Rosa Luxemburg nació tal día como hoy hace (5 de marzo) 150 años. Marxista y revolucionaria, fundadora del Partido Comunista Alemán. Su humanismo comunista atraviesa como un hilo rojo el conjunto de sus escritos políticos y el de su emotiva correspondencia.
El voto femenino y la lucha de clases
El Viejo Topo
05.03.2021
«¿Por qué no
hay organizaciones de mujeres trabajadoras en Alemania? ¿Por qué se sabe tan
poco del movimiento de mujeres obreras?». Con estas palabras Emma Ihrer, una de
las fundadoras del movimiento de mujeres proletarias en Alemania, introducía en
1898 su obra Mujeres obreras en la lucha de clases. Apenas han
transcurrido catorce años desde entonces, y el movimiento de mujeres
proletarias ha conocido una gran expansión. Más de ciento cincuenta mil
trabajadoras sindicadas constituyen el núcleo más activo en la lucha económica
del proletariado. Muchos miles de mujeres políticamente organizadas se han
alineado tras la bandera de la socialdemocracia: el órgano de las mujeres
socialdemócratas [Die Gleichheit, editado por Clara Zetkin] tiene
más de cien mil suscriptoras; el voto femenino es uno de los puntos vitales del
programa de la social democracia.
Pero es posible
que precisamente estos datos lleven a algunos a subestimar la importancia de la
lucha por el sufragio femenino. Pueden pensar: aun sin la igualdad de derechos
políticos del sexo débil hemos hecho enormes progresos tanto en la educación
como en la organización de las mujeres. Por lo tanto, el voto femenino no es
ninguna necesidad urgente. Quien piense así, se equivoca. El extraordinario
despertar político y sindical de las masas proletarias femeninas en los últimos
quince años ha sido posible sólo gracias a que las mujeres trabajadoras, a
pesar de estar privadas de sus derechos, se interesaron vivamente por las
luchas políticas y parlamentarias de su clase. Hasta este momento, las mujeres
proletarias viven del voto masculino, en el que indudablemente toman parte,
aunque de forma indirecta. Las campañas electorales son una causa común de los
hombres y de las mujeres de la clase obrera. En todos los mítines electorales
de la social-democracia las mujeres constituyen ya una gran parte, a veces
incluso la mayoría. Siempre están interesadas y se sienten apasionadamente
implicadas. En todos aquellos distritos en que existe una fuerte organización
socialdemócrata, las mujeres ayudan en la campaña. Y son las mujeres las que
llevan a cabo el inestimable trabajo de distribuir panfletos y recoger
suscripciones para la prensa socialdemócrata, esa arma tan importante en las
campañas.
El estado
capitalista no ha podido evitar que las mujeres del pueblo asuman todas estas
obligaciones y esfuerzos en la vida política. Faso a paso, el Estado se ha
visto obligado a garantizarles los derechos de asociación y de reunión. Sólo
les niega el último derecho político: el derecho al voto, que les permita
elegir directamente a los representantes populares en el parlamento y en la
administración, y que les permita ser, asimismo, un miembro electo de estos
cuerpos. Pero aquí, como en todos los ámbitos de la sociedad, el lema es: «¡Ojo
con empezar cosas nuevas!» Pero las cosas ya han empezado. El actual Estado
claudicó ante las mujeres proletarias al admitirlas en las asambleas públicas y
en las asociaciones políticas. Pero el Estado no cedió aquí por voluntad
propia, sino por necesidad, bajo la presión irresistible del auge de la clase obrera.
Y fue también el apasionado empuje de las mujeres proletarias mismas lo que
forzó al Estado policíaco pruso-germano a renunciar al famoso «sector de
mujeres» [el «sector de mujeres» instituido en 1902 por el ministro prusiano
Von Hammerstein obligaba a reservar en las reuniones políticas una sección
especial para las mujeres] en las reuniones y abrir las puertas de las
organizaciones políticas a las mujeres. La bola de nieve empezaba a rodar más
deprisa. Gracias al derecho de asociación y de reunión las mujeres proletarias
han tomado una parte activísima en la vida parlamentaria y en las campañas
electorales. La consecuencia inevitable, el resultado lógico del movimiento es
que hoy millones de mujeres proletarias reclaman desafiantes y llenas de confianza: ¡Queremos
el voto!
Hace tiempo, en
la maravillosa era del absolutismo pre-1848, se decía que la clase obrera no
estaba lo «suficientemente madura» para tener derechos políticos. Esto no puede
decirse de las mujeres proletarias actualmente, porque han demostrado
sobradamente su madurez política. Todo el mundo sabe que sin ellas, sin la
ayuda entusiasta de las mujeres proletarias, el partido socialdemócrata no
habría alcanzado la brillante victoria del 12 de enero [1912], no habría
obtenido los 4 1/4 millones de votos. En cualquier caso la clase obrera siempre
ha tenido que demostrar su madurez para las libertades políticas por medio de
un movimiento de masas revolucionario. Sólo cuando el Emperador por la Gracia
de Dios y cuando los mejores y más nobles hombres de la nación sintieron
realmente el calloso puño del proletariado en su carne y su rodilla en sus
pechos, sólo entonces entendieron inmediatamente la «madurez» política del
pueblo. Hoy les toca a las mujeres proletarias evidenciar su madurez al estado
ca-pitalista; y ello mediante un constante y poderoso movimiento de masas que
debe utilizar todos los medios de la lucha proletaria.
El objetivo es
el voto femenino, pero el movimiento de masas para conseguirlo no es tarea para
las mujeres solamente, sino una responsabilidad común de clase, de las mujeres
y de los hombres del proletariado. Porque la actual ausencia de derechos de las
mujeres en Alemania es sólo un eslabón de la cadena de la reacción: la
monarquía. En la moderna Alemania, de capitalismo avanzado y altamente
industrializada, del siglo veinte, en la era de la electricidad y de los
aviones, la falta de derechos políticos para la mujer es un residuo del pasado
muerto pero también el resultado del dominio del Emperador por la Gracia de Dios.
Ambos fenómenos -el instrumento divino como el poder más importante de la vida
política, y la mujer, casta en un rincón de su casa, indiferente a las
tormentas de la vida pública, a la política y a la lucha de clases- hunden sus
raíces en las podridas condiciones del campo y de los gremios en la dudad. En
aquellos tiempos eran justificables y necesarios. Pero tanto la monarquía como
la falta de derechos de la mujer, han sido desbordados por el desarrollo del
capitalismo moderno, son hoy ridículas caricaturas. Pero siguen en pie en
nuestra sociedad moderna no porque la gente olvidara abolirlos, ni tampoco a
causa de la persistencia e inercia de las circunstancias. No, todavía existen
porque ambos -la monarquía, y la mujer privada de sus derechos- se han convertido
en instrumentos poderosos en manos de los enemigos del pueblo. Los peores y más
brutales defensores de la explotación y esclavización del proletariado se
atrincheran tras el trono y el altar, pero también tras la esclavitud política
de las mujeres. La monarquía y la falta de derechos de la mujer se han
convertido en los instrumentos más importantes de la dominación capitalista de
clase.
En realidad se
trata para el Estado actual de negar el voto a las mujeres obreras, y sólo a
ellas. Teme, acertadamente, que puedan ser una amenaza para las instituciones
tradicionales de la dominación de clase, por ejemplo, para el militarismo (del
que ninguna mujer obrera con cabeza puede dejar de ser su enemiga mortal), la
monarquía, el sistema fraudulento de impuestos sobre la alimentación y los
medios de vida, etc. El voto femenino aterra al actual Estado capitalista
porque tras él están los millones de mujeres que reforzarían al enemigo
interior, es decir, a la socialdemocracia. Si se tratara del voto de las damas burguesas,
el Estado capitalista lo considerará como un apoyo para la reacción. La mayoría
de estas mujeres burguesas, que actúan como leonas en la lucha contra los
«privilegios masculinos», se alinearían como dóciles corderitos en las filas de
la reacción conservadora y clerical si tuvieran derecho al voto. Serían incluso
mucho más reaccionarias que la parte masculina de su clase. A excepción de las
pocas que tienen alguna profesión o trabajo, las mujeres de la burguesía no
participan en la producción social. No son más que co-consumidoras de la
plusvalía que sus hombres extraen del proletariado. Son los parásitos de los
parásitos del cuerpo social. Y los consumidores son a menudo mucho más crueles
que los agentes directos de la dominación y la explotación de clase a la hora
de defender su «derecho» a una vida parasitaria. La historia de todas las
grandes luchas revolucionarias lo confirma de una forma horrible. La gran
Revolución francesa, por ejemplo. Tras la caída de los jacobinos, cuando
Robespierre fue llevado al lugar de la ejecución, las mujeres de la burguesía
triunfante bailaban desnudas en las calles, bailaban de gozo alrededor del
héroe caído de la revolución. Y en 1871, en París, cuando la heroica Comuna
obrera fue aplastada por los cañones, las radiantes mujeres de la burguesía
fueron incluso más lejos que sus hombres en su sangrienta venganza contra el
proletariado derrotado. Las mujeres de las clases propietarias defenderán
siempre fanáticamente la explotación y la esclavitud del pueblo trabajador
gracias al cual reciben indirectamente los medios para su existencia
socialmente inútil.
Económica y
socialmente, las mujeres de las clases explotadoras no son un sector
independiente de la población. Su única función social es la de ser
instrumentos para la reproducción natural de las clases dominantes. Por el
contrario, las mujeres del proletariado son económicamente independientes y
socialmente tan productivas como el hombre. Pero no en el sentido de que con su
trabajo doméstico ayuden a que los hombres puedan, con su miserable salario,
mantener la existencia cotidiana de la familia y criar a los hijos. Este tipo
de trabajo no es productivo en el sentido del actual orden económico
capitalista, a pesar de que, en mil pequeños esfuerzos, arroje como resultado
una prestación gigantesca en autosacrificio y gasto de energía. Pero éste es
asunto privado del proletariado, su felicidad y su bendición, y por ello
inexistente para nuestra sociedad actual. Mientras domine el capital y el
trabajo asalariado, sólo el trabajo que produce plusvalía, que crea beneficio
capitalista, puede considerarse trabajo productivo. Desde este punto de vista,
la bailarina del music-hall cuyas piernas suponen un beneficio para el bolsillo
del empresario, es una trabajadora productiva, mientras que el del grueso de
mujeres y madres proletarias dentro de las cuatro paredes de sus casas se
considera improductivo. Esto puede parecer brutal y demente, pero corresponde
exactamente a la brutalidad y la demencia del actual sistema económico capitalista,
y aprehender clara y agudamente esta realidad brutal es la primera tarea de las
mujeres proletarias.
Porque
precisamente desde este punto de vista la reivindicación de la mujer proletaria
por la igualdad de derechos políticos está firmemente anclada sobre bases
económicas. Hoy millones de mujeres proletarias crean beneficio capitalista
como los hombres -en las fábricas, en las tiendas, en el campo, en la industria
doméstica, en las oficinas, en almacenes. Son, por lo tanto, productivas en el
sentido estricto de la sociedad actual. Cada día aumenta el número de mujeres
explotadas por el capitalismo, cada nuevo progreso industrial o técnico crea
nuevos puestos de trabajo para mujeres en el ámbito de la maquinaria del
beneficio capitalista. Y con ello cada día y cada avance industrial supone una
nueva piedra en la firme fundamentación de la igualdad de derechos políticos de
las mujeres. La educación y la inteligencia de la mujer se han hecho necesarios
para el mecanismo económico. La típica mujer del «círculo familiar» patriarcal
ya no responde a las necesidades de la industria y del comercio ni a las
necesi-dades de la vida política. Claro que también en este aspecto el Estado
capitalista ha olvidado sus deberes. Hasta ahora han sido los sindicatos y las
organizaciones socialdemócratas las que más han hecho por el despertar
espiritual y moral de las mujeres. Hace décadas que los obreros
socialdemócratas eran ya conocidos como los más capaces e inteligentes. También
hoy han sido los sindicatos y la socialdemocracia los que han sacado a las
mujeres proletarias de su estrecha y triste existencia, de su miserable e
insípida vida doméstica. La lucha de clases proletaria ha ampliado sus
horizontes, las ha hecho más flexibles, ha desarrollado su mente, y les ha
ofrecido grandes objetivos que justifiquen sus esfuerzos. El socialismo ha
supuesto el renacimiento espiritual para las masas proletarias femeninas y con
ello también las ha convertido, sin duda alguna, en una fuerza de trabajo más
capaz y productiva para el capital.
Considerando
todo lo dicho, la falta de derechos políticos de la mujer proletaria es una vil
injusticia, porque además ha llegado a ser, hoy en día, una verdad a medias,
dado que las mujeres masivamente toman parte activa en la vida política. Sin
embargo, la socialdemocracia no utiliza en su lucha el argumento de la
«injusticia». Ésta es la diferencia sustancial entre nosotros y el socialismo
utópico, sentimental, de antes. Nosotros no dependemos de la justicia de la
clase dominante, sino sólo del poder revolucionario de las masas obreras y del
curso del desarrollo social que abona el camino para este poder. Así pues, la
injusticia, en sí misma, no es ciertamente un argumento para acabar con las
instituciones reaccionarias. Pero cuando el sentimiento de injusticia se
apodera cada vez más de amplios sectores de la sociedad -dice Friedrich Engels,
el cofundador del socialismo científico- es siempre una señal segura de que las
bases económicas de la sociedad se tambalean considerablemente, y de que las
actuales condiciones están en contradicción con el curso del desarrollo. El
actual y poderoso movimiento de millones de mujeres proletarias que consideran
su falta de derechos políticos como una vergonzosa injusticia, es una señal
infalible de que las bases sociales del orden existente están podridas y de que
sus días están contados.
Hace cien años, el francés Charles Fourier, uno de los primeros grandes pro-pagadores de los ideales socialistas, escribió estas memorables palabras: «En toda sociedad, el grado de emancipación de la mujer es la medida natural de la emancipación general». Esto es totalmente cierto para nuestra sociedad. La actual lucha de masas en favor de los derechos políticos de la mujer es sólo una expresión y una parte de la lucha general del proletariado por su liberación. En esto radica su fuerza y su futuro. Porque gracias al proletariado femenino, el sufragio universal, igual y directo para las mujeres supondría un inmenso avance e intensificación de la lucha de clases proletaria. Por esta razón la sociedad burguesa teme el voto femenino, y por esto también nosotros lo queremos conseguir y lo conseguiremos. Luchando por el voto de la mujer, aceleramos al mismo tiempo la hora en que la actual sociedad se desmorona en pedazos bajo el martillo del proletariado revolucionario.
Fuente: Marxists.org
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