegales, en prisiones, en campos agrícolas, gente sin hogar, etc. El déficit social es enorme y se exige una enorme inversión con mejoramiento del empleo y de las condiciones de trabajo, proveyéndoles de los instrumentos necesarios para poder realizar sus funciones.

Por otro lado, la globalización que el neoliberalismo promulgó aumentó la dependencia nacional de la producción internacional de bienes y servicios esenciales para tal protección, creando una gran dependencia que imposibilitó la accesibilidad a tales bienes y servicios esenciales al interrumpirse la cadena de suministros (desde productos químicos a materiales como ventiladores para evitar la muerte de los pacientes, o mascarillas, batas y guantes para proteger a los profesionales y ciudadanos de ser contagiados). El hecho de que China fuera casi el único fabricante de tales materiales muestra el gran déficit de seguridad y la falta de previsión que existía en la mayoría de los países. De ahí la necesidad de redefinir el sector productivo de la economía para dar prioridad al bien común, en lugar del poder particular que pone como su primer objetivo el aumento de sus beneficios. Frente a estos déficits, nos encontraremos (en realidad, nos encontramos ya) con un incremento exponencial de las desigualdades económicas, hecho que representa una amenaza para la necesaria solidaridad. De ahí que haya una demanda de inversión social, centrándose en los ciudadanos, más que en las empresas, tal y como ha ocurrido en Dinamarca, que ha apoyado a los trabajadores, manteniendo su capacidad adquisitiva, políticas públicas también llevadas a cabo en Alemania, Australia y el Reino Unido. Es irresponsable dejar en manos de las empresas privadas con afán de lucro la seguridad del país En artículos anteriores ya mostré la evidencia de que las políticas públicas neoliberales impuestas a la población por los establishments políticos de la eurozona y del Estado español, con sus reformas laborales regresivas y sus recortes del gasto público social, debilitaron los servicios sanitarios y sociales (como fue el caso en España y en Italia), contribuyendo a que la mortalidad por coronavirus fuera tan elevada. Y ahora, estamos viendo la falta de recursos, como las vacunas anticoronavirus y medicamentos para hacer frente a la pandemia, debido al excesivo poder de la industria farmacéutica, que antepone sus intereses particulares (aumentando astronómicamente sus beneficios) a costa de la falta de estos recursos que favorecerían el bien común.

Hoy nos enfrentamos a un grave problema: no tenemos una vacuna que permita protegernos frente al coronavirus ni tampoco disponemos de medicinas que puedan curar la enfermedad causada por el virus. Ello podría significar que la única manera de protegernos durante varios años sea a través de medidas preventivas de distanciamiento social (lo cual no siempre es posible en amplios sectores de la economía), así como la utilización, en la vida cotidiana, de material protector como mascarillas y guantes. Pero podría haber sido diferente. Y ello se debe a cómo está organizada la producción de vacunas y medicamentos en nuestras sociedades. Tal producción es llevada a cabo por empresas privadas con afán de lucro, cuyo principal objetivo es optimizar sus beneficios. Es un gran error permitir la existencia de tal sistema de producción en este sector tan importante para la sociedad, pues su vida, salud y existencia están supeditadas al comportamiento de tales industrias, como ha quedado mostrado durante esta pandemia. Veamos los datos. La industria farmacéutica, por ejemplo, no puede continuar tal y como está Tal industria farmacéutica es la que obtiene mayores beneficios entre todas las empresas en el mundo occidental. En EEUU, sus beneficios son mucho más elevados que los conseguidos por el resto de las empresas más rentables en aquel país (500 empresas de la lista FORTUNE). Se centran exclusivamente en los productos farmacéuticos que les reportan mayores beneficios, como lo son los medicamentos para enfermedades crónicas, por ejemplo. Pero no han dado importancia al desarrollo de vacunas y medicamentos para infecciones víricas o bacterianas, que son minoritarias y tienen una demanda menor en tiempos normales. Solo un 1% (en 2018) del presupuesto destinado a investigación farmacéutica va a este tipo de enfermedades, según datos de Access to Medicine Foundation. Se sabía, sin embargo, en círculos de salud pública que tendría lugar una pandemia. Aprovecho para aclarar que la gran promoción que se está dando a Bill Gates como profeta de la pandemia es debido al sesgo pro-personalidades millonarias filantrópicas y a la ignorancia de que gran número de expertos en salud pública habían alertado de la 46 elevada probabilidad de tal suceso, siendo todas ellas desoídas por tal industria. En realidad, la OMS había denunciado el comportamiento de tal industria (siendo Trump uno de sus máximos defensores) por su falta de interés en priorizar la investigación para el descubrimiento de nuevas vacunas y medicinas antivirales (The New York Times, 29.04.20). El conocimiento por parte de la población en EEUU de tal tipo de comportamiento, así como el elevado coste de las medicinas, explica la baja popularidad de dicha industria (ver Annual gallups ranking puts pharmaceutical industry last in consumers confidence last year, 2019). Las alertas de los expertos de salud pública propiciaron ya en el año 2002 que se gastaran 700 millones de dólares en investigación sobre coronavirus en el mayor centro de estudios sanitarios del gobierno federal de EEUU, el NIH, fondos que fueron recortados por la administración Trump.

La aparición de la epidemia ha motivado un incremento de fondos para tal investigación (de 1.800 millones de dólares) en el NIH, propuesto y aprobado por el Congreso de EEUU (cuya mayoría pertenece al Partido Demócrata). Y el gobierno federal había subsidiado también a la propia industria farmacéutica para estudios sobre coronavirus, habiéndose esta comprometido a tener, en dos o tres años, una vacuna disponible. En ninguna parte tal subsidio se vio condicionado a que el precio de la vacuna anticoronavirus fuera accesible para la mayoría de la población. En realidad, el ministro de sanidad de la administración Trump, el Sr. Alex Azar (próximo a la industria farmacéutica), ha expresado su percepción de que el elevado precio de tal vacuna (que presumiblemente la industria exigirá) la hará inaccesible para amplios sectores de la población. Tales comportamientos deberían ser inaceptables, pues afectan directamente al bien común. De ahí que se esté creando un clima en defensa de tal bien común que exige una intervención pública que anteponga el interés general al resto, de manera que esta industria esté al servicio de toda la sociedad, y estimulando alternativas financieras de propiedad y gestión que sirvan a una mayoría. ¿Es ello posible? Soy consciente de que la alternativa que creo necesaria pueda no verse factible en España, desmereciéndola y tildándola de utópica. Aconsejo a los que así opinen que miren  lo que ha pasado a los dos lados del Atlántico Norte en momentos de gran crisis. La II Guerra Mundial significó para las poblaciones de los países democráticos que participaron en aquel conflicto un sacrificio que se justificó como necesario para un mundo mejor. Y el establecimiento y posterior expansión del Estado del Bienestar fue el resultado. En España, el fascismo no fue derrotado. Y ese es el origen de nuestro gran retraso social. La estructura oligárquica venció. Pero fue la presión popular la que forzó una transición, que se hizo en términos muy favorables para los herederos de aquella dictadura. Ahora bien, las fuerzas democráticas, lideradas por las izquierdas, consiguieron forzar la instauración de un sistema democrático que, a pesar de sus enormes insuficiencias, permitió el desarrollo de un Estado del Bienestar cuya escasa financiación se explica por el dominio de los herederos de la dictadura durante el periodo democrático. Pero fue también la presión de las izquierdas la que obligó a que la Constitución (que era una síntesis de la correlación de fuerzas en aquel momento) incluyera una dimensión social muy ignorada por el establishment político-mediático español. Es muy improbable que la ciudadanía acepte volver al pasado –período pre-pandemia[1]pues tal orden económico ha impuesto, e impondrá, un gran sacrificio. En realidad, las derechas de siempre son conscientes de ello y de ahí su enorme hostilidad hacia el gobierno actual. Por eso el reto para las fuerzas democráticas es el de estar a la altura de las demandas populares que exigen un nuevo orden económico favorable al bien común. No hay que ignorar que los aplausos a los trabajadores del sector sanitario y social son también una profunda crítica al sistema económico y político que no los dotó de los instrumentos necesarios para protegerse a sí mismos, así como para curar a la población. Las fuerzas progresistas deberían ser conscientes de ello.

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