A 172 años de la publicación del Manifiesto Comunista:
El prólogo de Engels a la edición alemana de 1890.
Diario octubre / 22.o2.2020
Ve la luz una
nueva edición alemana del Manifiesto cuando han ocurrido desde la última
diversos sucesos relacionados con este documento que merecen ser mencionados
aquí.
En 1882 se
publicó en Ginebra una segunda traducción rusa, de Vera Sasulich , precedida de
un prologo de Marx y mío. Desgraciadamente, se me ha extraviado el
original alemán de este prólogo y no tengo más remedio que volver a traducirlo
del ruso, con lo que el lector no saldrá ganando nada. El prólogo dice
así:
“La primera
edición rusa del Manifiesto del Partido Comunista, traducido por Bakunin, vio
la luz poco después de 1860 en la imprenta del Kolokol. En los tiempos
que corrían, esta publicación no podía tener para Rusia, a lo sumo, más que un
puro valor literario de curiosidad. Hoy las cosas han cambiado. El
último capítulo del Manifiesto, titulado “Actitud de los comunistas ante los
otros partidos de la oposición”, demuestra mejor que nada lo limitada que era
la zona en que, al ver la luz por vez primera este documento (enero de 1848),
tenía que actuar el movimiento proletario. En esa zona faltaban,
principalmente, dos países: Rusia y los Estados Unidos. Era la época en
que Rusia constituía la última reserva magna de la reacción europea y en que la
emigración a los Estados Unidos absorbía las energías sobrantes del
proletariado de Europa. Ambos países proveían a Europa de primeras
materias, a la par que le brindaban mercados para sus productos
industriales. Ambos venían a ser, pues, bajo uno u otro aspecto, pilares
del orden social europeo.
Hoy las cosas
han cambiado radicalmente. La emigración europea sirvió precisamente para
imprimir ese gigantesco desarrollo a la agricultura norteamericana, cuya
concurrencia está minando los cimientos de la grande y la pequeña propiedad
inmueble de Europa. Además, ha permitido a los Estados Unidos entregarse
a la explotación de sus copiosas fuentes industriales con tal energía y en
proporciones tales, que dentro de poco echará por tierra el monopolio
industrial de que hoy disfruta la Europa occidental. Estas dos circunstancias
repercuten a su vez revolucionariamente sobre la propia América. La
pequeña y mediana propiedad del granjero que trabaja su propia tierra sucumbe
progresivamente ante la concurrencia de las grandes explotaciones, a la par que
en las regiones industriales empieza a formarse un copioso proletariado y una
fabulosa concentración de capitales.
Pasemos ahora a
Rusia. Durante la sacudida revolucionaria de los años 48 y 49, los monarcas
europeos, y no sólo los monarcas, sino también los burgueses, aterrados ante el
empuje del proletariado, que empezaba a cobrar por aquel entonces conciencia de
su fuerza, cifraban en la intervención rusa todas sus esperanzas. El zar
fue proclamado cabeza de la reacción europea. Hoy, este mismo zar se ve
apresado en Gatchina como rehén de la revolución y Rusia forma la avanzada del
movimiento revolucionario de Europa.
El Manifiesto
Comunista se proponía por misión proclamar la desaparición inminente e
inevitable de la propiedad burguesa en su estado actual. Pero en Rusia
nos encontramos con que, coincidiendo con el orden capitalista en febril
desarrollo y la propiedad burguesa del suelo que empieza a formarse, más de la
mitad de la tierra es propiedad común de los campesinos.
Ahora bien -nos
preguntamos-, ¿puede este régimen comunal del concejo ruso, que es ya, sin
duda, una degeneración del régimen de comunidad primitiva de la tierra,
trocarse directamente en una forma más alta de comunismo del suelo, o tendrá
que pasar necesariamente por el mismo proceso previo de descomposición que nos
revela la historia del occidente de Europa?
La única
contestación que, hoy por hoy, cabe dar a esa pregunta, es la siguiente: Si la
revolución rusa es la señal para la revolución obrera de Occidente y ambas se
completan formando una unidad, podría ocurrir que ese régimen comunal ruso
fuese el punto de partida para la implantación de una nueva forma comunista de
la tierra.
Londres, 21 enero 1882.”
Por aquellos
mismos días, se publicó en Ginebra una nueva traducción polaca con este título:
Manifest Kommunistyczny.
Asimismo, ha
aparecido una nueva traducción danesa, en la “Socialdemokratisk Bibliothek,
Köjbenhavn 1885”. Es de lamentar que esta traducción sea incompleta; el
traductor se saltó, por lo visto, aquellos pasajes, importantes muchos de ellos,
que le parecieron difíciles; además, la versión adolece de precipitaciones en
una serie de lugares, y es una lástima, pues se ve que, con un poco más de
cuidado, su autor habría realizado un trabajo excelente.
En 1886
apareció en Le Socialiste de París una nueva traducción francesa, la mejor de
cuantas han visto la luz hasta ahora.
Sobre ella se
hizo en el mismo año una versión española, publicada primero en El Socialista
de Madrid y luego, en tirada aparte, con este título: Manifiesto del Partido
Comunista, por Carlos Marx y F. Engels (Madrid, Administración de El
Socialista, Hernán Cortés, 8).
Como detalle
curioso contaré que en 1887 fue ofrecido a un editor de Constantinopla el
original de una traducción armenia; pero el buen editor no se atrevió a lanzar
un folleto con el nombre de Marx a la cabeza y propuso al traductor publicarlo
como obra original suya, a lo que este se negó.
Después de
haberse reimpreso repetidas veces varias traducciones norteamericanas más o
menos incorrectas, al fin, en 1888, apareció en Inglaterra la primera versión
auténtica, hecha por mi amigo Samuel Moore y revisada por él y por mí antes de
darla a las prensas. He aquí el título: Manifesto of the Communist Party, by Karl Marx and
Frederick Engels. Authorised English Translation, edited and annotated by
Frederíck Engels. 1888. London, William Reeves, 185 Flett St. E. C. Algunas de
las notas de esta edición acompañan a la presente.
El Manifiesto
ha tenido sus vicisitudes. Calurosamente acogido a su aparición por la
vanguardia, entonces poco numerosa, del socialismo científico -como lo
demuestran las diversas traducciones mencionadas en el primer prólogo-, no
tardó en pasar a segundo plano, arrinconado por la reacción que se inicia con
la derrota de los obreros parisienses en junio de 1848 y anatematizado, por
último, con el anatema de la justicia al ser condenados los comunistas por el
tribunal de Colonia en noviembre de 1852. Al abandonar la escena Pública,
el movimiento obrero que la revolución de febrero había iniciado, queda también
envuelto en la penumbra el Manifiesto.
Cuando la clase
obrera europea volvió a sentirse lo bastante fuerte para lanzarse de nuevo al
asalto contra las clases gobernantes, nació la Asociación Obrera
Internacional. El fin de esta organización era fundir todas las masas
obreras militantes de Europa y América en un gran cuerpo de ejército. Por
eso, este movimiento no podía arrancar de los principios sentados en el
Manifiesto. No había más remedio que darle un programa que no cerrase el paso
a las tradeuniones inglesas, a los proudhonianos franceses, belgas, italianos y
españoles ni a los partidarios de Lassalle en Alemania. Este programa con las
normas directivas para los estatutos de la Internacional, fue redactado por
Marx con una maestría que hasta el propio Bakunin y los anarquistas hubieron de
reconocer. En cuanto al triunfo final de las tesis del Manifiesto, Marx
ponía toda su confianza en el desarrollo intelectual de la clase obrera, fruto
obligado de la acción conjunta y de la discusión. Los sucesos y
vicisitudes de la lucha contra el capital, y más aún las derrotas que las
victorias, no podían menos de revelar al proletariado militante, en toda su
desnudez, la insuficiencia de los remedios milagreros que venían empleando e
infundir a sus cabezas una mayor claridad de visión para penetrar en las
verdaderas condiciones que habían de presidir la emancipación obrera.
Marx no se equivocaba. Cuando en 1874 se disolvió la Internacional, la
clase obrera difería radicalmente de aquella con que se encontrara al fundarse
en 1864. En los países latinos, el proudhonianismo agonizaba, como en
Alemania lo que había de específico en el partido de Lassalle, y hasta las
mismas tradeuniones inglesas, conservadoras hasta la médula, cambiaban de
espíritu, permitiendo al presidente de su congreso, celebrado en Swansea en
1887, decir en nombre suyo: “El socialismo continental ya no nos asusta”. Y en
1887 el socialismo continental se cifraba casi en los principios proclamados
por el Manifiesto. La historia de este documento refleja, pues, hasta cierto
punto, la historia moderna del movimiento obrero desde 1848. En la actualidad
es indudablemente el documento más extendido e internacional de toda la
literatura socialista del mundo, el programa que une a muchos millones de
trabajadores de todos los países, desde Siberia hasta California.
Y, sin embargo,
cuando este Manifiesto vio la luz, no pudimos bautizarlo de Manifiesto
socialista. En 1847, el concepto de “socialista” abarcaba dos categorías de
personas. Unas eran las que abrazaban diversos sistemas utópicos, y entre ellas
se destacaban los owenistas en Inglaterra, y en Francia los fourieristas, que
poco a poco habían ido quedando reducidos a dos sectas agonizantes. En la otra
formaban los charlatanes sociales de toda laya, los que aspiraban a remediar
las injusticias de la sociedad con sus potingues mágicos y con toda serie de
remiendos, sin tocar en lo más mínimo, claro está, al capital ni a la
ganancia. Gentes unas y otras ajenas al movimiento obrero, que iban a buscar
apoyo para sus teorías a las clases “cultas”. El sector obrero que,
convencido de la insuficiencia y superficialidad de las meras conmociones
políticas, reclamaba una radical transformación de la sociedad, se apellidaba
comunista. Era un comunismo toscamente delineado, instintivo, vago, pero
lo bastante pujante para engendrar dos sistemas utópicos: el del “ícaro” Cabet
en Francia y el de Weitling en Alemania. En 1847, el “socialismo”
designaba un movimiento burgués, el “comunismo” un movimiento obrero. El
socialismo era, a lo menos en el continente, una doctrina presentable en los
salones; el comunismo, todo lo contrario. Y como en nosotros era ya
entonces firme la convicción de que “la emancipación de los trabajadores sólo
podía ser obra de la propia clase obrera”, no podíamos dudar en la elección de
título. Más tarde no se nos pasó nunca por las mentes tampoco
modificarlo.
“¡Proletarios
de todos los países, uníos!” Cuando hace cuarenta y dos años lanzamos al mundo
estas palabras, en vísperas de la primera revolución de París, en que el
proletariado levantó ya sus propias reivindicaciones, fueron muy pocas las
voces que contestaron. Pero el 28 de septiembre de 1864, los
representantes proletarios de la mayoría de los países del occidente de Europa
se reunían para formar la Asociación Obrera Internacional, de tan glorioso
recuerdo. Y aunque la Internacional sólo tuviese nueve años de vida, el
lazo perenne de unión entre los proletarios de todos los países sigue viviendo
con más fuerza que nunca; así lo atestigua, con testimonio irrefutable, el día
de hoy. Hoy, primero de Mayo, el proletariado europeo y americano pasa
revista por vez primera a sus contingentes puestos en pie de guerra como un
ejército único, unido bajo una sola bandera y concentrado en un objetivo: la
jornada normal de ocho horas, que ya proclamara la Internacional en el congreso
de Ginebra en 1889, y que es menester elevar a ley. El espectáculo del
día de hoy abrirá los ojos a los capitalistas y a los grandes terratenientes de
todos los países y les hará ver que la unión de los proletarios del mundo es ya
un hecho.
¡Ya Marx no
vive, para verlo a mi lado!
Londres, 1 de
mayo de 1890.
F. ENGELS.
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