El último libro de
Josep Burgaya lleva como título "Tiempos de confusión". Y se refiere,
claro está, a este tiempo nuestro, en el que las izquierdas parecen haber
perdido el norte en el mar de las identidades. Del contenido del libro Burgaya
resalta en esta entrevista algunas de sus aristas más significativas.
La sociedad, un concepto en crisis
Josep Burgaya
El Viejo Topo
1 julio, 2023
Josep Burgaya es doctor en Historia Contemporánea por la UAB y profesor
titular de la UVic-UCC, donde es decano de la Facultad de Empresa y
Comunicación. Habitualmente realiza estancias en universidades de América
Latina. De sus obras, destacamos Populismo y relato independentista en
Cataluña. ¿Un peronismo de clases medias? (2020), y La manada digital.
Feudalismo hipertecnológico en una democracia sin ciudadanos (2021). Su último
libro publicado lleva por título Tiempos de confusión. De la clase
adscriptiva a la identidad electiva (2023).
—¿Cuáles son las principales confusiones de estos Tiempos de confusión en
que vivimos?
—De hecho, la
confusión no es de los tiempos, sino de las personas y de gran parte de la
sociedad. Multitud de desengaños e incertidumbres desde el futuro del trabajo
hasta el deterioro medioambiental, de la crisis del modelo democrático hasta la
proletarización creciente de las clases medias, del extractivismo de las
grandes corporaciones a la exclusión social y laboral de un porcentaje cada vez
mayor de la población. Triunfó en todo el arco político y social el
individualismo más radical y las preocupaciones colectivas fueron desplazadas
por el consumo compulsivo. Nos extraviamos con relación a las prioridades.
—Son muchos los temas y subtemas desarrollados en su libro. ¿Cuáles son las
ideas-fuerzas esenciales que defiende?
—El tema
central radica en lo que, a mi parecer, es el mayor error de la izquierda
contemporánea, la “trampa de la diversidad” en la que ha caído, el error de no
focalizar la desigualdad material como la base sobre la que se sustentan todo
tipo de inequidades y marginaciones. La fragmentación de las luchas
progresistas en un sinfín de movilizaciones particulares no es que divida al
progresismo, es que le roba la legitimidad. Lo identitario, sea individual o
tribal, tiende a desenfocar los problemas que habría que afrontar y, además, en
su exageración sin matices, tiende a dar todo tipo de argumentos a la reacción
derechista. La izquierda, desde hace mucho, especialmente en el mundo
anglosajón, se dirige a clases medias urbanas universitarias. Los olvidados,
aquellos que han cultivado el resentimiento en el olvido, se apuntan al
discurso “transgresor” de la derecha. Se les acusa de primarios o “fachas”,
cuando en realidad su incorrección política y cultural tiene que ver con hacer
estridente su abandono. Recuerda a aquél dicho oriental que afirma que cuando
el sabio señala la luna, el necio mira el dedo.
— “De la clase adscriptiva a la identidad electiva” es el subtítulo del
libro. ¿Qué era eso de la clase adscriptiva? ¿A qué refieren estas identidades
electivas?
—Desde la
Revolución Industrial y la Revolución Burguesa hasta los años noventa del siglo
XX, se aceptaba y se compartía una ubicación de clase que nos venía dada por
nuestra función en el proceso productivo y en la sociedad. Era algo dado que no
implicaba forzosamente resignación, pero si un cierto orgullo y una “cultura de
clase” compartida. A partir de los noventa, cuando entramos en el “ciclo de
Hayek”, se nos inculcó que en la sociedad había “igualdad de oportunidades” y
que seríamos y llegaríamos hasta dónde quisiéramos según talento y esfuerzo. A
partir de ahí, creímos que todos éramos clases medias y nos esforzamos en subir
por el ascensor social. Ahora todos podíamos elegir estilos de vida y apostar
en el mercado de las identidades por la que más nos conviniera. Una cultura muy
adecuada para no poner en cuestión las bases del problema principal en el mundo
del capitalismo tardío, que es la desigualdad acumulativa y creciente.
—Abre su ensayo con una magnífica broma lingüística, una placa municipal en
Ciudad de México que advierte a los repartidores de mercancías: “Se prohíbe a
los materialistas aparcar en lo absoluto”. ¿Nos puede traducir la advertencia?
—La verdad es
que esta placa, sacada de contexto, resulta deliciosa. En el libro la utilizo
en el sentido que la izquierda actual, especialmente la que pretende estar más
allá de la socialdemocracia, acostumbra a ser poco proclive a la diversidad de
pensamiento, a los matices y fácilmente se erige en comisariado de la verdad.
El mesianismo afecta también a la izquierda. Aunque no se tenga Dios, no quiere
decir que se haya abandonado un concepto religioso de la política y de la
identidad.
—¿Nos puede dar algún ejemplo de esa izquierda que pretende estar más allá
de la socialdemocracia que acostumbra a ser poco proclive a la diversidad de
pensamiento, a los matices?
—No se puede
generalizar, pero en el mundo de Podemos existen sectores bastante cerrados,
incluso sectarios, un poco dados a aquello de que “la realidad no nos estropee
unas buenas convicciones”. Ensimismados, son incapaces de captar los efectos
perversos que provocan sus planteamientos en algunos temas identitarios. No
sucede tanto en Cataluña en el entorno de los Comunes, quizás porque se
conforman con disponer de políticos y dependen menos de gurús. Quizás dónde es
más exagerada la tendencia a lo absoluto sea en la, digamos, extrema izquierda
independentista, instalada en una burbuja onírica.
—El sumario de su libro: introducción, diez capítulos, posdata. Una, dos
preguntas por apartado. Vivimos según señala en tiempos de confusión, pero
también en un “tiempo suspendido”, un concepto de Álvaro García Linera. ¿Qué
tiempo suspendido en ese?
—García Linera
habla de “tiempo liminal” para definir un momento de implosión de seguridades
y verdades que ya no se sostienen, pero en el que todavía no se han diseñado
propuestas de salida. Predominan los malestares, está en crisis el mismo
concepto de sociedad, mientras resulta imposible de comprender y aún menos asir
los cambios que se están produciendo…
Una parte de la
población deviene “desechable”, se hunde la sociedad del trabajo que era la
base del consenso democrático, la política es ya prácticamente “relato”, lo que
quiere decir espectáculo. El cambio climático se acelera, el globalismo resultó
si no un fracaso al menos una apuesta fallida. Se continúa confundiendo el
crecimiento con el desarrollo, mientras se impone la gig economy y la
financiarización que nos llevó a la crisis de 2008 y que se ha reemprendido de
manera optimista. El mundo se ha convertido en algo inhóspito para una parte
importante de la población. No hay explicaciones globales, solamente el recurso
a dioses menores, encerrarse en una burbuja, y unas demandas de reconocimiento
de identidades que se “adquieren” en el supermercado global de la cultura.
—¿Por qué es tan determinante el miedo en todos nosotros, por qué es tan
poderoso?
—Los temores
condicionan gran parte de las decisiones, de las opciones vitales que tomamos.
Cuando más que en el miedo abstracto nos adentramos en el espanto, tendemos a
sacar las peores pulsiones de nosotros mismos. Se acaba la cooperación, la
empatía y se impone el individualismo, el sálvese quien pueda. Lo tribal
representa una cierta seguridad ante los temores de lo desconocido, configurar
la tribu la “identidad nacional” como apela la derecha o bien las identidades
culturales particulares a las que recurre la izquierda.
—Finaliza el primer capítulo con estas palabras: “Un mundo orwelliano donde
la exclusión social formará parte del paisaje, donde a las personas de bajos
ingresos se las obligará a “salir” de la civilización autosatisfecha y
minoritaria. ¿Quién quiere vivir en un mundo como este?”. Le devuelvo la
pregunta: ¿quién quiere vivir en un mundo así?
—No quisiera
caer en el tremendismo, en el agonismo, pero ciertamente el mundo en el que
estamos y al que al parecer vamos resulta poco vivible, entendiendo esto como
la posibilidad de poder desarrollar una vida digna. Hay temores fundados de que
podemos ir a parar a una distopía de base tecnológica. Lo que ha significado la
disrupción digital, el capitalismo de plataformas o la irrupción de la
Inteligencia Artificial resulta tremendamente deshumanizador. Desaparece
cualquier contexto de amabilidad y la posibilidad de desarrollar una vida
plácida.
—¿Internet favorece los procesos democráticos?
—La sociedad
digital resulta reacia a la primacía de lo colectivo y nos induce al
aislamiento y al individualismo más recalcitrante. Las tiendas virtuales
siempre están abiertas y, aunque algunos lo crean, las redes sociales no son un
espacio público de deliberación.
—Señala que de un tiempo a esta parte el término “populista” está
continuamente presente en el lenguaje político. ¿Qué entiende usted por
populismo?
—El término se
ha convertido más bien en un insulto descalificador en política que en un
sustantivo. En realidad, nunca ha sido ni es una ideología. Es una manera de
imaginar y practicar la política que se usa tanto a derecha como a izquierda,
aún con matices. Establece bandos confrontados y polarizados, partir de una
definición estricta de un “nosotros” y un “ellos”. Una prelatura de la
emocionalidad sobre el razonamiento. El olvido de que la cultura democrática
descansa sobre el espíritu de transacción y convivencia de intereses y valores
diferentes. Aunque la izquierda populista parte de Laclau y Mouffe que sitúan
su origen en el marco del concepto de “hegemonía cultural” de Gramsci, en
realidad es un planteamiento que proviene de Carl Schmitt.
—¿Vivimos tiempos de irracionalismo? ¿De nuevo rige aquello que señalaba
Lukács sobre el asalto a la razón?
—La razón
ilustrada no vive su mejor momento. Predomina la emocionalidad, que es el
refugio en tiempos de incertidumbre y de miedo. Cuando relativizamos los “hechos”
y establecemos “verdades alternativas”, tenemos un serio problema para
establecer un debate público fructífero y que nos pueda llevar a alguna parte.
Quizás, en este momento y a diferencia de otros períodos históricos, la cultura
política que tiende al fomento de lo irracional no es privativa de la derecha
extrema.
—Cuando habla, críticamente, de corrientes identitarias de derecha a
izquierda, ¿en qué está pensando? ¿Qué hay de malo en la cultura idenditaria
progresista?
—Todos tenemos
elementos de referencia diversos que nos definen. El identitarismo resulta
negativo en la medida que produce una fragmentación irreal de la sociedad, de
realzar la diferencia y no lo que compartimos y nos une. Delimita fronteras.
Las identidades son en realidad diversas y cambiantes, evolucionan. Plantearlas
como algo fosilizado con sus fronteras y rituales de admisión resulta una
barbaridad. Se generan polaridades que nada tienen que ver con el desigual
acceso a la riqueza y al bienestar. Hacen una función de opiáceo.
—¿La izquierda debe seguir vindicando el legado de la Ilustración? ¿No hay
mucho desastre en estos dos últimos siglos realizado en nombre de la
Ilustración?
—Seguramente es
cierto que los sueños de la razón pueden engendrar monstruos. Ahí está la
Revolución rusa como demostración de ello. Pero la alternativa a la razón es la
barbarie. Es evidente que la reacción que supuso el Romanticismo aportó algunos
matices interesantes a un pensamiento ilustrado que pudiera parecer esquemático
y, a veces, reduccionista. Pero las emociones son esenciales en el ámbito
personal y un mal contexto en el espacio colectivo. Las guerras, en su mayor
parte, provienen de la manipulación de las emociones y las identidades.
—Sostiene también que la izquierda, desde los años setenta del pasado
siglo, vive un repliegue ideológico, abandonando las luchas colectivas para
refugiarse en la individualidad. ¿Toda la izquierda está inmersa en este
paradigma identitario? ¿La izquierda clásica no hablaba también de la identidad
de clase?
—Ha sido una
dinámica global de la izquierda, aunque con muchos matices. Cualquier grupo
social requiere de un cierto grado de cultura compartida para cohesionarse y
mantenerse unido. El planteamiento marxista de la lucha de clases iba en este
sentido. La clase, para pasar de ser una “clase en sí” a una “clase para sí”,
debía identificar y reconocer sus intereses compartidos y elaborar una cultura
común que estableciera lazos y vínculos duraderos. También objetivos
colectivos. Pero esta cultura no se pretendía ni exclusiva ni excluyente. Pero
hay una izquierda que ha nacido, justamente, para ser identitaria y confunde
las prioridades. No representa, ni lo pretende, a las clases subalternas que lo
requerirían. El triunfo del individualismo es inapelable. Se ha convertido en
transversal, ha superado lo ideológico para representar el sentido común. Su
triunfo tiene que ver con el discurso neoliberal predominante durante
décadas, pero también con una izquierda imbuida por los valores, también
individualistas, de la French Theory.
—Le pregunto más adelante sobre la French Theory. Hay en el libro varias
referencias a lo que suele llamarse “ideología queer”. No parece muy próximo a
esa ideología. ¿Por qué?
—Es un
planteamiento iconoclasta que puede tener un cierto interés como elucubración
teórica, pero que, a nivel práctico, actúa como ariete de ruptura de la acción
colectiva en demanda de la emancipación social. Pude resultar muy atractivo,
casi revolucionario, romper moldes y desacreditar referentes, pero induce a un
nihilismo vacío. Toda pulsión individual, toda disforia de género debe ser
aceptada y respetada, pero convertir esto en el estado “natural” de la
condición humana es un desenfoque. Plantear que sexo y género son únicamente
construcciones culturales resulta exagerado. Existe la biología y ésta nos
plantea unos ciertos límites y también nos encauza. Lo individual, por sí
mismo, no tiene por qué convertirse en norma global y, aún menos, en ley. Es un
exceso de soberbia.
—En una nota al pie de página puede leerse su caracterización del
transhumanismo: “un movimiento cultural vinculado a la fe en la capacidad de
transformación de la condición humana gracias a la tecnología digital. El
objeto es el superar las limitaciones fisiológicas y cognitivas de la especie humana
para llegar a una hibridación entre el hombre y la máquina que resulta del todo
distópica”. No se muestra muy partidario de esta nueva corriente filosófica.
¿Por qué?
—Es una
barbaridad. Qué alguien pretenda “resetear” la condición humana es algo que
resulta distópico y totalitario. La “imperfección”, justamente, hace grande y
única a la condición humana. La exageración del pensamiento basado en la
ingeniería que plantea un futuro de fusión material de lo humano y lo maquínico
resulta un sueño propio de la locura en que determinados salvadores de lo
humano se han instalado. En este sentido, el concepto de “singularidad” de
Kurzweil resulta extremadamente indecente a nivel ético y moral.
—Ha hecho referencia anteriormente. Se le ve muy crítico con el pensamiento
construido en Francia en los años sesenta, con la llamada French Theory.
¿Cuáles son tus principales críticas?
—El tema, desde
el punto de vista teórico, es muy complejo y no se puede analizar en unas pocas
frases. No descubro nada al decir que las aportaciones de Foucault, Deleuze,
Guattari o Lacan han sido y son aún muy relevantes en el campo del pensamiento
contemporáneo. Indispensables. Ahora bien, significan, cada uno es su ámbito,
una renuncia a cualquier acción social colectiva. Se trata de liberar el deseo,
de volver la mirada a uno mismo, se establece que ya solamente es posible la
revolución individual. Para ellos, hay que convertir en público aquello
estrictamente personal, enarbolarlo en el espacio público.
—¿Qué izquierda de Occidente ha cambiado, como afirma, de sujeto histórico?
¿Qué izquierda no considera al movimiento obrero como eje central de la
emancipación?
—Aunque la
izquierda ha mudado de sujeto histórico, esto no se ha formalizado. Es evidente
que el trabajador de fábrica ancestral ya va deviniendo minoritario en el mundo
occidental, pero hay un mundo de trabajadores ahí afuera hecho de precarios,
excluidos, autónomos, informales, sobreexplotados… Como es evidente que la
desigualdad en la distribución de la renta resulta cada vez más pronunciada. El
problema de las izquierdas es que ya no los ve y construyen un discurso
dirigido a las clases medias urbanas intelectualmente formadas. Este es el
nuevo sujeto histórico. Pero lo es únicamente en términos electorales y no para
plantear un proyecto de emancipación y transformación. Los abandonados,
encuentran otros referentes, que no los salvan, pero que les confortan.
—Le cito: “La Unión Europea parece haber entendido que el capitalismo de
las grandes plataformas, más que disruptivo, resulta ser un sistema depredador
en la captación de rentas y un terrible acelerador de las desigualdades
económicas y sociales”. ¿No es muy generoso con la UE? ¿No la sitúa en el “lado
bueno” de la historia, por así decir, siendo muchas veces, así lo parece cuanto
menos, representante de los intereses insaciables de las multinacionales?
—La UE
representa la institucionalización de la europeidad. Conviven ahí, lógicamente,
intereses contrapuestos. Puede ser un instrumento valiosísimo, y en muchos
aspectos y momentos lo es, para la gobernanza en esta parte del mundo. No es
un marco neutral, sus acciones son el resultado de la ideología dominante y,
actualmente, lo es la que protege e impulsa un determinado capitalismo. Ahora
bien, creo que hay una cierta conciencia de que la creciente desigualdad debilita
la cohesión en los diversos estados que forman parte de ella, como también, que
las grandes plataformas de internet, que son mayormente estadounidenses,
saquean los ingresos fiscales y destrozan sectores económicos enteros a su
paso. Sus intentos de controlar estas plataformas no es que sean sinceros, se
han convertido en imprescindibles si no se quiere jugar un papel secundario en
la economía y la geopolítica mundial.
—El capítulo 7º se titula: “Un mundo sin trabajo digno.” ¿Ve posible
alcanzar un mundo con trabajo digno?
—No creo que se
consiga si nos atenemos a la evolución de éste dentro de esta fase del
capitalismo. No es solamente que el trabajo va a ser cada vez más escaso y se
condena a una parte de la población a ser irrelevante. Es que la proporción de
trabajo indigno –mal pagado, inseguro y en condiciones draconianas– va a seguir
aumentando. Y no solamente en los “talleres del sudor” asiáticos o
latinoamericanos, sino en la gig economy occidental hecha de repartidores,
servicios personales, hostelería, microempleos informales…
—Cita a Diderot: “La democracia se detiene en los suburbios”. ¿Dónde se
detiene hoy la democracia?
—La democracia
requiere de entornos de una cierta dignidad, de un sentido de lo colectivo, de
una desigualdad social contenida. Se detiene en la gente excluida, en los
sin-trabajo, en la pobreza, en las banlieu de las ciudades, en los grupos
sociales faltados de expectativas y de futuro, en la falta de espacio público,
donde falta la reflexión pausada y serena… La democracia requiere de ciertas
condiciones, del predominio de un sentido del “nosotros” sobre la hegemonía del
“yo”.
—En Estados Unidos, afirma usted, la relación entre precarización,
sufrimiento mental, ansiedad y toma de barbitúricos provoca entre 70.000 y
100.000 muertes anuales: muertes por desesperación que provocan un consumo
desmesurado de opiáceos. ¿La situación es diferente en un país como el nuestro,
con un capitalismo, digamos, algo menos salvaje y con algo más de protección
social?
—El problema de
Estados Unidos en este tema resulta brutal. Muere más gente cada año por
desesperación que los americanos que murieron en la guerra del Vietnam. Hay que
leer a Case y Deaton, o bien a Radden Keefe, para comprenderlo. Éste no es
solamente un fenómeno norteamericano. La automedicación paliativa del
sufrimiento funciona a lo largo y ancho del mundo occidental. El consumo
farmacológico, recetado o no, resulta brutal. Algunas drogas, especialmente el
consumo y dependencia de la marihuana entre los jóvenes hace también esta
función de adormecimiento de los malestares. Los antidepresivos ya se toman más
que la Coca-Cola. De hecho, el Prozac compite con Apple para ser la marca que
representa y que define el mundo contemporáneo.
—¿La globalización que hemos vivido en estos últimos años ha sido letal
para la clase obrera industrial de los países capitalistas occidentales?
—La absoluta
mundialización de la economía, la nueva distribución planetaria de la
producción ha resultado fatal para los trabajadores occidentales. La
desindustrialización llevó a perder el trabajo a un porcentaje importante de
los empleados de fábrica. La ocupación industrial está en el 12 y el 15%.
Muchos desempleados han resultado muy difíciles de insertar en otras
actividades. Pero mucha actividad terciaria y cuaternaria también se desplazó
con la industria hacia los paraísos de la mano de obra barata de Asia,
Latinoamérica o el norte de África. La “teoría del derrame” de riqueza que la
globalización iba a traer al mundo no se cumplió ni tan solo en los grupos
sociales de empleados del mundo occidental, como tampoco en aquellos que se
convirtieron en la “fábrica del mundo”. Solamente ganó la capacidad extractiva
de rendas y la dinámica de desigualdad, especialmente dentro de los propios
países.
—¿Por qué es tan corrosiva la desigualdad? ¿Es compatible la democracia con
los niveles de desigualdad realmente existentes? ¿Cómo se combate la
desigualdad?
—Al final del
libro recuerdo los datos básicos de la desigualdad y como ésta evoluciona. Éste
y no otro debería ser el tema central de la política progresista contemporánea.
La injusticia, la inequidad material es la base de la descomposición de la
cohesión social. Desde la segunda mitad del siglo XX, la cultura democrática y
la legitimación de sus instituciones ha descansado sobre el trabajo y sobre una
cierta convicción de que funciona el ascensor social. Cuando amplios sectores
sociales descubren que no existe la igualdad de oportunidades y que el concepto
de mérito no es más que un trampantojo para mantener determinadas hegemonías,
una parte importante de la sociedad se irrita, desconecta políticamente o acaba
por recurrir a falsos emancipadores.
La desigualdad
se puede combatir y reequilibrar con políticas económicas efectivas que lo
pretendan. Fiscalidad realmente progresiva, legislaciones laborales que
promuevan mejoras salariales significativas, asegurar el pleno empleo y buenos
servicios públicos pueden generar sociedades bastante diferentes a las
actuales. Incluso en Davos se cree que hay que “resetear” el actual
capitalismo, como diría Keynes, protegerlo de sí mismo.
—Finaliza su libro con estas palabras: “La izquierda, el progresismo,
debería recuperar la preocupación por los temas fundamentales, los cuales
tienen su punto de arranque en la economía y en las políticas económicas que
generan polaridad de rentas y practican el laissez-faire en relación con la
creación de círculos cada vez mayores de empobrecimiento… Nadie si no es la
izquierda política, liderará la lucha por la repolitización de la economía y
las transformaciones sustanciales que se requieren en las políticas monetarias
y fiscales”. ¿En qué izquierda está pensando?
—En realidad,
en toda. Probablemente a la socialdemocracia, digamos que tradicional, le
correspondería estar en la vanguardia de ello, más que nada porque mutó en
mucha menor medida que las nuevas izquierdas hacia el predominio del discurso
de la fragmentación social en identidades particulares, se dejó arrastrar mucho
menos hacia el identitarismo y aún conserva ciertos vínculos con la clase
trabajadora tradicional. Pero requiere del contrapeso de nuevas izquierdas que,
una vez liberadas de las “guerras culturales” en las que se centran, eviten que
la socialdemocracia se desplace hacia el centro y se pierda en el business
friendly. La querencia en establecerse en la alternancia en lugar de como
alternativa, que es lo que se requiere y se demanda.
—Gracias, muchas gracias por su tiempo y su amabilidad.
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