martes, 15 de abril de 2025
Haití en la cartografía de la urgencia
Haití en la cartografía de la
urgencia
Rebelion
14/04/2025
Fuentes: Rebelión
La actual situación política y social de Haití se resume en la violencia
generalizada por parte de las bandas criminales, que han tomado de rehenes a
los once millones de haitianos, lo que hace que esta crisis no tenga paragón,
por lo menos en la historia moderna.
En esta antigua
colonia francesa sus ciudadanos han sido castigados con la dictadura de François
Duvallier, o Papa Doc, desde 1957 a 1971, seguida por la de su hijo
Jean-Claude o Baby Doc, quien se mantuvo hasta 1986. Dictadura en
la que, más allá de la pobreza generada, el terror y el oscurantismo del que se
valieron para gobernar sumió a la población en un complejo sistema de creencias
que solo inspira miedo y atraso. La superchería magnificada por los Duvallier
pasó a conformar el elemento cultural más característico del país, que los
gobiernos que se sucedieron siguieron utilizando, por lo que muchos sectores de
la población siguen hundidos en el siglo XVII.
Mientras, la
clase política no ha cambiado y solo se ha innovado en la corrupción y los
negociados, llevando al país a estar viviendo bajo el fuego cruzado de bandas
criminales que lo ocupan todo y se disputan barrio a barrio, manzana a manzana
y casa a casa para saquear, robar, realizar secuestros extorsivos, traficar con
drogas e introducir a mujeres en el mercado de la prostitución.
A la anémica
respuesta estatal con la Policía Nacional de Haití (PNH), se
le sumaron hace algunos meses unos cientos de policías y gendarmes kenianos que
también han sido desbordados por el desorden social.
Si bien el
complejo panorama haitiano remite de inmediato a la Somalia de los últimos
treinta y cinco años, al Afganistán que se extendió desde la retirada soviética
en 1989 hasta un poco más allá de la invasión norteamericana del 2001 o a la
Camboya del Khmer Rouge (1975 y 1979), en cada uno de estos
tres casos los grupos dominantes, que convirtieron a sus naciones en Estados
fallidos, respondían a una ideología política o una “verdad” religiosa que los
abroquelaba, les daban entidad y hasta un cierto ordenamiento. En el caso
haitiano las bandas operan solo para delinquir.
Estados de
anarquías similares hoy mismo viven una decena de países, por empezar el caso
de Sudán, envuelto en una guerra civil en toda regla, donde dos grandes bandos
se enfrentan desde hace dos años en una decidida pugna por el poder, o el de
Birmania, en el que la casta militar que desalojó a un Gobierno elegido
democráticamente en 2021, desde entonces se enfrenta a un cúmulo de guerrillas
con intereses políticos, étnicos y religiosos diferentes, a las que el enemigo
común une. Aunque de vencer, quizás la nación que conocemos deje de ser tal.
Un caso
particular quizás sea la Libia post-Gadafi, donde desde 2010 diferentes poderes
extranjeros hacen jugar a Trípoli y a Benghazi a favor de quienes los financian
y sostienen, generando una grieta que quizás nunca se cierre. Este sistema de
bipolaridad mantiene a la nación que fue la más progresista del continente,
encallada entre la guerra civil y el Estado fallido.
Es cierto que a
lo largo de la historia muchas naciones han perdido el control de algunas áreas
de su territorio. Esto sucede actualmente en el este de la República
Democrática del Congo, donde un centenar de grupos insurgentes desafían el
poder regional de Kinshasa. Desde principios de año, uno en particular, el
Movimiento 23 de marzo (M-23), ha sido especialmente activo. Algo
similar sucede en el norte de Burkina Faso y de Malí. Allí, grupos adscriptos
al Dáesh y a al-Qaeda, con el concurso de los
Estados Unidos y Francia, han convertido esas áreas en ingobernables. Áreas en
las que los regulares combaten palmo a palmo para mantener el control, en
algunos casos retomarlo y en otros volver a perderlo en una disputa que ya
lleva diez años.
Lo mismo sucede
en Nigeria, donde Boko Haram y sus desprendimientos, en
provincias del noroeste enfrentan al poder estatal desde 2009, habiendo
provocado miles de muertos y millones de desplazados, obligando a Abuya a
inversiones multimillonarias en insumos militares que son dilapidados por la
corrupción de los políticos y los altos mandos.
En vista de
esos ejemplos, la situación de Haití tras el asesinato de su presidente Jovenel
Moïse en abril del 2021 a manos de sicarios colombianos, no deja de ser
peligrosamente novedosa. Con visos distópicos que remite al film
australiano Mad Max, en el que, al igual que Haití, bandas armadas
recorren un mundo sin ley ni orden.
Este cuadro,
incluso superior a lo que sucedió con los cárteles de la droga
en Colombia o México, que gracias a la corrupción político-policial fueron, si
no lo siguen siendo, en algunas regiones un poderoso estamento paraestatal. O
las multitudinarias bandas juveniles centroamericanas, conocidas como maras,
que fueron contendidas, como es el caso del Salvador, por el presidente Nayib
Bukele con una ferocidad que pone al Estado a la misma altura de los
criminales.
En esta
cartografía de urgencia, quizás podremos concluir que, si bien muchos comparan
al país antillano con Somalia, sea más acertado hacerlo con la Ruanda de 1994
cuando tras el derribo del avión del presidente Juvénal Habyarimana, quien
viajaba junto a Cyprien Ntaryamira, el presidente de Burundi, se precipitó una
matanza en la que solo en cien días los hutus masacraron a
cerca de un millón de tutsis, casi el setenta por ciento del
total de ese grupo étnico.
El corazón sangrante de Haití
Es claro que,
en el orden internacional, Haití, desde su independencia en 1811, más allá de
Francia herida en su honor, nunca a nadie le importó nada. Sin petróleo, sin
uranio, sin oro y con millones de negros analfabetos y hambrientos de todo, a
los que las numerosas intervenciones y ocupaciones extranjeras nunca les
resolvieron nada.
De ello no hay
mejor ejemplo que este momento en que la crisis se profundiza y ningún Estado u
organismo internacional hace nada, mucho menos ahora, paralizados por los
bramidos psiquiátricos de Donald Trump.
Por lo que las
bandas que operan a lo largo del país, que se calculan en unas doscientas,
aprovechan para seguir extendiendo su control y particularmente sobre Puerto
Príncipe, de la que ya ocupan más del ochenta por ciento, lo que se traduce en
medio millón de almas sometidas a códigos regidos por la cocaína, el bazuco y
las drogas de diseño.
Otro medio
millón de capitalinos han abandonado la capital para desplazarse hacia el
interior de la isla, escapando de fenómenos como el de la violencia sexual
“infantil”, patrón que se ha disparado a cifras espeluznantes.
A este cuadro
se le agrega la falta de alimentos y agua potable; a este punteo muchos agregan
la falta de servicios de salud o higiene, ignorando que la enorme mayoría de
ese pueblo jamás dispuso de semejantes lujos. Para los casos de salud el pueblo
cuenta con el vudú, religión oficial desde 2003. Si no, ya lo
resolverá la muerte en algún momento.
Tras la
renuncia en abril de 2024 del primer ministro, Ariel Henry, dejó al país
acéfalo debiendo improvisar un Consejo de Transición, que a pesar
de contar con el apoyo nominal de los Estados Unidos nunca pudo hacer pie, sin
escapar de las diatribas del discurso m’adamage (populista) ha
fracasado en sus tareas fundamentales: la estabilización del país y la
organización de elecciones presidenciales.
El anunciado
despliegue en Puerto Príncipe de unos ochocientos efectivos kenianos, según
dice el acuerdo entre Nairobi y Washington de 2023, ha sido la única señal de
los norteamericanos para colaborar con la estabilización del país, al que
ocuparon entre 1915 y 1934, más allá de que continuaron digitando su destino
hasta la muerte de Moïse.
Los kenianos
son una fuerza insuficiente para controlar siquiera Puerto Príncipe, y ni
hablar del resto del país. Para lo que, según expertos locales, se necesitarían
entre dos mil quinientos y tres mil hombres para estabilizar el país; de todos
modos, una cifra insuficiente para contener la muchedumbre de pandillas,
compuesta por centenares de miembros. Que además de estar muy bien armados,
permanentemente drogados y, para peor, convencidos de su estado de wanga
binefik (estado de protección) según las disposiciones de Liv
des Mystères (Libro de los misterios).
El armamento
para las bandas llega desde el mercado negro de Florida en lachas rápidas que
nunca son detectadas o a través de la frontera dominicana. Sumándose a las que
les son vendidas por funcionarios de la propia policía.
La comunidad
internacional parece negarse a apuntalar una solución para los problemas
estructurales que el país arrastra desde el siglo XIX, y que se profundizan
gobierno tras gobierno, terremoto tras terremoto.
Se estima que
desde el 2023, los muertos alcanzan a los siete mil. Si bien todavía no son suficientes
para compararlo con el genocidio de Ruanda, sabemos que solo es una cuestión de
tiempo, empeño y vudú.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional
especializado en África, Medio Oriente y Asía Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC
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Capitalismo y guerra
Según Andrea Zhok, el
libre mercado, para sobrevivir, requiere un crecimiento continuo. Cuando el
crecimiento se detiene, el sistema entra en crisis, y las soluciones
tradicionales ya no son suficientes. Se impone la guerra como último recurso.
Capitalismo y guerra
El Viejo Topo
15 abril, 2025
1. LA ESENCIA
DEL CAPITALISMO
La conexión
entre capitalismo y guerra no es accidental sino estructural y estrecha. Aunque
la literatura autopromocional del liberalismo siempre ha intentado explicar que
el capitalismo, traducido como “comercio dulce”, era una vía preferencial hacia
la pacificación internacional, en realidad esto siempre ha sido una flagrante
falsedad. Y esto no es porque el comercio no pueda ser un medio de paz –puede
serlo–, sino porque la esencia del capitalismo NO es el comercio, que es sólo
uno de sus posibles aspectos.
La esencia del
capitalismo consiste en un solo punto. Se trata de un sistema social idealmente
acéfalo, es decir, idealmente sin liderazgo político, pero guiado por un único
imperativo categórico: el aumento del capital en cada ciclo de producción.
El corazón
ideal del capitalismo es la necesidad de que el capital rinda, es decir, de
aumentar el capital mismo. La dirección de este proceso no está en manos de la
política –y mucho menos de la política democrática–, sino de los poseedores del
capital, de los sujetos que encarnan las necesidades de las finanzas.
Es importante
entender que el punto crucial para el sistema no es que “siempre haya más
capital” en el sentido objetivo, es decir, que la cantidad de dinero aumente
cada vez más; Incluso puede contraerse temporalmente. Lo que importa es que
siempre debe existir la perspectiva general de un aumento del capital disponible.
En ausencia de
esta perspectiva –por ejemplo, en una condición persistente de “estado
estacionario” de la economía–, el capitalismo deja de existir como sistema
social, porque falta el “piloto automático” representado por la búsqueda de
salidas para la inversión.
Ello debe
entenderse puramente en términos de PODER. En el capitalismo, una determinada
clase detenta el poder y lo ostenta como la persona encargada de la gestión del
capital hacia el crecimiento. Si se pierde la perspectiva de crecimiento, el
resultado es técnicamente REVOLUCIONARIO, en el sentido específico de que la
clase que detenta el poder debe cederlo a otros –por ejemplo a un liderazgo
político impulsado por principios o ideas rectoras, como ha sido más o menos
siempre el caso a lo largo de la historia (perspectivas religiosas,
perspectivas nacionales, visiones históricas).
El capitalismo
es el primer y único sistema de vida en la historia de la humanidad que no
busca encarnar ningún ideal ni tiende a ir en ninguna dirección específica.
Aquí se podría abrir una discusión interesante sobre la conexión entre
capitalismo y nihilismo, pero queremos centrarnos en otro punto.
2. LA
«TENDENCIA A LA CAÍDA DE LA TASA DE GANANCIA»
En la
naturaleza del sistema está implícita una tendencia que Karl Marx examinó por
primera vez con el nombre de «tendencia de la tasa de ganancia a caer». Es un
proceso intuitivo. Por un lado, como hemos visto, el sistema nos exige buscar
constantemente el crecimiento, transformando el capital en inversión que genere
más capital.
Por otra parte,
la competencia interna al sistema tiende a saturar todas las opciones de
incrementar el capital, realizándolas. Cuanto más eficiente sea la competencia,
más rápida será la saturación de lugares donde obtener ganancias. Esto
significa que con el tiempo el sistema capitalista genera estructuralmente un
problema de supervivencia para el propio sistema.
El capital
disponible crece constantemente y busca usos “productivos”, es decir, capaces
de generar beneficios. El crecimiento del capital está vinculado al crecimiento
de las perspectivas de crecimiento futuro del capital, en un mecanismo de
autorreforzamiento. Es sobre la base de este mecanismo que nos encontramos en
situaciones como la anterior a la crisis de las hipotecas subprime, cuando la
capitalización en los mercados financieros globales era 14 veces el PIB
mundial.
Este mecanismo
produce la tendencia constante hacia las “burbujas especulativas”. Y este mismo
mecanismo produce la tendencia a las llamadas «crisis de sobreproducción»,
expresión común pero impropia, pues da la impresión de que hay un exceso de
producto disponible, cuando el problema es que hay demasiado producto sólo en
relación con la capacidad media de comprarlo.
Constante,
inevitablemente, el sistema capitalista se encuentra enfrentando crisis
generadas por esta tendencia: masas crecientes de capital presionan para ser
utilizadas, en un proceso exponencial, mientras que la capacidad de crecimiento
es siempre limitada.
Para que una
crisis se sienta, no es necesario que el crecimiento se detenga, basta con que
no esté a la altura de la creciente demanda de márgenes. Cuando esto sucede, el
capital –es decir, los poseedores del capital o sus administradores– comienza a
agitarse cada vez más, porque su propia supervivencia como poseedores del poder
está en riesgo.
3. LA BÚSQUEDA
FRENÉTICA DE SOLUCIONES
A medida que se
acerca la compresión de márgenes, comienza una búsqueda frenética de
soluciones. En la versión autopromocional del capitalismo, la solución
principal sería la «revolución tecnológica», es decir, la creación de una nueva
perspectiva prometedora de generar ganancias a través de una innovación
tecnológica.
La tecnología
es realmente un factor que aumenta la producción y la productividad. Si también
aumenta los márgenes de beneficio es una cuestión más compleja, porque no basta
con que haya más producto para que el capital aumente, sino que es necesario
que haya más producto COMPRADO.
Esto significa
que los márgenes pueden realmente crecer en presencia de una revolución tecnológica
sólo si el aumento de la productividad se refleja también en un aumento general
del poder adquisitivo (salarios), lo que no es tan obvio. Pero incluso donde
esto sucede, las “revoluciones tecnológicas” capaces de aumentar la
productividad y los márgenes no son tan comunes. A menudo lo que se presenta
como una “revolución tecnológica” se sobreestima enormemente en su capacidad de
producir riqueza y termina siendo sólo una reorientación de las inversiones que
genera una burbuja especulativa.
A la espera de
que se produzcan revoluciones tecnológicas que reabran la esfera de los
márgenes, la segunda dirección en la que se busca una solución para recuperar
márgenes de beneficio es la presión sobre la fuerza de trabajo. Esta presión
puede manifestarse en la compresión salarial y de muchas otras formas que
aumentan el área de explotación del trabajo.
La reducción
directa de los salarios nominales es una forma que se adopta sólo en casos
excepcionales. Más frecuentes y fáciles de gestionar son la falta de recuperación
de la inflación, la “flexibilización” del trabajo para reducir los “tiempos
muertos”, la “rigorización” de las condiciones de trabajo, los despidos de
personal, etc.
Este horizonte
de presión presenta dos problemas. Por una parte, difunde el descontento, con
la posibilidad de que éste derive en protestas, disturbios, etc. Por otra
parte, la presión sobre la fuerza de trabajo, especialmente en la dimensión
salarial, reduce el poder adquisitivo medio, y con ello se corre el riesgo de
iniciar una espiral recesiva (menores ventas, menores beneficios, mayor presión
sobre la masa salarial para recuperar márgenes, consecuente reducción de las
ventas de productos, etc.).
Una forma
colateral de ganar márgenes se da con las “racionalizaciones” del sistema de
producción, que conceptualmente está a medio camino entre la innovación
tecnológica y la explotación de la fuerza de trabajo. Las «racionalizaciones»
son reorganizaciones que, por así decirlo, liman las «ineficiencias» relativas
del sistema. Esta dimensión reorganizativa de hecho casi siempre repercute en
un empeoramiento de las condiciones de trabajo, que se vuelven cada vez más
dependientes de las necesidades impersonales de los mecanismos del capital.
Un horizonte
final de soluciones se presenta cuando la esfera del comercio exterior entra en
la ecuación. Aunque en principio los puntos anteriores agotan los lugares donde
los márgenes de ganancia pueden crecer, en realidad tomando en consideración el
ámbito exterior, las mismas oportunidades de ganancias se multiplican debido a
las diferencias entre países. En lugar de un aumento tecnológico interno, se
puede acceder a un aumento tecnológico externo a través del comercio. En lugar
de comprimir la fuerza laboral nacional, se podría lograr acceso a mano de obra
extranjera barata, etc.
4. LA
DISMINUCIÓN DE LAS GANANCIAS
La fase actual
de la corta y sangrienta historia del capitalismo que estamos viviendo se
caracteriza por el desvanecimiento progresivo de todas las perspectivas
importantes de ganancias. Siempre habrá lugar para “revoluciones tecnológicas”,
pero no con una frecuencia que pueda seguir el ritmo de las masas de capital
infinitamente crecientes que presionan para convertirse en ganancias.
Siempre habrá
espacio para una mayor compresión de la fuerza laboral, pero el riesgo de crear
condiciones para la revuelta o reducir el poder adquisitivo generalizado
plantea límites claros. En cuanto al proceso de globalización, ha llegado a sus
límites y ha iniciado un proceso de regresión relativa; la posibilidad de
encontrar oportunidades externas diferentes y mejores que las nacionales se ha
reducido drásticamente (hay que considerar que cuanto más se extienden las
cadenas productivas, más frágiles son y más costos de transacción adicionales
pueden aparecer).
La crisis de
las hipotecas subprime (2007-2008) marcó el primer punto de inflexión, llevando
a todo el sistema financiero mundial al borde del colapso. Para salir de esa
crisis se utilizaron dos palancas. Por un lado, una fuerte presión sobre el
ámbito laboral, con pérdida de poder adquisitivo y empeoramiento de las
condiciones laborales a nivel mundial. Por otra parte, se produce un aumento de
las deudas públicas, que a su vez constituyen una restricción indirecta
impuesta a los ciudadanos y a los trabajadores y se presentan como una carga
que debe compensarse.
La crisis del
Covid (2020-2021) marcó un segundo punto de inflexión, con características no
muy diferentes a las de la crisis subprime. También en este caso, los
resultados de la crisis han sido una pérdida media de poder económico de las
clases trabajadoras y un aumento de la deuda pública.
Tanto en la
crisis de las hipotecas subprime como en la del Covid, el sistema aceptó una
reducción general temporal de las capitalizaciones globales, con el fin de
reabrir nuevas áreas de beneficios. En general, el sistema financiero emergió
de ambas crisis en una posición comparativamente más fuerte en relación con la
población que vive de su propio trabajo. El aumento de la deuda pública es en
realidad una transferencia de dinero desde la disponibilidad del ciudadano
medio a los cupones de los tenedores de capital.
Cabe señalar
que, para desactivar los espacios de disputa y oposición entre trabajo y
capital, el capitalismo contemporáneo ha presionado con todas sus fuerzas para
crear un corresponsalismo en algunos estratos de la población, ricos pero lejos
de contar para nada en términos de poder capitalista.
Al obligar a la
gente a adquirir pensiones privadas, pólizas de seguros con intereses y
empujarlos a utilizar sus ahorros en alguna forma de bonos gubernamentales,
intentan (y logran) crear una capa de la población que se siente «involucrada»
en el destino del gran capital. Estos estratos de población actúan como “zonas
de amortiguación”, reduciendo la disposición promedio a rebelarse contra los
mecanismos del capital.
La situación
actual, sobre todo en el mundo occidental, es pues la siguiente: El gran
capital necesita acceder a áreas de ganancias más amplias y continuas para
sobrevivir. Las poblaciones de los países occidentales han visto erosionadas
sus condiciones de vida, tanto en términos estrictamente de poder adquisitivo
como en términos de capacidad de autodeterminación, viéndose cada vez más
atadas a una multiplicidad de limitaciones financieras, laborales y
legislativas, todas ellas motivadas por la necesidad de «racionalizar» el
sistema.
Las
posibilidades de encontrar nuevas áreas de ganancias en el extranjero se han
reducido drásticamente a medida que el proceso de globalización ha llegado a
sus límites. Esta es la situación a la que se enfrentan hoy los grandes
accionistas. Por tanto, es urgente encontrar una solución. ¿Pero cuál?
5. «UNA PALABRA
ATERRADORA Y FASCINANTE: ¡GUERRA!»
Cuando en el
canon occidental aparecen las guerras mundiales, es decir, los dos mayores
acontecimientos de destrucción bélica de la historia de la humanidad, suelen
aparecer bajo la bandera de unos culpables bien definidos: los «nacionalismos»
(sobre todo el alemán) para la Primera Guerra Mundial, las «dictaduras» para la
Segunda Guerra Mundial. Rara vez se reflexiona que estos acontecimientos tienen
como epicentro el punto más avanzado de desarrollo del capitalismo mundial y
que la Primera Guerra Mundial ocurrió en el auge del primer proceso de
«globalización capitalista» de la historia.
Sin entrar aquí
en una exégesis de los orígenes de la Primera Guerra Mundial, es sin embargo
útil recordar cómo la fase que la precedió y la preparó puede situarse perfectamente
en un marco que podemos reconocer. A partir de 1872 aproximadamente se inició
una fase de estancamiento en la economía europea. Esta fase da un impulso
decisivo a la búsqueda de recursos y mano de obra en el extranjero,
principalmente bajo las formas de imperialismo y colonialismo.
Todos los
grandes momentos de crisis internacionales que prepararon la Primera Guerra
Mundial, como el incidente de Fashoda (1898), son tensiones en la confrontación
internacional por el acaparamiento de áreas de explotación. El primer gran
impulso para el rearme en la Alemania Guillermina fue crear una flota capaz de
desafiar el dominio inglés de los mares (que es un dominio comercial).
Pero ¿por qué
la guerra debería representar un horizonte para la solución de las crisis
generadas por el capital? La respuesta, en este punto, es bastante sencilla. La
guerra representa una solución ideal a las crisis de “caída de la tasa de
ganancia” en cuatro aspectos principales.
En primer lugar, la guerra se presenta como un impulso no negociable para
obtener inversiones masivas que puedan revivir una industria sin vida. Los
grandes contratos públicos en nombre del “deber sagrado de defensa” pueden
lograr extraer los últimos recursos públicamente disponibles para volcarlos en
contratos privados.
En segundo
lugar, la guerra representa una gran destrucción de recursos materiales, de
infraestructura y de seres humanos. Todo esto, que desde el punto de vista del
intelecto humano común es una desgracia, desde el punto de vista del horizonte
de inversión es una perspectiva magnífica.
De hecho, se
trata de un acontecimiento que “hace retroceder el reloj de la historia
económica”, eliminando esa saturación de perspectivas de inversión que amenaza
la existencia misma del capitalismo. Después de una gran destrucción, se abren
espacios para inversiones fáciles, que no requieren ninguna innovación
tecnológica: carreteras, ferrocarriles, acueductos, casas y todos los servicios
relacionados. No es casualidad que desde hace algún tiempo, mientras hay una
guerra en curso, desde Irak hasta Ucrania, estemos asistiendo a una carrera
preliminar para conseguir contratos para la reconstrucción futura. La mayor
destrucción de recursos de todos los tiempos –la Segunda Guerra Mundial– fue
seguida por el mayor auge económico desde la Revolución Industrial.
En tercer
lugar, los grandes poseedores de capital, es decir, capital financiero,
consolidan comparativamente su poder sobre el resto de la sociedad. El dinero,
al ser virtual por naturaleza, permanece intacto ante cualquier destrucción
material importante (siempre que no se trate de una aniquilación planetaria).
En cuarto y
último lugar, la guerra congela y detiene todos los procesos de revuelta
potencial, todas las manifestaciones de descontento desde abajo. La guerra es
el mecanismo definitivo, el más poderoso de todos, para “disciplinar a las
masas”, colocándolas en una condición de subordinación de la que no pueden
escapar, so pena de ser identificadas como cómplices del “enemigo”.
Por todas estas
razones, el horizonte bélico, aunque por el momento esté lejos del ánimo
predominante entre las poblaciones europeas, es una perspectiva que debe
tomarse extremadamente en serio.
Cuando hoy
algunos dicen –con razón– que no existen premisas culturales y antropológicas
para que la sociedad europea se prepare seriamente para la guerra, me gusta
recordar cuando –olfateando los ánimos de las masas– Benito Mussolini pasó en
pocos años del pacifismo socialista a la famosa conclusión de su artículo en el
Popolo d’Italia , del 15 de noviembre de 1914: «El grito es una palabra que
nunca habría pronunciado en tiempos normales y que en cambio elevo en voz alta,
a todo pulmón, sin fingimiento, con fe segura, hoy: una palabra temible y
fascinante: ¡guerra!».
Fuente: Infosannio