jueves, 8 de octubre de 2020

Muere el último superviviente español prisionero en campos de exterminio nazi, las fábricas de la raza pura inventada por el nazismo como auxiliar de los grandes capitales en tiempos de crisis capitalista para hacerlos rentables.

 

Ha muerto Juan Romero, el último superviviente español de los campos de concentración nazis

 


 

DIARIO OCTUBRE / 08.10.2020

Final del formulario

Juan Romero, el último superviviente español de los campos de concentración nazis, ha fallecido este sábado a los 101 años en la población francesa de Ay, según ha informado la vicepresidenta primera del Gobierno, Carmen Calvo, a través de su cuenta de Twitter.

”No hace muchos días tuve el inmenso honor de reconocer en nombre del Gobierno de España a Juan Romero, compatriota exiliado en Francia tras pasar por los campos de concentración nazis. Hoy lamento su fallecimiento, deseando que descanse con la paz por la que siempre luchó”, ha escrito Calvo, que el pasado mes de agosto se desplazó hasta Ay para rendir homenaje a su figura y reparar un olvido que no debería haber existido nunca.

En dicho acto, agradecía a Juan Romero su lucha contra el franquismo y su defensa de la democracia. “Siempre estaremos en deuda con los antifascistas españoles”, enfatizaba, anunciando entonces el nuevo proyecto de ley de memoria democrática, en continuación a la Ley Nacional de Memoria Histórica promovida durante los años de gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero.

Romero estuvo retenido durante un tiempo en Mathausen, donde nunca pensó que saldría con vida. Allí, convertido como el prisionero 3799, sufrió el peor de sus infiernos. Una historia que arrastraría durante toda su vida.

El cordobés, que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y a la Guerra Civil, donde combatió en el lado antifascista, era el último superviviente de los 9.300 españoles que sufrieron los campos de exterminio de las SS.

Cuando comienza la guerra de España Juan tenía 17 años. Perteneció a la 33 brigada del XV Cuerpo de Ejército. Luchó en la sierra de Guadarrama, Brunete, Guadalajara y Teruel. Especialmente dura para Juan fue la batalla de El Ebro, en la que tuvo que cruzar el río en una frágil barca, mientras los soldados franquistas le disparaban desde la orilla. Muchos compañeros murieron. Juan resultó herido pero, después de recuperarse en un hospital, regresó con su brigada. Tras la caída de Cataluña, en febrero de 1939, pasó la frontera francesa por Puigcerdà.

Las autoridades francesas le internaron en el campo de concentración de Vernet d’ Ariège. Allí, en abril, se alistó a la Legión Extranjera para seguir combatiendo al fascismo ante la guerra que se avecinaba.

Cuando un año más tarde Alemania invadió Francia, Juan fue hecho prisionero cerca de Épinal, junto a un importante número de republicanos españoles. Le trasladaron al  stalag III-A. Allí permaneció un año hasta que le deportaron a Mauthausen.

Su primer trabajo fue en la cantera. “Cuando terminaba el día subíamos una piedra por la escalera, y que no fuera pequeña… Los SS eran unos criminales. Todos los días llegaban los carros de la cantera llenos de muertos”.

También estuvo destinado en un kommando exterior, que lo comandaba el kapo español César Orquín, construyendo una carretera. Sus miembros eran todos españoles. Juan sufrió un accidente mientras cargaba unas vagonetas y resultó herido. Le trasladaron al campo central y consiguió recuperarse en la enfermería gracias a la ayuda de un compañero que había hecho la guerra de España en las Brigadas Internacionales. Entonces le llegó la oportunidad de entrar en un grupo de trabajo mejor: el kommando de la desinfección. Lo formaban doce prisioneros. Su misión consistía en recoger las ropas de las expediciones de presos que llegaban al campo y, en unas grandes parihuelas, llevarlas al edificio de la desinfección que se encontraba fuera de las alambradas. Cuando estaban listas, las recogían y las dejaban en la lavandería.

Para Juan esto fue su salvación, ya que solían encontrar algo de comida en los bolsillos de los recién llegados, que se repartían entre los doce. Trabajaba a cubierto, en el edificio de la lavandería. Aquí permaneció durante tres años, hasta la liberación. Dos de sus compañeros eran también músicos en la orquesta del campo. El soldado SS que les custodiaba formaba parte del grupo encargado de fusilar a los prisioneros.

Debido a su particular trabajo veía a todos los grupos de prisioneros que llegaban a Mauthausen. Durante los últimos meses de la guerra entraron miles de ellos, evacuados de otros campos como Auschwitz: “Si había grupos que llegaban y en vez de ir a la ducha se quedaban fuera, eso era muy malo… Esos iban directamente a la cámara de gas”. Juan tiene un recuerdo que, más de 70 años después, todavía le atormenta: “Llegó al campo un grupo, había hombres, mujeres, niños muy chicos. Eran 30 o 40. Nosotros estábamos para salir; esperamos a que entraran, pasaron delante de nosotros y una niña pequeña me sonrió… la pequeñita, la pobre, ignorante no sabía que iba directa a la cámara de gas. Y eso me hizo mucho daño. Yo he visto muchos grupos, pero aquella pequeñita, la niña que me echó una sonrisa… Aún ahora por las noche me acuerdo mucho de ella”.

Al final creció tanto el número de prisioneros que no había trajes para todos y se les daba ropa civil. Para identificarlos ante una posible fuga, en la parte posterior de la chaqueta se le quitaba un pedazo y en su lugar se le ponía un cuadro de rayas.

Juan todavía no se cree que saliera vivo de allí. En su cautiverio contempló muchas atrocidades: asesinatos, fusilamientos… Fue repatriado a Francia. Se instaló en Ay, junto a una veintena de deportados. Allí conoció a su mujer y con ella rehízo su vida. Se casaron en 1947 y tuvieron cuatro hijos. Juan trabajó durante 30 años en un viñedo y una bodega que fabricaba champagne. El ya anciano cordobés se lamenta cuando echa la vista atrás: “A España no podía volver, yo había hecho la guerra contra Franco. Regresé la primera vez en el 60, cuando tuve la nacionalidad francesa. Y fui a Barcelona a ver a mi familia”.

En mayo de 1958, en el cementerio Père-Lachaise de París, asistió a la inauguración del monumento a las víctimas de Mauthausen: una larga escalera por la que sube un deportado cargado con una gran piedra a sus espaldas. No ha querido regresar al campo de concentración. Demasiados malos recuerdos.

https://www.revistarambla.com/muere-juan-romero-el-ultimo-superviviente-espanol-de-los-campos-de-concentracion-nazis/

VÍA:mpr21.info

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Acerca del miedo

 

La construcción social del miedo

ESCRITO POR: JAVIER MARTÍNEZ CORTÉS

http://www.revista-critica.com/la-revista/monografico/analisis/439-la-construccion-social-del-miedo

Enero - Febrero 2012



¿El miedo se aprende en la sociedad?

“El hombre es una caña, la más débil de la naturaleza” –sospechó Pascal-– “pero es una caña que piensa”. Esta combinación de debilidad y pensamiento está en la base del desarrollo de las culturas humanas. El ser humano se sintió animal amenazado y su cerebro –aún en proceso de desarrollo– le dijo que podría tratar de protegerse fabricando algo con lo que defenderse de sus amenazas. Había nacido el homo faber.

La cultura surgió como necesidad de proteger de sus peligros a la débil caña humana. Porque, consciente de su debilidad, el ser humano había sentido miedo. Y había encontrado en la cultura –esto es, en la construcción de artificios mediante su inteligencia– la defensa para sus miedos. La cultura surgió para proteger al ser humano.

Pero, probablemente muy pronto, los seres humanos, producto de la evolución, pudieron comprobar que otras “cañas débiles” semejantes a ellos, eran sin embargo, aún más débiles. Y los instrumentos, que les servían para defenderse de los depredadores de otras especies, podían también ser usados contra la propia especie.

Y el ser humano se convirtió en depredador de sus semejantes. La cultura sufría así, vista desde nuestra altura temporal, una perversión. “Homo homini lupus” sentenció Hobbes, ya a millones de años, para justificar el nacimiento del Estado.

¿Hay un miedo “natural”?

El miedo está por tanto implícito en la conciencia del ser humano, ante los peligros que le amenazan. La vida es esencialmente afirmativa y la sostiene el instinto de conservación. Una de las necesidades básicas en toda existencia es la de seguridad. Toda amenaza a esta seguridad provoca la reacción espontánea del miedo. En este sentido, el experimentar miedo es un fenómeno que podría considerarse natural.

Ahora bien, el motivo por el que se experimenta el miedo es aprendido en el interior de la propia cultura. Por ello, nuestros miedos son tan diferentes. (No son los mismos los miedos ante el cáncer que ante la práctica del vudú.)

Así, el miedo se produce siempre en circunstancias sociales. Posee un contenido social e histórico que evoluciona con el desarrollo de las culturas. El miedo participa de la función protectora de la vida, aunque a veces no sea real sino imaginario. Un miedo prudente –que solemos denominar “precaución”– constituye una salvaguardia de la existencia. (“Vivir” supone siempre la prueba existencial de superar no sólo incertidumbres sino miedos).

El hombre como productor de miedo. Los miedos hoy

Desde la perspectiva de las modernas sociedades ya desarrolladas, nos costó mucho aceptar la necesidad del miedo. En la sociedad de la abundancia, la seguridad tenía que ser abundante. Ello promocionó el sustancioso filón económico de las Sociedades de Seguros e hizo patente la idea de que sugerir algún tipo de miedo (una epidemia vírica) era rentable puesto que promocionaba la compra de la medicación previa.

Desde siempre, el miedo de los demás supuso una cuota de poder (léase “El Príncipe” de Maquiavelo). Pero ahora, además, proporcionaba un negocio. Dentro de lo que puede caber, se apoyaba en la idea de una mayor seguridad para nuestra salud. Menos inocente, y muy rentable, incluso en época de crisis económica, es la fabricación y venta de armas a otros países. Siempre hay mercado para ellas: todos los países que las adquieren, por pobres que sean, lo hacen para proporcionar una mayor seguridad frente a sus enemigos (a los que tal vez se piensa atacar). Este maridaje entre seguridad y armas agresivas se ha impuesto en nuestra retórica occidental. Los anticuados Ministerios de Guerra se han transmutado en modernos Ministerios de Defensa.

En la práctica real, con distintas palabras, hay una glorificación de la violencia. La producción cultural del miedo (al margen de catástrofes naturales) ha tenido ya un carácter exponencial. “Cultural” aquí quiere decir: con el artificio de una técnica cada vez más sofisticada, añadida al marketing ideológico sobre “el enemigo”. Ya no hay distancias que antes separaban a las personas. Hoy conocemos que nuestro planeta está envuelto en violencia y amenazas –explícitas o no– de violencia. Como si nos poseyera una imagen cainita de lo que es convivir sobre la Tierra.


Ma allá de la esperanza filosófica y de la retórica política, está la historia tan reciente de nuestro convulso siglo XX. Esta historia produjo un fundado miedo a reiterar los problemas. Resultaba indispensable superar con un destino común los enfrentamientos y las muertes.


El miedo en escenarios menores

El miedo se puede producir en escenarios menores. Incluso dentro de la familia y la “polis”, instrumentos que los seres humanos se dieron para protegerse, aunque en la práctica impusieran una violencia social, aceptada por miedo (inferioridad de la mujer, esclavitud). Pero hoy, en sociedades donde se vive bajo el ideograma de la libertad, el miedo adquiere un carácter sangriento. Óiganse las noticias cotidianas sobre “violencia de género” y recuérdese la historia de la ex-Yugoslavia con sus enfrentamientos étnicos y religiosos.

La mirada occidental de Hegel, en el siglo XIX, vio que la Historia universal no se podía considerar un muestrario de la dicha humana. Pero pensó que la cultura (la de Occidente, claro) evolucionaba hacia la libertad como meta última.

Hoy nos cuesta admitir este horizonte último de Hegel. No es que no hayamos formulado como derechos “inalienables” los debidos a la libertad de la persona. Sin infravalorar la necesidad y la exigencia de esta formulación, también en Occidente hemos encontrado fórmulas dotadas de nombres respetables para infringir algunos de esos derechos (no es lícito ejercer la tortura, pero sí “someter a presión” a la persona humana).

Más allá de la esperanza filosófica, y de la retórica política, está la historia –tan reciente– de nuestro convulso siglo XX. Europa con sus guerras y sus ensayos de exterminio étnico, Japón con su experiencia de la bomba atómica… han conocido la difusión de un terror masivo.

Ello produjo un fundado miedo a la reiteración de los problemas (es prudente sentir miedos). Resultaba indispensable superar, con un destino común, los enfrentamientos dramáticos y las muertes masivas (literalmente de millones de personas). Las potencias vencedoras en la guerra del 14 fracasaron en dotar a Europa de una paz duradera (no tuvieron suficiente miedo). La cultura europea –políticos y economistas– de la posguerra de 1914, fue una “cultura fracasada”; no fue capaz de prever los futuros problemas que, recrudecidos, volvieron a reproducirse dos décadas después.

Con esta memoria se produjo un esfuerzo colectivo de los líderes europeos por superar nacionalismos. Trataron de crear, por etapas, una “Unión Europea”, basada en la unión económica. El proceso aún está por completar con medidas políticas cuya ausencia se deja hoy notar. Pero produjo una conciencia de “guerra imposible” en Europa, y un auge económico sin precedentes hasta entonces.

Hoy, en un contexto político y económico diferente, la crisis financiera y económica (tal vez más compleja que la crisis de 1927), amenaza al euro –una moneda sin Estado– y pone en riesgo la misma Unión Europea.

En esta situación, sería oportuno plantearnos el tema de los miedos “oportunos” y de las “culturas fracasadas”.

¿Qué es una “cultura fracasada?

Una cultura fracasada es aquella en la que el sistema de organización social se problematiza por unas cuestiones que desbordan las soluciones ofrecidas. ¿Podría estarse acercando el Occidente europeo a este límite? Porque se “construye” en Europa hoy un tipo de miedo nuevo para los europeos de los últimos cincuenta años. Miedo para el que las soluciones ofrecidas por la clase política dirigente no parece ofrecer una esperanza tangible. Al menos para las economías periféricas de la zona euro.

Miedo, no a la guerra, sino más difuso y anónimo. Un miedo al futuro económico de muy extensas capas de población. Miedo que se extiende al paro masivo, al deterioro creciente de las condiciones laborales, a la pérdida de la vivienda e incluso a la perspectiva de una pobreza vergonzante.

Y ello en sociedades que guardan el recuerdo reciente de una abundancia, en algunos casos cercana al despilfarro, pero que también permitió a muchos el acceso a un estándar de vida decoroso, propio de la clase media–baja. Todo ello se está viniendo abajo aceleradamente.

Estamos sin signos de bonanza en el horizonte. El euro sigue enfermo, acosado por “los mercados intranquilos” (que se siguen enriqueciendo).

Es duro poner este final al tema del miedo. El pesimismo no es la estrella bajo la cual pueda vivir el individuo sano. Pero tampoco es sano, incluso es perjudicial a la luz de la Historia, esconder los miedos de la población, traducidos a duras realidades, bajo la capa de la retórica política de un mañana venturoso. Y este es el miedo que en Europa estamos ahora aprendiendo. Aunque pensemos que todavía Europa no es una cultura fracasada.

La “caña débil” de Pascal no es hoy tan débil, desde luego. Pero lo que resulta dudoso ante los resultados es que piense acertadamente sobre la posible solución de los problemas que, desde hace varios años, la están desbordando.©


Javier Martínez Cortés

Sociólogo

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La Literatura también forma parte de la vida. Quien lea menos sabe menos y vive menos por muy viejo que se muera.

 


Tal día como hoy (7 de octubre) de 1849 moría en Baltimore Edgar Allan Poe. Poeta, narrador y crítico estadounidense, uno de los mejores cuentistas de todos los tiempos. Lo recordamos con este breve relato (La esfinge) situado en los tiempos del cólera en Nueva York.

LiteraturaSociedad 

 

EL VIEJO TOPO / Edgar Allan Poe

 7 octubre, 2020 



LA ESFINGE

Durante el espantoso reinado del cólera en Nueva York acepté la invitación de un pariente a pasar quince días en el retiro de su confortable cottage, a orillas del Hudson. Teníamos allí todos los habituales medios de diversión veraniegos; y vagabundeando por los bosques con nuestros cuadernos de diseño, navegando, pescando, bañándonos, con la música y  los libros hubiéramos pasado bastante bien el tiempo, de no ser por las temibles noticias que nos llegaban todas las mañanas de la populosa ciudad. No transcurría un día sin que nos trajeran nuevas de la muerte de algún conocido. Por lo tanto, como la mortalidad aumentaba, aprendimos a esperar diariamente la pérdida de algún amigo. Al fin temblábamos ante la cercanía de cada mensajero. El mismo aire del sur nos parecía impregnado de muerte. Este paralizante pensamiento se apoderó de mi alma toda. No podía hablar, ni pensar, ni soñar en nada. Mi huésped era de temperamento menos excitable y, aunque su ánimo estaba muy deprimido, se esforzaba  por confortar el mío. En ningún momento lo imaginario afectaba su intelecto, bien nutrido de filosofía. Estaba suficientemente vivo para los terrores concretos, pero sus sombras no lo atemorizaban.

Sus intentos por sacarme del estado de anormal melancolía en que me hallaba sumido fueron frustrados en gran medida por ciertos volúmenes que yo había encontrado en su biblioteca. Por su índole, tenían fuerza suficiente para hacer germinar cualquier simiente de superstición hereditaria que se hallara latente en mi pecho. Había estado leyendo estos libros sin que él   lo supiese, y, por lo tanto, le resultaba imposible explicarse a veces las violentas impresiones que habían hecho en mi fantasía.

Uno de mis tópicos favoritos era la creencia popular en presagios, creencia que en esa época de mi vida yo estaba seriamente dispuesto a defender. Teníamos largas y animadas discusiones sobre este punto, en las que él sostenía la absoluta falta de fundamento de la fe en tales cosas, y yo replicaba que un sentimiento popular nacido con absoluta espontaneidad — es decir, sin aparentes huellas de sugestión— tiene en sí mismo inequívocos elementos de verdad y es digno de mucho respeto.

El hecho es que, poco después de mi llegada a la casa, me ocurrió un incidente tan absolutamente inexplicable y que tenía en sí tanto de ominoso, que bien se me podía excusar si lo consideraba como un presagio. Me aterró y al mismo tiempo me dejó tan confundido y tan perplejo, que transcurrieron varios días antes de que me resolviera a comunicar la circunstancia a mi amigo.

Casi al final de un día de calor abrumador, estaba yo sentado con un libro en la mano delante de una ventana abierta desde la cual dominaba, a través de la larga perspectiva formada por las orillas del río, la vista de una distante colina cuya ladera más cercana había sido despojada por un desmoronamiento de la mayor parte de sus árboles. Mis pensamientos habían errado largo tiempo desde el volumen que tenía delante, a la tristeza y desolación de la vecina ciudad. Levantando los ojos de la página, cayeron éstos en la desnuda ladera de la colina y en un objeto, en una especie de monstruo viviente de horrible conformación, que rápidamente se abrió camino desde la cima hasta el pie, desapareciendo por fin en el espeso bosque inferior. Al principio, cuando esta criatura apareció ante la vista, dudé de mi razón o, por lo menos, de la evidencia de mis sentidos, y transcurrieron algunos minutos antes de lograr convencerme de que no estaba loco ni soñaba. Sin embargo, cuando describa el monstruo (que vi claramente y vigilé durante todo el período de su marcha), para mis lectores, lo temo, será más difícil aceptar estas cosas de lo que lo fue para mí.

Considerando el tamaño del animal en comparación con el diámetro de los grandes árboles junto a los cuales pasara —los pocos gigantes del bosque que habían escapado a la furia del desmoronamiento—, concluí que era mucho más grande que cualquier paquebote existente. Digo paquebote porque la forma del monstruo lo sugería; el casco de uno de nuestros barcos de guerra de setenta y cuatro cañones podría dar una idea muy aceptable de sus líneas generales. La boca del animal estaba situada en el extremo de una trompa de unos sesenta o setenta pies de largo, casi tan gruesa como el cuerpo de un elefante común. Cerca de la raíz de esta trompa había una inmensa cantidad de negro pelo hirsuto, más del que hubieran podido proporcionar las pieles de veinte búfalos; y brotando de este pelo hacia abajo y lateralmente surgían dos colmillos brillantes, parecidos a los del jabalí, pero de dimensiones infinitamente mayores. Hacia adelante, paralelo a la trompa y a cada lado de ella, se extendía una gigantesca asta de treinta  o cuarenta pies de largo, aparentemente de puro cristal y en forma de perfecto prisma, que reflejaba de manera magnífica los rayos del sol poniente. El tronco tenía forma de cuña con la cúspide hacia tierra. De él salían dos pares de alas, cada una de casi cien yardas de largo, un par situado sobre el otro y todas espesamente cubiertas de escamas metálicas; cada escama medía aparentemente diez o doce pies de diámetro. Observé que las hileras superior e inferior de alas estaban unidas por una fuerte cadena. Pero la principal peculiaridad de aquella cosa horrible era la figura de una calavera que cubría casi toda la superficie de su pecho, y estaba diestramente trazada en blanco brillante sobre el fondo oscuro del cuerpo, como si la hubiera dibujado cuidadosamente un artista. Mientras miraba aquel animal terrible, y especialmente su pecho, con una sensación de espanto, de pavor, con un sentimiento de inminente calamidad que ningún esfuerzo de mi razón pudo sofocar, advertí que las enormes mandíbulas en el extremo de la trompa se separaban de improviso y brotaba de ellas un sonido tan fuerte y tan fúnebre que me sacudió los nervios como si doblaran a muerto; y, mientras el monstruo desaparecía al pie de la colina, caí de golpe, desmayado, en el suelo.

Al recobrarme, mi primer impulso fue, por supuesto, informar a mi amigo de lo que había visto y oído; y apenas puedo explicar qué  sentimiento de repugnancia me lo impidió.

Por fin, una tarde, tres o cuatro días después de lo ocurrido, estábamos juntos en el aposento donde había visto la aparición, yo ocupando el mismo asiento junto a la misma ventana y él tendido en un sofá al alcance de la mano. La asociación del lugar y la hora me impulsaron a referirle el fenómeno. Me escuchó hasta el final; al principio rió cordialmente y luego adoptó un continente excesivamente grave, como si sobre mi locura no cupiese ninguna duda. En ese momento tuve otra clara visión del monstruo, hacia el cual, con un grito de absoluto terror, dirigí su atención. Miró ansiosamente, pero afirmó que no veía nada, aunque yo le señalé  con detalle el camino de la bestia mientras descendía por la desnuda ladera de la colina.

Entonces me alarmé muchísimo, pues consideré la visión, o como un presagio de mi muerte, o, peor aún, como anuncio de un ataque de locura. Me eché violentamente hacia atrás y durante unos instantes hundí la cara en las manos. Cuando me destapé los ojos, la aparición ya no era visible.

Mi huésped, sin embargo, había recobrado en cierto modo la calma de su continente y me interrogaba con minucia sobre la conformación de la bestia. Cuando le hube dado cabal satisfacción sobre este punto, suspiró profundamente, como aliviado de alguna carga intolerable, y siguió conversando con una calma que me pareció cruel sobre varios puntos de filosofía que habían constituido hasta entonces el tema de discusión entre nosotros. Recuerdo que insistió muy especialmente (entre otras cosas) en la idea de que la principal fuente de error de todas las investigaciones  humanas se encontraba en el riesgo que corría la inteligencia de menospreciar o sobrestimar la importancia de un objeto por el cálculo errado de su cercanía.

—Para estimar adecuadamente —decía— la influencia ejercida a la larga sobre la humanidad por la amplia difusión de la democracia, la distancia de la época en la cual tal difusión puede posiblemente realizarse  no  dejaría  de  constituir  un  punto  digno  de  ser  tenido  en  cuenta.    Sin embargo, ¿puede usted mencionarme algún autor que, tratando del gobierno, haya considerado merecedora de discusión esta particular rama del asunto?

Aquí se detuvo un momento, se acercó a una biblioteca y sacó una de las comunes sinopsis de historia natural. Pidiéndome que intercambiáramos nuestros asientos para poder distinguir mejor los menudos caracteres del volumen, se sentó en mi sillón junto a la ventana y, abriendo el libro, prosiguió su discurso en el mismo tono que antes.

—De no ser por su extraordinaria minucia —dijo— en la descripción  del monstruo quizá no hubiera tenido nunca la posibilidad de mostrarle de qué se trata. En primer lugar, permítame que le lea una sencilla descripción del género Sphinx, de la familia Crepuscularia, del orden Lepidóptera, de la clase Insecta o insectos. La descripción dice lo siguiente: «Cuatro alas membranosas cubiertas de pequeñas escamas coloreadas, de apariencia metálica; boca en forma de trompa enrollada, formada por una prolongación de las quijadas, sobre cuyos lados se encuentran rudimentos de mandíbulas  y palpos vellosos; las alas inferiores unidas a las superiores por un pelo rígido; antenas en forma de garrote alargado, prismático; abdomen en punta. La Esfinge Calavera ha ocasionado gran terror en el vulgo, en otros tiempos, por una especie de grito melancólico que profiere y por la insignia de muerte que lleva en el corselete.»

Aquí cerró el libro y se reclinó en el asiento, adoptando la misma posición que yo ocupara en el momento de contemplar «el monstruo».

—¡Ah, aquí está! —exclamó entonces—. Vuelve a subir la ladera de la colina, y es una criatura de apariencia muy notable, lo admito. De todos modos, no es tan grande ni está tan lejos como usted lo imaginaba; pues el hecho es que, mientras sube retorciéndose por este hilo que alguna araña ha tejido a lo largo del marco de la ventana, considero que debe de tener la decimosexta parte de un pulgada de longitud, y que a esa misma distancia, aproximadamente, se encuentra de mis pupilas.

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