domingo, 5 de diciembre de 2021

Los sistemas de guerra electrónica rusos han lanzado un ataque masivo contra los satélites militares estadounidenses.

 

Los sistemas de guerra electrónica rusos han lanzado un ataque masivo contra los satélites militares estadounidenses.

Diario octubre / diciembre 5, 2021



El mando del Pentágono reconoce que el ataque del ejército ruso carece de precedentes.

Se llevaron a cabo utilizando sistemas de guerra electrónica de un tipo no especificado y se prolongaron durante mucho tiempo, afectando gravemente al funcionamiento de las naves espaciales estadounidenses.

Rusia ataca regularmente los satélites estadounidenses con medios no cinéticos, incluida la guerra electrónica, asegura el Washington Post. La información llega después de que los mandos militares estadounidenses anunciaran que Rusia y China habían llegado a utilizar armas láser contra sus satélites.

Hasta la fecha, Rusia dispone de varias posibilidades de guerra electrónica que le permiten atacar los satélites espaciales estadounidenses.

“Cuando Rusia hace estallar un satélite en el espacio con un misil, como ha hecho este mes, la actual carrera armamentística en el espacio se convierte en una gran noticia, aunque Estados Unidos y sus adversarios luchen en el espacio todos los días. De hecho, las amenazas crecen y se expanden cada día. Y se trata de una evolución de una actividad que viene de lejos”, dijo el general David Thompson, Jefe Adjunto Principal de Operaciones Espaciales de la Fuerza Espacial.

En la actualidad, la Fuerza Espacial de Estados Unidos investiga todos los días lo que Thompson denomina “ataques reversibles” a sus satélites, es decir, ataques que no dañan permanentemente los satélites.

Lo más probable es que Rusia se limite a interrumpir el fucionamiento de los satélites estadounidenses cuando pasan por encima de sus objetivos estratégicos y militares, tratando de evitar la fuga de información importante, aunque si es necesario, los satélites pueden ser completamente inutilizados por los mismos complejos de guerra electrónica.

—https://avia.pro/news/rossiyskie-kompleksy-reb-proveli-masshtabnuyu-ataku-na-amerikanskie-voennye-sputniki

VÍA:mpr21.info

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El nuevo verde Errejón suscribe la idea de Yolanda Díaz de superar el concepto de «izquierda» e ir más allá, (¿al abismo?)

 

El nuevo verde Errejón suscribe la idea de Yolanda Díaz de superar el concepto de «izquierda» e ir más allá, (¿al abismo?)


INSURGENTE.ORG. / 4 diciembre 2021

 

Errejón, encantado de verse como el representante verde (aplaude a Los Verdes alemanes y austriacos que gobiernan con la derecha) ve magnífico el discurso de Yolanda Díaz de mirar más allá de la izquierda y los partidos para cambiar España

Dice el líder verde de Más País que lo dicho por Yolanda Díaz de «superar» la idea de izquierda que «Es una línea acertada en la que siempre me he reconocido y defendido».
Errejón ha confesado que le suenan «bien» estas declaraciones de Díaz. «Me gustan, son muy sensatas y van en una línea que es evidente: España no se cambia con la izquierda, se cambia con el pueblo; y para cambiar nuestro país y hacerlo más justo, no basta con la izquierda, sino una mayoría popular amplia de gente que se pone etiquetas y de gente que no se las pone». «Para cambiar España no basta sólo con los convencidos y con la izquierda, sino con el pueblo, y este discurso tiene mucho más alcance transformador», ha abundado Errejón, quien sostiene que «a veces hay que mirar un poquito fuera de los partidos para acercarse a la gente» y salir «al reencuentro de los que faltan».

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Comunismo: ¿una palabra impronunciable?

 

La cuestión comunista es la obra póstuma de Losurdo. En ella el autor reúne sus reflexiones sobre el marxismo, el liberalismo, el socialismo y sus combinaciones, hace un balance del movimiento comunista y plantea el futuro de la idea de comunismo.


Comunismo: ¿una palabra impronunciable?

 

Domenico Losurdo

El Viejo Topo

5 diciembre, 2021 



Dejando a un lado los prejuicios ideológico-justicieros de la doctrina antitotalitaria de Estado, podemos analizar las críticas de carácter más propiamente científico que se hacen al comunismo. Pero antes de adentrarnos en este nuevo terreno conviene plantearse un problema de carácter más general. ¿Todavía merece crédito esta tradición política? En octubre de 2008 causó bastante sensación la declaración del secretario de un partido de tendencia comunista, Fausto Bertinotti, según el cual, debido a la historia que tenía tras de sí, comunismo era una «palabra impronunciable». De modo que echaremos un vistazo al debate político contemporáneo: ¿hay palabras más «pronunciables»?

De entrada podría parecer menos comprometedor apelar al «socialismo», término incorporado incluso por los socioliberales. Lamentablemente hay una circunstancia histórica imposible de borrar que arroja una sombra bastante siniestra sobre este término: el partido de Hitler también se llamaba a sí mismo «socialista», Partido Nacionalsocialista de los Obreros Alemanes. Era el «socialismo de buena sangre», teorizado sobre todo por Himmler. Gracias a él los proletarios alemanes podían ser propietarios de las tierras arrebatadas a los eslavos, diezmados, deportados o esclavizados al servicio de aquellos por cuyas venas corría la «buena sangre» (en Aly, 2005, pp. 28-29). Y no se trata solo de nazismo. En los años inmediatamente posteriores a la primera guerra mundial hacía profesión de «socialismo» (aunque fuera «socialismo prusiano») un ferviente chovinista que había asistido impasible a la carnicería recién terminada. El breve texto, una suerte de manifiesto del «socialismo prusiano», terminaba de un modo perentorio: «Somos socialistas y no queremos haberlo sido en vano» (Spengler, 1921, p. 99). Varios años antes, cuando faltaban pocos meses para el estallido de la guerra (en la que aún no había entrado Italia), Croce (1950, p. 22) también expresó su aprecio y simpatía por el «socialismo de estado y de nación», a imagen de la «férrea disciplina de guerra» impuesta en la Alemania de Guillermo II y de la socialdemocracia alemana. Incluso si se pasa por alto la implicación de los partidos socialistas clásicos en la primera guerra mundial y en las guerras coloniales, ¿es realmente «socialismo» una palabra menos «pronunciable» que comunismo?

Ahora centrémonos en los términos que jalonan la ideología dominante y siempre merecen un vehemente juicio de valor positivo. Hoy en día todos rinden tributo a la «democracia», pero ¿cómo se llamaba el partido que en Estados Unidos se opuso hasta el final a la abolición de la esclavitud? Se llamaba a sí mismo «demócrata» y estaba realmente convencido de serlo. ¿Y cómo se llamaba el partido que, después de la abolición formal de la institución esclavista, puso más empeño en evitar la emancipación real de los afroamericanos, a la vez que apoyaba el régimen terrorista de white supremacy? Eran frecuentes los linchamientos de negros, que empezaban con una tortura lenta, interminable, al desdichado condenado a muerte. Se montaban como espectáculos de masas hábilmente orquestados por el partido de gobierno, concretamente el «demócrata». Volviendo a nuestros días, ¿cuántas guerras se han desencadenado en nombre de la «democracia» y de su difusión? Si Bertinotti hubiera tenido conocimientos de historia se habría dado cuenta sin dificultad de que «comunismo» no es más «impronunciable» que «socialismo» o «democracia».

Queda por examinar un término que el poder dominante ha enaltecido más que ningún otro, a escala nacional e internacional: liberalismo. Si alguien pensaba que, por lo menos en este caso, nos hallamos ante una historia más o menos inmaculada, haría bien en reflexionar sobre un caso, en apariencia intrascendente, acaecido en Alemania a finales del siglo XIX. En 1888 Die neue Zeit, la revista dirigida por Karl Kautsky, publica un ensayo de Paul Lafargue sobre Victor Hugo y sobre la vida cultural y política francesa. En un pasaje del texto original aparece la palabra «liberalismo» (libéralisme) y el traductor alemán escribe «democracia burguesa» (bürgerliche Demokratie), añadiendo una nota explicativa: «El autor usa el término “libéralisme”. Pero como en Alemania el liberalismo se ha convertido en el lacayo del cesarismo, el antisemitismo y los Junker, en vez de la traducción liberal nos parece más adecuado traducir “democracia burguesa”» (nota a Lafargue, 1888, p. 263). Es sin duda un episodio menor, pero ¡tan sintomático!

Es el síntoma de una historia desconocida o borrada. Prueba de ello es que en Estados Unidos un autor como John C. Calhoun, ilustre teórico de la esclavitud como «bien positivo» (todavía a mediados del siglo XIX) se sigue citando y publicando como uno de los Liberty Classics, los clásicos de la libertad y de la tradición liberal. Un honor que también se le reserva a E. E. D. Acton, gran defensor de la causa del Sur esclavista durante la guerra de secesión. Si tenemos en cuenta esta historia desconocida y borrada, entre las palabras que hemos comparado aquí «liberalismo» es la más impronunciable; durante los dos siglos dorados de este movimiento político (el XVIII y el XIX) la esclavitud de los negros se desarrolló prodigiosamente justo en los países clásicos de la tradición liberal, y en Estados Unidos adquirió una dureza inusitada: la propiedad privada, incluida la de ganado humano, es decir, de esclavos, libre de ataduras políticas y morales y de cualquier interferencia de la Iglesia y el estado, pudo ejercer un poder absoluto y llevar a cabo una deshumanización y cosificación completa del esclavo, al extremo de que los miembros de su familia podían venderse por separado como cualquier otra mercancía. Por eso el abolicionista británico John Wesley afirmó que «la esclavitud americana» es «la más vil de todas las que ha habido en la tierra». Como complemento de la historia del liberalismo, tampoco hay que olvidar que entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, justamente en el país que se estaba colocando como guía del Occidente liberal, empezaban a oírse unas consignas ominosas con referencia a los amerindios y los afroamericanos: invocaban la «solución final y completa» o la «solución final» para el problema de los indios y los negros, respectivamente. Fue el periodo en que se borró de la faz de la tierra a la mayoría de los pieles rojas, y en el ámbito del imperio británico a los aborígenes de Australia y Nueva Zelanda.[1] ¡Pese a todo, al actual país-guía del Occidente liberal se le sigue considerando la primera democracia liberal de la historia!

Hasta los nombres de los movimientos, así como los movimientos que dicen rechazar el poder y la violencia, distan mucho de ser inmaculados cuando se someten a un análisis histórico concreto. ¿«No violencia»? El propio Gandhi declaró con orgullo que había sido «reclutador jefe» al servicio del ejército británico durante la primera guerra mundial. Contribuyó de un modo nada desdeñable a «la primera calamidad del siglo XX, la calamidad de la que se originaron todas las demás calamidades» dirigiéndose a su pueblo en estos términos: debemos «brindar nuestro respaldo total y firme al imperio», la India debe estar dispuesta a «ofrecer al imperio en sacrificio a todos sus hijos válidos en esta hora crítica», a «ofrecer a todos sus hijos idóneos como sacrificio para el imperio en este momento crítico»; «debemos dar todos los hombres de que disponemos para la defensa del imperio» (cf. Losurdo, 2010, pp. 31-35). A la madre de todas las calamidades también da su tributo, aunque más modesto que el del dirigente indio, un destacado representante del anarquismo, Piotr Kropotkin, que al estallar la guerra se pone del lado de la Rusia zarista. Por otro lado, vemos cómo el movimiento que enarbola la bandera de la liquidación no solo del estado sino del poder como tal, durante la guerra civil española ejerció un brutal poder de vida y muerte y protagonizó uno de los capítulos más trágicos de la historia del siglo XX (cf. infra, pp. 186-7).

Bien mirado, el espanto que le causaba a Bertinotti la palabra «comunismo» denota una actitud subordinada al balance histórico del siglo XX trazado por la ideología dominante. Para aclarar este aspecto conviene retroceder bastantes años. En la década de 1730 dos ilustres personalidades francesas visitan los Estados Unidos de América, cada una por separado: Alexis de Tocqueville y Victor Schoelcher. El primero es universalmente conocido, el segundo merecería una notoriedad mayor de la que tuvo, pues desempeñó un papel muy destacado después de la revolución de 1848 para la abolición de la esclavitud en las colonias francesas.

Las dos personalidades mencionadas analizan la misma realidad en el mismo periodo de tiempo, pero llegan a conclusiones opuestas. Con todo, ambas hacen gala de honradez intelectual; una se centra en el gobierno de la ley y la democracia en el ámbito de la comunidad blanca, y la otra en la esclavización de los negros y la eliminación de los pieles rojas. Pero Tocqueville, al limitarse al primer aspecto, ya en el título de su libro celebra La democracia en América, mientras que Schoelcher, basándose en el trato recibido por los pueblos de origen colonial, denuncia con vehemencia el feroz despotismo vigente en Estados Unidos. Si comparamos a los dos autores, ¿quién lleva razón? Se podría decir que ambos están equivocados. En otro lugar, al hablar de «democracia para el pueblo de los señores» a propósito de Estados Unidos en aquel periodo de tiempo, de hecho puse en cuestión dos categorías, la de democracia como tal y la de despotismo (cf. Losurdo, 2005a, pp. 216-237). Pero cabría añadir que el error de Tocqueville es más grave, sobre todo si se tiene en cuenta la contraposición que hace entre el amor a la libertad en la república norteamericana (a pesar de seguir manteniendo la esclavitud, que se había abolido en gran parte del continente) y el escaso apego a la libertad que le reprocha a Francia (a pesar de que con los jacobinos había abolido la esclavitud en las colonias).

Pasemos ahora al siglo XX e imaginemos que un Tocqueville y un Schoelcher redivivos visitan y analizan el mundo en su conjunto. El primero, centrándose en la metrópoli capitalista y comparándola con los países de orientación socialista o recién independizados, no habría tenido dificultad en comprobar y destacar el mejor funcionamiento del gobierno y las instituciones representativas en Estados Unidos y Europa Occidental. El segundo, dedicando su atención sobre todo a las colonias y excolonias, habría hecho hincapié en la persistencia de las matanzas coloniales y las feroces dictaduras militares impuestas en América o, en Asia, en un país como Indonesia. Y a Schoelcher quizá no se le habría escapado que incluso en Estados Unidos los pueblos en lucha contra la opresión y la discriminación buscaban ayuda, inspiración y aliento mirando a Moscú o a Pekín.

Históricamente, Arendt se situaba en la estela de Tocqueville cuando a finales de 1967, al criticar a los miembros más radicales del movimiento contra la guerra de Vietnam, declaraba: «Hasta este momento no ha habido torturas, ni existen campos de concentración, ni el terror» (en Young-Bruehl, 1990, p. 468). En cambio, eran seguidores ideales de Schoelcher redivivo los militantes que trataban de hacer ver a la filósofa que las torturas, los campos de concentración y el terror estaban bien presentes en Vietnam y que era debido a la política de Washington.

La victoria de Occidente al final de la guerra fría también fue la victoria de Tocqueville redivivo. No obstante… Convertida al capitalismo liberal y alentada y apremiada por Occidente, a partir de 1989 Rusia fue asolada por una oleada de privatizaciones salvajes y a menudo de carácter criminal que se saldó con una fuerte polarización social, una caída brutal del nivel de vida y la esperanza de vida de las masas y lo que un ilustre politólogo (Maurice Duverger) llamó «genocidio de los viejos». Por el contrario, el partido comunista que gobernaba el gran país asiático se mantuvo firme en la perspectiva del «socialismo con características chinas», rechazando la conversión al capitalismo liberal, y fue así como en los años y decenios posteriores logró una hazaña única en la historia, librar de la miseria a «más de 600 millones de personas» o, según otros cálculos, a «660 millones de personas».[2]

Como vemos, no hay ningún motivo para considerar «impronunciable» la palabra comunismo. Es más, en las primeras décadas del siglo XX un gran autor liberal o liberal-conservador observó: «Los economistas ortodoxos» que, para «combatir el socialismo», a veces

han tratado de demostrar que la propiedad privada de la tierra y de los capitales no solo es indispensable o vital para la convivencia social, sino que obedece a los dictámenes absolutos de la moral y la justicia, creemos que se han expuesto a fortísimos ataques; y su tesis, que en cualquier tiempo podría considerarse difícil, por no decir casi superada, alcanza la evidencia de lo absurdo en los tiempos que corren, cuando todos sabemos cómo se amasan con frecuencia las grandes fortunas (Mosca, 1953, vol. I, pp. 417-418).

A finales del siglo XX el Financial Times resumió así el proceso de privatizaciones salvajes en la Rusia postsoviética, que permitía a un puñado de privilegiados saquear literalmente el erario público: «A la mayoría del público se le ha proporcionado un ejemplo eficaz de la máxima de Proudhon, para quien “la propiedad es un robo”» (en Boffa, 1997, p. 71).

Hoy en día, sobre todo en Estados Unidos, el movimiento de lucha contra la especulación sin escrúpulos y rapaz del capital financiero denuncia a los banksters, neologismo que funde las palabras banker y gangster; o para referirse al complejo militar-industrial y a los beneficios que obtiene con la venta de armas y las guerras en sí, el movimiento de lucha juega con los términos «Wall Street» y «War Street». Para condenar todo esto, ¿qué mejor palabra que «comunismo»?

Cuando Lenin decide cambiar el nombre del partido obrero y revolucionario ruso, que pasa de llamarse socialdemócrata a comunista, no lo hace tanto pensando en la fase final de la sociedad poscapitalista que había teorizado Marx, como, sobre todo, para guardar las distancias con el socialchovinismo, con los «socialistas» que habían legitimado la carnicería de la primera guerra mundial, no pocas veces agitando las consignas del intervencionismo democrático: así como los socialistas de los países de la Entente se proponían exportar la democracia a Alemania, los socialistas alemanes estaban decididos a exportarla a la Rusia zarista, aliada de la Entente. Lamentablemente, el papel esencial y a veces incluso de vanguardia de los «socialistas» (y los «laboristas») en el fomento de guerras coloniales o neocoloniales ha sido persistente. Baste pensar en Toni Blair, uno de los artífices de la segunda guerra del Golfo (basada en la acusación falsa de que Sadam Hussein tenía armas de destrucción masiva y estaba dispuesto a utilizarlas), o en François Hollande, uno de los protagonistas más enérgicos y faltos de escrúpulos de la contraofensiva neocolonialista en Oriente Próximo y en África. De nuevo hay que decir: ¡para impulsar la lucha contra estas manipulaciones y estas infamias no hay mejor palabra que «comunismo»!

Notas

[1] Cf. Losurdo (2005a, pp. 3-9, pp. 152-156), en lo referente a Calhoun y Acton; ibíd., pp. 37-39 sobre Wesley; ibíd., pp. 329-332 sobre la actitud frente a los amerindios, los afroamericanos y los aborígenes.

[2] Cf. Losurdo (2013, pp. 111-114), para Schoelcher; ibíd., pp. 267-269 para Duverger; ibíd., pp. 318-324 para la superación de la miseria masiva en China.

Fuente: Segundo apartado del capítulo primero del libro de Domenico Losurdo La cuestión comunista. Historia y futuro de una idea.

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EE.UU. aumenta la tensión entre Rusia y China, pese a las recomendacione...

Diciembre de 1868: la breve «Comuna de Cádiz». Un hecho histórico poco conocido

 

Diciembre de 1868: la breve «Comuna de Cádiz». Un hecho histórico poco conocido

Por Manuel Almisas Albéndiz

KAOSENLARED / Diciembre 2021

 


Cada vez que la lucha obrera en Cádiz recurre a las barricadas, como ha sucedido hace pocos días con el proletariado del Metal, los más viejos del lugar recuerdan inmediatamente las luchas de Astilleros de 1977 y cómo desde las azoteas de las casas de los barrios populares se lanzaban a los antidisturbios mesas, sillas, macetas,… y hasta electrodomésticos. Pero eso no fue una novedad. Ya en diciembre de 1868, durante la Comuna de Cádiz, el pueblo hostigó a la tropa gubernamental lanzando desde las azoteas todo tipo de objetos. Así se aprecia en el detalle del grabado de las luchas en las barricadas del barrio de San Juan (Cádiz), con la catedral y la iglesia de Santiago al fondo1. Cádiz tiene 3.000 años de historia, y casi tantos de lucha obrera y revolucionaria (exagerando, claro…).

Puede parecer casi un sacrilegio comparar lo sucedido en Cádiz los días 5, 6 y 7 de diciembre de 1868 con la mítica Comuna de París de marzo a mayo de 1871, pero solo la brevedad de aquellos acontecimientos y la enorme falta de información pueden ocultar sus características revolucionarias que marcaron toda una época. La historiografía se ha encargado de subrayar las enormes bajas del ejercito y del pueblo, las numerosas barricadas (¡hasta 185 sin contar con otras de menor entidad!) y la profusión de tiros y cañonazos que destrozaron numerosos edificios y arbolado de la ciudad. Por eso se refieren a esos días como «Los tiros de Cádiz» o «Las barricadas de Cádiz». Pero hubo mucho más; mucho más que no se contó, que apenas se esbozó y que constituye toda una novedad en la historia republicana y revolucionaria del estado español. El Comité republicano federal de Cádiz y la Comandancia de los Voluntarios de la Libertad gobernaron la ciudad de forma democrática y autónoma por espacio de una semana, y eso en medio de una crisis militar sin precedentes. Además, el pueblo no contaba con la ordenanza y su obediencia ciega al mando, pero sí dispuso de audacia e imaginación, convicción en la causa que defendían y sobre todo confianza en los oficiales de los batallones de Voluntarios, que ellos mismos habían elegido por sufragio, y que los llevaron a la victoria.

Fue la primera vez en nuestra historia que el pueblo venció al ejército. La primera vez que el ejército, a cuyo frente estaba el segundo cabo de la Capitanía General de Andalucía, el general La Serna -que había sustituido al brigadier Peralta, herido en un pie-, izaba la bandera blanca de parlamento a los tres días de combate, solicitando negociaciones al pueblo en armas. Hasta ese punto se sintieron derrotados aquellos que, a diferencia de los Voluntarios, habían ordenado días antes que ondeara la bandera negra de lucha sin cuartel en el edificio de la Aduana de Cádiz donde el ejército había establecido el cuartel general. Este hecho insólito hizo que de nuevo se admirara al pueblo de Cádiz, a los republicanos de Cádiz, como verdaderos héroes en su lucha por los derechos democráticos y la Libertad.

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No es motivo de este breve escrito explicar los hechos que subyacían en el origen de las «barricadas de Cádiz». Baste decir que desde que estalló la Revolución de Septiembre en la ciudad y en las aguas de su Bahía, los elementos más reaccionarios que la lideraron comenzaron a conspirar para que «nada esencial cambiara»: por eso se eligió un Gobierno Provisional con mayoría de la Unión Liberal del general Serrano y del Partido Progresista del general Prim y el brigadier Topete, sin la participación del Partido Demócrata, que había proporcionado el imprescindible elemento civil en la Revolución y en los Batallones de Voluntarios; por eso constituyeron Ayuntamientos y Diputaciones a partir de las Juntas Revolucionarias, sin sufragio de ningún tipo; por eso dejaron sin derecho al voto a los varones menores de 25 años, asegurándose ganar las elecciones municipales y a Cortes Constituyentes, convocadas para el mes de enero, facilitado por las castas caciquiles que aún perduraban; por eso pretendieron controlar y desarmar a su antojo a los Voluntarios de la Libertad; y por eso no tardaron en desenmascararse y manifestarse partidarios de una monarquía, eso sí, democrática, y que se materializó en la Coalición Monárquica de unionistas, progresistas moderados y algunos demócratas vergonzantes, a quienes llamaron cimbrios, encabezados por Nicolás María de Rivero. Todo ello provocó que el Partido Demócrata saltara hecho pedazos e irrumpiera con fuerza un nuevo Partido Democrático Republicano que a mediados de noviembre sacó a sus cientos de miles de simpatizantes a las calles de todos los pueblos y ciudades. La lucha entre Monarquía y República había comenzado. El fantasma de la República Federal recorrió la península, y especialmente Andalucía y la provincia de Cádiz, donde los republicanos tenían una mayor tradición de insurrecciones y levantamientos y eran mayoría entre las capas populares. Había que desarmar a los Voluntarios de la Libertad a toda costa, con cualquier pretexto, por todos los medios posibles. Solo con el pueblo desarmado, la monarquía democrática sería una realidad.

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El Bando del gobernador militar de Cádiz, brigadier Joaquín de Peralta el mediodía del 5 de diciembre de 1868 provocó un enorme grito de indignación del pueblo gaditano. Declarar el estado de guerra en la provincia, suspender las garantías individuales, prohibir las reuniones de más de cinco personas, prohibir la prensa, o requisar el armamento de los Voluntarios de la Libertad, era un ataque directo a las preciadas libertades recién conquistadas en la Revolución de Septiembre. No hacía ni dos meses que el general Juan Prim les había hablado desde la misma Tacita de Plata: «¡A las armas, ciudadanos, a las armas! ¡Basta ya de sufrimiento! La paciencia de los pueblos tiene su límite en la degradación (…) ha sonado la hora de la revolución…». ¿Y ahora se las quitaban, cuando la revolución estaba en peligro y se estaba gestando una vuelta a la monarquía?

Ese sentimiento de desprecio se complicó y se hizo virulento en la calle Alonso el Sabio (actual calle Pelota) cuando un encuentro entre dos mitades en línea de artilleros que iban publicando el bando por las calles y un grupo de voluntarios armados que iban al ayuntamiento convocados por su comandante Fermín Salvochea, derivó en el primer combate callejero con el resultado de numerosos muertos y heridos, contabilizando Altadill2 veinticuatro bajas entre los artilleros. Ya no hubo marcha atrás ni el gobierno mostró deseos de negociar y volver a la normalidad. Al contrario. Pocos minutos antes del estallido armado, cuando Juan José Junco y José Ramón López, los comandantes de los Voluntarios del Segundo Batallón pertenecientes en su mayoría al partido progresista, y otros oficiales del mismo como Faustino Díaz, acudieron a pedir explicaciones al gobernador militar por la publicación del bando, fueron apresados en el edificio de la Aduana.

Aunque las cifras de muertos y heridos nunca se sabrán con certeza, pues algunos cuerpos de soldados fueron calcinados o tirados al mar, ante la imposibilidad de su enterramiento en aquellos tres días de combates ininterrumpidos, el autor Mejías Escassy3, que aseguraba que visitó personalmente el cementerio y los hospitales, decía que no bajarían de 350 las bajas del ejército, de los que una tercera parte serían soldados y oficiales muertos; ni de 100 las bajas de los voluntarios de la Libertad, de los que la tercera parte habrían fallecido. Altadill, que escribió su obra meses más tarde, aumentaba la cifra de bajas, y aseguraba que el día 8, tras la tregua, «se dio sepultura a los muertos cuyo número no bajaba de 500 por parte del ejército, no habiendo llegado a la mitad de esta cifra los que tuvo el pueblo». El Partido Republicano de Cádiz, por su parte, pedía en un comunicado después de la lucha en las barricadas, «a los republicanos de España, los republicanos de Europa, y los republicanos del mundo entero», que derramaran «una lágrima sobre la tumba de un centenar de nuestros hermanos, de un centenar de mártires de la idea republicana», y también pedían esas lágrimas para «otro doble número de víctimas inocentes, soldados, mujeres y niños inmolados en aras de la tiranía de algunos miserables». Estas cifras, aun sin ser exactas, y aunque oficialmente apenas si se reconoció una cuarta parte para restar gravedad a lo sucedido, sí nos muestran la terrible batalla que se vivió en Cádiz, y el alcance de la derrota que sufrió el ejército frente a los voluntarios de la Libertad dirigidos por su comandante en jefe Fermín Salvochea, aclamado desde entonces como el «verdadero héroe entre los héroes de las barricadas».

El pueblo armado asaltó el Parque de Artillería, un carro del ejército con rifles y municiones, y hasta el castillo de San Sebastián. En las barricadas aparecieron 9 cañones de gran calibre, y especialmente se apoderaron de uno del calibre 36, llamado Pizarro, que causó verdadera conmoción entre la tropa. Todo eso fue cierto y se narró en las páginas de los diarios. Pero además de este histórico triunfo del pueblo gaditano, conviene recordar que ese episodio constituyó también el primer ejemplo de cómo se organizó una ciudad como Cádiz de forma republicana y democrática, una especie de Comuna de Cádiz, pero en pequeñito. Así lo expresaba de nuevo Mejías Escassy, que no era republicano, y eso es importante señalarlo:

«Los gaditanos hemos tenido ocasión de apreciar, aunque por poco tiempo, desgraciadamente, el benéfico influjo de la idea republicana llevado a la práctica en un momento decisivo de la más terrible crisis. (…)

«Cádiz, entregado a sí mismo, gobernado por sí mismo, sin otra autoridad más que su soberanía, sin otra barrera más que su sensatez, su cordura, su honradez y sus generosos sentimientos, ha realizado, con gran admiración del país entero, de Europa, del mundo, el sistema republicano».

Los datos explicativos que proporciona este autor sobre la «República de Cádiz» durante breves días son muy escasos, pero dejan traslucir una realidad edificante. La ciudad se organizó sin autoridades políticas municipales, que literalmente corrieron a esconderse en sus casas al escuchar los primeros tiros. Estos políticos, según Escassy, eran «impopulares hasta lo sumo», y los honrados gaditanos les mostraban «el sarcástico desdén que se tributa siempre a lo que para nada sirve; a lo que nada es, porque nada debe ser». También desaparecieron de las calles los guardias municipales y hasta los serenos; «faltaba en Cádiz esa plaga de polizontes, llamados malamente agentes de seguridad, porque lo único que aseguran es el haber que perciben mensualmente y que sale de las entrañas del desgraciado pueblo, que les paga para que les tiranice y a veces apalee sin justicia»; en la ciudad no hubo más autoridad y organización que los voluntarios de la Libertad, con sus mandos, sus responsables de cada barricada, sus centinelas nocturnos, etc. Sorprendió a los observadores, e incluso lo reconoció el diario conservador El Comercio (Cádiz), que en la ciudad no hubo robos ni venganzas de ningún tipo, respetando las propiedades y a los enemigos del pueblo que se sabían escondidos en sus casas señoriales («el domicilio fue respetado hasta lo fabuloso», decía Escassy), así como a las iglesias y demás mobiliario urbano eclesiástico. Y todo ello con la coordinación político-militar ubicada en la Casa-Ayuntamiento a cargo del Comité Republicano de Cádiz4, liderado por su vicepresidente Eduardo Benot, y del Primer Batallón de Voluntarios, comandado por Salvochea, y los capitanes milicianos Pacheco y Grimaldi.

Las barricadas se llenaron de cartelones con «Pena de muerte al ladrón», como había ocurrido desde los tiempos de la Milicia Nacional durante el bienio progresista (1854-1856) y con un lema totalmente novedoso en una ciudad en armas: «¡Viva la República!, ¡Viva la República Federal!». En algunas barricadas y en la Casa-Ayuntamiento ondearon banderas tricolores republicanas5, y en su fachada se desplegó una gran pancarta llamando a la fraternidad entre soldados y pueblo: «¡Licencia absoluta! ¡Viva el ejército! ¡Todos hermanos!».

Escassy también nos describe cómo muchos de los presos que salieron de la Cárcel al quedar desarmados los guardias que los custodiaban, fueron a solicitar poder participar en los combates, y quedaron custodiados en el Ayuntamiento encomendándoles el llenado de cartuchos de pólvora y tareas auxiliares similares como servir de munición a los cuatro cañones apostados en las barricadas de la puerta. Al contrario de lo que manifestó la prensa reaccionaria, los presos no provocaron ni un solo altercado, y su comportamiento ciudadano fue ejemplar.

De igual manera, de forma breve y concisa porque no era el motivo de su narración, Mejías Escassy relata la colaboración de los pequeños comerciantes de la ciudad, que, mientras hubo víveres en los almacenes, repartieron a los vecinos de forma ordenada los alimentos que les solicitaron, previa entrega de un vale firmado por cada jefe de barricada. No hubo robos ni asaltos; no se dieron excusas para las calumnias.

Por último, no es menos interesante y educativo valorar el papel descaradamente tergiversador de la prensa conservadora y reaccionaria, inundando de mentiras a la opinión pública, así como a los despachos de los gobiernos civiles, ayuntamientos y comandancias militares. Ese «extravío» de la opinión, como dice Escassy, contaminó incluso a la misma prensa democrática y republicana, que se «tragó», sin rubor alguno, que en Cádiz se estaban sublevando los isabelinos y carlistas -que habían engañado a los republicanos federales-, y que el «oro monárquico» corría por las calles de la ciudad. Pecaron de una ingenuidad casi criminal. Verdad es que el telégrafo estaba cortado y que las noticias directas tardaron en llegar, en primer lugar a Sevilla. Pero la regla de oro de todo revolucionario y demócrata es desconfiar de todo lo que provengan de las fuentes gubernamentales y de los reaccionarios. Seguro que aprendieron la lección para las siguientes batallas que se libraron en lo que quedaba de «Sexenio Democrático». No es motivo de este escrito narrar lo que aconteció desde la tregua solicitada por el ejército y la rendición de los Voluntarios ante la llegada a Cádiz del imponente contingente militar que llevó el general Caballero de Rodas el día 12 de diciembre.

El centro de la ciudad de Cádiz quedó acribillado y destrozado, se llenaron los hospitales y las fosas y nichos de los cementerios, y los prisioneros en baluartes y castillos se contaron por centenares. ¿Y el pueblo de Cádiz? ¿Culpó de esa tremenda tragedia a los republicanos, tan denigrados por la prensa, o al gobierno criminal? En las elecciones del mes siguiente tuvo oportunidad de pronunciarse, y de este modo lo resumía Mejías Escassy en su obra citada:

…entretanto, el pueblo de Cádiz es convocado para elegir un municipio; y el municipio nombrado es republicano.

Entretanto, Cádiz es convocado para elegir diputados para las Constituyentes; y Cádiz elije diputados republicanos.

Elije a Salvochea.

Nada hay mas elocuente que la voz del pueblo. Por más que la quieran ahogar, siempre sus ecos son soberanos, porque el pueblo es el único soberano de las naciones.

NOTAS:

1Grabado aparecido en la revista inglesa Illustrated London News.

2Monarquía son monarca: grandezas y miserias de la Revolución de Septiembre, de Antonio Altadill (Barcelona, 1869). Se narran los sucesos de Cádiz entre las páginas 136 (Capítulo XVII) y 186 (Capítulo XXI).

3En su obra Las Barricadas de Cádiz (1869).

4Faltaban el presidente y Primer Comandante del Primer Batallón de Voluntarios de la Libertad, Rafael Guillén Martínez, y Gumersindo de la Rosa, que habían salido el mismo día 5 de diciembre para acudir a un mitin regional republicano en Álora (Málaga). Este es uno de los argumentos de peso esgrimidos contra los que denunciaban una insurrección federal organizada (¿sin su máximo responsable político-militar?), cuando en realidad fue un grito de indignación y desengaño de todo un pueblo.

5Se ignoran los colores de esa tricolor, que fueron muy variables en aquellos meses, aunque predominaba la roja, blanca y morada. Lo que sí llama la atención es que los republicanos de Cádiz no quisieron enarbolar su bandera partidista de color rojo y con el lema «República Federal», utilizada en sus manifestaciones más recientes, y optaron por aquella tricolor más genérica. Como no se cansaron de decir, no fue una insurrección republicana federal.

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