El 30
de noviembre de 1900 fallecía en París Oscar Wilde. Esteta, dramaturgo,
presidiario en la intolerante y vengativa sociedad victoriana, dejó obras
notables y un agudo ensayo con una singular y muy creativa argumentación en
defensa del socialismo.
El amigo fiel
Oscar
Wilde
El Viejo Topo
30 noviembre, 2021
Una mañana, la
vieja Rata de Agua sacó la cabeza fuera de su madriguera. Tenía los ojos
claros, parecidos a dos gotas brillantes, unos bigotes grises muy tiesos y una
cola larga, que parecía una larga cinta elástica negra. Los patitos nadaban en
el estanque, como si fueran una bandada de canarios amarillos, y su madre, que
tenía el plumaje blanquísimo y las patas realmente rojas, trataba de enseñarles
a mantener la cabeza bajo el agua.
-Nunca podréis
codearos con la alta sociedad, a menos que aprendáis a manteneros bajo el agua
-les repetía machaconamente, mostrándoles de vez en cuando cómo se hacía.
Pero los
patitos no prestaban atención; eran tan pequeños que no entendían las ventajas
de pertenecer a la sociedad.
-¡Qué
chiquillos más desobedientes! -gritó la vieja Rata de Agua-. Realmente merecen
ser ahogados.
-¡Qué cosas
dice usted! -respondió la Pata-. Nadie nace enseñado y a los padres no nos
queda más remedio que tener paciencia.
-¡Ay! No sé
nada de los sentimientos de los padres -dijo la Rata de Agua-. No soy madre de
familia; en realidad nunca me he casado, ni tengo intención de hacerlo. El amor
está bien, dentro de lo que cabe, pero la amistad es un sentimiento mucho más
elevado. La verdad es que no creo que haya nada en el mundo más noble ni más
raro que una amistad verdadera.
-Y dígame
usted, por favor, ¿cuáles son, a su juicio, los deberes de un amigo fiel? -le
preguntó un Pinzón Verde, que estaba posado encima de un sauce llorón muy cerca
de allí, y que había oído la conversación.
-Sí, eso es
justamente lo que yo quisiera saber -dijo la Pata mientras se alejaba nadando
hasta la otra orilla del estanque y allí metía la cabeza en el agua, para dar
buen ejemplo a sus pequeños.
-¡Qué pregunta
más tonta! -exclamó la Rata de Agua-. Qué duda cabe de que, si un amigo mío es
fiel, es porque me es fiel a mí.
-¿Y usted qué
haría a cambio? -preguntó el pajarillo, que se columpiaba sobre una rama
plateada batiendo sus diminutas alas.
-No te entiendo
-le contestó la Rata de Agua.
-Deje que te
cuente un cuento sobre eso -dijo el Pnzón.
-¿Es un cuento
sobre mí? -preguntó la Rata de Agua- Porque, si lo es, estoy dispuesta a
escucharlo. Me encantan los cuentos.
-Se le podría
aplicar -contestó el Pinzón.
Y bajó volando
del árbol y, posándose a la orilla del estanque, empezó a contar el cuento del
Amigo Fiel.
-Erase una vez
-comenzó a decir el Pinzón- un honrado muchacho, que se llamaba Hans.
-¿Era muy
distinguido? -preguntó la Rata de Agua.
-No -contestó
el Pinzón-. No creo que lo fuera, excepto por su buen corazón y su carilla
redonda y simpática. Vivía solo, en una casa pequeñita y todo el día lo pasaba
cuidando del jardín. No había jardín más bonito que el suyo en los alrededores:
en él crecían minutisas y alhelíes, y pan y quesillo y campanillas blancas.
Había rosas de Damasco y rosas amarillas y azafranes de oro y azul, y violetas
moradas y blancas. La aguileña y la cardamina, la mejorana y la albahaca
silvestre, la primavera y la flor de lis, el narciso y la clavellina brotaban y
florecían unas tras otras, según pasaban los meses, de tal modo que siempre
había cosas hermosas para la vista y exquisitos perfumes para el olfato.
El pequeño Hans
tenía muchísimos amigos, pero el más fiel de todos era el grandote Hugo el
Molinero. Tan leal le era el ricachón Hugo al pequeño Hans, que no pasaba nunca
por su jardín sin inclinarse por encima de la tapia para arrancar un ramillete
de flores, o un puñado de hierbas aromáticas, o sin llenarse los bolsillos de
ciruelas y cerezas, si estaban maduras.
-Los amigos
verdaderos deberían compartir todas las cosas -solía decir el Molinero.
Y pequeño Hans
asentía y sonreía, muy orgulloso de tener un amigo con tan nobles ideas.
Aunque la
verdad es que, a veces, a los vecinos les extrañaba que el rico Molinero nunca
diera al pequeño Hans nada a cambio, a pesar de que tenía cien sacos de harina
almacenados en el molino y seis vacas lecheras y un gran rebaño de ovejas de
lana. Pero a Hans nunca se le pasaban por la cabeza estos pensamientos y nada
le daba tanta satisfacción como escuchar las maravillosas cosas que el Molinero
solía decir sobre la falta de egoísmo y la verdadera amistad.
El pequeño Hans
trabajaba en su jardín. Durante la primavera, el verano y el otoño era muy
feliz; pero llegaba el invierno y se encontraba con que no tenía ni fruta, ni
flores que llevar al mercado, y sufría mucho por el frío y por el hambre. En
ocasiones tenía que irse a la cama sin más cena que unas cuantas peras secas o
algunas nueces duras. Y además, en invierno, estaba muy solo, ya que el
Molinero nunca iba a visitarlo.
-No es conveniente
que vaya a ver al pequeño Hans mientras haya nieve -decía el Molinero a su
mujer-. Porque, cuando la gente tiene problemas, es preferible dejarla sola y
no molestarla con visitas. Por lo menos, ésta es la idea que yo tengo de la
amistad, y estoy convencido de que es lo correcto. Por lo tanto esperaré a que
llegue la primavera y después le haré una visita y podrá darme una cesta llena
de prímulas, y con ello será feliz.
-Eres muy
considerado con todo el mundo -le decía su mujer, sentada en un cómodo sillón
junto a un buen fuego de leña-, muy considerado. Da gusto oírte hablar de la
amistad. Estoy segura de que ni un sacerdote diría las cosas tan bien como tú,
y eso que vive en una casa de tres plantas y lleva un anillo de oro en el dedo
meñique.
-¿Pero no
podríamos invitar al pequeño Hans a que suba a vernos? -preguntó el hijo menor
del Molinero? -Si el pobre está en apuros, le daré la mitad de mis gachas y le
enseñaré mis conejitos blancos.
-¡Pero qué
tonto eres! -exclamó el Molinero- Realmente no sé para qué te mando a la
escuela, pues la verdad es que no aprendes nada. Mira, si el pequeño Hans
viniera a casa y viera el fuego tan hermoso que tenemos y nuestra buena cena y
nuestro hermoso barril de vino tinto, le daría envidia. Y la envidia es una
cosa tremenda, capaz de echar a perder a cualquiera. Y yo no permitiré que se
eche a perder el carácter de Hans. Soy su mejor amigo y siempre velaré por él,
y que no caiga en tentación. Además, si Hans viniera a casa, podría pedirme
prestado un poco de harina, y eso sí que no lo puedo hacer. Una cosa es la
harina y otra la amistad, y no hay que confundirlas. Está claro que son dos
palabras diferentes y significan cosas distintas. Eso lo sabe cualquiera.
-¡Pero qué bien
hablas! -dijo la mujer del Molinero, sirviéndose un gran vaso de cerveza
tibia-. Estoy medio amodorrada, como si estuviera en la iglesia.
-Mucha gente
obra bien -prosiguió el Molinero-, pero muy poca habla bien, lo que nos
demuestra que es mucho más difícil hablar que obrar; aunque también es mucho
más elegante.
Y se quedó
mirando con severidad, por encima de la mesa, a su hijo pequeño, que se sintió
tan avergonzado que bajó la cabeza, se puso muy colorado y se echó a llorar
encima de la merienda. Pero era tan joven que hay que disculparlo.
-¿Y así acaba
el cuento? -preguntó la Rata de Agua.
-Claro que no
-contestó el Pirizón- Así es como empieza.
-Pues entonces
no está usted al día -le dijo la Rata de Agua-. Hoy los buenos narradores
empiezan por el final, siguen por el principio y terminan por el medio. Así es
el nuevo método. Se lo oí decir el otro día a un crítico, que ia paseando
alrededor del estanque con un joven. Hablaba del asunto con todo detalle y
estoy segura de que estaba en lo cierto, porque llevaba gafas azules, y era
calvo, y, a cada observación que hacía el joven, le respondía: «¡Psss!» Pero le
ruego que continúe usted con el cuento. Me encanta el Molinero. Yo también
estoy lleno de hermosos sentimientos, de modo que tenemos muchas cosas en
común.
-Pues bien
-dijo el Pinzón, apoyándose ora en una patita ora en la otra-, tan pronto como
acabó el invierno y las prímulas comenzaron a abrir sus pálidas estrellas
amarillas, el Molinero le dijo a su mujer que iba a bajar a ver al pequeño
Hans.
-¡Ay, qué buen
corazón tienes! -le dijo su mujer-. ¡Siempre estás pensando en los demás! No te
olvides de llevar la cesta grande para las flores.
Así que el
Molinero sujetó las aspas del molino de viento con una gruesa cadena de hierro
y bajó por la colina con la cesta en su brazo.
-Buenos días,
pequeño Hans -dijo el Molinero.
-Buenos días
-dijo Hans, apoyándose en la pala con una sonrisa de oreja a oreja.
-¿Y qué tal has
pasado el invierno? -dijo el Molinero.
-Bueno, la
verdad es que eres muy amable al preguntármelo, muy amable, sí, señor -exclamó Hans.
Te diré que lo he pasado bastante mal, pero ya ha llegado la primavera y estoy
muy contento, y todas mis flores están hechas una maravilla.
-Hemos hablado
muchas veces de ti este invierno, Hans -dijo el Molinero-, y nos preguntábamos
qué tal te iría.
-Qué
amables sois -dijo Hans- Y yo que me temía que me hubierais olvidado.
-Hans, me
sorprendes -dijo el Molinero- Los amigos nunca olvidan. Eso es lo más
maravilloso de la amistad, pero me temo que no seas capaz de entender la poesía
de la vida. Y, a propósito, ¡qué bonitas están tus prímulas!
-Realmente
están preciosas -dijo Hans-; y es una suerte para mí tener tantas. Voy a
llevarlas al mercado y se las venderé a la hija del alcalde, y con el dinero
que me dé compraré otra vez mi carretilla.
-¿Que comprarás
de nuevo tu carretilla? ¡No mé irás a decir que la has vendido! ¡Qué cosa más
tonta!
-La verdad es
que no tuve más remedio que hacerlo dijo Hans. Pasé un invierno muy malo, y no
tenía dinero ni para comprar pan. Así que primero vendí la bolonadura de plata
de la chaqueta de los domingos, y luego vendí la cadena de plata y después la
pipa grande, y por último la carretilla. Pero ahora voy a comprarlo todo otra
vez.
-Hans -le dijo
el Molinero-, voy a darte mi carretilla. No está en muy buen estado, porque le
falta un lado y tiene rotos algunos radios de la rueda. Pero, a pesar de ello,
voy a dártela. Ya sé que es una muestra de generosidad por mi parte y que
muchísima gente pensará que soy tonto de remate por desprenderme de ella, pero
es que yo no soy como los demás. Creo que la generosidad es la esencia de la
amistad y, además, tengo una carretilla nueva. De modo que puedes estar
tranquilo; te daré mi carretilla.
-Es muy
generoso por tu parte -dijo el pequeño Hans, y su graciosa carita redonda
resplandecía de alegría-. La puedo arreglar fáciImente, pues tengo un tablón en
casa:
-¡Un tablón!
-exclamó el Molinero- Pues eso es lo que necesito para arreglar el tejado del
granero, que tiene un agujero muy grande y, si no lo tapo, el grano se va a
mojar. ¡Es una suerte que me lo hayas dicho! Es sorprendente ver cómo una buena
acción siempre genera otra. Yo te he dado mi carretilla y ahora tú me vas a dar
una tabla. Por supuesto que la carretilla vale muchísimo más que la tabla, pero
la auténtica amistad nunca se fija en cosas como ésas. Anda, haz el favor de
traerla enseguida, que quiero ponerme a arreglar el granero hoy mismo.
-Voy corriendo
-exclamó el pequeño Hans.
Y salió
disparado hacia el cobertizo y sacó el tablón a rastras.
-No es una
tabla muy grande -dijo el Molinero mirándola-. Y me temo que, después de que
haya arreglado el granero, no sobrará nada para que arregles la carretilla.
Claro que eso no es culpa mía. Bueno, y ahora que te he regalado la carretilla,
estoy seguro de que te gustaría darme a cambio algunas flores. Aquí tienes la
cesta, y procura llenarla hasta arriba.
-¿Hasta arriba?
-dijo el pobre Hans, muy afligido, porque era una cesta grandísima y sabía que,
si la llenaba, no le quedarían flores para llevar al mercado; y estaba ansioso
por recuperar su botonadura de plata.
-Bueno, en
realidad –dijo el Molinero-, como te he dado la carretilla, no creo que sea
mucho pedirte un puñado de flores. Puede que esté equivocado, pero, para mí, la
amistad, la verdadera amistad, ha de estar libre de cualquier tipo de egoísmo.
-Ay, mi querido
amigo, mi mejor amigo -exclamó el pequeño Hans , todas las flores de mi jardín
están a tu disposición. Prefiero mucho más ser digno de tu estima que recuperar
la botonadura de plata.
Y salió
disparado a coger todas sus lindas prímulas y llenó la cesta del Molinero.
-Adiós, pequeño
Hans -le dijo el Molinero, mientras subía por la colina, con el tablón al
hombro y la gran cesta en la mano.
-Adiós
-respondió el pequeño Hans.
Y se puso a cavar
tan contento, pues estaba encantado con la carretilla.
Al día
siguiente estaba sujetando unas ramas de madreselva en el porche cuando oyó la
voz del Molinero, que le llamaba desde el camino. Así que saltó de la escalera,
cruzó corriendo el jardín y miró por encima de la tapia.
Allí estaba el
Molinero con un gran saco de harina al hombro.
-Querido Hans
-le dijo el Molinero-, ¿te importaría llevarme este saco de harina al mercado?
-Lo siento
mucho -comentó Hans-, pero es que hoy estoy muy ocupado. Tengo que levantar
todas las enredaderas, y regar las flores y atar la hierba.
-Bueno, pues,
teniendo en cuenta que voy a regalarte mi carretilla, es bastante egoísta por
tu parte negarte a hacerme este favor.
-Oh, no digas
eso -exclamó el pequeño Hans-. No querría ser egoísta por nada del mundo.
Y entró
corriendo en casa a buscar su gorra y se fue caminando al pueblo con el gran
saco a sus espaldas.
Hacía mucho
calor, y la carretera estaba cubierta de polvo y, antes de llegar al sexto
mojón, Hans tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo prosiguió muy animoso su
camino, y llegó al mercado. Después de un rato, vendió el saco de harina a muy
buen precio y regresó a casa inmediatamente, temeroso de que, si se le hacía
tarde, pudiera encontrar a algún ladrón en el camino.
-Ha sido un día
muy duro -se dijo Hans mientras se metía en la cama- Pero me alegro de no haber
dicho que no al Molinero, porque es mi mejor amigo y, además, me va a dar su
carretilla, A la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero bajó a recoger el
dinero del saco de harina, pero el pobre Hans estaba tan cansado, que todavía
seguía en la cama.
-Válgame, Dios
-dijo el Molinero-, qué perezoso eres. La verdad es que, teniendo en cuenta que
voy a darte mi carretilla, podías trabajar con más ganas. La pereza es un
pecado muy grave, y no me gusta que ninguno de mis amigos sea vago ni perezoso.
No te parezca mal que te hable tan claro. Por supuesto que no se me ocurriría
hacerlo si no fuera tu amigo. Pero eso es lo bueno de la amistad, que uno puede
decir siempre lo que piensa. Cualquiera puede decir cosas amables e intentar
alabar a los demás; pero un amigo verdadero siempre dice las cosas
desagradables, y no le importa causar dolor. Es más, si es un verdadero amigo
lo prefiere, porque sabe que está obrando bien.
-Lo siento
mucho -dijo el pobre Hans frotándose los ojos, y quitándose el gorro de
dormir-. Pero estaba tan cansado que quise quedarme un rato en la cama,
escuchando el canto de los pájaros. ¿Sabes que trabajo mejor cuando he oído
cantar a los pájaros?
-Bien, me
alegro -dijo el Molinero, dándole una palmadita en la espalda-, porque, tan
pronto estés vestido, quiero que subas conmigo al molino y me arregles el
tejado del. granero.
El pobrecito
Hans estaba deseando ponerse a trabajar en el jardín, porque hacía dos días que
no regaba las flores, pero no quería decir que no al Molinero, que era tan
amigo suyo.
-¿Crees que no
sería muy buen amigo tuyo si te dijera que tengo mucho que hacer? preguntó con
voz tímida y vergonzosa.
-Bueno, en
realidad no creo que sea mucho pedirte, teniendo en cuenta que te voy a dar mi
carretilla -le contestó el Molinero-. Pero, si no quieres, lo haré yo mismo.
-¡De ninguna
manera! -exclamó Hans y, saltando de la cama, se vistió y subió al granero.
Allí trabajó todo el día, y al anochecer fue el Molinero a ver cómo iba la
obra.
-¿Has arreglado
ya el agujero del tejado, Hans? -le preguntó el Molinero con voz alegre.
-Está
completamente arreglado -contestó el pequeño Hans, mientras se bajaba de la
escalera.
-¡Ay! No hay
trabajo más agradable que el que se hace por los demás -dijo el Molinero.
-Realmente es
un privilegio oírte hablar -respondió el pequeño Hans, sentándose y enjugándose
e! sudor de la frente- Es un gran privilegio. Lo malo es que yo nunca tendré
unas ideas tan bonitas como las tuyas.
-Ya verás cómo
se te ocurren, si te empeñas -dijo el Molinero- De momento, tienes sólo la
práctica de la amistad; algún día tendrás también la teoría.
-¿De verdad
crees que la tendré? -preguntó el pequeño Hans.
-No tengo la
menor duda -contestó el Molinero-. Pero ahora que ya has arreglado el tejado,
deberías ir a casa a descansar, quiero que mañana me lleves las ovejas al
monte.
El pobre Hans
no se atrevió a replicar, y a la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero le
llevó sus ovejas cerca de la casa, y Hans se fue al monte con ellas. Le llevó
todo el día subir y bajar del monte y, cuando regresó a casa, estaba tan
cansado, que se quedó dormido en una silla y no se despertó hasta bien entrado
el día.
-¡Qué bien lo
voy a pasar trabajando el jardín!», se dijo Hans; e inmediatamente se puso a
trabajar.
Pero cuándo por
una cosa, cuándo por otra no había manera de dedicarse a las flores, pues
siempre aparecía el Molinero a pedirle que fuera a hacerle algún recado, o que
le ayudara en el molino. A veces el pobre Hans se ponía muy triste, pues temía
que sus flores creyeran que se había olvidado de ellas; pero le consolaba el
pensamiento de que el Molinero era su mejor amigo.
-Además -solía
decir- va a darme su carretilla y eso es un acto de verdadera generosidad.
Así que el
pequeño Hans seguía trabajando para el Molinero, y el Molinero seguía diciendo
cosas hermosas sobre la amistad, que Hans anotaba en un cuadernito para
poderlas leer por la noche, pues era un alumno muy aplicado.
Y sucedió que
una noche estaba Hans sentado junto al hogar, cuando oyó un golpe seco en la
puerta. Era una noche muy mala, y el viento soplaba y rugía alrededor de la
casa con tanta fuerza, que al principio pensó que era sencillamente la
tormenta. Pero enseguida se oyó un segundo golpe, y luego un tercero, más
fuerte que los otros.
«Será algún
pobre viajero», pensó Hans; y corrió a abrir la puerta.
Allí estaba el
Molinero con un farol en una mano y un gran bastón en la otra.
-¡Querido Hans!
-dijo el Molinero-. Tengo un grave problema. Mi hijo pequeño se ha caído de la
escalera y está herido y voy en busca del médico. Pero vive tan lejos y está la
noche tan mala, que se me acaba de ocurrir que sería mucho mejor que fueras tú
en mi lugar. Ya sabes que voy a darte la carretilla, así que sería justo que a
cambio hicieras algo por mí.
-Faltaría más
-exclamó el pequeño Hans-. Considero un honor que acudas a mí. Ahora mismo me
pongo en camino; pero préstame el farol, pues la noche está tan oscura que
tengo miedo de que pueda caerme al canal.
-Lo siento
mucho -le contestó el Molinero-, pero el farol es nuevo. Sería una gran
pérdida, si le pasara algo.
-Bueno, no
importa, ya me las arreglaré sin él -exclamó el pequeño Hans.
Descolgó su
abrigo de piel, se puso su gorro de lana bien calentito, se enrolló una bufanda
al cuello y salió en busca del médico.
¡Qué tormenta
más espantosa! La noche era tan negra, que el pobre Hans casi no podía ver; y
el viento era tan fuerte, que le costaba trabajo mantenerse en pie. Sin embargo
era muy valiente, y después de haber caminado alrededor de tres horas llegó a
casa del médico y llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-gritó el médico, asomando la cabeza por la ventana del dormitorio.
-Soy yo, el
pequeño Hans.
-¿Y qué quieres,
pequeño Hans?
-El hijo del
Molinero se ha caído de una escalera, y está herido, y el Molinero dice que
vaya usted enseguida.
-¡Está bien!
-dijo el médico.
Pidió que le
llevaran el caballo, las botas y el farol, bajó las escaleras y salió al trote
hacia la casa del Molinero. Y el pequeño Hans le siguió con dificultad.
Pero la
tormenta arreciaba cada vez más y la lluvia caía a torrentes y el pobre Hans no
veía por dónde iba, ni era capaz de seguir la marcha del caballo. Al cabo de un
rato se perdió y estuvo dando vueltas por el páramo, que era un lugar muy
peligroso, lleno de hoyos muy profundos; y el pobrecito Hans cayó en uno de
ellos y se ahogó. Unos cabreros encontraron su cuerpo flotando en una charca y
se lo llevaron a casa.
Todo el mundo
fue al funeral del pequeño Hans, porque era una persona muy conocida; y allí
estaba el Molinero, presidiendo el duelo.
-Como yo era su
mejor amigo, es justo que ocupe el sitio de honor -dijo el Molinero.
Y se puso a la
cabeza del cortejo fúnebre envuelto en una capa negra muy larga y, de vez en
cuando, se limpiaba los ojos con un gran pañuelo.
-Ha sido una
gran pérdida para todos nosotros -dijo el herrero, cuando hubo terminado el
entierro y todos estaban cómodamente sentados en la taberna, bebiendo ponche y
comiendo pasteles.
-Una gran
pérdida, al menos para mí -dijo el Molinero-, porque resulta que le había hecho
el favor de regalarle mi carretilla, y ahora no sé qué hacer con ella. En casa
me estorba y está en tal mal estado, que no creo que me den nada por ella, si
quiero venderla. Pero, de ahora en adelante, tendré mucho cuidado en no volver
a regalar nada. Hace uno un favor y mira cómo te lo pagan.
-¿Y luego qué?
-dijo la Rata de agua, después de una larga pausa.
-Luego, nada.
Éste es el final -dijo el Pinzón.
-Pero, ¿qué fue
del Molinero? -preguntó la Rata de Agua.
-Realmente no
lo sé, ni me importa, de eso estoy seguro -contestó el Pinzón.
-Entonces, es
evidente que no tiene usted sentimientos -dijo la Rata de Agua.
-Me temo que no
ha comprendido usted la moraleja del cuento -observó el Pinzón.
-¿La qué?
-gritó la Rata de Agua.
-La moraleja.
-¡Quiere decir
que ese cuento tenía moraleja!
-Pues sí -dijo
el Pinzón.
-¡Bueno! -dijo
la Rata de Agua muy enfadada-Pues debería habérmelo dicho antes de empezar. Y
así me habría ahorrado escucharle. Y hasta le hubiera dicho igual que el
crítico: «¡Psss!» Aunque aún estoy a tiempo de decírselo.
Y entonces le
gritó muy fuerte: -«¡Psss!», hizo un movimiento brusco con la cola y se metió
en su agujero.
-¿Qué le parece
a usted la Rata de Agua? -preguntó la Pata, que llegó chapoteando unos minutos
después-. Tiene muy buenas cualidades, pero yo, la verdad, es que tengo
sentimientos maternales y no puedo ver a un solterón sin que se me salten las
lágrimas.
-Siiento mucho
haberle molestado -contestó el Pinzón-. El hecho es que le conté un cuento con
moraleja.
-Ah, pues eso
es siempre muy peligroso -dijo la Pata.
Y yo estoy de
acuerdo con ella.
Fuente: Blog Ciudad Seva.
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