Un 27 de agosto, el de
1985, nos dejaba Manuel Sacristán. Salvador López Arnal reunió seis
conferencias en un libro, que con ese título, Seis conferencias, publicó El
Viejo Topo en 2005. Manuel Monereo escribió un Epílogo, que aquí reproducimos.
A la manera de un epílogo
El Viejo Topo
27 agosto, 2023
A LA MANERA DE
UN EPÍLOGO
Querido
Salvador:
Me pides un
epílogo para un libro que recoge diversos materiales de Manolo Sacristán. Te confieso
que la tarea me parece excesiva para mis capacidades y mis tiempos. No se trata
de falsa modestia, basta ver las cosas que han publicado Paco, Jorge, Juan
Ramón (su último libro es una buena muestra de trabajo bien hecho) o, para no
ir mucho más lejos, tus propias elaboraciones llenas de rigor, minuciosidad y
afecto a una persona que marcó para siempre a todos los que tuvimos la inmensa
suerte de conocerlo y amarlo.
La primera
reflexión que me suscitan estos textos, auténtico laboratorio de una específica
metódica intelectual, es la ejemplaridad política y moral de Sacristán. Manolo
“iba en serio” cuando hablaba de emancipación, de justicia, de igualdad; nunca
se quedó sólo en las palabras y fue siempre hasta el final. Los muchos odios y
desprecios que sufrió en vida y después de muerto tenían que ver con esto: con
su enorme coherencia entre el decir y el hacer. Su sola existencia era ya una
crítica implícita, muchas veces duramente explicitada, a tanta cobardía moral,
a tanto desprecio a la verdad de aquéllos que terminaron por colocarse del lado
del poder, sirviendo intereses mezquinos a cambio de prebendas varias y, lo que
era más grave, denunciando y calumniando a los que simplemente se negaron a
venderse. La lección que nos dejó Manolo, la principal para mí, fue esa: sin
radicalidad moral no hay emancipación, sin ejemplo no hay política socialista.
Este asunto
lleva a otro. Me refiero a ese modo específico de combinar lucidez intelectual
con pasión moral en torno a una idea fuerte de emancipación social, de
revolución. En Manolo había creencias sólidas e ideas, una acción
político-moral que intentaba fundamentarse racionalmente a partir de los datos
de la realidad. Este era su marxismo: argumentación sensata de la posibilidad
del comunismo. Lo que aprendimos de él, lo que admiramos y seguimos admirando,
era ese modo específico de combinar análisis materialista, crítica
ético-política y voluntad socialista desde un punto de vista explícitamente
volcado hacia las víctimas, se podría decir, si se me permite la licencia,
desde el punto de vista de los vencidos en esa milenaria historia de rebelión
de los “de abajo” frente a “los de arriba”, frente a los vencedores de toda la
narrativa oficializada que llamamos Historia. El carácter productivo de su marxismo
tenía que ver con una propuesta que anudaba contenido moral con pasión
emancipatoria y rabia justiciera en un análisis esforzado de la realidad,
veracidad sobre lo que hay con voluntad revolucionaria, en definitiva, anclarse
en lo existente para transformarlo.
En estos
escritos sorprende la capacidad analítica y la autoconciencia que Sacristán
tenía de la fase histórica que estaba viviendo la izquierda y el movimiento
obrero de tradición marxista. Lo primero, el descrédito de eso que se terminó
llamando “socialismo real”. En su entrevista con Mohedano —qué cosas hacen las
personas con el tiempo— sobre los acontecimientos de Checoslovaquia advirtió ya
que la crisis no había hecho más que empezar y que vendrían aún tiempos peores.
No se equivocaba. Aparece aquí una de las leyendas que dentro y fuera del
Partido Comunista acompañó un tramo importante de su vida: su pesimismo. Muchos
se quejaban, con más o menos verdad, de cómo Manolo “perdía el tiempo”
dedicándose a estudiar a un indio apache como Gerónimo o a una extremista
política como Meinhof o sus preocupaciones —esto duró solo un tiempo— en torno
“a las flores” y a “los verdes” campos de la ecología. En definitiva estas
“cosas” eran percibidas como abandono de lo importante y un quedarse en lo
secundario, en lo marginal.
Nunca
entendieron que la reflexión sobre los derrotados, sobre los restos que iban
quedando a los lados de la marcha triunfal del movimiento obrero y de la
izquierda, alumbraba las carencias y advertía de los peligros de un caminar
excesivamente optimista sobre las venturas del futuro. Gerónimo iluminaba la
insoluble contradicción entre tradición y modernidad en el capitalismo
imperialista realmente existente y el choque cada vez más profundo entre
culturas que la plétora miserable del presente marco civilizatorio
acentuaba hasta el genocidio y el etnocidio. La Meinhof en su lucidez
autodestructiva señalaba los límites del “modelo alemán” y de los conflictos
políticoculturales de un tipo de Estado que integraba al núcleo básico de las
clases trabajadores y ocultaba un autoritarismo social extremadamente profundo.
Lo de la ecología política y demás “juegos florales” lo dejaremos para más
adelante, baste señalar sólo, que también en esto, Manolo fue un pionero al
integrar en un análisis totalizador de raíz marxista la problemática
ecológico-social.
Otro aspecto
del análisis tenía mucho que ver con lo que para él era un elemento relevante:
la ofensiva política y cultural de las clases dominantes en eso que con el
tiempo terminaría denominándose “pensamiento único” en torno al predominio del
neoliberalismo, es decir, señalar con precisión el cambio hacia un capitalismo
no reformista con una socialdemocracia cada vez más escorada a la derecha (la
crítica al Gobierno de Felipe González no admitía ninguna duda) junto a una
clase obrera social y culturalmente cada vez más desintegrada. Lo paradójico
era que, en un momento donde se hacían evidentes las contradicciones del
capitalismo y los enormes costes sociales y morales de este específico modo de
vivir y producir, el marxismo entraba en crisis, las fuerzas más radicales
perdían peso social y electoral y una parte sustancial de la intelectualidad
pasaba abiertamente a posiciones neoliberales, cuando no apostaban claramente
por el retorno a la privacidad o la autosalvación intelectual o
gastronómica.
Lo que vino
después fue, seguramente, mucho peor de lo que Manolo fue capaz de intuir. La
llamada crisis del “socialismo real” provocó una segunda oleada de retrocesos y
derrotas que situaron al movimiento obrero y a la izquierda europea en una de
sus etapas más dramáticas y a la consciencia socialista en uno de sus momentos
más bajos. Desde luego, la crisis sólo acababa de comenzar y vinieron —¡y
cómo vinieron!— tiempos aún peores. Como casi siempre, los optimismos del
pasado terminaron por ser la derrota del presente. A la desesperanza de la
emancipación se le ha añadido un fenómeno aún más radical: la práctica
desaparición del imaginario colectivo de las clases subalternas de la idea de
la revolución, de la posibilidad y deseabilidad de un modo de producir, consumir
y vivir alternativo al capitalismo.
Un asunto nos
llamó y nos sigue llamando la atención, nos referimos a sus opiniones sobre
Gandhi y las complejas relaciones entre emancipación y pacifismo, entre
revolución social y cultura no violenta. Manolo enfoca la cuestión con su
peculiar metódica: primero, constata las relaciones existentes entre
transformación socialista y violencia en la tradición marxista; segundo, con
una dosis bastante calculada de provocación, señala los fracasos históricos de
las estrategias políticas que, directa o indirectamente, cabe referenciar en
Lenin y Gandhi, añadiendo que no carece de fundamento la crítica pacifista a
los resultados de las convulsiones revolucionarias en casi todas partes;
tercero, en el carácter descomunalmente destructivo de las armas modernas —no
sólo de las nucleares— así como de las profundas relaciones existentes entre
ciencia, tecnología e imperialismo en eso que se ha venido denominando complejo
militar-industrial y sus conexiones con la crisis ecológico social del planeta;
cuarta, reconociendo con veracidad los problemas no resueltos, constatando que
el pacifismo ha tenido, en la tradición socialista, una connotación reformista
y subrayando que una conciencia socialista culturalmente no violenta estaba
obligada a enfrentarse a dilemas difíciles de eludir como la lucha armada
(defensiva) contra la opresión violenta de las clases dominantes. La “lucha
armada por la paz” era una paradoja intelectual pero un problema real que surge
en las luchas concretas de las gentes con la que los revolucionarios tienen
necesariamente que medirse.
Hay un paso que
nos llamó mucho la atención y que Manolo desarrolla en algunos de los textos
recogidos en este libro. Me refiero a aquello del “desarrollo de actividades
innovadoras en la vida cotidiana”.
La cosa tiene
que ver con el intento de relacionar cuestión ecológica, federalismo y
democratización de las relaciones sociales en una estrategia de construcción de
una sociedad alternativa. Para Manolo el socialismo era, fundamentalmente, un
modo de producir, consumir y vivir alternativo al capitalismo, donde lo
decisivo era la construcción de una cotidianeidad más libre y rica y el
objetivo “sin mitos”, un cambio sustancial de las personas mismas y sus
relaciones con la naturaleza. El acento lo situaba ahora en la necesidad de ir
construyendo marcos sociales de relación, prácticas y modos de agregación que
fortaleciesen la identidad, la capacidad de propuesta y de organización de lo
que podríamos llamar la izquierda alternativa.
El cambio de
perspectiva tenía que ver, en primer lugar, con la hondura y la gravedad de la
crisis ecológico social que amenazaba al planeta.
En segundo
lugar, con el tipo de disgregación social que el capitalismo incorporaba en la
presente fase.
Y, en tercer
lugar, con las dificultades de la fuerza anticapitalista y con voluntad
socialista. Hablar en este contexto de conversión hay que relacionarlo con el
final de una etapa histórica del movimiento obrero que, además, se hacía desde
la derrota y con la necesidad de un cambio fundamental, de una discontinuidad
radical con la forma y modo de organizar e intervenir en la política así como
con la exigencia impostergable de una refundación del entero proyecto
emancipatorio.
Tu camarada y
amigo
MANOLO MONEREO