plural
Pensar y actuar desde el marxismo hoy
Marxismo y estudios poscoloniales: críticas y
contracríticas
Montserrat Galceran
Revista Viento Sur nº 165
La mirada
poscolonial amplía la crítica anticapitalista, pero lo hace en un sentido
distinto al marxismo, ya que se detiene en primer lugar en la configuración
cultural del sistema y no tanto en su fundamento socioeconómico y no prefigura
una alternativa al mismo, la alternativa socialista, sino que abre un abanico
de posiciones ligadas a la diversidad misma de las luchas de las poblaciones
subalternas y de sus subjetividades.
Históricamente
su relación con el marxismo ha sido ambivalente. En tanto que continuadora de
las teorías anticoloniales que propugnaron la emancipación de las antiguas
colonias, suele tener una relación de continuidad con el marxismo, pues este, o
alguna variante suya, era la teoría de la revolución social hegemónica en los
siglos XIX y XX. En los autores protagonistas de los movimientos de
descolonización, tales como Amílcar Cabral, Léopold Sédar Senghor o Frantz
Fanon, los aportes marxistas son considerables. Lo mismo podríamos decir del
latinoamericano Álvaro García Linera, uno de los marxistas más interesantes de
nuestra época. Sin embargo, puesto que los estudios poscoloniales someten a una
dura crítica a aquellos procesos y no comparten el relato hegemónico de los
mismos, al tiempo que son muy escépticos con los resultados de la
descolonización, el bagaje crítico alcanza también al marxismo que fue una de
sus fuentes de inspiración. Uno de los puntos de confrontación es la teoría
marxista de la historia (materialismo histórico) y su peculiar noción de
progreso.
La relación con
el marxismo resulta ser, así, un problema abierto en el interior de los propios
estudios poscoloniales que está ligado al mayor o menor peso que se otorgue a
los componentes culturales frente a los económico-sociales en la dinámica
capitalista y a la relación de estos intelectuales con los europeos o
anglosajones de las metrópolis en los que la influencia del marxismo es bien
escasa.
La primera
invectiva fue lanzada por Edward Said, en su famoso texto Orientalismo.
En él acusa a Marx de compartir el fuerte eurocentrismo de sus coetáneos. En su
opinión, los prejuicios de Marx se deben a sus fuentes de información, que no
son otras que la prensa británica de la época, unida a su tradición de
intelectual europeo. Su predilección por Goethe, por ejemplo, le hace
incorporar rasgos orientalizantes presentes en la poesía de aquel. Nace así el
debate sobre el eurocentrismo de Marx y por extensión del marxismo.
¿Es
eurocéntrica la perspectiva de Marx?
La pregunta
indaga el presunto eurocentrismo de Marx y del marxismo posterior. Hablar de
eurocentrismo supone admitir que la tradición europea, en contraposición a su
sedicente universalismo, está profundamente anclada en la tradición intelectual
de esta región del mundo y es congruente con su historia, incluida la historia
colonial.
Podríamos decir
que el que una cultura esté centrada en su contexto histórico y en su ubicación
geográfica no es un demérito. Es una condición general para un pensamiento
situado. Lo peculiar por consiguiente del eurocentrismo no es que esté centrado
en Europa, sino que considere a esa región del mundo por encima de las demás y
defienda el derecho de sus habitantes para extenderse por el planeta y ocupar
otros países y regiones en claro menoscabo de sus habitantes originarios.
En el siglo
XIX, momento álgido de la expansión colonial, era sentido común europeo que la
expansión de los ciudadanos europeos y su emigración hacia otras regiones
formaba parte del proyecto civilizador. Se consideraba que una gran parte de
los otros continentes o estaban vacíos o eran habitados por poblaciones muy
inferiores a las europeas.
Said indica que
es esta concepción de superioridad la que marca las expediciones europeas y
crea el mito del otro oriental, del que se da una imagen exótica a la
vez que se le presenta como alguien temible. El colonizador no ve en el
colonizado a un igual, sino a alguien extraño cuyos comportamientos le
intranquilizan puesto que no acepta la superioridad natural del europeo, de la
que este está totalmente convencido. En muchos casos esa dominación se dobla
con el racismo, especialmente contra las poblaciones negras.
En Marx no
encontramos posiciones racistas, pero sí una cierta desconfianza frente a la
capacidad de lucha y de resistencia de las poblaciones nativas, así como una
clara incomprensión de sus formas de actuación. Los textos clave, ya citados
por Said y luego analizados con profusión por otros autores más o menos ligados
a los estudios poscoloniales, son los artículos periodísticos sobre la
sublevación de la India en 1857-1858. Marx publicó ese conjunto de artículos en
el New-York Daily Tribune. Eran artículos para ganarse el pan mientras
escribía su magna obra El Capital pero, aun así, son textos concienzudos
en los que aborda la insurrección de los soldados indios en el ejército
colonial británico.
Hay varios
aspectos interesantes en estos textos que enlazan con nuestro tema. El primero
es que Marx en ese momento estaba convencido de que iba a estallar de nuevo un
movimiento revolucionario. Sabemos que, tras la derrota de la revolución de
1848, se había refugiado en Londres y había escrito aquello de que una nueva
revolución es tan segura como una nueva crisis. El plazo entre crisis lo estima
en unos diez años, los que tardaba el sistema capitalista en recomponerse y
volver a entrar en crisis otra vez. La de 1856 parecía pronosticar una nueva
era de luchas y revoluciones.
Pero estas no
se produjeron en los países europeos ni tuvieron como agentes prioritarios a
los proletarios, sino que el movimiento estalló en un país colonial como la
India y sus agentes fueron una turba de soldados, campesinos, pequeños
comerciantes y propietarios agrícolas. La dureza de la confrontación puso
contra las cuerdas al Imperio británico, entonces todavía naciente.
En sus primeros
artículos Marx lo interpretó como una revuelta casi prepolítica. Esas masas en
lucha resistían frente a la opresión cruel de la dominación británica, eso Marx
no lo pone en duda en ningún momento. Pero los propios insurgentes en su
resistencia no apreciaban el carácter progresivo de la dominación
británica que haría de la India un país moderno. Es conocido el último párrafo
del artículo de 10 de junio de 1853:
“Bien es verdad
que, al realizar una revolución social en el Indostán, Inglaterra actuaba bajo
el impulso de los intereses más mezquinos, dando pruebas de verdadera estupidez
en la forma de imponer sus intereses. Pero no se trata de eso. De lo que se
trata es de saber si la humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a
fondo del estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus
crímenes, Inglaterra fue el elemento inconsciente de la historia al realizar
dicha revolución” 1/.
Ahí es donde
radica su limitación: en la idea de que los desmanes coloniales, aun siendo
inaceptables, tendrán un resultado positivo puesto que introducirán a los
países no capitalistas en la dinámica global capitalista y ese es un paso
ineludible para cualquier transformación anticapitalista. Hay una lógica en la
Historia por la cual es prácticamente impensable poderse saltar la etapa
capitalista. El propio capitalismo define una fase de progreso en relación a la
historia anterior del periodo feudal. Justamente es ese esquema el que
actualmente nos parece inaceptable, una vez que la teoría del progreso ha sido
convenientemente desarticulada.
Los textos
sobre la India son de los años cincuenta. Verdad es que en textos más tardíos,
como las cartas a Vera Zasulich, el viejo Marx entrevé la posibilidad de que la
comuna rusa (el llamado mir) pueda ofrecer un camino alternativo que le
ahorre a la humanidad el largo y doloroso proceso capitalista. Pero no deja de
ser una posibilidad. Marx se ha vuelto más crítico con la evolución del sistema
capitalista: no está dicho que el capitalismo por su evolución y expansión continua
tenga que desembocar en una crisis general que dé paso a un sistema alternativo
(el socialismo/comunismo). Podría ocurrir que desarrollos alternativos
ancestrales que priman lo colectivo tuvieran efectos anticapitalistas, al ser
este un sistema basado en la propiedad privada y la apropiación individual del
excedente que rehúye formas colectivas de trabajo y reparto del mismo. El
futuro se postula de un modo mucho más abierto que en sus textos anteriores.
Hay otro
aspecto a destacar: la idoneidad de los sujetos coloniales para una
transformación anticapitalista. Marx no acierta a entender cabalmente la
agencia política de esas poblaciones. Admira su resolución, su valentía, pero
malentiende sus ritos, sus formas de actuación. Inclusive su esperanza de que
puedan vencer al ejército imperial se ve defraudada cuando constata la falta de
perseverancia y de organización de los amotinados. Considera la ignorancia, la
incultura, las supersticiones y las jerarquías indígenas elementos
retardatarios para una insurrección victoriosa. El exceso de confianza en la
capacidad de los trabajadores para la lucha por el socialismo se trueca en
desconfianza frente a esas masas poco preparadas. El prejuicio eurocéntrico le
impide comprender la valencia política de esas revueltas.
Resumiendo,
cabría decir que las encaja en un lugar subordinado. Las luchas en la India son
“el mejor aliado” para los revolucionarios europeos puesto que desgastan
enormemente el poder británico, pero en sí mismas son escasamente eficaces; sus
agentes tampoco son sujetos revolucionarios en sentido pleno, puesto que no
buscan la eliminación del sistema cuya lógica en gran parte no comprenden. Así,
mientras que la perspectiva colonial se considera parcial, la marxista europea
se entiende que es universal 2/.
La tradición
marxista posterior
La lectura
socialdemócrata del marxismo es tan esquemática, tan poco política, que en ella
no cabía ninguna flexibilidad para una estrategia de carácter global que
tuviera en cuenta las nuevas realidades del imperialismo. Con la notable
excepción de Rosa Luxemburg, los socialdemócratas más relevantes compartían el
sentido común dominante, según el cual los europeos tenían derecho a la
ocupación de las tierras coloniales. Cierto que se posicionaban en contra de
las crueldades que comportaba la colonización pero, a la vez que criticaban los
excesos, abogaban por un modelo suave que expandiera la civilización por
todo el mundo.
Así podemos
leer en la resolución del congreso de la Internacional Socialista celebrado en
Ámsterdam en 1904:
“El congreso
reconoce el derecho de los habitantes de los países civilizados a establecerse
en aquellos países cuyos habitantes se encuentran en un estadio inferior de
desarrollo. Pero juzga severamente el sistema colonial capitalista actual y
anima a los socialistas de todos los países a derrocarlo” 3/.
La victoria
bolchevique en la revolución rusa de 1917 cambió las cosas. El nuevo poder se
vio rápidamente enfrentado a la profunda diversidad del antiguo imperio ruso y
al surgimiento de nacionalidades y regiones con caracteres específicos,
especialmente en las zonas asiáticas y el sur musulmán. Se vio enfrentado
también a los reclamos de solidaridad de los movimientos de emancipación en los
países coloniales, tanto las colonias británicas como las francesas, holandesas
y alemanas. A este nuevo panorama respondió la creación de la Tercera
Internacional.
La
Internacional estableció, ya en su segundo congreso (1920), la diferencia entre
el proletariado europeo y las masas laboriosas de los países coloniales. Al
primero le correspondía la tarea de dirección de las luchas contra el
capitalismo y la guerra; a las segundas una lucha específica contra la
dominación colonial. El matiz se debía, entre otras cosas, a que en las luchas
coloniales intervenían agentes no proletarios, del tipo no solamente de los
campesinos sin tierras, sino también la burguesía nacional y/o local, los
militares, algunos funcionarios de las Administraciones, intelectuales, etc.
Frente al modelo simple de trabajo contra capital que regía la
comprensión de las luchas anticapitalistas en Europa, en Oriente se abría
camino un modelo abigarrado de subalternos contra dominación colonial.
El rasgo anticapitalista venía dado por el carácter imperialista del
capitalismo, pero la subjetividad del agente no era obrera. El objetivo
socialista tampoco era nítido.
Con ello se
reforzó la teoría de las fases: mientras que en Europa y en el corazón del
capitalismo estábamos en una fase de confrontación directa entre
capital/trabajo o capitalismo/socialismo, cuya avanzadilla había sido la
revolución rusa, en el resto del globo estábamos en la fase de la revolución
nacional democrática contra el dominio imperialista, cuya valencia
anticapitalista se desprendía de que abriría la pugna propiamente capitalista
entre capital y trabajo. Las luchas anticoloniales, por duras que fueran, no
tenían esa valencia política en sí mismas. Entre sus agentes había sectores
anticapitalistas, pero también defensores de un capitalismo nacional o
inclusive de una mera opción soberanista, o sea, una descolonización que
rompiera la dependencia política con la metrópoli, pero aceptara una
subordinación económica en el marco del capitalismo global.
Los esfuerzos
de la Tercera Internacional se centraban en tirar de la situación para obligar
a los agentes más timoratos y más conciliadores a radicalizarse, puesto que la
descolonización debía comportar el reparto de tierras, con lo que mejoraría la
situación de los campesinos pobres. Estos se convertían en un elemento clave
puesto que para la estrategia anticolonial bolchevique pasaban a ser el aliado
natural de los obreros en los enclaves industriales, de modo que entre ambos
cortocircuitaran la hegemonía de los elementos burgueses e hicieran de la
descolonización una mera antesala de la revolución socialista. La Internacional
solo apoyaría los movimientos coloniales nacional revolucionarios, es decir
aquellos que tuvieran una estrategia revolucionaria de apoyo a los campesinos
pobres y las grandes masas de explotados. En otros casos, la Internacional no
los apoyaría 4/.
Por el
contrario, la estrategia imperialista consistía en intentar derechizar las
luchas en las colonias y limitarlas a la consecución de la independencia
política, de modo que la nueva situación estuviera dirigida por los elementos
burgueses o incluso por pertenecientes a grupos étnicos distinguidos de la
época precolonial. El objetivo era que la estructura de clases en los países ya
independizados correspondiera a la propia de los países capitalistas hegemónicos
y que los procesos de descolonización no dieran lugar a países independientes
proclives a entrar en la órbita socialista. La pugna entre Rusia y EE UU, entre
socialismo real e imperialismo, se jugaba fundamentalmente en los países
coloniales y en proceso de descolonización, no solo en Europa.
La revolución
china
La revolución
china aportó una mayor complejidad a ese debate desde el momento en que fue una
revolución dirigida por un Partido Comunista autónomo en relación a la
estrategia de Moscú. Cuando triunfó la revolución en China (1949) habían pasado
ya muchos años del triunfo de la revolución bolchevique. Y el camino del
partido chino había sido difícil y tortuoso 5/.
El inicio del
proceso está marcado por la insurrección de Shangai (1926/7) y el comienzo de
la Larga Marcha. Como en los demás países coloniales, la estrategia de la
Internacional había consistido en apoyar a las fuerzas nacionalistas (Chiang
Kai-shek) en tanto este militar fuera capaz de derrotar a los ejércitos
coloniales, dejando en segundo plano el apoyo al movimiento campesino y sus
ocupaciones de tierras. Puesto que los propietarios eran en muchas ocasiones
los propios militares o sus familiares, aquel apoyo generaba conflictos entre
los diversos agentes. En esa pugna, los comisarios enviados por Moscú tendían a
aplicar la teoría de las fases, centrando su apoyo en los sectores
anticoloniales, aunque fueran militares, y dejando para un momento posterior
las tentativas más radicales. Tendían también a minusvalorar los potentes movimientos
de campesinos que agitaban el país.
La cuestión es
que no se trataba de un problema de fases, sino de hegemonía estratégica en una
sociedad con relaciones de clase complejas. Mientras la hegemonía la detentara
la fracción militar del Kuomintang y su personaje clave –Chiang Kai-shek–, el
éxito de las actuaciones militares exigía el mantenimiento de una relativa paz
interna y el control de los movimientos de masas. Por consiguiente, se exigía
de los campesinos que pusieran fin a las ocupaciones de tierras y a las
reclamaciones contra los usureros y prestamistas de las aldeas, que cesaran en
su agitación en el campo. Se trataba de un intento de transformación por
arriba que contaba con el apoyo soviético en dinero y recursos humanos.
Por el
contrario, apoyar los movimientos obreros y campesinos, especialmente los
segundos, que era lo correcto desde una perspectiva revolucionaria a medio y
largo plazo, podía provocar el rompimiento del Kuomintang y la expulsión del
mismo de los comunistas y los radicales de izquierda. Implicaba una revolución
desde abajo que para nada respondía a los propósitos de la Internacional.
Las consignas de Stalin eran erráticas, pero respondían al principio de que la
revolución en China era básicamente antiimperialista; por tanto, debía ser
capaz de mantener unido todo el bloque aún a riesgo de perjudicar a los
sectores más pobres y potencialmente más revolucionarios. En la práctica eso
equivalía a sacrificar la posible revolución a los objetivos militares
inmediatos.
Desde 1926, Trotsky
venía protestando contra esa estrategia y recomendando salirse del Kuomintang,
pero ya no tenía fuerza para imponer ese cambio y tal vez fuera demasiado
tarde. En consecuencia, no es de extrañar el enfrentamiento entre Mao y Stalin
y la división posterior que afectó a todo el campo socialista y a los partidos
comunistas de tantísimos países.
Si algo había
revelado la tragedia de la insurrección de Shangai, era la incapacidad de los
dirigentes comunistas de la Internacional para comprender la fuerza de los
movimientos campesinos en una transformación social anticapitalista en los
países coloniales. Esto iba a provocar una profunda revisión y ampliación del
marxismo por los teóricos de la segunda mitad del siglo XX, especialmente en
los antiguos países coloniales. De esta herencia surgirán los primeros textos
marxistas anti y poscoloniales.
Los teóricos
poscoloniales actuales y el marxismo
Los teóricos
poscoloniales actuales, estudiosos, tales como Homi Bhabha o Gayatri
Chakravorty Spivak, se inspiran más en teorías contemporáneas como el
posestructuralismo y el posmodernismo que en el marxismo y comparten su crítica
al materialismo histórico y a la teoría de la lucha de clases. A su manera
forman parte del viraje que tuvo lugar en los años 80, cuando el marxismo casi
desapareció de la escena intelectual. Marx ha conservado su prestigio como
teórico clásico, pero la tradición marxista ha perdido gran parte de su fuerza.
Ni siquiera con ocasión de la reciente crisis (2007 en adelante) la ha
recobrado.
La diferencia
clave con el marxismo clásico estriba en entender el capitalismo no solo como
un sistema socioeconómico, sino también cultural. En su expansión planetaria
este sistema ha aniquilado las tradiciones culturales de todos los países que
ha dominado; ha producido un auténtico genocidio cultural y epistémico. En las
décadas recientes los pueblos, ahora independizados, han recuperado algunas de
esas raíces ancestrales que les definen, de modo que a la cultura europea o
anglosajona hegemónica se le contraponen tradiciones de pensamiento de otro
origen que ponen en cuestión su universalidad. Pero además reivindican el papel
como agentes históricos de las poblaciones colonizadas, sus luchas y
resistencias, cosa que la tradición marxista no fue capaz de valorar. Son
críticos a la vez con el neoliberalismo y con las tradiciones de la izquierda
europea, entre ellas el marxismo.
Ese giro se
observa de modo especial en la escuela de los historiadores de la
subalternidad, en la que encontramos autores tan relevantes como Ranajit Guha,
Partha Chatterjee, Dipesh Chakrabarty, Sumit Sarkar, etc. Este grupo trabajó en
sus inicios con el concepto de subalterno, un concepto extraído del
Gramsci de los estudios sobre el sur de Italia. El subalterno se definía
por contraposición a las élites y englobaba aquella población variopinta en la
que se incluían los tenderos y comerciantes, los campesinos, las mujeres, los
soldados de bajo rango, etc. Permitía poner en el foco de la narración
histórica los agentes de las sublevaciones en los países coloniales a los que
Marx no acertaba a poner rostro.
Spivak
protagonizó la primera crítica de calado contra ese supuesto sujeto en su texto
de 1985 ¿Puede el subalterno hablar? La crítica señalaba que la escuela
se inventaba un sujeto ficticio cuya voz pretendía recoger. No tenemos ni idea
de qué pasaba por la mente de esos sujetos, de cuáles eran sus líneas de
actuación, especialmente en los sujetos más silenciados de todos, las mujeres
colonizadas. Si la escuela había pretendido elevar la población subalterna a
sujeto de las luchas anticoloniales en analogía con el proletariado moderno, la
crítica de Spivak ponía de relieve que todo ello reposaba en una asunción de
sujeto que no era más que una construcción literaria, una ficción
indemostrada e indemostrable.
Como
consecuencia de estas críticas y contracríticas, la tesis del obrero
(proletario) como sujeto de la Historia queda fuertemente afectada por parcial,
pero a la vez emerge una posible historia de las masas que explique cómo
movimientos sociales amplios alteran periódicamente la faz del capitalismo
global, siendo sus protagonistas sectores diversos de la población, ya sean
mujeres campesinas en las economías productoras de recursos materiales,
estudiantes, trabajadores de fábricas en la periferia capitalista, migrantes,
etc.; se trata de luchas dispersas en un sistema complejo, del que no cabe un
único relato ni tiene un sujeto privilegiado. Con ello la historia se abre,
pero el futuro anticapitalista está todavía por escribir y ni siquiera sabemos
si se escribirá algún día ni cómo.
A día de hoy la
lectura de Marx no ha desaparecido del interés contemporáneo. Pero su recepción
se encuentra con lectores muy diversos. Entre ellos destacaría no solo los
historiadores de la subalternidad, ya mencionados, sino los marxistas negros de
los años 20/30: W.E.B. Du Bois, C.L.R. James, o más tardíamente Frantz Fanon,
Richard Wright o Paul Gilroy. O los descoloniales latinoamericanos como Álvaro
García Linera o Aníbal Quijano. Con una mención específica para las lecturas
feministas como la de Silvia Federici, que pone de relieve el olvido del
trabajo reproductivo por parte de Marx y del marxismo con consecuencias graves
para la propia comprensión de la historia del capitalismo, como muestra en su
gran trabajo Calibán y la bruja.
En todos ellos
la presencia de Marx sigue siendo manifiesta, si bien con un fuerte contrapunto
de crítica y de ampliación de sus postulados. Entre ellos, especialmente, la
atención prestada a la voz de los colonizados.
Montserrat Galceran
es filósofa y autora de La invención del marxismo
(1997) y La bárbara Europa (2016)
Notas
1/ “La dominación británica en la India”, Marx, Engels, Werke, vol 12, p. 125
(edición castellana de algunos artículos de estas series en Karl Marx, Artículos
periodísticos, selección, introducción y notas de M. Espinoza, Barcelona,
Alba ed., 2013).
2/ “En vista del consumo de hombres y dinero que les costará a los ingleses,
la India es ahora nuestro mejor aliado”, Carta a Engels, 16 de enero de 1858,
MEW, vol. 40, p. 248. Un resumen y una valoración de estos escritos se
encuentra en mi libro La bárbara Europa, Madrid, Traficantes de Sueños,
2016, pp. 113 y ss.
3/ Cit. Por Julius Braunthal, Geschichte der Internationale,
Berlin-Bonn, Dietz Nachf., 1978, T.I, p. 318.
4/ II Congreso de la Internacional, 26 julio de 1920, Informe de la
Comisión para los problemas nacional y colonial: http://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1920s/internacional/congreso2/03.htm
5/ El Partido Comunista chino se creó en 1921; estaba integrado entre otros
por jóvenes intelectuales radicalizados con los acontecimientos de 1911 y
apoyados por los asesores soviéticos. Durante los primeros años 20 aumentó
considerablemente el peso de los obreros y campesinos pobres.
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