Tal día como hoy moría
Benjamin. Lo recordamos aquí con uno de sus relatos radiofónicos, dirigidos
principalmente a niños y jóvenes, relatos que pretendían proporcionar en forma
divertida las claves para comprender la historia pasada y presente.
El Berlín demónico
Walter
Benjamin
El Viejo Topo
26 septiembre, 2023
La primera vez
que oísteis hablar de brujas fue en el cuento de Hansel y Gretel. ¿Qué os
imaginasteis? Una malvada y peligrosa mujer que vive solitaria en el bosque y
en cuyas manos es mejor no caer. Seguramente no os habréis calentado los cascos
preguntándoos cómo se lleva la bruja con el diablo o con Dios, o de dónde sale,
qué hace y qué no hace. Y durante siglos los hombres han pensado lo mismo que
vosotros respecto a las brujas. La mayoría creía en las brujas de la misma
manera que los niños pequeños se creen los cuentos. Pero igual que los niños,
por pequeños que sean, no viven con arreglo a lo que cuentan las fábulas, los
hombres tampoco han asumido, en todos esos siglos, la creencia en las brujas en
su vida diaria. Se han contentado con protegerse de ellas mediante sencillos
símbolos, con una herradura sobre la puerta, una estampa religiosa o, a lo
sumo, con un conjuro colgado sobre el pecho, bajo la camisa. Así era en la
antigüedad; cuando llegó el cristianismo, la cosa no cambió mucho, por lo menos
no cambió para mal. Pues el cristianismo salió al paso de la creencia en el
poder del Mal. Cristo había derrotado al diablo y lo había enviado a los
infiernos, y sus seguidores no tenían nada que temer de los poderes maléficos.
Esa era, al menos, la primitiva fe cristiana; en aquella época se conocían
también, sin duda, mujeres de mala reputación pero eran ante todo sacerdotisas
y diosas paganas, y nadie creía demasiado en sus poderes mágicos. Más bien
inspiraban compasión, porque el diablo las había engañado hasta el punto de
hacerlas creerse dotadas de poderes sobrenaturales. Nadie os podrá explicar con
absoluta claridad la manera en que esta situación cambió del todo,
inadvertidamente, en unas pocas décadas, aproximadamente por el año 1300
después de Cristo. Pero los hechos no admiten dudas: tras muchos siglos en los
cuales la creencia en brujas había persistido como una superstición más, sin
causar ni menos ni más daños que las otras, de repente, a mediados del siglo
XIV se empezó a ver por doquier brujas y brujerías y a desatar en seguida, casi
en todas partes, persecuciones contra ellas. De la noche a la mañana surgió una
auténtica ciencia de la brujería. De improviso, todo el mundo afirmaba saber
con exactitud qué hacían en sus asambleas, de qué poderes mágicos disponían y
contra quién pretendían utilizarlos. Como os he dicho, quizá nunca podrá
saberse con precisión cómo se llegó a ese punto. Tanto más sorprendente es, a
cambio, lo poco que sabemos acerca de los orígenes de este fenómeno.
Todos
entendemos la superstición como una cosa que está extendida y arraigada sobre
todo entre las gentes sencillas. Pues bien, la historia de la creencia en las
brujas abunda en ejemplos que nos muestran que esto no siempre fue así.
Precisamente el siglo XIV, en el cual estas creencias mostraron su vertiente
más rígida y peligrosa, fue una época de gran progreso para las ciencias.
Habían dado comienzo las cruzadas, y con ellas habían llegado a Europa las más
novedosas doctrinas científicas, especialmente en el campo de las ciencias
naturales, en las que Arabia, por aquel entonces, aventajaba en gran medida a
las demás naciones. Y, por increíble que parezca, estas nuevas ciencias
naturales fomentaron poderosamente la creencia en las brujas. Sucedió del
siguiente modo: en la Edad Media, las ciencias naturales puramente especulativas
o descriptivas, que actualmente llamamos teóricas, no estaban aún separadas de
las ciencias aplicadas, como por ejemplo la técnica. Por su parte, estas
ciencias naturales aplicadas y la magia eran en aquel tiempo una misma cosa, o,
por lo menos, estaban estrechamente emparentadas. Al fin y al cabo, muy poco
era lo que se sabía acerca de la naturaleza. La investigación y el
aprovechamiento de sus fuerzas ocultas eran considerados hechicería. Con todo,
esa hechicería estaba permitida siempre que no tuviera fines perversos, y para
diferenciarla de la nigromancia se la denominaba simplemente blanca: la magia
blanca. Así pues, todo lo que por aquel entonces se descubría acerca de la
naturaleza redundaba directa o indirectamente en un reforzamiento de la creencia
en la magia, o de la creencia en la influencia de las estrellas, en el arte de
hacer oro y cosas por el estilo. Y con el interés por la magia blanca aumentaba
también el interés por la magia negra.
No obstante,
las ciencias naturales no eran las únicas que contribuían a fomentar aquellas
terribles creencias. De la creencia en la magia negra y de su estudio se
siguieron para los filósofos de la época –que por aquel entonces eran
exclusivamente clérigos– una larga serie de cuestiones que hoy en día no podemos
entender fácilmente y ante las cuales, cuando finalmente las comprendemos, se
nos ponen los pelos de punta. Ante todo se quería, por ejemplo, aclarar de una
vez por todas en qué consistía la diferencia entre la magia que practicaban las
brujas y la propia de otras malas artes hechiceras. Que todos los nigromantes,
sin excepción, eran herejes –es decir, no creían en Dios o no lo hacían de la
manera correcta–era algo que estaba claro para todos desde hacía mucho tiempo;
los papas habían aleccionado en este sentido. Pero se quería averiguar qué era
lo que distinguía a las brujas y los hechiceros del resto de nigromantes. A tal
fin, los sabios se entregaron a disquisiciones que, más que temibles, habrían
resultado disparatadas y curiosas de no ser porque, pasados cien años, cuando
los procesos de brujas alcanzaron su apogeo, aparecieron dos hombres que se
tomaron muy en serio todas estas quimeras, las compilaron, las cotejaron,
extrajeron de ellas una serie de consecuencias y las utilizaron como fundamento
de un método para identificar con pelos y señales a aquellos que habrían de ser
acusados de brujería. De esto salió un libro llamado “Malleus maleficarum” o
“Martillo de brujas”; pocas cosas impresas habrán traído a la humanidad tanto
infortunio como esos tres grandes volúmenes. ¿En qué consistía, según esos
sabios, la singularidad de las brujas? Ante todo en el hecho de que habían
pactado una alianza formal con el demonio. Habían abjurado de Dios y habían
prometido al demonio cumplir siempre su voluntad. A su vez, el demonio les
había prometido darles todo lo que deseasen (en la vida terrenal, claro); pero,
como era un embustero, casi nunca había mantenido su palabra ni lo haría en el
futuro. A partir de ahí, hablaban y no acababan de todo aquello que obraban las
brujas gracias al poder demoníaco, y de qué medios se servían para sus fines, y
qué ritos estaban obligadas a cumplir. Algunos de vosotros habréis visto el
lugar donde bailaban las brujas cerca de Thale, con el salón de la noche de
Walpurgis; otros habréis tenido en las manos un volumen de leyendas del Harz, y
ya sabréis mucho de estas cosas; así que no voy a hablaros del Blocksberg, la
montaña donde cada primero de mayo habían de reunirse las brujas, ni de sus
cabalgadas a lomo de la escoba con la que salen volando por la chimenea, sino
de unas cuantas cosas aún más raras, que quizá no hayáis leído nunca en
vuestros libros de leyendas. Cosas curiosas para nosotros, claro. Pues hace
trescientos años no había para la gente nada más natural que creer que una
bruja podía hacer caer una granizada sobre los trigales con solo salir al campo
y alzar una mano hacia el cielo, o embrujar a las vacas con una sola mirada, de
manera que de las ubres saliera sangre en vez de leche, o, practicando un corte
en un sauce, hacer que de la corteza manara leche o vino, o transformarse a sí
misma en un gato, un lobo o un cuervo. Cuando alguien se hallaba bajo la
sospecha de brujería, ya no había nada, hiciese lo que hiciese esa persona, que
no contribuyese a fomentar tal sospecha; ni en su casa ni en sus campos, ni en
sus palabras ni en sus hechos, ni en su comportamiento durante la misa o
durante el juego, no había nada que gentes malintencionadas, mentecatas o
dementes no pudieran relacionar con la brujería. Y aún hoy, palabras como
mantequilla de bruja (nombre que se da a las huevas de rana), anillo de las
brujas (que se aplica a los círculos que a veces forman las setas), liquen de
bruja, harina de bruja, etc., dan testimonio de la asociación de las cosas más
sencillas de la naturaleza con estas creencias. Si queréis leer un breve
compendio, en cierta medida una especie de guía a través del mundo de las
brujas, tenéis que pedir que os dejen la obra teatral “Macbeth” de Shakespeare.
Veréis también allí cómo las gentes se imaginaban al diablo bajo la figura de
un amo severo a quien cada bruja había de rendir cuentas de las malas acciones
o incluso crímenes que había cometido en su honor. En aquella época cualquier
hombre sencillo sabía acerca de las brujas tanto como se lee en “Macbeth”. Los
filósofos, por supuesto, sabían mucho más. Podían aducir pruebas de la
existencia de las brujas, tan faltas de lógica que hoy en día no se tolerarían
en una redacción escolar de un alumno de primero de bachillerato. En el año
1660, uno de esos filósofos escribió: “Aquel que niega la existencia de las
brujas niega también la existencia de los espíritus, pues las brujas son
espíritus. Ahora bien, aquel que niega la existencia de los espíritus, niega
también la existencia de Dios, pues Dios es un espíritu. Así pues, quien niega
a las brujas, niega también a Dios.”
El disparate y
el absurdo ya son bastante malos por sí mismos; pero cuando se los quiere
aplicar con rigor y consecuencia resultan realmente peligrosos. Así sucedió con
la creencia en las brujas, y por ello la intransigencia de los sabios fue causa
de males mucho mayores que la superstición. De los científicos y de los
filósofos ya hemos hablado. Y ahora les toca a los peores: los juristas. Y con
ello llegamos a los procesos de brujería, que fueron la plaga
más terrible de la época, al margen de la peste. En efecto, estos procesos se
propagaron como una plaga, pasaron de un país a otro, alcanzaron su apogeo para
menguar después temporalmente, no se detenían ni ante los niños ni ante los ancianos,
ni ante los ricos ni ante los pobres, ni ante los juristas ni ante los
alcaldes, no respetaban a los médicos ni a los canónigos; toda clase de
ministros de la iglesia hubieron de subir a la hoguera junto a los encantadores
de serpientes o los cómicos de feria, por no hablar del número infinitamente
mayor de mujeres de todas las edades y condiciones. Actualmente ya no es
posible verificar en cifras la cantidad de personas que murieron en Europa
acusadas de ser brujas o hechiceros; pero es seguro que fueron por lo menos
cien mil, o quizá varias veces esta cifra. Ya he mencionado aquel libro atroz
llamado “Malleus maleficarum”, que apareció en el año 1487 y fue reimpreso
muchísimas veces. Estaba escrito en latín; era un manual para inquisidores. Se
llamaba inquisidores (literalmente, los que preguntan) a unos monjes dotados,
por el Papa, en persona, de plenos poderes para combatir la herejía. Y como las
brujas eran consideradas herejes, los inquisidores habían de ocuparse de ellas.
Pero lo cierto es que no todo el mundo se resignó, sin celos, a dejar esa
horrible tarea en manos de los inquisidores; antes bien hubo muchas otras
jurisdicciones que se desvivían por poder dedicarse a la lucha contra las
brujas. Se trataba de la jurisdicción ordinaria de la Iglesia y de la justicia
ordinaria civil. De estas dos, la peor fue la segunda, pues el antiguo derecho
canónico no contemplaba la figura de la quema de brujas y por eso durante mucho
tiempo las únicas penas aplicadas a las brujas fueron la excomunión y la prisión.
Hasta que en 1532 Carlos V instituyó su nuevo código penal, la llamada
“Carolina” o “Código de enjuiciamiento criminal”, que prescribía la muerte en
la hoguera como castigo a la brujería. De todos modos, aún existía una reserva:
para condenar a alguien por ese delito, hacía falta probar que había causado
daños reales. Esta legislación, sin embargo, resultaba demasiado suve para
muchos juristas y soberanos, y muchos prefirieron guiarse por el derecho
territorial sajón, según el cual cualquier hechicero y cualquier bruja podían
ser quemados aunque no se pudiera probar que hubieran causado daño alguno.
Estas múltiples jurisdicciones dieron lugar a una confusión tan tremenda que
palabras como orden y derecho dejaron de tener sentido. A esto se añadía el hecho
de que la gente se imaginaba a las brujas como posesas en las que habitaba el
demonio, y por lo tanto se creía estar luchando cara a cara con el Maligno, lo
cual justificaba el empleo de todos los métodos. Nada podía haber tan terrible
e insensato que los juristas de la época no se atrevieran a colgarle algún
latinajo. Y así, se calificó a la brujería de crimen exceptum, es
decir, un crimen fuera de lo común, lo que significaba que el acusado apenas
estaba en condiciones de defenderse. Por ejemplo, ya desde el principio se le
trataba como culpable. Si tenía un defensor, éste no podía tampoco hacer gran
cosa, pues se consideraba que quien defendiera con excesivo celo a los acusados
de brujería se hacía, a su vez, sospechoso del mismo delito. Los juristas
contemplaban los asuntos de brujería como una materia especial que solo ellos,
como profesionales, estaban capacitados para juzgar. Y el más peligroso de sus
principios era aquel según el cual en el delito de brujería bastaba con la
confesión del reo, aun cuando no se pudieran aducir otras pruebas. Cualquiera
que sepa que en los procesos de brujería la tortura estaba a la orden del día,
ya se hará cargo del valor real que podían tener tales confesiones. Realmente
una de las cosas más asombrosas que hallamos en la historia es el hecho de que
hubieran de pasar doscientos años antes de que los juristas llegaran a la
conclusión de que las confesiones arrancadas mediante tortura no pueden ser
consideradas válidas. Quizá si les costó tanto llegar a tan sencillas conclusiones
fue debido al tropel de increíbles y escalofriantes sutilezas que atiborraban
sus libros. Incluso creían haber desenmascarado al diablo. Por ejemplo, cuando
una acusada se obstinaba en callar –porque sabía que cualquier palabra, aun la
más inocente, no haría sino agravar todavía más su desgraciada situación– los
juristas veían en ello los efectos de la “mordaza diabólica”, lo cual
significaba que el Maligno había embrujado a la inculpada impidiéndole hablar.
Igual de eficaces resultaban las llamadas pruebas de brujería, con las cuales
se pretendía a veces acortar el sumario. Existía, por ejemplo, la prueba de las
lágrimas. Si alguien, durante la tortura no lloraba de dolor, se consideraba
probado que el diablo le socorría en el trance; y de nuevo hubieron de pasar
doscientos años hasta que los médicos hicieron u osaron decir en voz alta la
sencilla observación de que el hombre, bajo el efecto de dolores muy fuertes,
no llora.
La lucha contra
los procesos de brujería ha sido una de las mayores luchas de liberación de la
humanidad. Comenzó en el siglo XVII y su triunfo se hizo esperar cien años, en
algunos países más. Como suele suceder con estas cosas, no nació de una idea,
sino de la necesidad. Como bajo la tortura todo el mundo acusaba a su vecino,
algunos soberanos vieron sus países devastados en pocos años. Un proceso podía
traer consigo cien más, que tardaban años y años en cerrarse. Así, ciertos
soberanos empezaron simplemente a prohibir tales procesos. Y entonces los
hombres fueron poco a poco osando reflexionar. Los clérigos y los filósofos
descubrieron que la creencia en brujas no había existido en absoluto en los
primeros tiempos de la Iglesia, y que Dios no podía haber dotado al diablo de
un poder tan grande sobre los hombres. Los juristas llegaron a comprender que
ya no podían seguir considerándose válidas las calumnias y las confesiones
arrancadas mediante la tortura. Los médicos tomaron la palabra para explicar
que había enfermedades a consecuencia de las cuales una persona podía creerse
un hechicero o una bruja sin serlo en absoluto. Y finalmente el sano
entendimiento humano se hizo notar y señaló las innumerables contradicciones
existentes en las actas de cada uno de los procesos de brujería y en la propia
creencia en las brujas. De todos los libros que en aquel tiempo se escribieron
contra los procesos, solo uno llegó a ser famoso. Es el del jesuita Friedrich
von Spee. Este hombre había sido en su juventud confesor de las brujas
condenadas a muerte. Cuando un día un amigo le preguntó por qué el cabello se
le había encanecido tan pronto, le contestó: “Por los muchos inocentes que he
tenido que acompañar a la hoguera”. Su libro “Advertencia sobre los procesos de
brujería” nada tiene de subversivo. Friedrich von Spee creía incluso en la existencia
de las brujas. Pero en lo que no creía en absoluto era en las horribles y
alambicadas disquisiciones eruditas gracias a las cuales durante siglos se pudo
tachar arbitrariamente a cualquier persona de bruja o hechichero. A la
escalofriante jerigonza, mezcla de latín y alemán de decenas de miles de actas
supo oponer una obra en la que la cólera y la emoción irrumpen por doquier. Y
con esta obra y su resonancia demostró hasta qué punto es necesario dar siempre
a la humanidad la primacía ante la erudición y la agudeza intelectual.
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