Tal día como hoy de 1924 moría en Kierling, Austria, a los 40 años, Franz Kafka. Iniciador de la profunda renovación que experimentaría la novela europea en las primeras décadas del siglo XX, lo recordamos mediante este breve y emblemático cuento.
Ser infeliz
El Vejo Topo
3 junio, 2021
Cuando ya eso
se había vuelto insoportable -una vez al atardecer, en noviembre-, y yo me
deslizaba sobre la estrecha alfombra de mi pieza como en una pista, estremecido
por el aspecto de la calle iluminada me di vuelta otra vez, y en lo hondo de la
pieza, en el fondo del espejo, encontré no obstante un nuevo objetivo, y grité,
solamente por oír el grito al que nada responde y al que tampoco nada le
sustrae la fuerza de grito, que por lo tanto sube sin contrapeso y no puede
cesar aunque enmudezca; entonces desde la pared se abrió la puerta hacia afuera
así de rápido porque la prisa era, ciertamente, necesaria, e incluso vi los
caballos de los coches abajo, en el pavimento, se levantaron como potros que,
habiendo expuesto los cuellos, se hubiesen enfurecido en la batalla.
Cual pequeño
fantasma, corrió una niña desde el pasillo completamente oscuro, en el que
todavía no alumbraba la lámpara, y se quedó en puntas de pie sobre una tabla
del piso, la cual se balanceaba levemente encandilada en seguida por la
penumbra de la pieza, quiso ocultar rápidamente la cara entre las manos, pero
de repente se calmó al mirar hacia la ventana, ante cuya cruz el vaho de la
calle se inmovilizó por fin bajo la oscuridad. Apoyando el codo en la pared de
la pieza, se quedó erguida ante la puerta abierta y dejó que la corriente de
aire que venía de afuera se moviese a lo largo de las articulaciones de los
pies, también del cuello, también de las sienes. Miré un poco en esa dirección,
después dije: «buenas tardes», y tomé mi chaqueta de la pantalla de la estufa,
porque no quería estarme allí parado, así, a medio vestir. Durante un ratito mantuve
la boca abierta para que la excitación me abandonase por la boca. Tenía la
saliva pesada; en la cara me temblaban las pestañas. No me faltaba sino
justamente esta visita, esperada por cierto. La niña estaba todavía parada
contra la pared en el mismo lugar; apretaba la mano derecha contra aquélla, y,
con las mejillas encendidas, no le molestaba que la pared pintada de blanco
fuese ásperamente granulada y raspase las puntas de sus dedos. Le dije:
-¿Es a mí
realmente a quién quiere ver? ¿No es una equivocación? Nada más fácil que
equivocarse en esta enorme casa. Yo me llamo así y asá; vivo en el tercer piso.
¿Soy entonces yo a quién usted desea visitar?
-¡Calma, calma!
– dijo la niña por sobre el hombro -; ya todo está bien.
– Entonces
entre más en la pieza. Yo querría cerrar la puerta.
– Acabo
justamente de cerrar la puerta. No se moleste. Por sobre todo, tranquilícese.
-¡Ni hablar de
molestias! Pero en este corredor vive un montón de gente. Naturalmente todos
son conocidos míos. La mayoría viene ahora de sus ocupaciones. Si oyen hablar
en una pieza creen simplemente tener el derecho de abrir y mirar qué pasa. Ya
ocurrió una vez. Esta gente ya ha terminado su trabajo diario; ¿a quién
soportarían en su provisoria libertad nocturna? Por lo demás, usted también ya
lo sabe. Déjeme cerrar la puerta.
-¿Pero qué
ocurre? ¿Qué le pasa? Por mí, puede entrar toda la casa. Y le recuerdo; ya he
cerrado la puerta; créalo. ¿Solamente usted puede cerrar las puertas?
– Está bien,
entonces. Más no quiero. De ninguna manera tendría que haber cerrado con la
llave. Y ahora, ya que está aquí, póngase cómoda; usted es mi huésped. Tenga
plena confianza en mí. Lo único importante es que no tema ponerse a sus anchas.
No la obligaré a quedarse ni a irse. ¿Es que hace falta decírselo? ¿Tan mal me
conoce?
– No. En
realidad no tendría que haberlo dicho. Más todavía: no debería haberlo dicho.
Soy una niña; ¿por qué molestarse tanto por mí?
-¡No es para
tanto! Naturalmente, una niña. Pero tampoco es usted tan pequeña. Ya está bien
crecidita. Si fuese una chica no habría podido encerrarse, así no más, conmigo
en una pieza.
– Por eso no
tenemos que preocuparnos. Solamente quería decir: no me sirve de mucho
conocerle tan bien; sólo le ahorra a usted el esfuerzo de fingir un poco ante
mí. De todos modos, no me venga con cumplidos. Dejemos eso, se lo pido,
dejémoslo. Y a esto hay que agregar que no le conozco en cualquier lugar y
siempre, y de ninguna manera en esta oscuridad. Sería mucho mejor que
encendiese la luz. No. Mejor no. De todos modos, seguiré teniendo en cuenta que
ya me ha amenazado.
-¿Cómo? ¿Yo la
amenacé? ¡Pero por favor! ¡Estoy tan contento de que por fin esté aquí! Digo
«por fin» porque ya es tan tarde. No puedo entender por qué vino tan tarde.
Además es posible que por la alegría haya hablado tan incongruentemente, y que
usted lo haya interpretado justamente de esa manera. Concedo diez veces que he
hablado así. Sí. La amenacé con todo lo que quiera. Una cosa: por el amor de
Dios, ¡no discutamos! ¿Pero, cómo pudo creerlo? ¿Cómo pudo ofenderme así? ¿Por
qué quiere arruinarme a la fuerza este pequeño momentito de presencia suya
aquí? Un extraño sería más complaciente que usted.
– Lo creo. Eso
no fue ninguna genialidad. Por naturaleza estoy tan cerca de usted cuanto un
extraño pueda complacerle. También usted lo sabe. ¿A qué entonces esa tristeza?
Diga mejor que está haciendo teatro y me voy al instante.
-¿Así? ¿También
esto se atreve a decirme? Usted es un poco audaz. ¡En definitiva está en mi
pieza! Se frota los dedos como loca en mi pared. ¡Mi pieza, mi pared! Además,
lo que dice es ridículo, no sólo insolente. Dice que su naturaleza la fuerza a
hablarme de esta forma. Su naturaleza es la mía, y si yo por naturaleza me
comporto amablemente con usted, tampoco usted tiene derecho a obrar de otra
manera.
-¿Es esto
amable?
– Hablo de
antes.
-¿Sabe usted
cómo seré después?
– Nada sé yo.
Y me dirigí a
la mesa de luz, en la que encendí una vela. Por aquel entonces no tenía en mi
pieza luz eléctrica ni gas. Después me senté un rato a la mesa, hasta que
también de eso me cansé. Me puse el sobretodo; tomé el sombrero que estaba en
el sofá, y de un soplo apagué la vela. Al salir me tropecé con la pata de un
sillón. En la escalera me encontré con un inquilino del mismo piso.
-¿Ya sale usted
otra vez, bandido? – preguntó, descansando sobre sus piernas bien abiertas
sobre dos escalones.
-¿Qué puedo
hacer? -dije-. Acabo de recibir a un fantasma en mi pieza.
– Lo dice con
el mismo descontento que si hubiese encontrado un pelo en la sopa.
– Usted bromea.
Pero tenga en cuenta que un fantasma es un fantasma.
– Muy cierto:
¿pero cómo, si uno no cree absolutamente en fantasmas?
-¡Ajá! ¿Es que
piensa usted que yo creo en fantasmas? ¿Pero de qué me sirve este no creer?
– Muy simple.
Lo que debe hacer es no tener más miedo si un fantasma viene realmente a su
pieza.
– Sí. Pero es
que ése es el miedo secundario. El verdadero miedo es el miedo a la causa de la
aparición. Y este miedo permanece, y lo tengo en gran forma dentro de mí.
De pura
nerviosidad, empecé a registrar todos mis bolsillos.
– Ya que no
tiene miedo de la aparición como tal, habría debido preguntarle tranquilamente
por la causa de su venida.
–
Evidentemente, usted todavía nunca ha hablado con fantasmas; jamás se puede
obtener de ellos una información clara. Eso es un de aquí para allá. Estos
fantasmas parecen dudar más que nosotros de su existencia, cosa que por lo
demás, dada su fragilidad, no es de extrañar.
– Pero yo he
oído decir que se los puede seducir.
– En ese punto
está bien informado. Se puede. ¿Pero quién lo va a hacer?
-¿Por qué no?
Si es un fantasma femenino, por ejemplo – dijo, y subió otro escalón.
-¡Ah, sí…! –
dije -, pero aún así no vale la pena. Recapacité.
Mi vecino
estaba ya tan alto que para verme tenía que agacharse por debajo de una arcada
de la escalera.
– Pero no
obstante – grité -, si usted ahí arriba me quita mi fantasma, rompemos
relaciones para siempre.
-¡Pero si fue
solamente una broma! – dijo, y retiró la cabeza.
– Entonces está
bien – dije.
Y ahora sí que,
a decir verdad, podría haber salido tranquilamente a pasear; pero como me sentí
tan desolado preferí subir, y me eché a dormir.
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