Hoy
se cumplen cien años del nacimiento de Paulo Freire. Pedagogo de los oprimidos,
transmisor de la pedagogía de la esperanza, definió la educación como un
proceso para la liberación del individuo desarrollando su conciencia crítica.
Del derecho a criticar. Del deber de no mentir al
criticar
El Viejo Topo
19 septiembre, 2021
El derecho a
criticar y el deber, al criticar, de no faltar a la verdad para apoyar nuestra
crítica, es un imperativo ético de la más alta importancia en el proceso de
aprendizaje de nuestra democracia.
Es preciso
aceptar la crítica seria, fundada, que recibimos, de un lado, como esencial en
el avance de la práctica y de la reflexión teórica, de otro, en el crecimiento
necesario del sujeto criticado. De ahí que, al ser criticados, por más que no
nos agrade, si la crítica es correcta, fundamentada, hecha éticamente, no
tenemos forma de dejar de aceptarla, rectificando así nuestra posición
anterior. Asumir la crítica implica, por tanto, reconocer que ella nos
convence, parcial o totalmente, de que estábamos incurriendo en equívoco o
error que merecía ser corregido o superado.
Esto significa
que tenemos que aceptar algo obvio: que nuestros análisis de los hechos, de las
cosas, que nuestras reflexiones, que nuestras propuestas, que nuestra
comprensión del mundo, que nuestra manera de pensar, de hacer política, de
sentir la belleza o la fealdad, las injusticias, que nada de eso es
unánimemente aceptado o rechazado. Esto significa, fundamentalmente, reconocer
que es imposible estar en el mundo, haciendo cosas, influyendo, interviniendo,
sin ser criticado.
Pero, a pesar
de la obviedad de lo que acabo de decir, esto es, de que es imposible agradar a
griegos y a troyanos, quien hace algo tiene que ejercitar la humildad antes de
comenzar a aparecer en función de lo que empezó a hacer. Vivida auténticamente,
la humildad calma, pacifica los posibles ímpetus de intolerancia de nuestra
vanidad frente a la crítica, incluso justa, que recibimos.
No es posible,
por otro lado, ejercer el derecho a criticar, en términos constructivos,
pretendiendo tener en el criticar un testimonio educativo, sin encarnar una
posición rigurosamente ética. Así, el derecho a la práctica de criticar exige
de quien lo asume el cumplimiento minucioso de ciertos deberes que, si no son
observados, retirar la validez y la eficacia de la crítica. Deberes con
relación al autor que criticamos y deberes con relación a los lectores de
nuestros textos críticos. Deberes, en el fondo, también con relación a nosotros
mismos.
El primero de
ellos es no mentir. No mentir sobre lo criticado, no mentir a los lectores ni a
nosotros. Nos podemos equivocar, podemos errar. Mentir, nunca.
Otro deber es
procurar, con rigor, conocer el objeto de nuestra crítica. No es ético ni
riguroso criticar lo que no conocemos. No puedo basar mi crítica en el
pensamiento de A o de B, en lo que oí decir de A y de B, ni siquiera en lo que
apenas leí sobre A y B, sino en lo que yo mismo leí, en lo que yo mismo indagué
acerca de su pensamiento. Está claro que, para criticar positiva o
negativamente el pensamiento de A o de B, me es importante también saber lo que
de ellos dicen otros autores. Esto, sin embargo, no basta.
La exigencia de
conocer el pensamiento que se ha de criticar no depende de que nos gusto o no
la persona cuyo pensamiento analizamos.
¿Cómo criticar
un texto que ni siquiera leí, basado apenas en la manía que tengo al autor o a
la autora o porque José y María me dijeran que el autor del texto es
espontaneísta? Que tenemos derecho a sentir manía de la gente no hay duda. Es
obvio también. El derecho que tengo de tener manía a María o a José no se puede
extender, sin embargo, al mentir sobre él o sobre ella. No puedo decir, por
ejemplo, sin probarlo, que José y María dijeron que puede haber práctica
educativa sin contenidos. En primer lugar, esta afirmación es una falsedad
histórica. Nunca hubo ni hay educación sin contenidos. Segundo, si digo esto de
José y de María, subrayando por tanto su error, sin probar que ellos, de
verdad, hicieron tal afirmación, miento en relación a José y María, miento en
relación a mí mismo y continúo trabajando contra la democracia, que no se
construye falseando la verdad.
Si mi
disposición por A o por B provoca en mí un malestar que va más allá de los
límites, o que invalida o, como mínimo, dificulta que los lea, tengo el deber
de optar por una posición de silencio frente a los que escriben. Y debo también
criticarme por no ser capaz de superar mis malestares personales. Lo que no
puedo es engrosar la lista de los que hablan por hablar, por lo que oyen decir,
y a veces hasta sin ninguna resistencia afectiva a quien critica. Por el
contrario, están los que inclusive se dicen amigos del intelectual criticado
pero que grabarán, como cliché inmutable, frases hechas que se repiten con
aires de enorme sabiduría. Insisto en que la falta de estos no está en el hecho
de criticar a un amigo. No hay pecado ninguno en criticar a un amigo si lo
hacemos éticamente.
Una vez leí, en
un texto crítico de mi trabajo, que soy poco riguroso en el tratamiento de los
temas. En cierto momento, por una razón que ya no recuerdo, el crítico citó un
extracto de Pedagogía del Oprimido con un error lamentable que se venía
repitiendo en diferentes reimpresiones. “La invasión de la praxis” en lugar de
“La inversión de la praxis”. Me impresionó que un intelectual, que sorprende la
falta de rigor en otro, no perciba cuán poco riguroso es al citar semejante
sinsentido: “la invasión de la praxis”. Y no como prueba de mi falta de rigor.
Falta de rigor,
ese intelectual subraya el poco rigor de otro.
El derecho a la
crítica exige también del crítico un saber que debe ir más allá del saber
acerca del objeto directo de la crítica. Saber indispensablemente para la
rigurosidad del crítico.
Otro deber
ético de quien critica es dejar claro a sus lectores que su crítica abarca un
texto apenas del autor criticado o toda su obra, todo su pensamiento.
Si el autor
criticado escribe varios trabajos, al criticar uno de ellos, no podemos decir
que la crítica es a su pensamiento como totalidad, a no ser que, conociendo la
totalidad, estemos convencidos de esto. Reitero: lo que no es posible es leer uno
entre diez textos y extender a los nueve restantes la crítica hecha a uno,
antes de analizar rigurosamente los demás.
La eticidad del
trabajo intelectual no me permite la irresponsabilidad de ser imprudente en la
apreciación de la producción de los otros. Como dije antes, puedo errar, me
puedo equivocar o confundirme en mi análisis pero no puedo distorsionar el
pensamiento que estudio y critico. No puedo decir que el autor que critico dijo
Y si él dijo M y yo estoy seguro de que él dijo M.
No puedo criticar
por pura envidia o por pura rabia simplemente para figurar.
Es inadmisible
que, entre intelectuales de buen nivel, escuchemos afirmaciones como ésta:
-¿Ha leído usted hay un trabajo reciente de ese autor que usted critica tan
duramente?
-No. Y me produce irritación de quien lo ha leído.
Este discurso
niega totalmente al intelectual que lo hace. Peor todavía: este discurso en
nada contribuye a la formación ético-científica de los alumnos o alumnas de tal
intelectual.
Recientemente
escuché de una alumna en tono sufrido, cuánto la decepcionara haber oído del
profesor en quien confiaba referencias críticas sobre cierto intelectual
fundadas casi en el “me dijeron” o en el “es esto lo que se dice”.
Los profesores
no enseñamos meros contenidos. A través de la enseñanza de estos, enseñamos
también a pensar críticamente, si somos progresistas y enseñamos para nosotros;
por eso mismo, no es de depositar paquetes en la conciencia vacía de los
educandos.
Nuestro
testimonio de seriedad en las citas o en las referencias que hacemos de autores
de quienes estamos en desacuerdo o con quienes coincidimos o, por el contrario,
nuestra irresponsabilidad en el tratamiento de los temas y de los autores, todo
esto puede interferir de manera negativa o positiva en la formación permanente
de los educandos.
De un
estudiante brasileño que estaba haciendo su doctorado en París oí, años atrás,
lo siguiente: “Aprendí recientemente la significación profunda de las citas.
Estaba discutiendo un pequeño texto con mi orientador en el que se hacía una
cita de Merleau-Ponty. El profesor hizo un gesto de pausa y me hizo dos
preguntas:
-¿Usted ha
leído, por lo menos, el capítulo entero del que extrajo la cita?
-¿Usted está seguro de que necesita hacer esta cita?
“En verdad”,
dije a mi amigo, “no había leído a Ponty y, desafiado por las preguntas del
orientador, fui al texto de Merleau, revisé el mío y percibí que la cita era
innecesaria”.
Citar,
realmente, no puede ser una pura exhibición intelectual o remedio para la
inseguridad. Leer un libro, por ejemplo, en la traducción brasileña, por no
dominar suficientemente la lengua materna del autor, para hacer la cita en
lengua materna es procedimiento poco ético y nada respetable. Citar no puede
ser, tampoco, artificio, a través del cual alargamos nuestro texto con retales
de textos de otros.
Creo que es
urgente, entre nosotros, superar este mal hábito que es, en el fondo, un
testimonio deformante, de criticar, de minimizar a un autor, de imputarle
afirmaciones que jamás hizo o distorsionar las que realmente hizo. Y de hacerlo
con seriedad y certeza tales que pudieran dejar en duda hasta al autor
injustamente criticado. En cierto momento del proceso los críticos se apoyan
apenas en lo que oyen y no en lo que leen o investigan.
La crítica
fácil, ligera, se arrastra irresponsable y, no raramente, se pierde en el
tiempo. De repente, se oye todavía de algunos de estos críticos perdidos en el
tiempo, como presencias negativas, que Freire es idealista. Que la
concienciación en su obra es la mejor prueba de su ilusión subjetivista. No
leyeron un texto de 1970 en que discuto detenidamente este problema, otro de
1974, ambos publicados por la Editorial Paz e Tierra en 1975, en Ação cultural
para a liberdade e outros escritos. No leyeron una serie de ensayos, de
entrevistas, de libros dialógicos aparecidos en los años 80 y, más
recientemente, Pedagogia da esperança, um reencontró com a Pedagogia do
oprimido, que Paz e Terra acaba de publicar. No leyeron igualmente A educação
na cidade, publicación de Cortez, de diciembre de 1991.
No es que
piense que deba ser leído por todos. ¡No! Pero sí por aquel que, criticándome,
no puede sustraerse a la lectura de lo que critica.
El derecho
incontestable a criticar exige de quien lo ejerce el deber de no mentir.
Fuente: Cuadernos y Caminos.
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