domingo, 19 de septiembre de 2021

Debatir entre nosotras

 

Debatir entre nosotras


Fuentes: El Plural


Por Victoria Sendón de León

Rebelion

 18/09/2021 


“No existe otro mundo más simbólico que las palabras de los hombres y el silencio de las mujeres” (Anna Santoro)

Quisiera con este artículo formular una respuesta -siempre parcial, claro-a la pregunta de Andrés Montero sobre si ha llegado el tiempo del “feminismo de la diferencia”, y, sobre todo, al brillante artículo de María José Binetti sobre la Agenda de ONU-Mujeres en el Foro “Generación Igualdad”, ambos publicados en este medio.

No va a ser fácil poner en cuestión nuestras creencias, eslóganes e identificaciones como feministas, aunque, a mata caballo, nos están obligando a hacerlo por la utilización interesada y perversa que de ellos se está haciendo. Desde 1995 no se celebraba ningún foro internacional en el seno de ONU-Mujeres hasta junio de 2021 a fin de acelerar la Plataforma de acción de Beijing y conseguir “un cambio positivo e histórico de poder y perspectiva” respecto a aquella IV Conferencia Mundial sobre la Mujer. Para empezar, en este Foro se ha eliminado la palabra Mujer, de acuerdo con la nueva Agenda, y lo han titulado “Foro Generación Igualdad”. Ya sólo esto, nos plantea una serie de interrogantes que tendríamos que poner sobre la mesa y tener el valor de debatir “a calzón quitado”. Apuntaré algunos de los puntos inquietantes que demuestran la deriva de ONU-Mujeres, que tendrá que ser reformulada como ONU-Diversidad, o bien, ONU-Cajón de sastre visto lo visto. No olvidemos que lo que no se nombra, no existe.

  1. La palabra “igualdad” ha sustituido, tanto al sustantivo “mujer”, como al adjetivo “feminista” como el que no quiere la cosa, basado en que la meta de la igualdad ha constituido el objetivo final de la Agenda feminista oficial. Por lo tanto, mujer, feminismo e igualdad han venido a significar la misma cosa. De ahí los ministerios de igualdad, los planes de igualdad, las leyes sobre igualdad y todo lo relativo a mujeres. Yo nunca entendí por qué se denominaban de ese modo, ya que la igualdad puede ser referida a cantidad de asuntos y sujetos. Con la palabra “igualdad”, la denominación del Foro deja de ser sospechosa.
  2. Lo del “género” también ha constituido un concepto clave en toda la terminología feminista. Debido a que dicho concepto ha venido a sustituir al “sexo” en la teoría queer – al igual que la cultura a la naturaleza -, la teoría feminista ha respondido airadamente cuando la identidad de mujer ha querido ser sustituida por la identidad de género en diversos proyectos de ley. Otro término con el que juegan, derivado también de la nomenclatura feminista: perspectiva de género, violencia de género, igualdad de género y otras fruslerías semejantes con el género por bandera. Nuestra respuesta, claramente fundamentada, les ha hecho recular y han querido entonces apropiarse del “sexo” como si éste pudiera ser elegido a la carta en una supuesta autodeterminación subjetiva. Sin embargo, fue el feminismo el primero que sustituyó sexo y mujer por género, sobre todo en la Academia y en la Administración por no sé qué extraños pudores intelectuales.
  3. Mucho me malicio que la palabra “género” pretenden ahora sustituirla por “generación” como queriendo borrar todo el bagaje feminista acumulado hasta el presente, una teoría obsoleta que la “nueva generación” ya no admite como propia, propiciando así un corte generacional y epistemológico con el pasado. Si con todo lo anterior se borraba el concepto mujer, con la nueva terminología se borra también la teoría feminista, o sea, el feminismo. Se mantiene, sin embargo, el concepto de “igualdad”, término aplicable a cualquier distopía dependiendo de los términos a igualar en qué y a qué. Tal vez sea a esto a lo que se refieren con el intento de propiciar “un cambio positivo e histórico de poder y perspectiva”.
  4. Otro elemento que se viene utilizando “ad libitum” es el de Sujeto Universal, que interpretado desde el “feminismo de la igualdad” puede ser entendido como que ese sujeto lo han de encarnar de igual modo varones y mujeres, pero referido en definitiva a “el Hombre” como término omniabarcante de la especie humana. De ello se deriva que cuando decimos “el hombre del Paleolítico ya creaba arte”, entendamos que eran los hombres los que lo hacían y no las mujeres. De hecho, en las representaciones de los libros de texto se nos muestran varones pintando en las cuevas y no mujeres, al igual que cazando o protagonizando cualquier otra función relevante. Y no digamos cuando se representa la evolución, que parte de simios machos hasta llegar al “hombre” erecto actual, al “homo sapiens” varón.
  5. Las palabras, o sea, los conceptos, no son inocentes, aunque parezca que sí. El “giro lingüístico” permite que las diversas realidades se adapten a las palabras que las definen y no al revés. Se puede reformular que el “género” es lo que nos identifica como varones o mujeres antes que el sexo, que no existe; que la “igualdad” se refiere a la igualdad de derechos basados en el género autodeterminado y no en el sexo; que la persona nace con la imposición del nombre y no cuando es alumbrada por la madre, que pasa a ser un “útero gestante”; que las “mujeres trans” son verdaderas mujeres, mientras las “cis” somos “cuerpos menstruantes”; que el “feminismo” abarca los diversos movimientos por la liberación de cualquier grupo oprimido y que por tanto su “sujeto político” corresponde a la diversidad de colectivos (incluido el “colectivo mujeres”) que están en esa lucha; que las “diferencias” entre los sexos son meros aprendizajes culturales o que la prostitución no es otra cosa que digno “trabajo sexual” que empodera a las mujeres. Sólo basta con que respecto a la definición de esas palabras exista un consenso dado por la autoridad pertinente y que, por lo tanto, no admita disensos. ¿Y qué mayor autoridad que la propia ONU para que dichos conceptos sean aceptados e instituidos como verdaderos? ¿Y qué mayor verdad que una mentira repetida cientos o miles de veces?

Realmente, enfrentarse a la ONU y al “cambio histórico de poder y perspectiva” es una misión titánica, pero, tal vez, el cambio histórico discurra por caminos que no puedan ser dirigidos desde los organismos de la “gobernanza global”, sino desde “el espíritu de los tiempos”, que sólo avanzaría en el sentido de la evolución humana. En la naturaleza, según la ciencia, funciona así. Pero con eso no cuentan. Con todo, lo importante sería el debate entre nosotras.

Al igual que hemos superado el concepto de género porque nos abocaba al generismo, pero hemos mantenido el término sólo como un elemento de análisis, tendríamos que ir más allá del concepto de igualdad como definitorio de la Agenda feminista, profundizando en el concepto de diferencia como pensamiento enriquecedor en los siguientes aspectos.

  1. Identidad sexual femenina: Es lo que permite su diferencia con el varón, lo que posibilita, tanto el dimorfismo sexual reproductivo, como su alteridad radical, por más que dicha identidad no suponga un destino biológico, sino una potencialidad plena. No se refiere a la identidad lógica (A=A) sino a la ontológica, o sea, basada en el cuerpo. Es decir, que entre ser mujer y ser hombre existe una diferencia insalvable, que no puede ser superada ni trasgredida por el generismo.
  2. Sujeto universal. «Lo universal es dos: es mujer, es varón», escribe Luce Irigaray, de modo que su diferencia inmanente comprende toda la realidad humana. Las mujeres no somos el «todo», lo cual significa que poseemos una identidad propia, pero tampoco somos «lo mismo», sino que, desde la diferencia, se posibilita la reproducción, pero no la identificación. El Sujeto universal no es “el Hombre”. Y no tendría sentido la frase de Beauvoir: “Él es lo Absoluto, Ella es lo Otro”, por tanto, la aspiración a la igualdad con Él es un despropósito. Existe un camino propio.
  3. Responde al concepto de «tratar de modo diferente a los diferentes», o bien, «de cada quién según sus capacidades, a cada quién según sus necesidades». Sería una igualdad con justicia diferencial y distributiva. En muchas ocasiones, este término debería sustituir al de “igualdad”. Está en la misma línea de la “ética del cuidado y la responsabilidad” de Carol Gilligan frente a la “ética de la justicia” de Kohlberg, imparcial frente a cualquier tipo de sujeto y sus circunstancias.
  4. Distribución. El feminismo de la igualdad se ha aplicado fundamentalmente a conseguir leyes de acuerdo con las necesidades de las mujeres, pero tendríamos que comenzar a conquistar una verdadera distribución de riquezas y bienes de acuerdo con el 52% de la población que somos. No se trata de pedir, sino de exigir y apropiarnos de lo nuestro. Lo demás son brindis al sol.
  5. Si bien la Igualdad supone la no discriminación de trato y atención, cualesquiera que sean las circunstancias relativas al sujeto, así como la inclusión proporcionada de mujeres en todos los órganos de decisión y responsabilidad en los ámbitos políticos, sociales y empresariales, y también la promulgación de leyes que respalden su cumplimiento, la Diferencia trata de superar una estructura desigual, pero no tiene como meta la igualdad, ya que es una corriente feminista, materialista, cultural y política, que parte de la diferencia ontológica de los sexos y que considera a las mujeres con una identidad propia desde la que construir un sujeto emancipado y libre, capaz de crear un modelo simbólico y de mundo más allá del orden patriarcal. Y aquí me remito a la cita de Anna Santoro, que encabeza este artículo.

Estos serían algunos de los puntos a debatir entre nosotras.


Fuente: https://tribunafeminista.elplural.com/2021/09/debatir-entre-nosotras/

Victoria Sendón de León es doctora en Filosofía y escritora feminista.

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Del derecho a criticar. Del deber de no mentir al criticar

 

Hoy se cumplen cien años del nacimiento de Paulo Freire. Pedagogo de los oprimidos, transmisor de la pedagogía de la esperanza, definió la educación como un proceso para la liberación del individuo desarrollando su conciencia crítica.


Del derecho a criticar. Del deber de no mentir al criticar


Paulo Freire

El Viejo Topo

19 septiembre, 2021 


El derecho a criticar y el deber, al criticar, de no faltar a la verdad para apoyar nuestra crítica, es un imperativo ético de la más alta importancia en el proceso de aprendizaje de nuestra democracia.

Es preciso aceptar la crítica seria, fundada, que recibimos, de un lado, como esencial en el avance de la práctica y de la reflexión teórica, de otro, en el crecimiento necesario del sujeto criticado. De ahí que, al ser criticados, por más que no nos agrade, si la crítica es correcta, fundamentada, hecha éticamente, no tenemos forma de dejar de aceptarla, rectificando así nuestra posición anterior. Asumir la crítica implica, por tanto, reconocer que ella nos convence, parcial o totalmente, de que estábamos incurriendo en equívoco o error que merecía ser corregido o superado.

Esto significa que tenemos que aceptar algo obvio: que nuestros análisis de los hechos, de las cosas, que nuestras reflexiones, que nuestras propuestas, que nuestra comprensión del mundo, que nuestra manera de pensar, de hacer política, de sentir la belleza o la fealdad, las injusticias, que nada de eso es unánimemente aceptado o rechazado. Esto significa, fundamentalmente, reconocer que es imposible estar en el mundo, haciendo cosas, influyendo, interviniendo, sin ser criticado.

Pero, a pesar de la obviedad de lo que acabo de decir, esto es, de que es imposible agradar a griegos y a troyanos, quien hace algo tiene que ejercitar la humildad antes de comenzar a aparecer en función de lo que empezó a hacer. Vivida auténticamente, la humildad calma, pacifica los posibles ímpetus de intolerancia de nuestra vanidad frente a la crítica, incluso justa, que recibimos.

No es posible, por otro lado, ejercer el derecho a criticar, en términos constructivos, pretendiendo tener en el criticar un testimonio educativo, sin encarnar una posición rigurosamente ética. Así, el derecho a la práctica de criticar exige de quien lo asume el cumplimiento minucioso de ciertos deberes que, si no son observados, retirar la validez y la eficacia de la crítica. Deberes con relación al autor que criticamos y deberes con relación a los lectores de nuestros textos críticos. Deberes, en el fondo, también con relación a nosotros mismos.

El primero de ellos es no mentir. No mentir sobre lo criticado, no mentir a los lectores ni a nosotros. Nos podemos equivocar, podemos errar. Mentir, nunca.

Otro deber es procurar, con rigor, conocer el objeto de nuestra crítica. No es ético ni riguroso criticar lo que no conocemos. No puedo basar mi crítica en el pensamiento de A o de B, en lo que oí decir de A y de B, ni siquiera en lo que apenas leí sobre A y B, sino en lo que yo mismo leí, en lo que yo mismo indagué acerca de su pensamiento. Está claro que, para criticar positiva o negativamente el pensamiento de A o de B, me es importante también saber lo que de ellos dicen otros autores. Esto, sin embargo, no basta.

La exigencia de conocer el pensamiento que se ha de criticar no depende de que nos gusto o no la persona cuyo pensamiento analizamos.

¿Cómo criticar un texto que ni siquiera leí, basado apenas en la manía que tengo al autor o a la autora o porque José y María me dijeran que el autor del texto es espontaneísta? Que tenemos derecho a sentir manía de la gente no hay duda. Es obvio también. El derecho que tengo de tener manía a María o a José no se puede extender, sin embargo, al mentir sobre él o sobre ella. No puedo decir, por ejemplo, sin probarlo, que José y María dijeron que puede haber práctica educativa sin contenidos. En primer lugar, esta afirmación es una falsedad histórica. Nunca hubo ni hay educación sin contenidos. Segundo, si digo esto de José y de María, subrayando por tanto su error, sin probar que ellos, de verdad, hicieron tal afirmación, miento en relación a José y María, miento en relación a mí mismo y continúo trabajando contra la democracia, que no se construye falseando la verdad.

Si mi disposición por A o por B provoca en mí un malestar que va más allá de los límites, o que invalida o, como mínimo, dificulta que los lea, tengo el deber de optar por una posición de silencio frente a los que escriben. Y debo también criticarme por no ser capaz de superar mis malestares personales. Lo que no puedo es engrosar la lista de los que hablan por hablar, por lo que oyen decir, y a veces hasta sin ninguna resistencia afectiva a quien critica. Por el contrario, están los que inclusive se dicen amigos del intelectual criticado pero que grabarán, como cliché inmutable, frases hechas que se repiten con aires de enorme sabiduría. Insisto en que la falta de estos no está en el hecho de criticar a un amigo. No hay pecado ninguno en criticar a un amigo si lo hacemos éticamente.

Una vez leí, en un texto crítico de mi trabajo, que soy poco riguroso en el tratamiento de los temas. En cierto momento, por una razón que ya no recuerdo, el crítico citó un extracto de Pedagogía del Oprimido con un error lamentable que se venía repitiendo en diferentes reimpresiones. “La invasión de la praxis” en lugar de “La inversión de la praxis”. Me impresionó que un intelectual, que sorprende la falta de rigor en otro, no perciba cuán poco riguroso es al citar semejante sinsentido: “la invasión de la praxis”. Y no como prueba de mi falta de rigor.

Falta de rigor, ese intelectual subraya el poco rigor de otro.

El derecho a la crítica exige también del crítico un saber que debe ir más allá del saber acerca del objeto directo de la crítica. Saber indispensablemente para la rigurosidad del crítico.

Otro deber ético de quien critica es dejar claro a sus lectores que su crítica abarca un texto apenas del autor criticado o toda su obra, todo su pensamiento.

Si el autor criticado escribe varios trabajos, al criticar uno de ellos, no podemos decir que la crítica es a su pensamiento como totalidad, a no ser que, conociendo la totalidad, estemos convencidos de esto. Reitero: lo que no es posible es leer uno entre diez textos y extender a los nueve restantes la crítica hecha a uno, antes de analizar rigurosamente los demás.

La eticidad del trabajo intelectual no me permite la irresponsabilidad de ser imprudente en la apreciación de la producción de los otros. Como dije antes, puedo errar, me puedo equivocar o confundirme en mi análisis pero no puedo distorsionar el pensamiento que estudio y critico. No puedo decir que el autor que critico dijo Y si él dijo M y yo estoy seguro de que él dijo M.

No puedo criticar por pura envidia o por pura rabia simplemente para figurar.

Es inadmisible que, entre intelectuales de buen nivel, escuchemos afirmaciones como ésta:
-¿Ha leído usted hay un trabajo reciente de ese autor que usted critica tan duramente?
-No. Y me produce irritación de quien lo ha leído.

Este discurso niega totalmente al intelectual que lo hace. Peor todavía: este discurso en nada contribuye a la formación ético-científica de los alumnos o alumnas de tal intelectual.

Recientemente escuché de una alumna en tono sufrido, cuánto la decepcionara haber oído del profesor en quien confiaba referencias críticas sobre cierto intelectual fundadas casi en el “me dijeron” o en el “es esto lo que se dice”.

Los profesores no enseñamos meros contenidos. A través de la enseñanza de estos, enseñamos también a pensar críticamente, si somos progresistas y enseñamos para nosotros; por eso mismo, no es de depositar paquetes en la conciencia vacía de los educandos.

Nuestro testimonio de seriedad en las citas o en las referencias que hacemos de autores de quienes estamos en desacuerdo o con quienes coincidimos o, por el contrario, nuestra irresponsabilidad en el tratamiento de los temas y de los autores, todo esto puede interferir de manera negativa o positiva en la formación permanente de los educandos.

De un estudiante brasileño que estaba haciendo su doctorado en París oí, años atrás, lo siguiente: “Aprendí recientemente la significación profunda de las citas. Estaba discutiendo un pequeño texto con mi orientador en el que se hacía una cita de Merleau-Ponty. El profesor hizo un gesto de pausa y me hizo dos preguntas:

-¿Usted ha leído, por lo menos, el capítulo entero del que extrajo la cita?
-¿Usted está seguro de que necesita hacer esta cita?

“En verdad”, dije a mi amigo, “no había leído a Ponty y, desafiado por las preguntas del orientador, fui al texto de Merleau, revisé el mío y percibí que la cita era innecesaria”.

Citar, realmente, no puede ser una pura exhibición intelectual o remedio para la inseguridad. Leer un libro, por ejemplo, en la traducción brasileña, por no dominar suficientemente la lengua materna del autor, para hacer la cita en lengua materna es procedimiento poco ético y nada respetable. Citar no puede ser, tampoco, artificio, a través del cual alargamos nuestro texto con retales de textos de otros.

Creo que es urgente, entre nosotros, superar este mal hábito que es, en el fondo, un testimonio deformante, de criticar, de minimizar a un autor, de imputarle afirmaciones que jamás hizo o distorsionar las que realmente hizo. Y de hacerlo con seriedad y certeza tales que pudieran dejar en duda hasta al autor injustamente criticado. En cierto momento del proceso los críticos se apoyan apenas en lo que oyen y no en lo que leen o investigan.

La crítica fácil, ligera, se arrastra irresponsable y, no raramente, se pierde en el tiempo. De repente, se oye todavía de algunos de estos críticos perdidos en el tiempo, como presencias negativas, que Freire es idealista. Que la concienciación en su obra es la mejor prueba de su ilusión subjetivista. No leyeron un texto de 1970 en que discuto detenidamente este problema, otro de 1974, ambos publicados por la Editorial Paz e Tierra en 1975, en Ação cultural para a liberdade e outros escritos. No leyeron una serie de ensayos, de entrevistas, de libros dialógicos aparecidos en los años 80 y, más recientemente, Pedagogia da esperança, um reencontró com a Pedagogia do oprimido, que Paz e Terra acaba de publicar. No leyeron igualmente A educação na cidade, publicación de Cortez, de diciembre de 1991.

No es que piense que deba ser leído por todos. ¡No! Pero sí por aquel que, criticándome, no puede sustraerse a la lectura de lo que critica.

El derecho incontestable a criticar exige de quien lo ejerce el deber de no mentir.

Fuente: Cuadernos y Caminos.