REY REINANDO CON EL MAZO
DANDO. UN ANÁLISIS DE LA
MONARQUÍA Y LA CONSTITUCIÓN
ESPAÑOLA DE 1978
3/7
Lorenzo Peña
Sociología Crítica
02.02.2016
02.02.2016
Sumario
- La monarquía, Forma
perdurable del Estado español
- El carácter
parlamentario de la Monarquía española
- El poder real y la
necesidad del refrendo
- La potestad real de
nombrar al presidente del Gobierno
- La potestad regia de
vetar decretos y leyes
- El poder constituyente
del soberano
- Conclusión
Apartado 3.– El poder real y la necesidad del refrendo
Los apologistas
de la Constitución del 78 quieren hacernos creer que la misma anula, o casi, el
poder real, concediendo todo el poder político a los representantes elegidos
por el pueblo. No es así, según lo vamos a ver. Ante todo, hay que considerar
aquí lo que se invoca, de manera general, a favor de la lectura aquí criticada,
a saber: que el artículo 56.3 dice que los actos del monarca «estarán siempre
refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez
sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 55, 2». Pues bien, leamos
el artículo 64:
1. Los actos
del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los
ministros competentes. La propuesta y el nombramiento del Presidente del
Gobierno, y la disolución prevista en el artículo 99, serán refrendados por el
Presidente del congreso.
2. De los actos
del Rey serán responsables las personas que los refrenden.
Ante todo
resulta obvio –y dan, por ello, ganas de abstenerse de señalarlo– que un
requisito legal de refrendo únicamente se aplica a actos que puedan ser
refrendados por su propia naturaleza. Por consiguiente, no se aplica a
omisiones, sino sólo a acciones; y, más concretamente, a acciones consistentes
en dictar un mandamiento de una u otra índole, de uno u otro rango. En cambio,
caen enteramente fuera del requisito del refrendo los demás actos del monarca.
En particular, y por su propia naturaleza, no han de ser refrendados actos como
el de no decretar esto o aquello, no sancionar ni promulgar esta o aquella ley.
Lo veremos más abajo. Pero ya en este punto está claro que no hay nada que
pueda constituir un refrendo de una omisión. El refrendo es una firma estampada
en una orden, en un mandamiento, firma en virtud de la cual el mandamiento
tiene validez constitucional, a la vez que conlleva una responsabilidad del
firmante (e.d., del otro firmante, porque la firma del Rey no acarrea
responsabilidad alguna, ya que –artículo 56.3– «la persona del Rey es
inviolable y no está sujeta a responsabilidad»).
El rey es,
pues, irresponsable. Nadie le puede pedir cuenta alguna por sus actos ni por
sus omisiones. Sólo que, para que posean validez constitucional, sus
mandamientos han de llevar la firma refrendante prevista por el artículo 64. La
ausencia de tal firma refrendante no anula los mandamientos regios, sino que
meramente los priva de validez constitucional. Ahora bien, ya sabemos que una
cosa es el orden intraconstitucional –de vigencia limitada en el tiempo, y,
además, siempre supeditada a la más alta norma supraconstitucional que es la
permanencia de España como Monarquía– y otra es el orden jurídico general del
estado. La Constitución, para el período de su propia vigencia, deroga
disposiciones anteriores (del régimen franquista) contrarias a lo en ella regulado;
pero nunca dice la Constitución –ni han dicho nunca los redactores y
aplicadores de la misma– que las disposiciones anteriores hayan sido nulas. Por
el contrario, todavía hoy siguen en vigor muchísimas leyes franquistas. Ello
marca un gran contraste con lo sucedido, p.ej., en Francia, en el momento de la
liberación, en 1944, cuando el general De Gaulle declaró nulas todas las
disposiciones del régimen pro-nazi del mariscal Pétain. Jurídicamente la no
validez es muy distinta de la nulidad. Un mandamiento no-válido es un mandato
que no cumple ciertos requisitos dentro de un determinado orden jurídico, pero
que puede que sí se ajuste, en cambio, a requisitos de una norma jurídica de
rango superior. La elección, pues, de esa expresión (la «no validez» de los
actos regios no refrendados) en el artículo 56.3 es una prueba de que no se
está quitando a tales actos (o sea, ni siquiera a los mandamiento reales sin
refrendo) la fuerza de obligar, sino que meramente se nos dice que esa fuerza
de obligar no la tendrían en aplicación de la Co nstitución, o sea que no se
trataría de una práctica conforme con lo regulado en ésta. Mas, como la
Constitución misma se supedita explícitamente a otra norma jurídica más alta
(la existencia y conservación de la Monarquía), y como a ella sí se ajustarían
tales actos, está claro que, en ese orden supraconstitucional, los mismos
tendrían fuerza y habrían de ser obedecidos, por mucho que carecieran de
«validez» [constitucional].
A quienes se
figuren que todo esto no son más que minucias terminológicas y que el artículo
56.3 no tiene el sentido que aquí estoy desentrañando, invítolos: por un lado,
a considerar el distingo jurídico entre la invalidez y la nulidad, que se
aplica también en muchos otros terrenos –p.ej. en lo tocante al matrimonio–; y,
por otro lado y sobre todo, a comparar el citado artículo de la Constitución
del 78 con el artículo 84 de la Constitución de la II República del 9-12-1931,
a saber: «Serán nulos y sin fuerza alguna de obligar los actos y mandatos del
Presidente que no estén refrendados por un Ministro». De que así fuera era
responsable el Presidente de la República, cuya persona no era inviolable, sino
que su destitución estaba expresamente prevista (artículo 82 de la Constitución
de 1931; el artículo 85 dice explícitamente: «El Presidente de la República es
criminalmente responsable de la infracción delictiva de sus obligaciones
constitucionales»; y articula tal responsabilidad; la destitución prevista por
el artículo 82 va más lejos, pudiendo producirse aun sin que el Presidente
hubiera incurrido en ninguna violación de sus deberes constitucionales).
Vemos, pues,
cuán distinto es el poder del Presidente de una República democrática del de un
monarca como el que coloca en la cúspide del estado la actual Constitución.
Cuando el primero ha de ajustar sus actos y mandamientos a un refrendo, tales
actos carecen de fuerza de obligar –e.d. son nulos– sin el mismo, al paso que
un monarca como el que ratifica en su trono la actual Constitución puede
mandar, sin merma de la fuerza de obligar de sus órdenes, lo que desee, sólo
que, sin el refrendo, el mandamiento ya no se ajustaría al orden
intraconstitucional, sino que conllevaría un devolver el ejercicio del poder
político al orden supraconstitucional.
Los exégetas de
la Constitución que nos la quieren pintar de color de rosa no se arredran por
esas dificultades, sino que aducen que, si bien el artículo 56.3 dice que la
persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, eso se aplica
a la persona únicamente, no al cargo. Tan peregrino argumento parece mentira
que se haya propuesto seriamente. Porque, si el monarca no está inviolablemente
en su cargo de tal, si puede ser destituido o forzado a abdicar, entonces su
persona no es tampoco inviolable, sino que está sujeta a responsabilidad, toda
vez que, habiendo sido arrojado del trono, ya no sería rey, sino un vasallo del
nuevo rey, un súbdito más, como otro cualquiera. Hemos visto cómo la
Constitución de la II República preveía tanto la destitución del Presidente
cuanto el castigo de eventuales infracciones de la Constitución que el mismo
cometiera. Nada similar prevé, ni por asomo, la actual Constitución monárquica.
Ni puede hacerlo. Porque, mientras que en una República el Presidente de la
misma carece de legitimidad propia anterior o superior a la vigencia de la
Constitución y sólo de ésta brota su autoridad, en cambio, a tenor de la
Constitución del 78, el monarca posee una autoridad y una legitimidad propias
que son anteriores y superiores a la Constitución. Ésta puede ser válida sólo
en tanto en cuanto acate la suprema autoridad y prerrogativa regias.
Y no vale como
argumento en contra de la tesis aquí sustentada el de que el artículo 59.2
prevé la inhabilitación del monarca. Leámoslo:
Si el rey se
inhabilitare para el ejercicio de su autoridad y la imposibilidad fuere
reconocida por las Cortes generales, entrará a ejercer inmediatamente la
regencia el príncipe heredero de la Corona, si fuere mayor de edad. Si no lo
fuere, se procederá de la manera prevista en el apartado anterior, hasta que el
príncipe heredero alcance la mayoría de edad.
La
inhabilitación no viene aquí definida, pero siempre ha sido identificada con
una imposibilidad de ejercer funciones de poder a causa de enfermedad, y nada
más. Cierto es que hay un precedente en otro sentido, que es el de Bélgica,
donde se ha utilizado una cláusula así para suspender la autoridad real durante
las 24 horas necesarias a la promulgación de una ley vetada por el monarca
(sobre la cuestión del veto regio volveré más abajo). Ha sido una flagrante
violación de la letra y el espíritu de la Constitución monárquica belga, y
además un procedimiento ridículo que ha suscitado el descontento y hasta la
mofa de muchos. Sea como fuere, no sólo nada prueba que en España pasarían las
cosas así, sino que todo conduce a suponer lo contrario, por el principio mismo
que anima e inspira a toda la Constitución española de 1978. El rey de los
belgas no tenía ni tiene ningún título a ocupar la corona de ese estado que no
proceda de la propia Constitución belga; no era heredero legítimo de ninguna
dinastía; ni lo conceptúa como tal la Constitución belga; ni nadie lo pretende;
ni la Constitución belga remite para nada a ningún orden supraconstitucional en
el que prevalecería la autoridad del monarca; ni esa Constitución ha sido
sancionada por el monarca, ni por ningún antepasado de éste. Ya sabemos que
todo lo contrario sucede con nuestra presente Constitución. De ahí que no sirva
de nada como argumento el invocar el precedente de lo recientemente sucedido en
Bélgica.
Tampoco vale
invocar (ni nadie lo ha hecho, por otra parte) el que las Cortes declarasen la
locura momentánea de Fernando VII en 1823, ante el avance de la invasión
francesa de los cien mil hijos de San Luis, que venían a restaurar la plenitud
del poder monárquico. Fernando VII no estaba loco, pero las Cortes pueden
siempre decir que sí, o que el día es noche. En una situación así se salva una
apariencia de legalidad con una mentira. Cosas de ésas pueden pasar con cualquier
régimen; pero nadie nos puede hacer creer que, porque pueden pasar, y gracias a
ello, esta Constitución establece una cortapisa al poder real. Porque, en ese
sentido, cualquier regulación permite cualquier cosa, con tal de que se mienta
suficientemente. (Nadie pensará que, diciendo esto, estoy criticando la
declaración de nuestros liberales de 1923, ¿verdad? Sólo que a triquiñuelas así
se ven llevados quienes quieren conciliar la libertad del pueblo con el poder
monárquico. Más precavidos –y menos entusiastas de la libertad–, los autores de
nuestra actual Constitución ha previsto expresamente que, en caso de conflicto,
prevalezca incondicionalmente la autoridad regia.)
Es más, el
tenor del artículo 59.2, aunque muy vago, da a entender que la iniciativa de la
inhabilitación le corresponde al propio monarca: sería él quien se
inhabilitaría (y el reflexivo ahí no puede ser una pasiva pronominal, porque
ésta en nuestro idioma no se usa –al menos no en lenguaje correcto– para
sujetos de persona, sino sólo «de cosa»: «Se regalan plátanos», pero no «Se
matan comunistas», sino «Se mata a los comunistas» –salvo en el sentido del
«se» recíproco o reflexivo, p.ej. que los comunistas se suiciden). A las Cortes
les toca meramente reconocer esa inhabilitación que el monarca tome la
iniciativa de declarar con respecto a sí mismo.
Pero es que,
aunque todo ello no fuera así –que sí lo es–, la inhabilitación no podría
conseguir que prevaleciera la voluntad popular –ni siquiera entendiendo por tal
la de la representación parlamentaria– por sobre la de los miembros de la casa
real. Porque supongamos que el monarca da un mandamiento sin el refrendo
previsto por el artículo 64.1. Y supongamos que las Cortes juzgan y declaran
que, haciéndolo, se ha inhabilitado (aunque es seguro que nunca declararían
cosa tal, pues no faltaría nunca una abrumadora mayoría de diputados y
senadores que alegaran, con sobrada razón por lo demás, que esa declaración
sería atentatoria contra la letra y el espíritu de la Constitución). Entonces
el rey seguiría reinando, pero no ejercería autoridad; ejerceríala el regente:
éste sería, si fuere mayor de edad, el príncipe heredero. Supongamos que éste
ratifica el mandamiento del reinante. ¿Se inhabilita por ello? Nada dice la
Constitución sobre la inhabilitación del regente. Y, mientras no esté nombrado
un regente ni esté ejerciendo su plena autoridad el rey reinante, no puede
promulgarse ley alguna, ni expedirse ningún decreto, ya que todo eso
corresponde al rey (artículo 62, sobre el cual volveré más abajo); o, en
ausencia del mismo, al regente, que, sin embargo, sólo puede ejercer su
autoridad en nombre del rey (artículo 59.1). Pero, así y todo, supongamos que
también se inhabilita el regente. Éste no puede ser destituido, ya que la
destitución del rey o del regente sería contraria a la Constitución, que para
nada prevé cosa semejante. Pero es que, aunque sí pudiera declararse la
inhabilitación del regente, se pasaría, según lo dispuesto por el artículo
59.1, «al pariente mayor de edad má s próximo a suceder en la Corona, según el
orden establecido en la Constitución». Conque, si todos ellos ratifican, uno
tras otro, el mandamiento real, no hay escapatoria, salvo la de, tras haber
agotado toda la parentela, proceder, según el artículo 59.3, al nombramiento
por las Cortes de una Regencia colectiva. Pero es seguro que no se llegaría a
eso, pues están de por medio las numerosas ramas de la familia borbónica; y
pasarían años y años y años en las gestiones de nombramiento de uno de sus
miembros como regente, proclamación del mismo, ratificación por él del
contencioso mandamiento real, supuesta inhabilitación del regente y vuelta a
empezar. Al cabo de varios siglos no se habría conseguido anular dicho
mandamiento.
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