domingo, 7 de febrero de 2016

EL ESTADO ESPAÑOL, ¿DEMOCRÁTICO?


REY REINANDO CON EL MAZO
DANDO. UN ANÁLISIS DE LA
MONARQUÍA Y LA CONSTITUCIÓN
ESPAÑOLA DE 1978

5/7

 Lorenzo Peña
Sociología Crítica
02.02.2016

Sumario

Consideraciones Preliminares
  1. La monarquía, Forma perdurable del Estado español
  2. El carácter parlamentario de la Monarquía española
  3. El poder real y la necesidad del refrendo
  4. La potestad real de nombrar al presidente del Gobierno
  5. La potestad regia de vetar decretos y leyes
  6. El poder constituyente del soberano
  7. Conclusión

Apartado 5.– La potestad regia de vetar decretos y leyes
El artículo 62 asigna al monarca el derecho exclusivamente suyo de: a) sancionar y promulgar las leyes; … f) expedir los decretos acordados en el consejo de ministros.
El verbo usado en tal artículo es el de «corresponder». Esas facultades, entre otras, corresponden al rey. ¿Qué pasa cuando éste se abstenga de ejercer esas facultades que le corresponden, o alguna de ellas en particular? Nada puede obligarlo a ejercer ninguna de tales facultades. La Constitución no encierra ni acarrea disposición alguna al respecto.
Hay que hacer, sin embargo, un distingo entre los decretos y las leyes. Con relación a los decretos, la Constitución guarda sepulcral silencio. Dice eso, ya citado, de que corresponde al rey el expedirlos. El verbo «corresponder» dice claramente lo que quiere decir: es un derecho, una prerrogativa regia; no un deber. Entre otras facultades más que le corresponden según ese artículo está la de ejercer el derecho de gracia (apartado i). Resulta patente que nada lo obliga a ejercerlo. Igual con lo de expedir decretos. Ni cabe alegar en contra de esto que, según el artículo 97, el «Gobierno dirige la política interior y la exterior … Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes». Porque este último complemento circunstancial, «de acuerdo con la Constitución y las leyes», fija con nitidez los límites y las modalidades de ese ejercicio. El Gobierno no puede expedir decretos, sino acordarlos, proponiendo su expedición al monarca. Éste es muy dueño de expedirlos y de no expedirlos. Nunca dice la Constitución que deberá expedirlos; ni siquiera dice algo así como «los expedirá»; sólo lo ya citado: que [sólo] a él corresponde expedirlos. El Gobierno no puede decretar cosa alguna.
Nuevamente procede hacer una comparación con la Constitución de la II República, cuyo artículo 90 dice al respecto: «Corresponde al consejo de ministros … dictar decretos; ejercer la potestad reglamentaria, y deliberar sobre todos los asuntos de interés público». Naturalmente precedentes como ése no eran desconocidos de nuestros constituyentes del 78; si redactaron el artículo 97 de la vigente Constitución como lo han hecho es por algo. Se ha suprimido esa atribución al consejo de ministros de dictar decretos. Y aun lo que se ha dejado, lo de ejercer la función ejecutiva y la potestad reglamentaria, se ha juzgado preciso matizarlo con la cláusula: «de acuerdo con la Constitución y las leyes». No sea que se vaya a entender que el Gobierno puede decretar. ¡No! Le toca ejercer su función sólo de acuerdo con el resto de las disposiciones constitucionales, una de las cuales es esa prerrogativa regia de expedición de los decretos.
En cambio, con relación a las leyes sí dice algo la Constitución. Algo que ha llevado a los halagadores del régimen a afirmar que la Carta del 78 no confiere al monarca derecho de veto sobre las leyes, a saber: el artículo 91, que reza así:
El Rey sancionará en el plazo de quince días las leyes aprobadas por las Cortes generales, y las promulgará y ordenará su inmediata publicación.
¿Qué significa eso? No es casual la redacción del artículo, con ese verbo en futuro. Comparemos de nuevo con la Constitución de la II República, artículo 83: «El Presidente promulgará las leyes sancionadas por el congreso, dentro del plazo de quince días, … El Presidente quedará obligado a promulgarlas». «Obligado»: la palabra es clara. La no promulgación del presidente sería una violación de la Constitución. Y, como el Presidente de la República es responsable, acarrearía su destitución. Además, se ve que el Presidente de la República no tenía ninguna facultad sancionadora (como tampoco la tiene, p.ej., en la actual Constitución de la República Italiana). En cambio, además de que en la Constitución del 78 el monarca es irresponsable –y, por lo tanto, ni siquiera si incumpliera algo tal que la Constitución dijera que es un deber suyo, ni siquiera en tal caso se le podría imputar su incumplimiento, pues no podría ser depuesto ni podría sufrir merma su autoridad–, además de eso esta Constitución se abstiene cuidadosamente de decir que el rey tenga que sancionar o promulgar las leyes aprobadas por las Cortes. A él le corresponde hacerlo; lo hará; lo hará, si no van en contra de una consideración más importante y elevada de la cual él sería único árbitro, como moderador que es del funcionamiento regular de las instituciones, y más todavía del propio ordenamiento constitucional. (¿Cuál sería esa consideración más alta? La de preservar en su plenitud los valores de la Constitución: la libre empresa, la economía de mercado [artículo 38], así como, desde luego, los intereses de la propia «dinastía histórica» y de las otras di nastías, reinantes o no, con ella emparentadas –como los Schleswig-Holstein, o la casa real inglesa– o simplemente asociadas –como los As-Sabah de Kuwait.)
Ni vale objetar contra lo recién apuntado –como lo han hecho algunos alabadores de la Constitución– que la potestad de veto no se le reconoce expresamente al monarca en el texto constitucional. El que la Constitución no reconozca explícitamente derecho de veto legislativo al monarca no significa que se lo rehuse. En caso de conflicto de interpretaciones, es él el árbitro, a tenor del artículo 56.1. Y no se alegue en contra de eso que tal artículo señala que el rey «ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes»; porque, en primer lugar, no se dice que ejerza sólo esas funciones; en segundo lugar, y sobre todo, esa frase va precedida de la conjunción copulativa «y», que la une a las anteriores: «es el Jefe del estado, …», «arbitra y modera …», «asume la más alta representación …». La cláusula que sigue a la conjunción ha de entenderse, pues, como un añadido; su sentido obvio es que el monarca ejerce, además, las otras funciones que le atribuyan la Constitución y las leyes. Aunque así no fuera, lo único de que carecería el monarca sería de una facultad de proclamar su veto legislativo de manera pública, pues eso sí constituiría un acto firmado y, por lo tanto, menesteroso de refrendo para que tuviera validez constitucional; no por ello carecería del poder –que implícitamente le otorga la Constitución al no decir lo contrario– de vetar por vía de mera omisión, e.d. simplemente de abstenerse de sancionar y de promulgar.
Tampoco cabe objetar que esa prerrogativa regia de veto a las leyes no se amoldaría al monopolio legislativo que la Constitución dizque conferiría a las cortes. Fíjense bien en la redacción de la Constitución quienes nos quieren persuadir de eso. No dice la Constitución que la potestad legislativa radique o resida en las cortes, sino que éstas la ejercen (artículo 66.2). Comparemos una vez más esa redacción con la de la Constitución republicana de 1931, cuyo artículo 51 dice: «La potestad legislativa reside en el pueblo, que la ejerce por medio de las cortes o congreso de los diputados». En la República es el pueblo quien ejerce esa potestad; hácelo a través de las Cortes por él elegidas. En la monarquía la cortes ejercen la potestad legislativa; mas lo hacen –eso como todo– de consuno con el rey: si éste no promulga (en el ordenamiento regular de la Constitución) ninguna ley no aprobada por las cortes, sólo a él compete sancionar y promulgar las leyes que, en uso de su potestad, aprueben las cortes. Sin el aval regio, sin la aceptación del monarca, no habrá ley alguna (en virtud del artículo 62.a). La facultad que confiere a las cortes el artículo 66.2 es, pues, meramente la de elaborar las leyes. Y aun eso sólo dentro de los límites prescritos por los artículos 81 y siguientes, en particular por el 88, que otorga la iniciativa de las leyes al Gobierno.
Concedamos y supongamos, no obstante, que el verbo en tiempo futuro del artículo 91 sí constituye una prescripción, y no una mera previsión. Concedamos que, a tenor de tal artículo el rey queda, aunque suavemente, obligado a sancionar y promulgar las leyes aprobadas por las cortes. ¿Qué pasa si no lo hace? Pues nada. Sencillamente nada. Volvemos a lo ya visto más arriba. No es responsable. Su persona y su trono son inviolables. Como el abstenerse de sancionar y de promulgar es una omisión, no puede recibir refrendo, ni por lo tanto lo requiere para tener validez. Una situación así, en tal hipótesis, sería una situación para la que la Constitución no habría previsto salida. Produciríase, pues, una crisis constitucional, y, en virtud de las razones ya consideraras, se devolvería la plenitud del poder constituyente al sancionador de la presente Constitución. O bien, y a pesar de la crisis, como se trataría de una situación a la cual no ha previsto solución la Constitución, y como el árbitro y moderador del funcionamiento de ésta no es otro que el monarca, sería a éste a quien competiría determinar qué habría que hacer. Sencillamente, pues, las leyes que le desagradaren, las que suscitaran su veto, no entrarían nunca en vigor, sino que se mantendrían las anteriores.
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