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Haití en la cartografía de la urgencia

 

Haití en la cartografía de la urgencia

 

 

Guadi Calvo

Rebelion

14/04/2025 



Fuentes: Rebelión

La actual situación política y social de Haití se resume en la violencia generalizada por parte de las bandas criminales, que han tomado de rehenes a los once millones de haitianos, lo que hace que esta crisis no tenga paragón, por lo menos en la historia moderna.

En esta antigua colonia francesa sus ciudadanos han sido castigados con la dictadura de François Duvallier, o Papa Doc, desde 1957 a 1971, seguida por la de su hijo Jean-Claude o Baby Doc, quien se mantuvo hasta 1986. Dictadura en la que, más allá de la pobreza generada, el terror y el oscurantismo del que se valieron para gobernar sumió a la población en un complejo sistema de creencias que solo inspira miedo y atraso. La superchería magnificada por los Duvallier pasó a conformar el elemento cultural más característico del país, que los gobiernos que se sucedieron siguieron utilizando, por lo que muchos sectores de la población siguen hundidos en el siglo XVII.

Mientras, la clase política no ha cambiado y solo se ha innovado en la corrupción y los negociados, llevando al país a estar viviendo bajo el fuego cruzado de bandas criminales que lo ocupan todo y se disputan barrio a barrio, manzana a manzana y casa a casa para saquear, robar, realizar secuestros extorsivos, traficar con drogas e introducir a mujeres en el mercado de la prostitución.

A la anémica respuesta estatal con la Policía Nacional de Haití (PNH), se le sumaron hace algunos meses unos cientos de policías y gendarmes kenianos que también han sido desbordados por el desorden social.

Si bien el complejo panorama haitiano remite de inmediato a la Somalia de los últimos treinta y cinco años, al Afganistán que se extendió desde la retirada soviética en 1989 hasta un poco más allá de la invasión norteamericana del 2001 o a la Camboya del Khmer Rouge (1975 y 1979), en cada uno de estos tres casos los grupos dominantes, que convirtieron a sus naciones en Estados fallidos, respondían a una ideología política o una “verdad” religiosa que los abroquelaba, les daban entidad y hasta un cierto ordenamiento. En el caso haitiano las bandas operan solo para delinquir.

Estados de anarquías similares hoy mismo viven una decena de países, por empezar el caso de Sudán, envuelto en una guerra civil en toda regla, donde dos grandes bandos se enfrentan desde hace dos años en una decidida pugna por el poder, o el de Birmania, en el que la casta militar que desalojó a un Gobierno elegido democráticamente en 2021, desde entonces se enfrenta a un cúmulo de guerrillas con intereses políticos, étnicos y religiosos diferentes, a las que el enemigo común une. Aunque de vencer, quizás la nación que conocemos deje de ser tal.

Un caso particular quizás sea la Libia post-Gadafi, donde desde 2010 diferentes poderes extranjeros hacen jugar a Trípoli y a Benghazi a favor de quienes los financian y sostienen, generando una grieta que quizás nunca se cierre. Este sistema de bipolaridad mantiene a la nación que fue la más progresista del continente, encallada entre la guerra civil y el Estado fallido.

Es cierto que a lo largo de la historia muchas naciones han perdido el control de algunas áreas de su territorio. Esto sucede actualmente en el este de la República Democrática del Congo, donde un centenar de grupos insurgentes desafían el poder regional de Kinshasa. Desde principios de año, uno en particular, el Movimiento 23 de marzo (M-23), ha sido especialmente activo. Algo similar sucede en el norte de Burkina Faso y de Malí. Allí, grupos adscriptos al Dáesh y a al-Qaeda, con el concurso de los Estados Unidos y Francia, han convertido esas áreas en ingobernables. Áreas en las que los regulares combaten palmo a palmo para mantener el control, en algunos casos retomarlo y en otros volver a perderlo en una disputa que ya lleva diez años.

Lo mismo sucede en Nigeria, donde Boko Haram y sus desprendimientos, en provincias del noroeste enfrentan al poder estatal desde 2009, habiendo provocado miles de muertos y millones de desplazados, obligando a Abuya a inversiones multimillonarias en insumos militares que son dilapidados por la corrupción de los políticos y los altos mandos.

En vista de esos ejemplos, la situación de Haití tras el asesinato de su presidente Jovenel Moïse en abril del 2021 a manos de sicarios colombianos, no deja de ser peligrosamente novedosa. Con visos distópicos que remite al film australiano Mad Max, en el que, al igual que Haití, bandas armadas recorren un mundo sin ley ni orden.

Este cuadro, incluso superior a lo que sucedió con los cárteles de la droga en Colombia o México, que gracias a la corrupción político-policial fueron, si no lo siguen siendo, en algunas regiones un poderoso estamento paraestatal. O las multitudinarias bandas juveniles centroamericanas, conocidas como maras, que fueron contendidas, como es el caso del Salvador, por el presidente Nayib Bukele con una ferocidad que pone al Estado a la misma altura de los criminales.

En esta cartografía de urgencia, quizás podremos concluir que, si bien muchos comparan al país antillano con Somalia, sea más acertado hacerlo con la Ruanda de 1994 cuando tras el derribo del avión del presidente Juvénal Habyarimana, quien viajaba junto a Cyprien Ntaryamira, el presidente de Burundi, se precipitó una matanza en la que solo en cien días los hutus masacraron a cerca de un millón de tutsis, casi el setenta por ciento del total de ese grupo étnico.

El corazón sangrante de Haití

Es claro que, en el orden internacional, Haití, desde su independencia en 1811, más allá de Francia herida en su honor, nunca a nadie le importó nada. Sin petróleo, sin uranio, sin oro y con millones de negros analfabetos y hambrientos de todo, a los que las numerosas intervenciones y ocupaciones extranjeras nunca les resolvieron nada.

De ello no hay mejor ejemplo que este momento en que la crisis se profundiza y ningún Estado u organismo internacional hace nada, mucho menos ahora, paralizados por los bramidos psiquiátricos de Donald Trump.

Por lo que las bandas que operan a lo largo del país, que se calculan en unas doscientas, aprovechan para seguir extendiendo su control y particularmente sobre Puerto Príncipe, de la que ya ocupan más del ochenta por ciento, lo que se traduce en medio millón de almas sometidas a códigos regidos por la cocaína, el bazuco y las drogas de diseño.

Otro medio millón de capitalinos han abandonado la capital para desplazarse hacia el interior de la isla, escapando de fenómenos como el de la violencia sexual “infantil”, patrón que se ha disparado a cifras espeluznantes.

A este cuadro se le agrega la falta de alimentos y agua potable; a este punteo muchos agregan la falta de servicios de salud o higiene, ignorando que la enorme mayoría de ese pueblo jamás dispuso de semejantes lujos. Para los casos de salud el pueblo cuenta con el vudú, religión oficial desde 2003. Si no, ya lo resolverá la muerte en algún momento.

Tras la renuncia en abril de 2024 del primer ministro, Ariel Henry, dejó al país acéfalo debiendo improvisar un Consejo de Transición, que a pesar de contar con el apoyo nominal de los Estados Unidos nunca pudo hacer pie, sin escapar de las diatribas del discurso m’adamage (populista) ha fracasado en sus tareas fundamentales: la estabilización del país y la organización de elecciones presidenciales.

El anunciado despliegue en Puerto Príncipe de unos ochocientos efectivos kenianos, según dice el acuerdo entre Nairobi y Washington de 2023, ha sido la única señal de los norteamericanos para colaborar con la estabilización del país, al que ocuparon entre 1915 y 1934, más allá de que continuaron digitando su destino hasta la muerte de Moïse.

Los kenianos son una fuerza insuficiente para controlar siquiera Puerto Príncipe, y ni hablar del resto del país. Para lo que, según expertos locales, se necesitarían entre dos mil quinientos y tres mil hombres para estabilizar el país; de todos modos, una cifra insuficiente para contener la muchedumbre de pandillas, compuesta por centenares de miembros. Que además de estar muy bien armados, permanentemente drogados y, para peor, convencidos de su estado de wanga binefik (estado de protección) según las disposiciones de Liv des Mystères (Libro de los misterios).

El armamento para las bandas llega desde el mercado negro de Florida en lachas rápidas que nunca son detectadas o a través de la frontera dominicana. Sumándose a las que les son vendidas por funcionarios de la propia policía.

La comunidad internacional parece negarse a apuntalar una solución para los problemas estructurales que el país arrastra desde el siglo XIX, y que se profundizan gobierno tras gobierno, terremoto tras terremoto.

Se estima que desde el 2023, los muertos alcanzan a los siete mil. Si bien todavía no son suficientes para compararlo con el genocidio de Ruanda, sabemos que solo es una cuestión de tiempo, empeño y vudú.

Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asía Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC

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Capitalismo y guerra

 

Según Andrea Zhok, el libre mercado, para sobrevivir, requiere un crecimiento continuo. Cuando el crecimiento se detiene, el sistema entra en crisis, y las soluciones tradicionales ya no son suficientes. Se impone la guerra como último recurso.


Capitalismo y guerra

 

Andrea Zhok

El Viejo Topo

15 abril, 2025 



1. LA ESENCIA DEL CAPITALISMO

La conexión entre capitalismo y guerra no es accidental sino estructural y estrecha. Aunque la literatura autopromocional del liberalismo siempre ha intentado explicar que el capitalismo, traducido como “comercio dulce”, era una vía preferencial hacia la pacificación internacional, en realidad esto siempre ha sido una flagrante falsedad. Y esto no es porque el comercio no pueda ser un medio de paz –puede serlo–, sino porque la esencia del capitalismo NO es el comercio, que es sólo uno de sus posibles aspectos.

La esencia del capitalismo consiste en un solo punto. Se trata de un sistema social idealmente acéfalo, es decir, idealmente sin liderazgo político, pero guiado por un único imperativo categórico: el aumento del capital en cada ciclo de producción.

El corazón ideal del capitalismo es la necesidad de que el capital rinda, es decir, de aumentar el capital mismo. La dirección de este proceso no está en manos de la política –y mucho menos de la política democrática–, sino de los poseedores del capital, de los sujetos que encarnan las necesidades de las finanzas.

Es importante entender que el punto crucial para el sistema no es que “siempre haya más capital” en el sentido objetivo, es decir, que la cantidad de dinero aumente cada vez más; Incluso puede contraerse temporalmente. Lo que importa es que siempre debe existir la perspectiva general de un aumento del capital disponible.

En ausencia de esta perspectiva –por ejemplo, en una condición persistente de “estado estacionario” de la economía–, el capitalismo deja de existir como sistema social, porque falta el “piloto automático” representado por la búsqueda de salidas para la inversión.

Ello debe entenderse puramente en términos de PODER. En el capitalismo, una determinada clase detenta el poder y lo ostenta como la persona encargada de la gestión del capital hacia el crecimiento. Si se pierde la perspectiva de crecimiento, el resultado es técnicamente REVOLUCIONARIO, en el sentido específico de que la clase que detenta el poder debe cederlo a otros –por ejemplo a un liderazgo político impulsado por principios o ideas rectoras, como ha sido más o menos siempre el caso a lo largo de la historia (perspectivas religiosas, perspectivas nacionales, visiones históricas).

El capitalismo es el primer y único sistema de vida en la historia de la humanidad que no busca encarnar ningún ideal ni tiende a ir en ninguna dirección específica. Aquí se podría abrir una discusión interesante sobre la conexión entre capitalismo y nihilismo, pero queremos centrarnos en otro punto.

2. LA «TENDENCIA A LA CAÍDA DE LA TASA DE GANANCIA»

En la naturaleza del sistema está implícita una tendencia que Karl Marx examinó por primera vez con el nombre de «tendencia de la tasa de ganancia a caer». Es un proceso intuitivo. Por un lado, como hemos visto, el sistema nos exige buscar constantemente el crecimiento, transformando el capital en inversión que genere más capital.

Por otra parte, la competencia interna al sistema tiende a saturar todas las opciones de incrementar el capital, realizándolas. Cuanto más eficiente sea la competencia, más rápida será la saturación de lugares donde obtener ganancias. Esto significa que con el tiempo el sistema capitalista genera estructuralmente un problema de supervivencia para el propio sistema.

El capital disponible crece constantemente y busca usos “productivos”, es decir, capaces de generar beneficios. El crecimiento del capital está vinculado al crecimiento de las perspectivas de crecimiento futuro del capital, en un mecanismo de autorreforzamiento. Es sobre la base de este mecanismo que nos encontramos en situaciones como la anterior a la crisis de las hipotecas subprime, cuando la capitalización en los mercados financieros globales era 14 veces el PIB mundial.

Este mecanismo produce la tendencia constante hacia las “burbujas especulativas”. Y este mismo mecanismo produce la tendencia a las llamadas «crisis de sobreproducción», expresión común pero impropia, pues da la impresión de que hay un exceso de producto disponible, cuando el problema es que hay demasiado producto sólo en relación con la capacidad media de comprarlo.

Constante, inevitablemente, el sistema capitalista se encuentra enfrentando crisis generadas por esta tendencia: masas crecientes de capital presionan para ser utilizadas, en un proceso exponencial, mientras que la capacidad de crecimiento es siempre limitada.

Para que una crisis se sienta, no es necesario que el crecimiento se detenga, basta con que no esté a la altura de la creciente demanda de márgenes. Cuando esto sucede, el capital –es decir, los poseedores del capital o sus administradores– comienza a agitarse cada vez más, porque su propia supervivencia como poseedores del poder está en riesgo.

3. LA BÚSQUEDA FRENÉTICA DE SOLUCIONES

A medida que se acerca la compresión de márgenes, comienza una búsqueda frenética de soluciones. En la versión autopromocional del capitalismo, la solución principal sería la «revolución tecnológica», es decir, la creación de una nueva perspectiva prometedora de generar ganancias a través de una innovación tecnológica.

La tecnología es realmente un factor que aumenta la producción y la productividad. Si también aumenta los márgenes de beneficio es una cuestión más compleja, porque no basta con que haya más producto para que el capital aumente, sino que es necesario que haya más producto COMPRADO.

Esto significa que los márgenes pueden realmente crecer en presencia de una revolución tecnológica sólo si el aumento de la productividad se refleja también en un aumento general del poder adquisitivo (salarios), lo que no es tan obvio. Pero incluso donde esto sucede, las “revoluciones tecnológicas” capaces de aumentar la productividad y los márgenes no son tan comunes. A menudo lo que se presenta como una “revolución tecnológica” se sobreestima enormemente en su capacidad de producir riqueza y termina siendo sólo una reorientación de las inversiones que genera una burbuja especulativa.

A la espera de que se produzcan revoluciones tecnológicas que reabran la esfera de los márgenes, la segunda dirección en la que se busca una solución para recuperar márgenes de beneficio es la presión sobre la fuerza de trabajo. Esta presión puede manifestarse en la compresión salarial y de muchas otras formas que aumentan el área de explotación del trabajo.

La reducción directa de los salarios nominales es una forma que se adopta sólo en casos excepcionales. Más frecuentes y fáciles de gestionar son la falta de recuperación de la inflación, la “flexibilización” del trabajo para reducir los “tiempos muertos”, la “rigorización” de las condiciones de trabajo, los despidos de personal, etc.

Este horizonte de presión presenta dos problemas. Por una parte, difunde el descontento, con la posibilidad de que éste derive en protestas, disturbios, etc. Por otra parte, la presión sobre la fuerza de trabajo, especialmente en la dimensión salarial, reduce el poder adquisitivo medio, y con ello se corre el riesgo de iniciar una espiral recesiva (menores ventas, menores beneficios, mayor presión sobre la masa salarial para recuperar márgenes, consecuente reducción de las ventas de productos, etc.).

Una forma colateral de ganar márgenes se da con las “racionalizaciones” del sistema de producción, que conceptualmente está a medio camino entre la innovación tecnológica y la explotación de la fuerza de trabajo. Las «racionalizaciones» son reorganizaciones que, por así decirlo, liman las «ineficiencias» relativas del sistema. Esta dimensión reorganizativa de hecho casi siempre repercute en un empeoramiento de las condiciones de trabajo, que se vuelven cada vez más dependientes de las necesidades impersonales de los mecanismos del capital.

Un horizonte final de soluciones se presenta cuando la esfera del comercio exterior entra en la ecuación. Aunque en principio los puntos anteriores agotan los lugares donde los márgenes de ganancia pueden crecer, en realidad tomando en consideración el ámbito exterior, las mismas oportunidades de ganancias se multiplican debido a las diferencias entre países. En lugar de un aumento tecnológico interno, se puede acceder a un aumento tecnológico externo a través del comercio. En lugar de comprimir la fuerza laboral nacional, se podría lograr acceso a mano de obra extranjera barata, etc.

4. LA DISMINUCIÓN DE LAS GANANCIAS

La fase actual de la corta y sangrienta historia del capitalismo que estamos viviendo se caracteriza por el desvanecimiento progresivo de todas las perspectivas importantes de ganancias. Siempre habrá lugar para “revoluciones tecnológicas”, pero no con una frecuencia que pueda seguir el ritmo de las masas de capital infinitamente crecientes que presionan para convertirse en ganancias.

Siempre habrá espacio para una mayor compresión de la fuerza laboral, pero el riesgo de crear condiciones para la revuelta o reducir el poder adquisitivo generalizado plantea límites claros. En cuanto al proceso de globalización, ha llegado a sus límites y ha iniciado un proceso de regresión relativa; la posibilidad de encontrar oportunidades externas diferentes y mejores que las nacionales se ha reducido drásticamente (hay que considerar que cuanto más se extienden las cadenas productivas, más frágiles son y más costos de transacción adicionales pueden aparecer).

La crisis de las hipotecas subprime (2007-2008) marcó el primer punto de inflexión, llevando a todo el sistema financiero mundial al borde del colapso. Para salir de esa crisis se utilizaron dos palancas. Por un lado, una fuerte presión sobre el ámbito laboral, con pérdida de poder adquisitivo y empeoramiento de las condiciones laborales a nivel mundial. Por otra parte, se produce un aumento de las deudas públicas, que a su vez constituyen una restricción indirecta impuesta a los ciudadanos y a los trabajadores y se presentan como una carga que debe compensarse.

La crisis del Covid (2020-2021) marcó un segundo punto de inflexión, con características no muy diferentes a las de la crisis subprime. También en este caso, los resultados de la crisis han sido una pérdida media de poder económico de las clases trabajadoras y un aumento de la deuda pública.

Tanto en la crisis de las hipotecas subprime como en la del Covid, el sistema aceptó una reducción general temporal de las capitalizaciones globales, con el fin de reabrir nuevas áreas de beneficios. En general, el sistema financiero emergió de ambas crisis en una posición comparativamente más fuerte en relación con la población que vive de su propio trabajo. El aumento de la deuda pública es en realidad una transferencia de dinero desde la disponibilidad del ciudadano medio a los cupones de los tenedores de capital.

Cabe señalar que, para desactivar los espacios de disputa y oposición entre trabajo y capital, el capitalismo contemporáneo ha presionado con todas sus fuerzas para crear un corresponsalismo en algunos estratos de la población, ricos pero lejos de contar para nada en términos de poder capitalista.

Al obligar a la gente a adquirir pensiones privadas, pólizas de seguros con intereses y empujarlos a utilizar sus ahorros en alguna forma de bonos gubernamentales, intentan (y logran) crear una capa de la población que se siente «involucrada» en el destino del gran capital. Estos estratos de población actúan como “zonas de amortiguación”, reduciendo la disposición promedio a rebelarse contra los mecanismos del capital.

La situación actual, sobre todo en el mundo occidental, es pues la siguiente: El gran capital necesita acceder a áreas de ganancias más amplias y continuas para sobrevivir. Las poblaciones de los países occidentales han visto erosionadas sus condiciones de vida, tanto en términos estrictamente de poder adquisitivo como en términos de capacidad de autodeterminación, viéndose cada vez más atadas a una multiplicidad de limitaciones financieras, laborales y legislativas, todas ellas motivadas por la necesidad de «racionalizar» el sistema.

Las posibilidades de encontrar nuevas áreas de ganancias en el extranjero se han reducido drásticamente a medida que el proceso de globalización ha llegado a sus límites. Esta es la situación a la que se enfrentan hoy los grandes accionistas. Por tanto, es urgente encontrar una solución. ¿Pero cuál?

5. «UNA PALABRA ATERRADORA Y FASCINANTE: ¡GUERRA!»

Cuando en el canon occidental aparecen las guerras mundiales, es decir, los dos mayores acontecimientos de destrucción bélica de la historia de la humanidad, suelen aparecer bajo la bandera de unos culpables bien definidos: los «nacionalismos» (sobre todo el alemán) para la Primera Guerra Mundial, las «dictaduras» para la Segunda Guerra Mundial. Rara vez se reflexiona que estos acontecimientos tienen como epicentro el punto más avanzado de desarrollo del capitalismo mundial y que la Primera Guerra Mundial ocurrió en el auge del primer proceso de «globalización capitalista» de la historia.

Sin entrar aquí en una exégesis de los orígenes de la Primera Guerra Mundial, es sin embargo útil recordar cómo la fase que la precedió y la preparó puede situarse perfectamente en un marco que podemos reconocer. A partir de 1872 aproximadamente se inició una fase de estancamiento en la economía europea. Esta fase da un impulso decisivo a la búsqueda de recursos y mano de obra en el extranjero, principalmente bajo las formas de imperialismo y colonialismo.

Todos los grandes momentos de crisis internacionales que prepararon la Primera Guerra Mundial, como el incidente de Fashoda (1898), son tensiones en la confrontación internacional por el acaparamiento de áreas de explotación. El primer gran impulso para el rearme en la Alemania Guillermina fue crear una flota capaz de desafiar el dominio inglés de los mares (que es un dominio comercial).

Pero ¿por qué la guerra debería representar un horizonte para la solución de las crisis generadas por el capital? La respuesta, en este punto, es bastante sencilla. La guerra representa una solución ideal a las crisis de “caída de la tasa de ganancia” en cuatro aspectos principales.
En primer lugar, la guerra se presenta como un impulso no negociable para obtener inversiones masivas que puedan revivir una industria sin vida. Los grandes contratos públicos en nombre del “deber sagrado de defensa” pueden lograr extraer los últimos recursos públicamente disponibles para volcarlos en contratos privados.

En segundo lugar, la guerra representa una gran destrucción de recursos materiales, de infraestructura y de seres humanos. Todo esto, que desde el punto de vista del intelecto humano común es una desgracia, desde el punto de vista del horizonte de inversión es una perspectiva magnífica.

De hecho, se trata de un acontecimiento que “hace retroceder el reloj de la historia económica”, eliminando esa saturación de perspectivas de inversión que amenaza la existencia misma del capitalismo. Después de una gran destrucción, se abren espacios para inversiones fáciles, que no requieren ninguna innovación tecnológica: carreteras, ferrocarriles, acueductos, casas y todos los servicios relacionados. No es casualidad que desde hace algún tiempo, mientras hay una guerra en curso, desde Irak hasta Ucrania, estemos asistiendo a una carrera preliminar para conseguir contratos para la reconstrucción futura. La mayor destrucción de recursos de todos los tiempos –la Segunda Guerra Mundial– fue seguida por el mayor auge económico desde la Revolución Industrial.

En tercer lugar, los grandes poseedores de capital, es decir, capital financiero, consolidan comparativamente su poder sobre el resto de la sociedad. El dinero, al ser virtual por naturaleza, permanece intacto ante cualquier destrucción material importante (siempre que no se trate de una aniquilación planetaria).

En cuarto y último lugar, la guerra congela y detiene todos los procesos de revuelta potencial, todas las manifestaciones de descontento desde abajo. La guerra es el mecanismo definitivo, el más poderoso de todos, para “disciplinar a las masas”, colocándolas en una condición de subordinación de la que no pueden escapar, so pena de ser identificadas como cómplices del “enemigo”.

Por todas estas razones, el horizonte bélico, aunque por el momento esté lejos del ánimo predominante entre las poblaciones europeas, es una perspectiva que debe tomarse extremadamente en serio.

Cuando hoy algunos dicen –con razón– que no existen premisas culturales y antropológicas para que la sociedad europea se prepare seriamente para la guerra, me gusta recordar cuando –olfateando los ánimos de las masas– Benito Mussolini pasó en pocos años del pacifismo socialista a la famosa conclusión de su artículo en el Popolo d’Italia , del 15 de noviembre de 1914: «El grito es una palabra que nunca habría pronunciado en tiempos normales y que en cambio elevo en voz alta, a todo pulmón, sin fingimiento, con fe segura, hoy: una palabra temible y fascinante: ¡guerra!».

Fuente: Infosannio

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