Venezuela: no callar, pero para decir la verdad
13.05.2017
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En varios trabajos recientes diversos analistas y
observadores de la vida política latinoamericana han reprochado a los
intelectuales y militantes de izquierda su silencio ante lo que está ocurriendo
en Venezuela. Ese silencio, dicen, sólo refuerza los peores rasgos del gobierno
de Nicolás Maduro. Este reclamo lo hizo hace unas pocas semanas un destacado
intelectual venezolano, Edgardo Lander, y más recientemente, en una producción
especial de Página/12, lo reiteraron dos colegas de Argentina:
Roberto Gargarella y Maristella Svampa. [1]
Nadie podría
estar más de acuerdo que el autor de estas notas sobre la necesidad de hablar
acerca de lo que realmente está aconteciendo en Venezuela. Tras las huellas de
los fundadores del materialismo histórico Gramsci decía, con toda razón, que
“la verdad siempre es revolucionaria”. Y el aforismo del fundador del PCI es
más importante hoy que nunca antes, cuando el virus posmoderno ha instituido a
la “posverdad” ¡como un criterio de verdad!, abriendo paso a cuantas tergiversaciones
y mistificaciones puedan ocurrírsele a quienes precisamente quieren ocultar
tras una cortina de sofismas y falsedades lo que está sucediendo en nuestras
sociedades –y muy especialmente en Venezuela- y, de ese modo, favorecer a los
planes de la contrarrevolución en marcha.
Desafortunadamente
las buenas intenciones de Gargarella y Svampa de hablar sobre Venezuela y decir
lo que allí está sucediendo termina con una frustración. Y esto es así porque
en su nota no hablan de lo que en verdad ocurre en ese país sino que reproducen
con pequeñas variantes el relato que la oposición ha construido para decir lo
que ella necesita que se diga que está ocurriendo en Venezuela. Esa narrativa
tramposa, que desfigura a sabiendas la realidad para promover su agenda restauradora,
ha contado con la inestimable ayuda de los sempiternos agentes sociales y
políticos de la reacción, que jamás se equivocan al elegir amigos y enemigos:
los medios hegemónicos a nivel mundial (vulgo: “prensa libre”), perros
guardianes del orden capitalista; la internacional de la derecha dirigida, con
dinero de Estados Unidos, por José M. Aznar y Álvaro Uribe y toda su
parafernalia de políticos y periodistas comprados y tanques de pensamiento
alquilados y, por si lo anterior no bastara, apoyada también por el gobierno de
Estados Unidos desde el nacimiento mismo de la Revolución Bolivariana. No
sorprende por lo tanto constatar que en las tres o cuatro páginas escritas por
nuestros autores se acumulen numerosos errores de apreciación así como llamativas
ausencias. Comencemos por estas.
Ausencias
Primera
ausencia: el gobierno de Estados Unidos. Un análisis sobre cualquier país de
las Américas que no mencione ni una sola vez –no digamos analice, apenas
mencione- al gobierno de Estados Unidos y al imperialismo es insanablemente
erróneo. De allí jamás podría brotar un análisis correcto de la situación. Es
un error tan grave e irreparable –obliterado empero por el prejuicio que
informa al paradigma dominante en las ciencias sociales contemporáneas- como el
que cometería un astrónomo que al analizar al sistema solar obviara cualquier
mención o análisis del papel de Júpiter en la dinámica global del sistema,
haciendo caso omiso del hecho que su masa equivale a casi dos veces y medio la
suma del total de los demás planetas que componen el sistema. ¿Qué diríamos de
nuestro astrónomo? Que pese a sus buenas intenciones no tiene nada serio para
decir; es más, no puede tener nada serio para decir, porque su análisis ha
soslayado lo principal. No lo único que importa pero sí lo más importante.
A estas alturas
del siglo veintiuno me dispenso de la necesidad de explicar, por archiconocido,
lo que es el imperialismo y como actúa en lo que amablemente sus agentes y
voceros califican como “nuestro patio trasero.” El capitalismo contemporáneo lo
que ha hecho es exacerbar hasta lo indecible su carácter imperialista y no sólo
en Latinoamérica. Recuerden el escarmiento sufrido por el pueblo griego cuando
se “equivocó” al rechazar el brutal programa de ajuste que le proponía la
Troika en Europa, “error” que fue corregido en una reunión a puertas cerradas
en Bruselas; o la gigantesca multa que el banco francés Paribás tuvo que pagar
por transgredir una ley del Congreso de EEUU que penalizaba a cualquier
institución bancaria del mundo, estadounidense o no, que mediara en las
relaciones comerciales entre Irán, Sudán y Cuba con el resto del mundo. Es
decir, la ley estadounidense es la ley del mundo. O las casi mil bases
militares que Estados Unidos tienen en todo el mundo, caso absolutamente único
en la historia. Eso es un imperio, desde Roma hasta hoy. Y el centro hegemónico
del imperio es Estados Unidos, “la nación indispensable” para mantener vivo al
capitalismo en la faz de la tierra. Por supuesto, sus teóricos y estrategas
prefieren obviar el término imperialista por su desagradable olor, pero la
realidad del imperialismo es inocultable y por eso se esmeran en referirse a
ella con nombres más amables. Los expertos del Pentágono y del Departamento de
Estado, la CIA o el Consejo Nacional de Seguridad prefieren hablar de
“primacía”, “superioridad” y, los más audaces, de “hegemonía” porque son
conscientes que palabras como imperio o imperialismo son indigestas para el
delicado estómago de la opinión pública estadounidense. El eufemismo puede
jugar con las palabras e intentar enturbiar la visión de la cosa, pero esta
sigue allí. No por casualidad uno de los más incisivos estrategos del imperio,
Zbigniew Brzezinski, inicia su más reciente libro sobre la situación actual de
Estados Unidos en el sistema internacional con una sorprendente sección
dedicada a la “declinante longevidad de los imperios”, tácita asunción de que
Estados Unidos lo es pues de lo contrario no se entiende la razón por la cual
ese autor se enfrasca en una discusión que es marginal al objetivo de su
trabajo. [2]
De lo anterior
se sigue que los imperios -aunque se autodenominen, como en el caso de Estados
Unidos, “líder del mundo libre” o “primacía americana”- forjan una relación
radicalmente asimétrica con los países sometidos a su jurisdicción y a los que
controlan por diversos medios. El corolario de esta lógica imperial es que
Washington siempre juega un papel, mayor o menor según las circunstancias y la
naturaleza de los países, en los procesos políticos de los países subordinados,
máxime cuando, como en el caso de Venezuela, esta nación reposa sobre la mayor
reserva comprobada de petróleo del planeta y se sitúa en la Cuenca del Gran
Caribe, esa que los militares norteamericanos creen que es un mar interior de
Estados Unidos. Sólo si la Casa Blanca y sus agencias estuvieran pobladas por
imbéciles o por individuos completamente irresponsables, desconocedores del
interés nacional norteamericano, podría el gobierno norteamericano ser
indiferente o mantenerse al margen de lo que ocurre en Venezuela. La historia
latinoamericana en los últimos dos siglos, desde la Doctrina Monroe (1823) en
adelante, ofrece cientos de ejemplos de esta constante intervención de la
política exterior norteamericana hacia nuestros países. Intervención que va
desde una discreta pero eficaz monitoreo político hasta el golpe militar y la
invasión militar, como lo prueban los casos de Panamá y República Dominicana,
entre muchos otros. Que hoy se hayan olvidado de Venezuela y no se interesen
por el desenlace de su crisis es absolutamente inverosímil. No obstante, algo
tan elemental como esto pasa increíblemente desapercibido en la nota de
Gargarella y Svampa y por lo tanto en el drama que se desenvuelve en ese país
se asume que Estados Unidos no juega papel alguno. Esto sólo bastaría para
desechar ese artículo, imposibilitado de ofrecer una visión realista de las
cosas.
Pero no es la
única ausencia, hay otra más. Al analizar la crisis y los antagonismos que
enervan a Venezuela sólo se habla del gobierno de la Revolución Bolivariana. Es
un análisis muy curioso porque se lanzan diversas conjeturas e interpretaciones
sobre un conflicto institucional muy grave pero sólo aparece una de las partes
del enfrentamiento. La otra, la oposición, es un fantasma o una sombra que
nunca se alcanza a visualizar. Ni una palabra sobre la génesis y conformación
de la oposición y sus principales personajes; del golpe de Estado que
protagonizaran en abril del 2002; nada sobre el paro petrolero de finales del
2002 hasta los primeros meses del 2003; ni una palabra sobre las sangrientas
"guarimbas" de febrero del 2014. Nada sobre el líder e instigador del
plan sedicioso de "la salida", el señor Leopoldo López, de quien se
dice es un "prisionero político" cuando en realidad es un "político
preso" por haber hecho apología de la violencia, instigado asesinatos,
incendios de edificios públicos, saqueos a comercios y producido ingentes daños
a las propiedades públicas y privadas. No se dice, por ejemplo, que si López
hubiera hecho en Estados Unidos lo que hizo en Venezuela habría sido condenado
como mínimo a prisión perpetua, y probablemente a la pena capital. La justicia
venezolana, en cambio, esa que descalifican llamándola “chavista”, fue tan
benigna que sólo lo condenó a 13 años y 9 meses de prisión. Nada se dice tampoco
de que los líderes de esa oposición se rehúsan a dialogar o acordar nada con el
gobierno. Que sus principales dirigentes viajan a Estados Unidos a persuadir al
gobierno de ese país que invada al suyo propio y que derroque al presidente
constitucional Nicolás Maduro. O que Julio Borges, el presidente de la
ilegítima Asamblea Nacional, que se resiste a convocar a una nueva elección
para reemplazar a los tres "diputruchos" que fraudulentamente fueron
incorporados a ella, se reúne con el Almirante Kurt Tidd, jefe del Comando Sur,
para suplicarle que invada a su país, con el derramamiento de sangre que él y
sus compinches de la oposición saben que esto produciría. En suma, la nota
escrita bajo los influjos maliciosos del “relato” opositor cae en el maniqueísmo
político: hay un villano (Maduro) y un bueno (la oposición) de la cual ni se
habla, ni se analiza su trayectoria. Pobre, muy pobre como análisis político.
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