Sustraídos de su tierra,
llevados a un lugar donde son explotados para enriquecimiento de unos pocos
empresarios. Es una historia recurrente en los últimos siglos, y la esclavitud
en las Antillas españolas es una de sus expresiones más evidentes. La burguesía
catalana de la época no fue ajena a ese comercio.
Oprobio de esclavistas: negros y culíes
El Viejo Topo
1 mayo, 2025
Este es el
artículo en abierto de la revista El Viejo Topo (no. 448) de mayo 2025. Pinchar aquí
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Sustraídos de
su tierra, llevados a un lugar donde son explotados para enriquecimiento de
unos pocos empresarios. Es una historia recurrente en los últimos siglos, y la
esclavitud en las Antillas españolas es una de sus expresiones más evidentes.
Millones de
seres humanos fueron secuestrados en África y enviados como esclavos a América.
Los mercaderes que organizaron ese vil comercio desde Gran Bretaña, Francia,
Holanda, Portugal, España, se enriquecieron durante generaciones. La hipocresía
con la que actuaron fue tan feroz que, aunque en 1820 esa trata fue prohibida,
los gobiernos la permitieron, para seguir disponiendo de esclavos en las
plantaciones e ingenios, en el tendido de ferrocarriles y en el servicio
doméstico. Aunque la vergüenza por ese pasado esclavista de tantos burgueses
siempre se ha intentado ocultar en Cataluña, y en el resto de España, una
pequeña exposición en las viejas Drassanes barcelonesas (La infamia. La
participación catalana en la esclavitud colonial) lo recuerda ahora.
La esclavitud y la trata de seres humanos continuó tras la prohibición, y ese comercio siguió realizándose durante todo el siglo XIX a la vista de todos con la complicidad de gobiernos y burgueses y de la monarquía de los Borbones, como hizo María Cristina de Borbón. Muchas fortunas españolas se levantaron con el comercio de seres humanos y la esclavitud, y algunas de ellas siguen existiendo. El tráfico de esclavos enriqueció a la burguesía catalana, como a muchos burgueses del resto de España que también participaron en ese negocio infame: bandas armadas raptaban a los africanos, incluidas mujeres y niños, y en las costas atlánticas los vendían a comerciantes europeos que se encargaban de su traslado en barcos de la muerte: una cuarta parte de los cautivos podía morir durante el viaje, y sus cadáveres eran arrojados al mar. Los negros viajaban hacinados hasta las Antillas, al Brasil y a América del norte. Entre los traficantes de esclavos catalanes se encontraban personajes como Pere Manegat, Francesc Canela, Bonaventura Vidal, José de Bérriz, Gaspar Roig, Antoni Vinent, Esteban Gatell, Domènech Mustich, Josep Ramon Milà de la Roca, Francesc Rovirosa, Pau Freixas Ribalta, Pere Sala, Cristòfol Roig Vidal, Joan Surís, Miquel Biada, Josep Vidal Ribas, Vidal Frères, que actuaron desde Guinea Bissau, el Congo, Nigéria, Benin, Angola, Gabón, Madagascar, Zanzíbar e incluso desde la isla de la Reunión en el océano Índico. Los rastros familiares de los esclavistas llegan hasta nuestros días: Joan Mas Roig y Pere Mas Roig (antepasados de quien fue presidente de la Generalitat, Artur Mas) y Gaspar Roig Llenas fueron capitanes negreros, y Joan Güell Ferrer se enriqueció con el trabajo esclavo en Cuba para crear más tarde en Barcelona la gran fábrica textil del Vapor Vell y seguir lucrándose después con la explotación obrera. Y un personaje como el general Prim i Prats, que llegó a ser presidente del gobierno español, reprimió las protestas de los esclavos de Puerto Rico. La trata de esclavos enriqueció a traficantes pero también a armadores de barcos, a financieros, a industriales, a comerciantes.
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Cuando, en
1868, caía un reinado Borbón, España era el único país europeo que seguía
manteniendo la esclavitud en las colonias americanas, entonces reducidas a Cuba
y Puerto Rico, pero la presión para abolirla aumentaba en muchos sectores de la
población. La revuelta en Cuba contra la dominación colonial española hizo que
en Barcelona la burguesía se organizase para responder a las demandas de libertad
de los cubanos, muchos de ellos esclavos negros. Barcelona no era la única
ciudad donde la burguesía rechazaba la abolición de la esclavitud en las
colonias: también lo hacía en Madrid, Bilbao, Valencia, Cádiz o Sevilla.
Aunque, tras el destronamiento de la corrupta monarquía de Isabel II, la
formación del primer gobierno del Sexenio Democrático ofrecía la esperanza de
que España aboliese por fin la esclavitud. Pero el final tardaría en llegar
casi veinte años más.
En Barcelona
los indianos esclavistas se agruparon para defender la esclavitud en el Círculo
Hispano-Ultramarino, cuyo primer presidente fue el negrero Joan Güell (su hijo
Eusebi se convirtió en uno de los hombres más ricos de Europa y en mecenas de
Gaudí) y el vicepresidente Antonio López, marqués de Comillas y consuegro de
Güell, acompañados por muchos de los más relevantes burgueses catalanes: Josep
Canela Raventós, Josep Amell Bou, Josep Ferrer Vidal, Tomás Ribalta Serra,
Josep Munné Nugareda, Isidre Gassol Civit, Josep Antoni Salom, Melchor Ferrer,
y por juristas como Manuel Duran y Bas, aquel peculiar personaje que organizaba
«concursos de culos» (femeninos, claro) en su casa del Portal de l’Àngel
barcelonés. El Círculo Hispano-Ultramarino instaló su sede en locales del
Ateneo Barcelonés de la calle Canuda, y su rechazo a la abolición de la
esclavitud (¡declarando al mismo tiempo que eran contrarios a ella!) fue
asumida por gran parte de la burguesía catalana que se vanagloriaba
además declarando que se oponían a la abolición porque prohibirla dañaría a los
propios esclavos, incapaces de gobernarse por sí mismos, al tiempo que
alardeaban de su voluntad de servicio al país, su patriotismo y su probada
generosidad. Crearon también el Banco Hispano Colonial para financiar
expediciones militares para luchar contra los rebeldes cubanos, y cuyas
antiguas sedes permanecen hoy en la barcelonesa plaza de Cataluña y en la Vía
Layetana. El banco tuvo como accionistas fundadores a Antonio López, Manuel
Girona, Camilo Fabra Fontanils, Antonio Borrell Folch, y Eusebi Güell, hijo de
Joan Güell y sus operaciones y negocios, con el favor del Estado, favorecieron
a la Compañía de Tabacos de Filipinas, la Sociedad Española de Construcción
Naval, la Sociedad General de Aguas de Barcelona y la Compañía Trasatlántica,
entre otras, y el gran negocio de la abertura de la Via Laietana barcelonesa
(«la reforma») que expulsó del centro de la ciudad a miles de trabajadores,
derribando sus casas. También defendían la esclavitud instituciones burguesas
tan relevantes como la Junta del Comercio y el Fomento de la Producción
Nacional (que confluyó en 1889 en el actual Foment del Treball Nacional), así
como la Liga Nacional de Barcelona. Esta última surgió en 1872: tres mil
burgueses, propietarios y profesionales se reunieron en la Llotja de la plaza
Palau para fundarla, haciendo fe de su defensa del esclavismo. Ese mismo año
tuvo lugar, en diciembre, la primera manifestación en la capital catalana que
reclamó la abolición de la esclavitud ante la antigua Aduana, sede del abolicionista
gobernador civil Joaquim Fiol Pujol. Se había prohibido el tráfico de esclavos
en 1820, pero no la esclavitud, y la primera vez que se abolió (en el
territorio español de la época) fue en la Asamblea de Guáimaro, en la provincia
cubana de Camagüey en 1869, promulgando también la primera Constitución cubana,
aunque en plena guerra contra la colonia. En la península, durante el Sexenio
Democrático, primero se promulgó la moderada Ley Moret de 1870 (ley de
«libertad de vientres», que concedía la libertad a los hijos que tuviesen en el
futuro las esclavas negras), y después la proclamación de la I República
hizo posible, con el presidente Estanislau Figueras, la abolición de la
esclavitud en Puerto Rico en 1873 (dos mil propietarios tenían entonces esclavos
en la isla), que no llegó para Cuba hasta 1886 (en 1880, con Cánovas, se aprobó
una primera ley) aunque el abogado barcelonés y ministro de Ultramar, Santiago
Soler Pla, y el presidente Castelar, lo intentaron antes sin éxito.
El historiador
Martín Rodrigo ha demostrado que los burgueses catalanes compartían las ideas
de personajes como José Ferrer de Couto que publicó un libro en defensa de la
esclavitud y que consideraba una «acción humanitaria» el tráfico de esclavos…
porque les evitaba así la penosa vida en África e incluso les salvaba de una
probable muerte a manos de otros africanos. No fue el único. Josep Puig
Llagostera, empresario textil y diputado en Madrid, contrario a la
abolición de la esclavitud, llegó a afirmar: «Húndanse los principios, pero
sálvese el país». También Romero Robledo, que después sería ministro con
Cánovas y se mostraría contrario al sufragio universal, mantuvo en la discusión
parlamentaria de la Ley Moret que las condiciones de los esclavos en Cuba y
Puerto Rico las «envidian los trabajadores libres».
En realidad,
aquellos esclavistas querían salvar su riqueza, como Antonio López, marqués de
Comillas, y todos los que colaboraban en las campañas del Círculo
Hispano-Ultramarino, y defendían con pasión la «integridad de la patria» para
seguir conservando así sus negocios en las colonias americanas, africanas
(Guinea, y desde 1884, el Sáhara español) y asiáticas (Filipinas, islas
Marianas y Guam, e incluso las disputadas islas Carolinas) y el trabajo forzado
de los esclavos. Igual opinaban muchos relevantes personajes de la época: en el
año de la muerte del marqués de Comillas, el alcalde de Barcelona, Rius y
Taulet, encargó un monumento en bronce a Venancio Vallmitjana para honrarlo: el
cascajo estuvo junto a la Llotja hasta la guerra civil y aunque los anarquistas
de la CNT lo destruyeron, con justicia, el nuevo alcalde franquista de la
ciudad tras la guerra civil, Miquel Mateu Pla, hizo instalar de nuevo la
estatua a Antonio López, obra del escultor fascista Frederic Marès que también
reconstruyó el monumento a Joan Güell que sigue presidiendo en Barcelona el
cruce de la Rambla de Cataluña y la Gran vía de las Corts.
Aquellos
indianos, traficantes y negreros, y sus descendientes, disfrutaron de la
riqueza conseguida con la venta y explotación de esclavos africanos, cuyas
vidas no les importaban. El escritor cubano Alejo Carpentier resumió así su
existencia: «el negro que no moría por enfermedad o a causa de un castigo,
acababa pegado a una talanquera, hecho hueso y pelo». Así, con esas
riquezas fruto del trabajo esclavo, el nuevo Eixample barcelonés se llenó de
fastuosas mansiones, y el dinero llegó también a las obras de Gaudí con la mano
de Eusebi Güell, a la Exposición Universal de 1888, el palau Marc de la Rambla,
hasta los edificios de los «porxos d’en Xifré», gran operación inmobiliaria que
levantó Josep Xifré Casas con la riqueza acumulada en Cuba. Todo fue posible
gracias al comercio, la trata y la explotación de esclavos, y no querían perder
esa bicoca: en 1868, la campaña de la burguesía para combatir la insurrección
en Cuba y preservar sus negocios consiguió enrolar a tres mil quinientos
voluntarios catalanes para enviarlos a luchar contra los cubanos que querían
abolir la esclavitud y liberarse de España, en una expedición impulsada por
Antonio López y organizada por la Diputación presidida entonces por Víctor
Balaguer Cirera y después por Anicet Mirambell Carbonell. Y, aunque en otros
países europeos ya se había aceptado poner fin a la esclavitud, la burguesía
catalana se resistió hasta el final. De hecho, España fue el último país
europeo en abolir la esclavitud.
En Cuba, los
traficantes abrían su mercado de esclavos y los propietarios los enviaban a los
ingenios azucareros, a la zafra de la caña dulce, o a cualquier otra ocupación.
Los españoles no escatimaron ambición para enriquecerse: hacia mediados del
siglo XIX, solamente en Cuba poseían 1.365 ingenios y plantaciones, todas con
esclavos, donde producían azúcar y aguardientes a partir de la caña. La
opulencia de los negreros era insultante, como mostraban Josep Carbó Martinell,
de Sant Feliu de Guíxols; Josep Riera Romeu, de Sitges; Josep Antoni Marquès
Torrents, Teresa Sicart Soler, Salvador Samà Martí y Pau Soler Morell, todos de
Vilanova y la Geltrú; y Tomàs Ribalta Serra y Pau Lluís Ribalta Serra, de
Barcelona. Entre muchos otros.
La dignidad del
ser humano y la abolición de la esclavitud fueron defendidas por Pi i Margall,
por Laureà Figuerola (el creador de la peseta), Santiago Rusiñol, Joaquim Maria
Sanromà. Y también por Clotilde Cerdà Bosch (relevante arpista e hija del
creador del Eixample barcelonés, Ildefons Cerdà), que luchó por los derechos de
las mujeres y contra la pena de muerte y la esclavitud; y por el editor Antonio
Bergnes de las Casas. Tantos burgueses catalanes se beneficiaron del tráfico de
esclavos que hizo fortuna una copla:
«Desde el fondo
del barranco,
dice el negro
con afán:
Dios mío, quién
fuera blanco,
aunque fuera
catalán».
Cuando
surgieron dificultades con la trata de esclavos negros, aquellos burgueses que
levantaron grandes mansiones en Barcelona los sustituyeron por chinos, llamados
culíes. Se aprovechaban de la miseria en la China imperial, cuando las
potencias occidentales querían repartirse el país a dentelladas y Gran Bretaña
era la traficante de drogas e imponía las guerras del opio. La Real Junta de
Fomento, creada en Cuba en 1832, organizó la operación para trasladar chinos
pobres a las Antillas, con contratos o en ocasiones a la fuerza. Desde mediados
del siglo XIX, y en apenas veinticinco años, llevaron a Cuba más de 150.000
chinos, a los que también esclavizaron: a cambio del pasaje de barco debían
trabajar prácticamente gratis durante años, con interminables jornadas, por
unas monedas. Incluso entre las asociaciones secretas de ñáñigos se integraron
algunos chinos. Los ñáñigos eran esclavos negros llevados por los españoles
desde África que habían formado sociedades secretas en Cuba para ayuda mutua.
Los chinos llegaron para trabajar en las plantaciones de caña, ante los
problemas de los traficantes para suministrar esclavos africanos a los
propietarios españoles. Así, quienes llegaron eran chinos pobres, culíes, a
quienes condenaban a trabajos inhumanos en las fincas cubanas y a quienes los
capataces de los amos azotaban y castigaban como a los negros. El 3 de junio de
1847 llegó a La Habana una fragata española, la Oquendo, con 206
chinos de Cantón. Fueron los primeros. Los barcos españoles zarpaban de Cádiz
(de la naviera de Ignacio Fernández de Castro), Sevilla, Santander y llevaban
mercaderías a las Filipinas; de vuelta, embarcaban trabajadores chinos en
Macao, y bordeando África llegaban a Santa Elena en el océano Atlántico y
después a Cuba. El naviero Fernández de Castro llegó a controlar la llamada
«carrera de China» para el envío de decenas de miles de culíes desde las
cochiqueras de Macao a La Habana y también al Perú, y acumuló una fortuna con
ese tráfico miserable, donde a veces la cuarta parte de los chinos embarcados,
hacinados, a quienes identificaban con números, morían durante la travesía a
causa de las durísimas condiciones del viaje. En La Habana eran vendidos por
trescientos pesos y trasladados a los ingenios, a plantaciones de caña de
azúcar y para la recogida de guano. Tras los primeros cantoneses, llegaron
otros, y con los años se convertirían en una de las poblaciones chinas más
importantes de América: no en vano, el barrio chino habanero ocupa cuarenta
manzanas, más de treinta hectáreas. Y en Regla, al otro lado de la bahía de La
Habana, todavía se conserva el barracón donde encerraban a los culíes y a los
esclavos africanos para ser después vendidos a los propietarios de ingenios y
plantaciones, y para trabajar como criados de las casas burguesas. Como los
africanos, los chinos crearon sociedades de apoyo mutuo. Después, ya desde
1868, miles de chinos se incorporaron a las fuerzas que luchaban por la
independencia de Cuba, y adoptaron nombres españoles, destacando hombres como
el teniente Pío Cabrera, el capitán José Tolón, el comandante Sebastián Siam y
el teniente coronel José Bu Tak.
La larga mano
de los Estados Unidos, con su dilatada historia de esclavos, llegó en 1898,
apoderándose de Cuba y Puerto Rico, y los negros y chinos no vieron cambiar sus
vidas: los gobiernos cubanos impuestos por Washington los trataron como los
estadounidenses explotaban a los negros y chinos en el norte, y como antes los
habían tratado los esclavistas españoles. Los Estados Unidos tenían
experiencia: junto a la larga esclavitud de los negros, buena parte de los
chinos llegaron para trabajar, en durísimas condiciones, en el tendido del
ferrocarril transcontinental y, encima, fueron discriminados. Todavía en 2012,
la Cámara de Representantes aprobó una resolución expresando disculpas por la
infame Ley de Exclusión China de 1882, y por otras leyes y disposiciones que
discriminaron a los chinos trasladados a Estados Unidos con el mismo sistema
que a Cuba. La ley fue ampliada varias veces, endureciendo las condiciones, y
estuvo en vigor durante sesenta años, privando a los chinos de derechos, sin
otra justificación que su origen.
Tras 1898, en
el periodo marcado por la enmienda Platt y el dominio estadounidense,
destacaron otros revolucionarios chinos-cubanos, como José Wong, que fue
asesinado en 1930 por los sicarios de la dictadura de Machado. Su nombre fue
adoptado por la brigada José Wong de la milicia cubana en los
primeros años con Fidel Castro, y otros muchos lucharon con los guerrilleros de
Sierra Maestra. La espantosa miseria de los trabajadores negros y de los chinos
en los años del machadato y de Batista terminaron con el triunfo de la
revolución. Tras 1959, tres chinos-cubanos llegarían a ser generales de las
Fuerzas Armadas Revolucionarias: Armando Choy, Gustavo Chui y Moisés Sío Wong.
La larga y
agotadora historia de los negros y culíes llegó también a la literatura y a la
cultura popular. En 1933, Alejo Carpentier publicó en Madrid su novela Écue-Yamba-Ó (¡en
una editorial fundada por Negrín, Álvarez del Vayo y Araquistain!). La había
escrito seis años antes en la cárcel de La Habana, condenado por sus ideas
comunistas. En ella describe la vida miserable de los trabajadores en los
ingenios azucareros, y en el capítulo 32 el negro Menegildo Cué, el personaje principal,
preso en La Habana durante la presidencia de Alfredo Zayas, asiste a una
imaginaria corrida en el patio de la prisión, entre el negro Matanzas y el
chino Hoang-Wo. Aunque los primeros días en la cárcel, Menegildo “prefería
permanecer en un rincón del patio, oyendo «la charla de los cinco ñáñigos
—miembros del Sexteto Boloña—, condenados por «bronca tumultuaria»”.
Las vueltas de
la vida. Alejo Carpentier juntando a Menegildo con el negro Matanzas y el chino
Hoang-Wo, también presos, y recordando al Sexteto Boloña, el grupo de músicos
cubanos, ñáñigos, según el escritor. Uno de los miembros del Sexteto era José
Manuel Incharte, el chino, y el cantante, Abelardo Barroso, un
negro, como los otros. Alfredo Boloña, que daba nombre al grupo, era un enano
jorobado de apenas un metro de altura, músico excepcional, ñáñigo como el resto
de sus compañeros, negros o mulatos. En su triste «Aurora en Pekín», que
seguramente aludía a un amor perdido en algún garito habanero llamado como la
ciudad china, el Sexteto evoca las vidas de tantos negros y chinos:
«Cuando me
enteré
que Aurora
estaba en Pekín
juré por Dios
cuando te perdí
rallarme los
ojos
borracho el
semblante
que tomaba el
tranvía».
También Compay
Segundo cantaba un son, el primero que compuso, hacia 1922:
“China tú eres
la causa,
la única causa
de mi dolor.
China, tú me
has robado mi corazón”,
El repugnante
comercio de negros y culíes que enriqueció a los esclavistas españoles (La
infamia, en la exposición de las Drassanes) ensucia todavía muchos edificios
y calles de Barcelona.