REY REINANDO CON EL MAZO
DANDO. UN ANÁLISIS DE LA
MONARQUÍA Y LA CONSTITUCIÓN
ESPAÑOLA DE 1978
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Sociología Crítica
02.02.2016
Sumario
Consideraciones Preliminares
- La monarquía, Forma
perdurable del Estado español
- El carácter
parlamentario de la Monarquía española
- El poder real y la
necesidad del refrendo
- La potestad real de
nombrar al presidente del Gobierno
- La potestad regia
de vetar decretos y leyes
- El poder
constituyente del soberano
- Conclusión
Apartado 5.– La potestad regia de vetar decretos y leyes
El artículo 62
asigna al monarca el derecho exclusivamente suyo de: a) sancionar y
promulgar las leyes; … f) expedir los decretos acordados en el consejo de
ministros.
El verbo usado
en tal artículo es el de «corresponder». Esas facultades, entre otras,
corresponden al rey. ¿Qué pasa cuando éste se abstenga de ejercer esas
facultades que le corresponden, o alguna de ellas en particular? Nada puede
obligarlo a ejercer ninguna de tales facultades. La Constitución no encierra ni
acarrea disposición alguna al respecto.
Hay que hacer,
sin embargo, un distingo entre los decretos y las leyes. Con relación a los
decretos, la Constitución guarda sepulcral silencio. Dice eso, ya citado, de
que corresponde al rey el expedirlos. El verbo «corresponder» dice claramente
lo que quiere decir: es un derecho, una prerrogativa regia; no un deber. Entre
otras facultades más que le corresponden según ese artículo está la de ejercer
el derecho de gracia (apartado i). Resulta patente que nada lo obliga a
ejercerlo. Igual con lo de expedir decretos. Ni cabe alegar en contra de esto
que, según el artículo 97, el «Gobierno dirige la política interior y la
exterior … Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo
con la Constitución y las leyes». Porque este último complemento
circunstancial, «de acuerdo con la Constitución y las leyes», fija con nitidez
los límites y las modalidades de ese ejercicio. El Gobierno no puede expedir
decretos, sino acordarlos, proponiendo su expedición al monarca. Éste es muy
dueño de expedirlos y de no expedirlos. Nunca dice la Constitución que deberá
expedirlos; ni siquiera dice algo así como «los expedirá»; sólo lo ya citado:
que [sólo] a él corresponde expedirlos. El Gobierno no puede decretar cosa
alguna.
Nuevamente
procede hacer una comparación con la Constitución de la II República, cuyo
artículo 90 dice al respecto: «Corresponde al consejo de ministros … dictar
decretos; ejercer la potestad reglamentaria, y deliberar sobre todos los
asuntos de interés público». Naturalmente precedentes como ése no eran
desconocidos de nuestros constituyentes del 78; si redactaron el artículo 97 de
la vigente Constitución como lo han hecho es por algo. Se ha suprimido esa
atribución al consejo de ministros de dictar decretos. Y aun lo que se ha
dejado, lo de ejercer la función ejecutiva y la potestad reglamentaria, se ha
juzgado preciso matizarlo con la cláusula: «de acuerdo con la Constitución y
las leyes». No sea que se vaya a entender que el Gobierno puede decretar. ¡No!
Le toca ejercer su función sólo de acuerdo con el resto de las disposiciones
constitucionales, una de las cuales es esa prerrogativa regia de expedición de
los decretos.
En cambio, con
relación a las leyes sí dice algo la Constitución. Algo que ha llevado a los
halagadores del régimen a afirmar que la Carta del 78 no confiere al monarca
derecho de veto sobre las leyes, a saber: el artículo 91, que reza así:
El Rey
sancionará en el plazo de quince días las leyes aprobadas por las Cortes
generales, y las promulgará y ordenará su inmediata publicación.
¿Qué significa
eso? No es casual la redacción del artículo, con ese verbo en futuro.
Comparemos de nuevo con la Constitución de la II República, artículo 83: «El
Presidente promulgará las leyes sancionadas por el congreso, dentro del plazo
de quince días, … El Presidente quedará obligado a promulgarlas». «Obligado»:
la palabra es clara. La no promulgación del presidente sería una violación de
la Constitución. Y, como el Presidente de la República es responsable,
acarrearía su destitución. Además, se ve que el Presidente de la República no
tenía ninguna facultad sancionadora (como tampoco la tiene, p.ej., en la actual
Constitución de la República Italiana). En cambio, además de que en la
Constitución del 78 el monarca es irresponsable –y, por lo tanto, ni siquiera
si incumpliera algo tal que la Constitución dijera que es un deber suyo, ni
siquiera en tal caso se le podría imputar su incumplimiento, pues no podría ser
depuesto ni podría sufrir merma su autoridad–, además de eso esta Constitución
se abstiene cuidadosamente de decir que el rey tenga que sancionar o promulgar
las leyes aprobadas por las Cortes. A él le corresponde hacerlo; lo hará; lo
hará, si no van en contra de una consideración más importante y elevada de la
cual él sería único árbitro, como moderador que es del funcionamiento regular
de las instituciones, y más todavía del propio ordenamiento constitucional.
(¿Cuál sería esa consideración más alta? La de preservar en su plenitud los
valores de la Constitución: la libre empresa, la economía de mercado [artículo
38], así como, desde luego, los intereses de la propia «dinastía histórica» y
de las otras di nastías, reinantes o no, con ella emparentadas –como los
Schleswig-Holstein, o la casa real inglesa– o simplemente asociadas –como los
As-Sabah de Kuwait.)
Ni vale objetar
contra lo recién apuntado –como lo han hecho algunos alabadores de la
Constitución– que la potestad de veto no se le reconoce expresamente al monarca
en el texto constitucional. El que la Constitución no reconozca explícitamente
derecho de veto legislativo al monarca no significa que se lo rehuse. En caso
de conflicto de interpretaciones, es él el árbitro, a tenor del artículo 56.1.
Y no se alegue en contra de eso que tal artículo señala que el rey «ejerce las
funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes»; porque,
en primer lugar, no se dice que ejerza sólo esas funciones; en segundo lugar, y
sobre todo, esa frase va precedida de la conjunción copulativa «y», que la une
a las anteriores: «es el Jefe del estado, …», «arbitra y modera …», «asume la
más alta representación …». La cláusula que sigue a la conjunción ha de
entenderse, pues, como un añadido; su sentido obvio es que el monarca ejerce,
además, las otras funciones que le atribuyan la Constitución y las leyes.
Aunque así no fuera, lo único de que carecería el monarca sería de una facultad
de proclamar su veto legislativo de manera pública, pues eso sí constituiría un
acto firmado y, por lo tanto, menesteroso de refrendo para que tuviera validez
constitucional; no por ello carecería del poder –que implícitamente le otorga
la Constitución al no decir lo contrario– de vetar por vía de mera omisión,
e.d. simplemente de abstenerse de sancionar y de promulgar.
Tampoco cabe
objetar que esa prerrogativa regia de veto a las leyes no se amoldaría al
monopolio legislativo que la Constitución dizque conferiría a las cortes.
Fíjense bien en la redacción de la Constitución quienes nos quieren persuadir
de eso. No dice la Constitución que la potestad legislativa radique o resida en
las cortes, sino que éstas la ejercen (artículo 66.2). Comparemos una vez más
esa redacción con la de la Constitución republicana de 1931, cuyo artículo 51
dice: «La potestad legislativa reside en el pueblo, que la ejerce por medio de
las cortes o congreso de los diputados». En la República es el pueblo quien
ejerce esa potestad; hácelo a través de las Cortes por él elegidas. En la
monarquía la cortes ejercen la potestad legislativa; mas lo hacen –eso como
todo– de consuno con el rey: si éste no promulga (en el ordenamiento regular de
la Constitución) ninguna ley no aprobada por las cortes, sólo a él compete
sancionar y promulgar las leyes que, en uso de su potestad, aprueben las
cortes. Sin el aval regio, sin la aceptación del monarca, no habrá ley alguna
(en virtud del artículo 62.a). La facultad que confiere a las cortes el
artículo 66.2 es, pues, meramente la de elaborar las leyes. Y aun eso sólo
dentro de los límites prescritos por los artículos 81 y siguientes, en
particular por el 88, que otorga la iniciativa de las leyes al Gobierno.
Concedamos y
supongamos, no obstante, que el verbo en tiempo futuro del artículo 91 sí
constituye una prescripción, y no una mera previsión. Concedamos que, a tenor
de tal artículo el rey queda, aunque suavemente, obligado a sancionar y
promulgar las leyes aprobadas por las cortes. ¿Qué pasa si no lo hace? Pues
nada. Sencillamente nada. Volvemos a lo ya visto más arriba. No es responsable.
Su persona y su trono son inviolables. Como el abstenerse de sancionar y de
promulgar es una omisión, no puede recibir refrendo, ni por lo tanto lo
requiere para tener validez. Una situación así, en tal hipótesis, sería una
situación para la que la Constitución no habría previsto salida. Produciríase,
pues, una crisis constitucional, y, en virtud de las razones ya consideraras,
se devolvería la plenitud del poder constituyente al sancionador de la presente
Constitución. O bien, y a pesar de la crisis, como se trataría de una situación
a la cual no ha previsto solución la Constitución, y como el árbitro y
moderador del funcionamiento de ésta no es otro que el monarca, sería a éste a
quien competiría determinar qué habría que hacer. Sencillamente, pues, las
leyes que le desagradaren, las que suscitaran su veto, no entrarían nunca en
vigor, sino que se mantendrían las anteriores.
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