La Constitución española no está para servir a la señora Merkel ni al amigo amerciano, ni a la bolsillería estomacal o sillonera de los nenes y nenas principales que están en el machito del PP, PSOE o C´s a la ventolera ideológica que mande el locutor de ustedes de la cadena Cope, Herrera Carlos
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LA CONSTITUCIÓN PERPETUA
La Ley Fundamental no es inmodificable, pero la reforma debe orientarse al
arreglo de las piezas defectuosas y a tratar de aliviar las inquietudes y
reclamaciones de algunos poderes territoriales. El proceso exige pensar,
preparar soluciones y negociar
(EDUARDO ESTRADA/EL PAÍS)
Santiago Muñoz Machado
EL PAÍS
06.12.2016
Cuando se elaboró la Constitución más
antigua del mundo, la de los Estados Unidos de América de 1787, algunos
políticos y filósofos plantearon cuánto tiempo convenía que se mantuviera
vigente. Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores más sensibles a ese
problema, sostuvo que no debería permanecer más de 19 años. Justificó esta
limitación en su criterio, compartido con Thomas Paine, de que ese era el
tiempo que, previsiblemente, le quedaba de vida a la generación que la aprobó y
consideró que no era bueno para la nación que lo dispuesto por individuos ya
desaparecidos de la actividad política siguiera vinculando a la generación
siguiente. El cálculo del tiempo de vida estaba apoyado en las muy prestigiosas
tablas del conde de Buffon y la regla de que no se debe dejar cargas a los
herederos, en la no menos influyente doctrina de Adam Smith.
Unos años más tarde, cuando se inició la Revolución Francesa, la Constitución
de 1793, repitiendo conceptos procedentes de la anterior de 1791, estableció:
“Un pueblo tiene siempre el derecho a revisar, a reformar y a cambiar su
Constitución. Una generación no tiene derecho a someter a sus leyes a las
generaciones futuras…”.
Pese a estas
declaraciones, ni la Constitución estadounidense, ni las francesas, ni la
posterior Constitución española de 1812, dieron facilidades para estos cambios
generacionales. Muchos constituyentes temían la inestabilidad que traerían
consigo los cambios. Y los que, de entre ellos, más se habían esforzado en
acabar con las desigualdades y privilegios de la sociedad del Antiguo Régimen,
tenían buenas razones para creer que la flexibilidad para operar cambios daba
oportunidades a los poderosos oponentes al movimiento constitucional para
recuperar las ventajas perdidas.
Estas tensiones se saldaron en el
constitucionalismo de la primera generación reconociendo, por una parte, que
nada podía oponerse a la mudanza constitucional, y por otra, que para reformar
la Constitución había que seguir el procedimiento que ella misma imponía.
Idearon los padres de las
Constituciones citadas severísimos procedimientos de revisión, con la idea de
preservarlas frente a quienes pretendieran liquidar sus revolucionarias
conquistas en materia de derechos y contra el abuso del poder. Imaginaron que,
de esta manera, el nuevo orden sería inmodificable y perpetuo. Pero no ocurrió
lo esperado. Las Constituciones francesas y españolas del siglo XIX fueron
cambiadas sin cesar y, mientras más rígidos eran los procedimientos
establecidos para la reforma, más estrepitoso y general fue el derrumbe, más
violenta y total la abolición.
El
texto de 1978 está sufriendo por los desplantes de las fuerzas políticas y las
instituciones
Aquellas primeras
Constituciones decimonónicas padecían, además, una grave debilidad. Las Cortes
o asambleas legislativas ordinarias podían desconocer sus mandatos,
incumpliéndolos, y no había ninguna institución, garante de su integridad, que
pudiera invalidar esta clase de agresiones. Daba igual que las Constituciones
duraran mucho o poco porque se podían ningunear a placer. Se entiende que la
Constitución española que más tiempo se ha mantenido vigente, la de 1876, que
rigió desde la Restauración hasta la Segunda República, haya sido la que más
descaradamente convirtieron los políticos de turno en papel mojado.
¿Estará pasando algo
similar con la Constitución de 1978?
Es inocultable que el prestigio de la
Constitución vigente está sufriendo mucho, por los desplantes de las fuerzas
políticas y de algunas instituciones públicas. A causa del falso afecto de los
que no quieren retocarla y la van dejando morir o por las actuaciones contra
ella de quienes actúan, como en el siglo XIX, negando a la Constitución
verdadera fuerza vinculante.
Sin embargo, el texto de 1978
pertenece a una generación de Constituciones, la que se implantó en los Estados
europeos después de la gran catástrofe de la II Guerra Mundial, que están
llamadas a regir los destinos de esos países de modo perpetuo o por un número
de años incomparablemente mayor que el que marcó la vigencia de sus
predecesoras. De hecho, la mayor parte de las que ahora rigen han sobrepasado
la insólita edad de 60 años.
Varias razones
justifican esta nueva vocación de perdurabilidad. Una importante es que las
Constituciones están protegidas por los tribunales, constitucionales y
ordinarios, frente a las agresiones de los poderes públicos actuando de
garantes de su integridad. Pero más relevantes son dos circunstancias nuevas:
la primera, que se preservan adaptándolas mediante reformas a las nuevas
circunstancias económicas y sociales siempre que es necesario; y la segunda,
que la posibilidad de cambiar radicalmente las Constituciones vigentes se ha
reducido hasta mínimos antes desconocidos; quiero decir que el poder necesario
para reformarlas se presenta actualmente sometido a condicionamientos antes
inexistentes.
Algunos de estos últimos se
corresponden con decisiones del constituyente soberano. Las Constituciones
alemana, francesa e italiana contienen cláusulas que prohíben determinadas
reformas. Se autoproclaman parcialmente intangibles. La Ley Fundamental de Bonn
de 1949, por ejemplo, no permite que se pueda cambiar la división de la
Federación en länder, o que una reforma pueda afectar al principio de
dignidad humana u otros derechos fundamentales. Se comprenden bien estas
restricciones en un país en el que se habían cometido años antes descomunales
abusos de poder e inconcebibles afrentas a los derechos.
La división del poder y las garantías
de los derechos han sido siempre los dos pilares que sostienen las
Constituciones. Actualmente, son valores protegidos en las comunidades
políticas avanzadas mediante normas, de alcance trasnacional y cosmopolita, que
se imponen al poder constituyente soberano de cada nación. La protección de la
separación de poderes y de la garantía de los derechos está ubicada en normas
internacionales y, en la región europea, impuesta por la Carta de Derechos
Fundamentales de la Unión Europea y por la Convención de Derechos Humanos de
1950.
Mientras mantengamos nuestros
compromisos europeos, las determinaciones de una buena parte de la Constitución
resultan casi intangibles. No nos empeñemos, por tanto, en aventuras propias de
un país desinformado que actúa como si todavía estuviera en el siglo XIX.
Centremos el esfuerzo de reforma en arreglar las piezas defectuosas, que son
bastantes, y en tratar de aliviar las inquietudes y reclamaciones de algunos
poderes territoriales, tantas veces planteadas sin fundamento o respondidas sin
imaginación y con mezquindad. Arreglemos nuestra debilitada organización; la
territorial y la general del Estado. No es difícil conseguirlo, sin necesidad
de cambiar el modelo. Hay que pensar, preparar soluciones y negociar hasta
alcanzar el consenso; por ese orden.
Hagamos que la
Constitución de 1978 vuelva a ser una norma ilusionante y admirada. Logremos
que sea, con los matices indicados, una ley perpetua. No nos separemos de lo
que ya es común en el constitucionalismo europeo.
Santiago
Muñoz Machado es catedrático de Derecho
Administrativo, miembro de número de la Real Academia Española y de la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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