viernes, 27 de agosto de 2021

Compañías eléctricas: Torres mucho más altas han caído

 

Compañías eléctricas: Torres mucho más altas han caído

 

 Tomás F. Ruiz

  Fuentes: Rebelión / España

27/08/2021 


Lo que nuestro país está viviendo bajo el terror de las empresas eléctricas es que sólo puede comparase a una película de zombis sedientos de sangre de las que, en los años sesenta, solía firmar George A. Romero.

Todo el mundo se pregunta cómo el Estado español, con todo su aparato fiscalizador y regulador de fraudes, aparato que tan eficiente resulta a la hora de multar a ciudadanos de a pie, no ha sido capaz de frenar el tsunami de voraces zombis en que las temibles “facturas de la luz” se han convertido para una mayoría de la población.

Damos por sentado, pues no queda otra explicación, que las Iberdrolas, Endesas, Fenosas (ahora Naturgys) y demás firmas depravadas que se reparten el mercado de la electricidad en España, pagan sustanciosas comisiones a los señores diputados para que mantengan la boca cerrada mientras sus tarifas traspasan la estratosfera y saquean abiertamente los bolsillos de las familias españolas consumidoras de gas o electricidad (esto es el 99.99 por ciento de la población).

Cabe también imaginar que estas comisiones son las mismas, o incluso mayores, de las que las empresas eléctricas españolas pagan a jueces, magistrados, senadores, presidentes de consejos generales judiciales, mandatarios comunitarios o ediles corruptos, que es de lo que más hay, pues los cargos públicos españoles no se venden por un plato de lentejas, como hizo el Esaú bíblico, desesperado por el hambre y preso de la voracidad.

La absoluta condescendencia entre la clase política española y las voraces firmas energéticas resulta tan evidente que ya nadie se atreve a ponerla en tela de juicio. Sencillamente, nuestros representantes “democráticos” (los diputados de unas cortes franquistas que aún funcionan a pleno rendimiento en este país) han cogido la parte del pastel que les han ofrecido las compañías eléctricas sin ningún remordimiento y se la han echado al bolsillo a cambio de su silencio. Nuestros corruptos políticos, que con una sencilla votación podrían haber impedido este brutal atentado contra los derechos del consumidor de electricidad, se han comportado como cómplices abyectos del injustificable saqueo que se está cometiendo. Como siempre, poderoso caballero es don dinero.

Los pocos diputados que no han puesto la mano a las excelsas gratificaciones que les han ofrecido las firmas energéticas y han elevado su voz contra el abuso, han sido como una voz en el desierto; una voz claudicante ante la que la mayoría del hemiciclo se ha tapado los oídos. Tener el Estado secuestrado por un comando de terroristas energéticos, con la indefensa población como rehén, no parece preocuparles mucho. Se han dado situaciones tan esperpénticas como el caso de Madrid, donde la presidenta de la comunidad, en su inaccesible estulticia, se ha atrevido a bromear ante la terrible ola de calor que hemos padecido: si no os gustan las tarifas energéticas que tenéis que pagar para hacer funcionar los ventiladores o el aire acondicionado, os vais al parque a refrescaros a la sombra de un chopo. Previamente, todo hay que decirlo, la zómbica Ayuso ha hecho frente común con el alcalde Almeida (alias Dick-face). Entre ambos han dejado de regar las zonas verdes de los parques madrileños periféricos hasta convertirlas en páramos de devastación y sequedad…¿No queríais lentejas? Ahí tenéis dos platos.

Examinando esta situación de expolio ilimitado que sufre nuestro bolsillo ante las voraces facturas de la luz, supongo que habría que pedirle cuentas al rey; pero lamentablemente, de su parte bien poco podemos esperar. Siguiendo la tradición “comisionista” que heredó de su padre, el rey tendrá que recibir también un buen pedazo del botín recaudado por las eléctricas para no hacer en sus vacuos discursos ninguna referencia a la voracidad de las firmas energéticas. En realidad, son ellas las dueñas absolutas de todo el país. Ellas son las que mandan en España y no su Excelentísima y Corruptísima Majestad.

Es frecuente entre los codiciosos diputados, cansados de recibir sólo el sueldo que cobran por sentar su ilustre culo en el escaño que les corresponde, aspirar a tener, apenas abandone su carrera política, un rentable puesto directivo en los consejos de administración de las Iberdrolas, Endesas o Fenosas (o cualquier otra firma de la misma iniquidad). No podemos dejar pasar de lado el ejemplar caso del psicópata Rodolfo Martin Villa, que comenzó como oficial en las SS del Estado español (los GAL) y gracias a las ejemplares matanzas que cometió desde su cargo ministerial (la masacre de Vitoria en el 76 como la más sonada), acabó siendo nombrado presidente de Endesa.

Está claro que, habiendo tanto intermediario de por medio, las aberrantes facturas de la luz que pagamos los ciudadanos de a pie en España tienen que alcanzar precios astronómicos. Al pan, pan y al vino, vino.

No sé por qué me viene a la cabeza una obra clásica como la de “Fuenteovejuna”, del genial Lope de Vega, en la que se plantea la legitimidad de levantarse en armas ante los abusos de un codicioso y despiadado comendador. En ella es el pueblo de Fuenteovejuna al unísono el que, resuelto a no soportar por más tiempo la humillación a que está siendo sometido, se subleva contra la autoridad, toma el palacio del diabólico comendador y lo defenestra. Cuando los reyes católicos, informados del magnicidio cometido, acuden al pueblo a imponer justicia y preguntan quién mató al comendador, la respuesta es unánime entre todos sus vecinos: “¡Fuenteovejuna, Señor!” Los reyes se dan por satisfechos y perdonan al pueblo que se tomó la justicia por su mano y asesinó al tirano que lo oprimía. La situación es ficticia, pues desde que España existe todos los que se han sublevado contra la autoridad real han sido siempre ajusticiados. No obstante, el texto de la misma Declaración Internacional de Derechos Humanos justifica una sublevación popular cuando la tiranía y la opresión se hacen insoportables: “Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.

Me viene también a la cabeza la forma en que arreglaban los abusos de poder en la Roma imperial. William Shakespeare escribió sobre esto una de sus obras maestras: “Julio César”. En ella los senadores traman en secreto un complot para acabar con el césar, ya que no había otra forma de derrocar la desmedida acumulación de poder a que había llegado el inalcanzable emperador. Uno tras otro, sistemáticamente, los senadores van clavando su cuchillo en el césar; por las heridas se escapa su sangre, el energético fluido que hace funcionar su tiránico régimen, hasta que consiguen derribarlo con una última cuchillada, la que su propio hijo Brutus le da.

Seguro que más de uno, tras leer este texto, me está inculpando de incitación a la violencia y el odio contra las detestables compañías de electricidad. Nada más lejos de mi intención aunque, si lográramos ponernos todos de acuerdo y no consumir nada de su suministro eléctrico durante tan sólo un mes, la puñalada que asestaríamos a estas inmundas y codiciosas compañías sería mortal… Torres mucho más altas han caído y, con organización, apoyo y solidaridad, bestias mucho más inmundas que estas Iberdrolas, Endesas o Fenosas se podrían exterminar.

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Ideas para una cultura de la paz

 

Hoy hace nueve años fallecía Paco Fernández Buey. Luchador incansable contra el cansancio y la catástrofe, comunista libertario, marxista singular, siempre comprometido con los más desfavorecidos. Sigue presente en nuestra memoria y nuestras luchas.

Ideas para una cultura de la paz



Francisco Fernández Buey

El Viejo Topo

25 agosto, 2021 

“Ideas para una cultura de la paz” es el título de la aportación de FFB al libro: E. Prat (ed.). El moviment per la pau a Catalunya: passat, present i futur, Barcelona, Generalitat de Catalunya/UAB, 2007, pp. 260-267. El texto fue escrito unos dos años antes, en 2005.

I

Entiendo que una cultura de la paz debería arrancar hoy en día del llamado Manifiesto Russell-Einstein firmado por un grupo de científicos responsables en 1955. En él se decía que la humanidad necesita una nueva manera de pensar en la época de las armas nucleares o de destrucción masiva. A pesar de los importantes cambios que se han producido en el mundo desde 1955 seguimos viviendo en esa época, en la época de las armas de destrucción masiva. Aunque a veces se nos olvida, el riesgo de que tales armas sean usadas continúa siendo una espada de Damocles que se cierne sobre la humanidad en su conjunto.

Por tanto, de la conciencia de esta situación debería partir hoy en día una cultura de la paz tanto en el ámbito institucional como en el ámbito, más general, de la educación de los ciudadanos.

II

Pero ¿qué quería decir los científicos y pensadores responsables de 1955 cuando hablaban de una nueva manera de pensar a la altura de tales circunstancias? En el Manifiesto no se extienden mucho sobre eso, pero sí enuncian tres ideas sustanciales que la cultura de la paz debería retener: 1) La necesidad de la abolición de la guerra para no llegar a una situación exterminista; 2) La necesidad de un acuerdo entre los gobiernos sobre la renuncia a usar las armas de destrucción masiva; y 3) Dar concreción a la palabra humanidad para que ésta deje de ser vaga y abstracta y signifique algo concreto.

Las dos primeras cosas son hoy criterios para juzgar sobre una cultura de paz en el ámbito de las instituciones. De manera que podría decirse que sin declaración formal y solemne de la renuncia a la guerra para la solución de los conflictos y sin la declaración, también formal y solemne de la renuncia al empleo de las armas de destrucción masiva no hay cultura de la paz que valga, al menos desde esta perspectiva que estoy proponiendo.

Por supuesto, caben otras perspectivas distinta de ésta, pero dudo que haya otras que respondan a la nueva manera de pensar a la altura de las circunstancias.

III

La tercera de las sugerencias del Manifiesto de 1955, o sea la idea de concretar qué puede significar para nosotros la palabra humanidad, rebasa, desde luego, el ámbito institucional, el ámbito de actuación de los gobiernos, y apunta directamente a lo que podríamos llamar la cultura de la paz de la ciudadanía en general. Esta idea podría desarrollarse así: dado que las armas de destrucción masiva ponen en peligro la continuación de la humanidad como especie, necesitamos conciencia de especie. Y esto quiere decir: conciencia de que, más allá de las diferencias culturales, étnicas, etc., los humanos formamos parte de una misma especie cuya existencia conviene conservar sobre la faz de la tierra.

En el ámbito de la educación de la ciudadanía esto tiene una implicación: dar la primacía a un humanismo concreto que resalta los rasgos y valores compartidos por los humanos sobre aquellos otros que a lo largo del tiempo nos han hecho vernos como pseudo-especies diferenciadas y por lo general enfrentadas como si realmente se tratase de especies distintas.

Esto es lo que habría que empezar enseñando en las escuelas, y no solo en las aulas específicamente dedicadas a la cultura de la paz sino en el sistema educativo en general.

IV

Hemos de reconocer, sin embargo, que estas tres ideas –renuncia a la guerra, renuncia al uso de armas de destrucción masiva y conciencia de especie– constituyen algo así como un desiderata que choca en la práctica con varios obstáculos que una cultura de la paz no puede obviar. De esos obstáculos unos eran ya previsibles en 1955 y otros han ido surgiendo con los cambios que se han producido en el mundo desde entonces.

El primero de estos obstáculos, previsible ya en 1955, es la negativa de los gobiernos de las principales potencias a renunciar a la guerra (aunque tal intención está recogida en documentos importantes de la ONU y de la UNESCO) y a renunciar solemnemente al uso de las armas de destrucción masiva. Por entonces, en un mundo bipolar, se aducía que eso era utópico si no renunciaba al mismo tiempo la otra parte en conflicto. Pero pasaron los años y cuando la “otra parte” no existía ya se adujo que no se podía renunciar porque estaban surgiendo nuevos enemigos. Esto es lo contrario de una nueva forma de pensar. Es la misma forma de pensar de siempre sobre guerra y paz.

Por tanto, una cultura de la paz consciente de este obstáculo tiene que desconfiar de las instituciones gubernamentales cuando éstas hablan de paz y de cultura de la paz pero siguen actuando como si la guerra fuera inevitable. De donde se sigue que hay que poner el acento en la educación (reglada o no reglada) de los ciudadanos por abajo y, a veces (sobre todo en los países que tienen armas de destrucción masiva, pero no solo en ellos) contra las instituciones.

V

Esta es una de las razones por las que la objeción de conciencia y la desobediencia civil están ético-políticamente justificadas. Y, siendo así, se puede añadir que la objeción de conciencia y la desobediencia civil a las políticas militares de los gobiernos tiene que ser parte sustancial de la cultura de la paz en la actualidad.

A veces se dice que la objeción de conciencia y la desobediencia civil están justificadas en regímenes o sistemas autoritarios o totalitarios en los que hay servicio militar obligatorio y no hay libertad de expresión, pero deja de tener justificación en las democracias constitucionales porque en éstas el ciudadano puede expresar su opinión y, una vez expresada, obedecer a la ley de las mayorías. Pero hay razones de peso para argumentar que la objeción y la desobediencia, sobre todo en lo que hace a las armas y al uso de las mismas, siguen siendo piedras de toque para medir la calidad de las democracias. Y desde tales razones habría que concluir que una educación para la paz hoy en día no puede dejar de solventar este asunto.

Para decirlo abreviadamente: la argumentación razonada de la objeción de conciencia y de la desobediencia civil tienen que ser parte sustancial de una cultura de la paz a la altura de los tiempos, o sea, a la altura de la nueva forma de pensar que se necesita en la época de las armas de destrucción masiva.

VI

El segundo de los obstáculos a los que ha de hacer frente una cultura de la paz que se inspire en el Manifiesto de 1955 es una implicación importante que los autores de mismo deducen de la abolición de la guerra como desiderata. La implicación, en palabras de los firmantes del Manifiesto, es esta: “desagradables limitaciones a la soberanía nacional”. O sea: que para abolir la guerra en la época de las armas de destrucción masiva, lo cual es una necesidad si no se quiere entrar en una fase exterminista, hay que tocar una de las piezas angulares del sistema político mundial optando por la limitación de la soberanía nacional y la cesión de al menos parte de esa soberanía a lo que Russell y Einstein venían llamando desde décadas atrás gobierno mundial.

Que esta implicación era ya un obstáculo más que previsible en el momento mismo en que fue formulada lo prueba el hecho de que al menos uno de los firmantes, el profesor Joliot-Curie objetó el texto y pidió añadir estas palabras a título personal: “que tales limitaciones [a la soberanía nacional] deben ser convenidas por todos y en los intereses de todos”.

VII

Limitar las soberanías nacionales y optar por un gobierno mundial como forma de salvar a la humanidad en la época de las armas de destrucción masiva es realmente una forma nueva y radical de pensar que choca de frente con todas las formas de pensar en lo que solemos llamar modernidad europea. Y es una cuestión aún por decidir (no solo en la práctica sino también en las discusiones teóricas) en el ámbito de la cultura de la paz que se ha ido construyendo desde los años cincuenta del siglo pasado.

Creo que esta cuestión no debería ser obviada en el ámbito educativo, precisamente por su importancia, pero que, justamente porque no hay un consenso generalizado al respecto, debería ser planteada en las escuelas, en el bachillerato y en la universidad como una cuestión abierta. Dicho de otra manera: que en la construcción actual de una cultura de la paz habría que proporcionar con prudencia y ecuanimidad las razones y argumentos para que los ciudadanos puedan pensar por su cuenta sobre la misma.

VIII

Entre las razones y argumentos que habría que poner en el platillo de la balanza para que los ciudadanos o aspirantes a ciudadanos sepan a qué atenerse se podrían enumerar los siguientes: 1º Que la ONU, tal como la conocemos, no es propiamente un “gobierno mundial” en el sentido en que lo pensaban los redactores del Manifiesto de 1955; 2º Que los Pactos o Alianzas militares existentes hasta ahora y a los que tales o cuales países han cedido (o ceden) parte de la soberanía en cuestiones militares tampoco se corresponden a lo propuesto en el Manifiesto, primero porque han sido o son parciales, regionales, y segundo porque ni en su creación ni en su desarrollo han admitido las premisas (abolición de la guerra y renuncia al uso de las armas nucleares) sino más bien lo contrario; 3º Que, mientras tanto, ha habido una justificación explícita (en el caso de la Unión Soviética) o implícita (en el caso de los EE.UU.) de la limitación de las soberanías nacionales que pervierte la idea misma de limitación de las soberanías nacionales (al limitarlas contra la voluntad de los ciudadanos de tales o cuales naciones); 4º Que no está escrito en parte alguna que el Estado o Superestado al que daría lugar la idea de un “gobierno mundial” tenga que ser ético-políticamente mejor que los estados nacionales conocidos.

IX

Lo que se dice en el punto VIII sugiere ya que la conformación de la cultura de la paz en el momento actual tiene que prestar atención a lo que ha sido la historia de la misma cultura de la paz en las últimas décadas. Quiero decir que la explicación de lo que ha sido la historia reciente del antimilitarismo y del pacifismo ha de ser parte sustancial de esa misma cultura en construcción. Y esto al menos por tres razones que creo que habría que tener en cuenta.

Primera: porque a veces seguimos empleando las mismas palabras para recubrir conceptos distintos, con lo cual el concepto se pervierte. Esto es lo que pasado con la noción de limitación de las soberanías nacionales usada por Russell y Einstein. Una vez más estamos ante un concepto deshonrado. Y para volver a honrarlo hay que hacer historia en serio.

Segunda razón: porque entre 1955 y 2005 ha ocurrido algo inesperado (al menos para los redactores del Manifiesto), a saber: que la terrorífica guerra librada con armas de destrucción masiva no llegó a ocurrir (aunque la humanidad estuvo a un tris de eso en 1962 y en 1984-85) y, sin embargo, se han producido desde entonces un número considerable de guerras libradas mayormente con “armas convencionales”, como suele decirse. Lo que implica que la actual cultura de la paz no se puede limitar al asunto prioritario (al gran asunto, como se diría en 1955) sino que tiene que atender también a la crítica de las otras guerras y de sus causas.

Y tercera: porque la globalización acelerada desde que se acabó el mundo bipolar, que era el contexto del Manifiesto de 1955, ha cambiado por completo a los agentes y ha hecho pasar a primer plano otros motivos ideológicos muy distintos de los imperantes entonces. Esto no quiere decir que las causas de fondo de las últimas guerras, tantas veces denunciadas desde 1990, sean completamente distintas de las anteriores (la lucha por el control de las materias primas en el final de la era del petróleo es más importante que el choque entre civilizaciones). Solo quiere decir que el tipo de recubrimiento ideológico de esto (los aducidos motivos religiosos, étnicos, culturales, etc.), que hubiera dejado perplejos a Einstein y a Russell, tiene que ser obligatoriamente objeto de reflexión para una cultura laica y mundialista de la paz.

X

Al llegar aquí volvemos a encontrarnos con un tema clásico del movimiento pacifista del siglo XX: el de si la lucha por la paz ha de ser siempre lucha por algo más que la paz. Desde luego, si por cultura de la paz hay que entender no solo algo distinto de la aceptación del descansa en paz de los cementerios (al que aludía Kant en su célebre tratado) sino también algo más que mera ausencia de guerra librada con armas de destrucción masiva, entonces hay que preguntarse que puede ser ese algo más en nuestros días.

En este punto todos los sectores del movimiento pacifista desde la década de los sesenta fueron mucho más allá de lo que escribieron los científicos en 1955, puesto que éstos, con buen acuerdo, limaron sus diferencias ideológicas para ocuparse de lo esencial: el riesgo exterminista. Es probable, tal como están las cosas, que la actual cultura de la paz tenga que seguir un camino parecido a ese, no tanto por autocontrol frente a las principales ideologías del momento, como en su caso, cuanto por perplejidad sobre ese algo más que la paz en el nuestro.

A pesar de lo cual, y tirando del hilo de la conciencia de especie, se me ocurre que un principio elemental, por pre-político que sea, de la cultura de la paz en esta época tendría que ser dejar de ver el mundo en los manidos términos del ellos y el nosotros para pasar al reconocimiento recíproco. Enseñar a criticar, en suma, la barbarie de los nuestros, que son quienes detentan mayormente las armas de destrucción masiva antes de pasar a criticar el fundamentalismo de los otros. Para entendernos: empezar por criticar la propia “caverna” es una condición previa para una cultura de la paz hoy en día [NC1].

 

Fuente: Texto escrito en 2005 y recogido en el volumen de M. Sacristán y F. Fernández Buey Barbarie y resistencias. Sobre movimientos sociales críticos y alternativos.

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