La cuestión comunista es la obra póstuma de Losurdo. En ella el autor reúne sus reflexiones sobre el marxismo, el liberalismo, el socialismo y sus combinaciones, hace un balance del movimiento comunista y plantea el futuro de la idea de comunismo.
Comunismo: ¿una palabra impronunciable?
El Viejo Topo
5 diciembre, 2021
Dejando a un
lado los prejuicios ideológico-justicieros de la doctrina antitotalitaria de
Estado, podemos analizar las críticas de carácter más propiamente científico
que se hacen al comunismo. Pero antes de adentrarnos en este nuevo terreno
conviene plantearse un problema de carácter más general. ¿Todavía merece
crédito esta tradición política? En octubre de 2008 causó bastante sensación la
declaración del secretario de un partido de tendencia comunista, Fausto
Bertinotti, según el cual, debido a la historia que tenía tras de sí, comunismo
era una «palabra impronunciable». De modo que echaremos un vistazo al debate
político contemporáneo: ¿hay palabras más «pronunciables»?
De entrada
podría parecer menos comprometedor apelar al «socialismo», término incorporado
incluso por los socioliberales. Lamentablemente hay una circunstancia histórica
imposible de borrar que arroja una sombra bastante siniestra sobre este
término: el partido de Hitler también se llamaba a sí mismo «socialista»,
Partido Nacionalsocialista de los Obreros Alemanes. Era el «socialismo de buena
sangre», teorizado sobre todo por Himmler. Gracias a él los proletarios
alemanes podían ser propietarios de las tierras arrebatadas a los eslavos,
diezmados, deportados o esclavizados al servicio de aquellos por cuyas venas
corría la «buena sangre» (en Aly, 2005, pp. 28-29). Y no se trata solo de
nazismo. En los años inmediatamente posteriores a la primera guerra mundial
hacía profesión de «socialismo» (aunque fuera «socialismo prusiano») un ferviente
chovinista que había asistido impasible a la carnicería recién terminada. El
breve texto, una suerte de manifiesto del «socialismo prusiano», terminaba de
un modo perentorio: «Somos socialistas y no queremos haberlo sido en vano»
(Spengler, 1921, p. 99). Varios años antes, cuando faltaban pocos meses para el
estallido de la guerra (en la que aún no había entrado Italia), Croce (1950, p.
22) también expresó su aprecio y simpatía por el «socialismo de estado y de
nación», a imagen de la «férrea disciplina de guerra» impuesta en la Alemania
de Guillermo II y de la socialdemocracia alemana. Incluso si se pasa por alto
la implicación de los partidos socialistas clásicos en la primera guerra
mundial y en las guerras coloniales, ¿es realmente «socialismo» una palabra
menos «pronunciable» que comunismo?
Ahora
centrémonos en los términos que jalonan la ideología dominante y siempre
merecen un vehemente juicio de valor positivo. Hoy en día todos rinden tributo
a la «democracia», pero ¿cómo se llamaba el partido que en Estados Unidos se
opuso hasta el final a la abolición de la esclavitud? Se llamaba a sí mismo
«demócrata» y estaba realmente convencido de serlo. ¿Y cómo se llamaba el
partido que, después de la abolición formal de la institución esclavista, puso
más empeño en evitar la emancipación real de los afroamericanos, a la vez que
apoyaba el régimen terrorista de white supremacy? Eran frecuentes
los linchamientos de negros, que empezaban con una tortura lenta, interminable,
al desdichado condenado a muerte. Se montaban como espectáculos de masas
hábilmente orquestados por el partido de gobierno, concretamente el
«demócrata». Volviendo a nuestros días, ¿cuántas guerras se han desencadenado
en nombre de la «democracia» y de su difusión? Si Bertinotti hubiera tenido
conocimientos de historia se habría dado cuenta sin dificultad de que
«comunismo» no es más «impronunciable» que «socialismo» o «democracia».
Queda por
examinar un término que el poder dominante ha enaltecido más que ningún otro, a
escala nacional e internacional: liberalismo. Si alguien pensaba que, por lo
menos en este caso, nos hallamos ante una historia más o menos inmaculada,
haría bien en reflexionar sobre un caso, en apariencia intrascendente, acaecido
en Alemania a finales del siglo XIX. En 1888 Die neue Zeit, la
revista dirigida por Karl Kautsky, publica un ensayo de Paul Lafargue sobre
Victor Hugo y sobre la vida cultural y política francesa. En un pasaje del
texto original aparece la palabra «liberalismo» (libéralisme) y el
traductor alemán escribe «democracia burguesa» (bürgerliche Demokratie),
añadiendo una nota explicativa: «El autor usa el término “libéralisme”. Pero
como en Alemania el liberalismo se ha convertido en el lacayo del cesarismo, el
antisemitismo y los Junker, en vez de la traducción liberal nos parece más
adecuado traducir “democracia burguesa”» (nota a Lafargue, 1888, p. 263). Es
sin duda un episodio menor, pero ¡tan sintomático!
Es el síntoma
de una historia desconocida o borrada. Prueba de ello es que en Estados Unidos
un autor como John C. Calhoun, ilustre teórico de la esclavitud como «bien
positivo» (todavía a mediados del siglo XIX) se sigue citando y publicando como
uno de los Liberty Classics, los clásicos de la libertad y de la
tradición liberal. Un honor que también se le reserva a E. E. D. Acton, gran
defensor de la causa del Sur esclavista durante la guerra de secesión. Si
tenemos en cuenta esta historia desconocida y borrada, entre las palabras que
hemos comparado aquí «liberalismo» es la más impronunciable; durante los dos
siglos dorados de este movimiento político (el XVIII y el XIX) la esclavitud de
los negros se desarrolló prodigiosamente justo en los países clásicos de la
tradición liberal, y en Estados Unidos adquirió una dureza inusitada: la
propiedad privada, incluida la de ganado humano, es decir, de esclavos, libre
de ataduras políticas y morales y de cualquier interferencia de la Iglesia y el
estado, pudo ejercer un poder absoluto y llevar a cabo una deshumanización y
cosificación completa del esclavo, al extremo de que los miembros de su familia
podían venderse por separado como cualquier otra mercancía. Por eso el
abolicionista británico John Wesley afirmó que «la esclavitud americana» es «la
más vil de todas las que ha habido en la tierra». Como complemento de la
historia del liberalismo, tampoco hay que olvidar que entre finales del siglo
XVIII y comienzos del XIX, justamente en el país que se estaba colocando como
guía del Occidente liberal, empezaban a oírse unas consignas ominosas con
referencia a los amerindios y los afroamericanos: invocaban la «solución final
y completa» o la «solución final» para el problema de los indios y los negros,
respectivamente. Fue el periodo en que se borró de la faz de la tierra a la
mayoría de los pieles rojas, y en el ámbito del imperio británico a los
aborígenes de Australia y Nueva Zelanda.[1] ¡Pese
a todo, al actual país-guía del Occidente liberal se le sigue considerando la
primera democracia liberal de la historia!
Hasta los
nombres de los movimientos, así como los movimientos que dicen rechazar el
poder y la violencia, distan mucho de ser inmaculados cuando se someten a un
análisis histórico concreto. ¿«No violencia»? El propio Gandhi declaró con
orgullo que había sido «reclutador jefe» al servicio del ejército británico
durante la primera guerra mundial. Contribuyó de un modo nada desdeñable a «la
primera calamidad del siglo XX, la calamidad de la que se originaron todas las
demás calamidades» dirigiéndose a su pueblo en estos términos: debemos «brindar
nuestro respaldo total y firme al imperio», la India debe estar dispuesta a
«ofrecer al imperio en sacrificio a todos sus hijos válidos en esta hora
crítica», a «ofrecer a todos sus hijos idóneos como sacrificio para el imperio
en este momento crítico»; «debemos dar todos los hombres de que disponemos para
la defensa del imperio» (cf. Losurdo, 2010, pp. 31-35). A la madre de todas las
calamidades también da su tributo, aunque más modesto que el del dirigente
indio, un destacado representante del anarquismo, Piotr Kropotkin, que al
estallar la guerra se pone del lado de la Rusia zarista. Por otro lado, vemos
cómo el movimiento que enarbola la bandera de la liquidación no solo del estado
sino del poder como tal, durante la guerra civil española ejerció un brutal
poder de vida y muerte y protagonizó uno de los capítulos más trágicos de la
historia del siglo XX (cf. infra, pp. 186-7).
Bien mirado, el
espanto que le causaba a Bertinotti la palabra «comunismo» denota una actitud
subordinada al balance histórico del siglo XX trazado por la ideología
dominante. Para aclarar este aspecto conviene retroceder bastantes años. En la
década de 1730 dos ilustres personalidades francesas visitan los Estados Unidos
de América, cada una por separado: Alexis de Tocqueville y Victor Schoelcher.
El primero es universalmente conocido, el segundo merecería una notoriedad
mayor de la que tuvo, pues desempeñó un papel muy destacado después de la
revolución de 1848 para la abolición de la esclavitud en las colonias
francesas.
Las dos
personalidades mencionadas analizan la misma realidad en el mismo periodo de
tiempo, pero llegan a conclusiones opuestas. Con todo, ambas hacen gala de
honradez intelectual; una se centra en el gobierno de la ley y la democracia en
el ámbito de la comunidad blanca, y la otra en la esclavización de los negros y
la eliminación de los pieles rojas. Pero Tocqueville, al limitarse al primer
aspecto, ya en el título de su libro celebra La democracia en América,
mientras que Schoelcher, basándose en el trato recibido por los pueblos de
origen colonial, denuncia con vehemencia el feroz despotismo vigente en Estados
Unidos. Si comparamos a los dos autores, ¿quién lleva razón? Se podría decir
que ambos están equivocados. En otro lugar, al hablar de «democracia para el
pueblo de los señores» a propósito de Estados Unidos en aquel periodo de
tiempo, de hecho puse en cuestión dos categorías, la de democracia como tal y
la de despotismo (cf. Losurdo, 2005a, pp. 216-237). Pero cabría añadir que el
error de Tocqueville es más grave, sobre todo si se tiene en cuenta la
contraposición que hace entre el amor a la libertad en la república
norteamericana (a pesar de seguir manteniendo la esclavitud, que se había
abolido en gran parte del continente) y el escaso apego a la libertad que le
reprocha a Francia (a pesar de que con los jacobinos había abolido la
esclavitud en las colonias).
Pasemos ahora
al siglo XX e imaginemos que un Tocqueville y un Schoelcher redivivos visitan y
analizan el mundo en su conjunto. El primero, centrándose en la metrópoli
capitalista y comparándola con los países de orientación socialista o recién
independizados, no habría tenido dificultad en comprobar y destacar el mejor
funcionamiento del gobierno y las instituciones representativas en Estados
Unidos y Europa Occidental. El segundo, dedicando su atención sobre todo a las
colonias y excolonias, habría hecho hincapié en la persistencia de las matanzas
coloniales y las feroces dictaduras militares impuestas en América o, en Asia,
en un país como Indonesia. Y a Schoelcher quizá no se le habría escapado que
incluso en Estados Unidos los pueblos en lucha contra la opresión y la
discriminación buscaban ayuda, inspiración y aliento mirando a Moscú o a Pekín.
Históricamente,
Arendt se situaba en la estela de Tocqueville cuando a finales de 1967, al
criticar a los miembros más radicales del movimiento contra la guerra de
Vietnam, declaraba: «Hasta este momento no ha habido torturas, ni existen
campos de concentración, ni el terror» (en Young-Bruehl, 1990, p. 468). En
cambio, eran seguidores ideales de Schoelcher redivivo los militantes que
trataban de hacer ver a la filósofa que las torturas, los campos de
concentración y el terror estaban bien presentes en Vietnam y que era debido a
la política de Washington.
La victoria de
Occidente al final de la guerra fría también fue la victoria de Tocqueville
redivivo. No obstante… Convertida al capitalismo liberal y alentada y apremiada
por Occidente, a partir de 1989 Rusia fue asolada por una oleada de
privatizaciones salvajes y a menudo de carácter criminal que se saldó con una
fuerte polarización social, una caída brutal del nivel de vida y la esperanza
de vida de las masas y lo que un ilustre politólogo (Maurice Duverger) llamó
«genocidio de los viejos». Por el contrario, el partido comunista que gobernaba
el gran país asiático se mantuvo firme en la perspectiva del «socialismo con
características chinas», rechazando la conversión al capitalismo liberal, y fue
así como en los años y decenios posteriores logró una hazaña única en la
historia, librar de la miseria a «más de 600 millones de personas» o, según
otros cálculos, a «660 millones de personas».[2]
Como vemos, no
hay ningún motivo para considerar «impronunciable» la palabra comunismo. Es
más, en las primeras décadas del siglo XX un gran autor liberal o
liberal-conservador observó: «Los economistas ortodoxos» que, para «combatir el
socialismo», a veces
han tratado de
demostrar que la propiedad privada de la tierra y de los capitales no solo es
indispensable o vital para la convivencia social, sino que obedece a los
dictámenes absolutos de la moral y la justicia, creemos que se han expuesto a
fortísimos ataques; y su tesis, que en cualquier tiempo podría considerarse
difícil, por no decir casi superada, alcanza la evidencia de lo absurdo en los
tiempos que corren, cuando todos sabemos cómo se amasan con frecuencia las
grandes fortunas (Mosca, 1953, vol. I, pp. 417-418).
A finales del
siglo XX el Financial Times resumió así el proceso de
privatizaciones salvajes en la Rusia postsoviética, que permitía a un puñado de
privilegiados saquear literalmente el erario público: «A la mayoría del público
se le ha proporcionado un ejemplo eficaz de la máxima de Proudhon, para quien
“la propiedad es un robo”» (en Boffa, 1997, p. 71).
Hoy en día,
sobre todo en Estados Unidos, el movimiento de lucha contra la especulación sin
escrúpulos y rapaz del capital financiero denuncia a los banksters,
neologismo que funde las palabras banker y gangster;
o para referirse al complejo militar-industrial y a los beneficios que obtiene
con la venta de armas y las guerras en sí, el movimiento de lucha juega con los
términos «Wall Street» y «War Street». Para condenar todo esto, ¿qué mejor
palabra que «comunismo»?
Cuando Lenin
decide cambiar el nombre del partido obrero y revolucionario ruso, que pasa de
llamarse socialdemócrata a comunista, no lo hace tanto pensando en la fase
final de la sociedad poscapitalista que había teorizado Marx, como, sobre todo,
para guardar las distancias con el socialchovinismo, con los «socialistas» que
habían legitimado la carnicería de la primera guerra mundial, no pocas veces
agitando las consignas del intervencionismo democrático: así como los
socialistas de los países de la Entente se proponían exportar la democracia a
Alemania, los socialistas alemanes estaban decididos a exportarla a la Rusia
zarista, aliada de la Entente. Lamentablemente, el papel esencial y a veces
incluso de vanguardia de los «socialistas» (y los «laboristas») en el fomento
de guerras coloniales o neocoloniales ha sido persistente. Baste pensar en Toni
Blair, uno de los artífices de la segunda guerra del Golfo (basada en la
acusación falsa de que Sadam Hussein tenía armas de destrucción masiva y estaba
dispuesto a utilizarlas), o en François Hollande, uno de los protagonistas más
enérgicos y faltos de escrúpulos de la contraofensiva neocolonialista en
Oriente Próximo y en África. De nuevo hay que decir: ¡para impulsar la lucha
contra estas manipulaciones y estas infamias no hay mejor palabra que
«comunismo»!
Notas
[1] Cf.
Losurdo (2005a, pp. 3-9, pp. 152-156), en lo referente a Calhoun y Acton;
ibíd., pp. 37-39 sobre Wesley; ibíd., pp. 329-332 sobre la actitud frente a los
amerindios, los afroamericanos y los aborígenes.
[2] Cf.
Losurdo (2013, pp. 111-114), para Schoelcher; ibíd., pp. 267-269 para Duverger;
ibíd., pp. 318-324 para la superación de la miseria masiva en China.
Fuente: Segundo apartado del capítulo primero del libro de Domenico
Losurdo La cuestión comunista. Historia y futuro de una idea.
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