domingo, 15 de diciembre de 2019

LA EMPRESA EE.UU, S.A., Y ESCÚCHEME BIEN: ESO QUE TIENE USTED ME GUSTA. ME LO DA O SE LO QUITO SÉPTIMO DE CABALLERÍA DE POR MEDIO, LE PLANTO EN MITAD DE LA FRENTE EL CUÑO DE TERRORISTA, COMUNISTA Y TRACTORISTA Y ENCIMA ME LE MEO EN LAS CEJAS. ¿HACE?



Otoño de 1941, Pearl Harbor y las guerras del Estados Unidos empresarial

Rebelión
Global Research
14.12.2019

Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos


Mito y realidad del ataque de Japón a Pearl Harbor hace 78 años, el 7 de diciembre de 1941

Mito: Estados Unidos se vio obligado a declarar la guerra a Japón tras un ataque japonés totalmente inesperado a la base naval estadounidense en Hawai el 7 de diciembre de 1941. Como Japón era aliado de la Alemania nazi, esta agresión hizo que automáticamente Estados Unidos entrara en guerra contra Alemania
 
Realidad: hacía tiempo que el gobierno Roosevelt deseaba entrar en guerra contra Japón y trató de desencadenarla por medio de un embargo al petróleo y otras provocaciones. Como Washington había descifrado los códigos [secretos] japoneses, sabía que la flota japonesa se dirigía a Pearl Harbor, pero se alegró del ataque porque la agresión japonesa iba a hacer posible “vender” la guerra a la opinión pública estadounidense, la inmensa mayoría   de la cual se oponía a   ella
 
También se suponía que un ataque por parte de Japón, a diferencia de un ataque estadounidense a Japón, evitaría una declaración de guerra por parte del aliado de Japón, Alemania, que estaba obligado por un tratado a ayudar solo en caso de que Japón fuera atacado. Sin embargo, por razones que nada tienen que ver con Japón o Estados Unidos, sino con el fracaso de la “guerra relámpago” de Alemania contra la Unión Soviética, el propio Hitler declaró la guerra a Estados Unidos pocos días después de [el ataque a] Pearl Harbor, el 11 de diciembre de 1941.

Otoño de 1941 . Tanto entonces como ahora, Estados Unidos estaba gobernado por una “élite de l poder” formada por industriales, propietarios y gerentes de las principales empresas y bancos del paí s , que no suponían sino una pequeña parte de su población . Tanto entonces como ahora, estos industriales y financieros (el “Estados Unidos empresarial”) tenía estrechas relaciones con los más rangos altos del ejército, los “señores de la guerra” ( como los ha denominado el sociólogo de la Universidad de Columbia C. Wright Mills, que acuñó el término “élite de l poder” [1] ) y para quienes años más tarde se erigiría un gran cuartel general, conocido como el Pentágono, a orillas del río Potomac.

En efecto, hacía décadas que existía el “complejo militar-industrial” cuando Eisenhower le dio ese nombre al final de su carrera como presidente y tras haberlo servido muy diligentemente. Hablando de presidentes: en las décadas de 1939 y 1940, de nuevo tanto entonces como ahora, la élite de l poder permitió amablemente al pueblo estadounidense elegir cada cuatro años entre dos miembros de su propia élite (uno calificado de “republicano” y otro de “demócrata”, aunque pocas personas sepan cuál es la diferencia) para residir en la Casa Blanca con el fin de formular y administrar las políticas nacionales e internacionales. Estas políticas servían (y siguen sirviendo) a los intereses de la élite de l poder , es decir, servían sistemáticamente para promover “los negocios”, una palabra en clave utilizada para designar la maximización de los beneficios de las grandes empresas y bancos que son miembros de la élite de l poder. 

Como dijo francamente el presidente Calvin Coolidge en una ocasión durante la década de 1920, “ el negocio de Estados Unidos [quería decir del gobierno estadounidense] son los negocios”.   E n 1941 el inquilino de la Casa Blanca era un miembro bona fide de la élite de l poder , un vástago de una familia rica, privilegiada y poderosa : Franklin D. Roosevelt, al que se suele denominar “FDR” ( por cierto , la riqueza de la familia Roosevelt se creó, al menos en parte, gracias al comercio de opio con China. Como escribió Balzac, “ detrás de cada gran fortuna se oculta un crimen ”). 

Parece que Roosevelt sirvió bastante bien a la élite del poder puesto que se las arregló para ser nominado (¡difícil!) y elegido (¡relativamente fácil!) en 1932, 1936, y de nuevo en 1940. Fue un logro notable ya que los “sucios años treinta” fue una época difícil, marcada tanto por la “Gran Depresión” como por grandes tensiones internacionales que llevaron a la erupción de la guerra en Europa en 1939. El trabajo de Roosevelt (servir a los intereses de la élite de l poder ) estuvo lejos de ser fácil porque entre las filas de esa élite las opiniones diferían acerca de cómo podía servir mejor el presidente a los intereses empresariales. Por lo que se refiere a la crisis económica, algunos industriales y bancos estaban bastante contentos con el enfoque keynesiano del presiente, lo que se conocía como el “New Deal” y que suponía mucha intervención del Estado en la economía, mientras que otros se oponían firmemente a ese enfoque y pedían a gritos volver a la ortodoxia del laissez-faire. La élite de l poder también estaba dividida respecto a cómo gestionar las relaciones exteriores.

A los propietarios y altos directivos de muchas empresas estadounidenses (como Ford, General Motors, IBM, ITT, y la Standard Oil de Rockefeller en Nueva Jersey, ahora conocida como Exxon) les gustaba mucho Hitler. Uno de ellos, William Knudsen de General Motors, incluso calificó elogiosamente al Führer alemán de “milagro del siglo XX” [2]. La razón de ello era que el Führer había armado a Alemania hasta los dientes para prepararse para la guerra y muchas sucursales alemanas de empresas estadounidenses se habían beneficiado generosamente del “boom del armamento” de ese país produciendo camiones, tanques y aviones en lugares como la fábrica Opel de GM en Rüsselsheim y la gran planta de Ford en Colonia, el Ford-Werke; y empresas como Exxon y Texaco habían ganado mucho dinero suministrando el combustible que los tanques de Hitler iban a necesitar para circular hasta Varsovia en 1939, hasta París en 1940 y (casi) hasta Moscú en 1941. ¡No es de extrañar que los directivos y dueños de estas empresas contribuyeran a la celebración de las victorias de Alemania contra Polonia y Francia en una gran fiesta en el Hotel Waldorf-Astoria de Nueva York el 26 de junio de 1940! 

A los “capitanes de la industria” estadounidenses, como Henry Ford, también les gustaba cómo Hitler había cerrado los sindicatos alemanes, prohibido todos los partidos obreros y enviado a las personas comunistas y a muchas socialistas a campos de concentración. Querían que Roosevelt tratara de la misma manera a los molestos líderes sindicales y a las personas “rojas” estadounidenses, que todavía eran numerosas en la década de 1930 y principios de la de 1940. Lo último que aquellos hombres querían era que Roosevelt implicara a Estados Unidos en una guerra al lado de los enemigos de Alemania, eran “aislacionistas” (o “no intervencionistas”) lo mismo que la gran mayoría de la opinión pública estadounidense en el verano de 1940: una encuesta de Gallup de septiembre de 1940 demostraba que el 88 % de la población estadounidense quería permanecer al margen de la guerra que asolaba Europa [3]. Así que no es de extrañar que no hubiera indicio alguno de que Roosevelt quisiera restringir el comercio con Alemania y mucho menos embarcarse en una cruzada contra Hitler. De hecho, en la campaña para las elecciones presidenciales de otoño de 1940 prometió solemnemente que “[nuestros] muchachos no van a ser enviados a ninguna guerra extranjera” [4].

El hecho de que Hitler hubiera aplastado Francia y otros países democráticos no preocupaba a los empresarios estadounidenses que hacían negocios con Hitler. De hecho, les parecía que el futuro de Europa pertenecía al fascismo, especialmente a la variedad alemana de fascismo, el nazismo, más que a la democracia (para variar, el presidente de General Motors, Alfred P. Sloan, declaró entonces que era bueno que en Europa las democracias dieran paso “a un sistema alternativo [es decir, fascista] con líderes fuertes, inteligentes y agresivos que hacían que la gente trabajara más tiempo y más duro, y que tenían instinto de gángsteres, ¡todo buenas cualidades!”) [5]. Y como sin lugar a dudas los industriales estadounidenses no querían que el futuro de Europa perteneciera al socialismo en su variedad evolutiva, y mucho menos revolucionaria (es decir, comunista), se iban a alegrar especialmente cuando aproximadamente un año después Hitler hizo lo que habían esperado mucho tiempo que hiciera, es decir, atacó a la Unión Soviética para destruir la patria de las personas comunistas y fuente de inspiración y apoyo para las personas “rojas” del mundo entero, incluido Estados Unidos.

Mientras que muchas grandes empresas habían hecho jugosos negocios con la Alemania nazi, resultaba que otras ganaban mucho dinero en ese momento haciendo negocios con Gran Bretaña. Ese país, además de, por supuesto, Canadá y otros países miembros del Imperio Británico, era el único enemigo que le quedó a Alemania desde el otoño de 1940 hasta junio de 1941, cuando el ataque de Hitler contra la Unión Soviética hizo que Gran Bretaña y la Unión Soviética se convirtieran en aliados. Gran Bretaña necesitaba desesperadamente todo tipo de equipamiento para continuar su lucha contra la Alemania nazi, quería comprar la mayoría de este material a Estados Unidos, pero no podía hacer los pagos en metálico que exigía la legislación estadounidense “Cash-and-Carry” [pagar y llevar]. Sin embargo, Roosevelt hizo posible que las empresas estadounidenses aprovecharan esta inmensa “oportunidad” cuando el 11 de marzo de 1941 introdujo su famoso programa “Lend-Lease” [préstamo-arriendo] que proporcionaba a Gran Bretaña un crédito prácticamente ilimitado para comprar en Estados Unidos camiones, aviones y otros equipamientos de guerra. Las exportaciones “Lend-Lease” a Gran Bretaña iban a generar unos beneficios inesperados, no sólo debido al enorme volumen de negocios que implicaban, sino también porque estas exportaciones se caracterizaron por unos precios inflados y unas prácticas fraudulentas como la doble facturación. 

Así pues, una parte del Estados Unidos empresarial empezó a simpatizar con Gran Bretaña, un fenómeno menos “natural” de lo que ahora podríamos creer (en efecto, después de la independencia de Estados Unidos la antigua madre patria había seguido siendo durante mucho tiempo el archienemigo del Tío Sam y todavía en la década de 1930 el ejército estadounidense tenía planes de guerra contra Gran Bretaña y de una invasión del Dominio Canadiense, planes en los que se incluía bombardear ciudades y el uso de gases venenosos) [6]. Algunos portavoces de estos potenciales votantes pertenecientes al mundo industrial, aunque no muchos, incluso empezaron a apoyar la entrada de Estados Unidos en la guerra al lado de los británicos y se les empezó a conocer como “intervencionistas”. Por supuesto, muchas, si no la mayoría, de las grandes empresas estadounidenses habían hecho dinero gracias a sus negocios tanto con la Alemania nazi como con Gran Bretaña y puesto que el propio gobierno Roosevelt se estaba empezando a preparar para una posible guerra multiplicando los gastos militares y encargando todo tipo de equipamiento, también las grandes empresas estadounidenses empezaron a ganar cada vez más dinero suministrando a las propias fuerzas armadas de Estados Unidos todo tipo de material de guerra [7]. 

Si había una cosa en la que podían estar de acuerdo todos los líderes del Estados Unidos empresarial, con independencia de sus simpatías individuales por Hitler o Churchill, era lo siguiente: la guerra en Europa en 1939 era buena, incluso magnífica, para los negocios. También estaban de acuerdo en que cuanto más durara la guerra mejor sería para todos ellos. Con excepción de los más fervientes intervencionistas pro-Gran Bretaña, también estaban de acuerdo en que no había ninguna prisa en que Estados Unidos interviniera activamente en esa guerra y desde luego tampoco en entrar en guerra con Alemania. Lo más ventajoso para el Estados Unidos empresarial era un escenario en el que la guerra en Europa durara lo más posible de modo que las grandes empresas pudieran seguir beneficiándose de suministrar equipamiento a los alemanes, a los británicos, a sus respectivos aliados y al propio Estados Unidos. Así, Henry Ford “expresó su esperanza de que ni los Aliados ni el Eje ganara [la guerra]” y sugirió que Estados Unidos suministrara a ambos bandos “las herramientas para seguir peleando hasta que ambos colapsaran”. Ford puso en práctica lo que predicaba y dispuso que sus fábricas en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y la Francia ocupada produjeran en serie equipamientos para todos los contendientes [8]. Puede que la guerra fuera un infierno para la mayoría de la gente, pero para los “capitanes de la industria” estadounidenses, como Ford, era el paraíso. 

Se suele creer que el propio Roosevelt era intervencionista, pero sin lugar a dudas los aislacionistas eran mayoría en el Congreso y no parecía que Estados Unidos fuera a entrar pronto en la guerra, si es que entraba alguna vez. No obstante, debido a las exportaciones Lend-Lease a Gran Bretaña las relaciones entre Washington y Berlín se estaban deteriorando definitivamente, y en otoño de 1941 una serie de incidentes entre submarinos alemanes y destructores de la armada estadounidense que escoltaban buques de carga con destino a Gran Bretaña llevó a una crisis conocida como la “guerra naval no declarada”. Pero ni siquiera este episodio provocó la implicación de Estados Unidos en la guerra en Europa. El Estados Unidos empresarial se estaba beneficiando espléndidamente del status quo y simplemente no le interesaba una cruzada contra la Alemania nazi. A la inversa, la Alemania nazi estaba muy implicada en el gran proyecto de la vida de Hitler: su misión de destruir la Unión Soviética. Las cosas no habían ido como estaba previsto en esa guerra. Se suponía que el Blitzkrieg [ataque relámpago] lanzado en el este en junio de 1941 iba a “aplastar como un huevo a la Unión Soviética” en un plazo de 4 a 6 semanas, o así lo creían los expertos militares no solo de Berlín sino también de Washington. Sin embargo, a principios de diciembre Hitler todavía esperaba que los soviéticos ondearan la bandera blanca. Bien al contrario, el 5 de diciembre el Ejército Rojo emprendió repentinamente una contraofensiva frente a Moscú y de pronto los alemanes se vieron en un verdadero atolladero. Lo último que Hitler necesitaba en aquel momento era una guerra contra Estados Unidos [9].

En la década de 1930 el ejército estadounidense no tenía planes, ni los preparó, de luchar una guerra contra la Alemania nazi. Por otra parte, sí tenía planes de guerra contra Gran Bretaña, Canadá, México y Japón [10]. ¿Por qué Japón? En la década de 1930 Estados Unidos era una de las principales potencias industriales del mundo y como todas las potencias industriales buscaba constantemente fuentes de materias primas baratas como caucho y petróleo, y mercados para sus productos acabados. Ya a finales del siglo XIX Estados Unidos había luchado constantemente por sus intereses a este respecto extendiendo su influencia económica e incluso a veces su influencia política directa por océanos y continentes. Esta política agresiva e “imperialista” (que defendieron incansablemente presidentes como Theodore Roosevelt, primo de FDR) había hecho que Estados Unidos controlara antiguas colonias españolas como Puerto Rico, Cuba y Filipinas, e incluso la hasta entonces independiente isla nación de Hawaii. También se había convertido en una gran potencia en el océano Pacífico e incluso en Lejano Oriente [11].

Las tierras de las costas lejanas del océano Pacífico desempeñaron un papel cada vez más importante como mercados para los productos de exportación estadounidenses y como fuentes de materias primas baratas. Pero en la década de 1930 afectada por la Depresión, cuando se hacía más feroz la competencia por los mercados y los recursos, Estados Unidos se enfrentó a la competencia ahí de una agresiva potencia industrial rival, una potencia que necesitaba aún más petróleo y materias primas similares, además de mercados para sus productos acabados. Ese competidor era Japón, la tierra del sol naciente. Japón trataba de hacer realidad sus propias ambiciones imperialistas en China y en el sudeste asiático rico en recursos y, al igual que Estados Unidos, no dudó en utilizar la violencia para lograrlo, por ejemplo, librando una guerra despiadada contra China y creando un Estado cliente en la parte norte de ese país grande aunque débil. Lo que molestaba a Estados Unidos no era que los japoneses trataran a sus vecinos chinos y coreanos como Untermenschen [infrahumanos] sino que convirtieran esa parte del mundo en lo que ellos llamaban la Esfera de Co-Prosperidad de la Gran Asia Oriental, es decir, en un dominio económico propio, una “economía cerrada” en la que no había lugar para la competencia estadounidense. Lo que en realidad hacían los japoneses era seguir el ejemplo de Estados Unidos, que anteriormente habían transformado América Latina y gran parte del Caribe en el patio trasero económico exclusivo del Tío Sam [12]. 

El Estados Unidos empresarial estaba muy frustrado por haber sido expulsado del lucrativo mercado del Lejano Oriente por los “japos”, una “raza amarilla” a la que los estadounidenses en general habían empezado a despreciar ya en el siglo XIX [13]. Se consideraba a Japón un país arrogante aunque esencialmente débil y advenedizo al que el poderoso Estados Unidos podía “borrar fácilmente del mapa en tres meses”, como afirmó en una ocasión el secretario de la Armada Frank Knox [14]. Y así ocurrió que durante la década de 1930 y principios de la de 1940 mientras que la mayoría de la élite del poder de Estados Unidos se oponía a la guerra contra Alemania, apoyaba casi unánimemente la guerra contra Japón, a menos que, por supuesto, Japón estuviera dispuesto a hacer concesiones importantes, como “compartir” China con Estados Unidos. El presidente Roosevelt ( que al igual que Woodrow Wilson no era en absoluto el pacifista que muchos historiadores afirman que era) estaba ansioso por librar esa “espléndida pequeña guerra” (una expresión que había acuñado el Secretario de Estado estadounidense, John Hay, en referencia a la guerra hispano-estadounidense de 1898, que era “espléndida” porque permitió a Estados Unidos apoderarse de Filipinas, Puerto Rico, etc.). El verano de 1941, después de que Tokio hubiera aumentado aún más su zona de influencia en el Lejano Oriente al ocupar la colonia francesa de Indochina rica en caucho y, como estaba desesperado sobre todo por conseguir petróleo, obviamente había empezado a codiciar la rica en petróleo colonia holandesa de Indonesia, al parecer FDR había decidido que era el momento oportuno para una guerra contra Japón, pero se enfrentaba a dos problemas. En primer lugar, la opinión pública se oponía firmemente a que Estados Unidos se implicara en ninguna guerra extranjera. En segundo lugar, la mayoría aislacionista en el Congreso podía no apoyar esa guerra por temor a que eso llevara automáticamente a Estados Unidos a la guerra contra Alemania.

Según el autor de un detallado y muy bien documentado estudio reciente, Robert B. Stinnett, la solución de Roosevelt a este problema doble fue “provocar a Japón a cometer un acto manifiesto de guerra contra Estados Unidos” [15]. En efecto, en caso de un ataque japonés la opinión pública estadounidense no tendrá más opción que unirse tras la bandera (antes ya se había hecho que la opinión pública estadounidense se uniera de forma similar detrás de la bandera de las Barras y Estrellas, en concreto al inicio de la guerra hispano-estadounidense, cuando el barco de guerra estadounidense Maine que estaba de visita en La Habana se hundió misteriosamente en el puerto de esta ciudad, un acto del que inmediatamente se culpó a los españoles; después de la Segunda Guerra Mundial se volvería a condicionar al pueblo estadounidense para que aprobara guerras, deseadas y aprobadas por su gobierno, por medio de provocaciones artificiosas, como el incidente del golfo de Tonkin en 1964). Por otra parte, según estipulaba el Tratado Tripartito firmado por Japón, Alemania e Italia el 27 de septiembre de 1940 en Berlín, los tres países se comprometían a ayudarse entre sí cuando una de las tres potencias fuera atacada por otro país, pero no cuando una de ellas atacara a otro país. Por consiguiente, en caso de un ataque japonés a Estados Unidos los aislacionistas, que eran no intervencionistas respecto a Alemania pero no respecto a Japón, no tenían que temer que un conflicto con Japón significara también la guerra contra Alemania. 

Y así, después de que el presidente Roosevelt decidiera que “se debe ver que Japón hace el primer movimiento abierto” convirtió “el provocar a Japón a realizar un acto de guerra abierto en la principal política que guió sus acciones respecto Japón a lo largo del año 1941”, como escribió Stinnett. Entre las estratagemas utilizadas se incluía el despliegue de buques de guerra cerca de las aguas territoriales japonesas, e incluso dentro de ellas, aparentemente con la esperanza de desencadenar un incidente al estilo del Golfo de Tonkin que pudiera interpretarse como un casus belli. Sin embargo, fue más eficaz la implacable presión económica que se ejerció sobre el Japón, un país que necesita desesperadamente materias primas como el petróleo y el caucho y que, por lo tanto, probablemente considerara que esos métodos eran singularmente provocativos. En el verano de 1941 el gobierno de Roosevelt congeló todos los activos japoneses en Estados Unidos y emprendió una “estrategia encaminada a frustrar la adquisición por parte de Japón de productos petroleros”. En colaboración con los británicos y los holandeses, antijaponeses por sus propios motivos, Estados Unidos impuso unas severas sanciones económicas a Japón, incluido un embargo de productos petroleros vitales. La situación se deterioró aún más en otoño de 1941. Con la esperanza de evitar la guerra con el poderoso Estados Unidos, el 7 de noviembre Tokio ofreció aplicar en China el principio de relaciones comerciales no discriminatorias a condición de que los estadounidenses hicieran lo mismo en su propia esfera de influencia en América Latina. Sin embargo, Washington quería reciprocidad únicamente en la esfera de influencia de otras potencias imperialistas y no en su propio patio trasero, así que la oferta japonesa fue rechazada.

El objetivo de las continuas provocaciones estadounidenses a Japón era hacerle entrar en guerra y, de hecho, cada vez era más probable que lo hiciera. FDR confió más tarde a sus amigos que “este continuo clavar alfileres a serpientes de cascabel consiguió finalmente que este país mordiera”. El 26 de noviembre, cuando Washington exigió que Japón se retirara de China, las “serpientes de cascabel” de Tokio decidieron que ya tenían bastante y se prepararon para “morder”. Se ordenó a una flota japonesa partir hacia Hawaii para atacar a los buques de guerra estadounidenses que en 1940 FDR había decidido estacionar allí de forma bastante provocativa y tentadora para los japoneses. Como habían logrado descifrar los códigos [secretos] japoneses, el gobierno y los altos mandos del ejército estadounidenses sabían exactamente lo que la armada japonesa estaba planeando, pero no avisaron a los comandantes en Hawaii así que permitieron que ocurriera el “ataque sorpresa” contra Pearl Harbor el domingo 7 de diciembre de 1941 [16].

Al día siguiente a FDR le resultó fácil convencer al Congreso de que declarara la guerra a Japón y, como era esperar, el pueblo estadounidense se unió tras la bandera, conmocionado por lo que al parecer era un cobarde ataque que él no podía saber había sido provocado, y esperado, por su propio gobierno. Estados Unidos estaba dispuesto a declarar la guerra a Japón y las perspectivas de una victoria relativamente fácil apenas se veían reducidas por las pérdidas sufridas en Pearl Harbour que, aunque aparentemente graves, distaban mucho de ser catastróficas. Los barcos hundidos eran viejos, “la mayoría de ellos reliquias de 27 años de la Primera Guerra Mundial” y estaban lejos de ser indispensables para una guerra contra Japón. Por otro lado, los modernos barcos de guerra, incluidos los portaaviones, cuyo papel en la guerra iba a resultar crucial, no habían sufrido daños ya que por casualidad (¿?) habían sido enviados a otra parte por órdenes de Washington y estuvieron a salvo en el mar cuando se produjo el ataque [17]. Con todo, las cosas no salieron exactamente como se esperaba ya que unos días después, el 11 de diciembre, la Alemania nazi declaró inesperadamente la guerra lo que obligó a Estados Unidos a hacer frente a dos enemigos y a luchar una guerra mucho mayor de lo esperado, una guerra en dos frentes, una guerra mundial.

En la Casa Blanca no fue una sorpresa la noticia del ataque japonés a Pearl Harbor, pero la declaración alemana de guerra cayó allí como una bomba. Alemania no había tenido nada que ver con el ataque en Hawaii y ni siquiera conocía los planes japoneses, así que FDR no consideró pedir al Congreso que declarara la guerra a la Alemania nazi al mismo tiempo que a Japón. Es cierto que las relaciones de Estados Unidos con Alemania se habían deteriorado durante algún tiempo debido al apoyo activo de Estados Unidos a Gran Bretaña y el deterioro había llegado hasta la guerra naval no declarada del otoño de 1941. Sin embargo, como ya hemos visto, la élite del poder estadounidense no sentía la necesidad de intervenir en la guerra en Europa. Fue el propio Hitler quien declaró al guerra a Estados Unidos el 11 de diciembre de 1941 para gran sorpresa de Roosevelt. ¿Por qué? Solo unos días antes, el 5 de diciembre de 1941, el Ejército Rojo había emprendido una contraofensiva frente a Moscú, lo que provocó el fracaso del Blitzkrieg en la Unión Soviética. Ese mismo día Hitler y sus generales se dieron cuenta de que ya no podían ganar la guerra. Pero cuando solo unos pocos días después el dictador alemán se enteró del ataque japonés a Pearl Harbor, parece que consideró que una declaración de guerra alemana al enemigo estadounidense de sus amigos japoneses llevaría a Tokio a corresponder con una declaración de guerra contra el enemigo soviético de Alemania, aunque no lo exigiera el Tratado Tripartito.

Con el grueso del ejército japonés estacionado en el norte de China y, por lo tanto, capaz de atacar inmediatamente a la Unión Soviética en la zona de Vladivostok, un conflicto con Japón habría obligado a los soviéticos a estar en la extremadamente peligrosa situación de una guerra en dos frentes, lo que abriría la posibilidad de que Alemania todavía pudiera ganar su “cruzada” antisoviética. Hitler creyó entonces que podría exorcizar el espectro de la derrota llamando a una especie de deus ex machina japonés a acudir a la vulnerable frontera siberiana de la Unión Soviética. Pero Japón no cayó en la trampa de Hitler. Tokio también despreciaba al Estado soviético, pero como ya estaba en guerra contra Estados Unidos no se podía permitir el lujo de una guerra en dos frentes y prefirió poner todo su dinero en una estrategia “meridional” con la esperanza de ganar el gran premio del rico en recursos sudeste de Asia en vez de embarcarse en una aventura en los inhóspitos confines de Siberia. Sólo muy al final de la guerra, tras la rendición de la Alemania nazi, se iban a producir hostilidades entre la Unión Soviética y Japón. En todo caso, debido a la innecesaria declaración de guerra de Hitler, a partir de entonces Estados Unidos también fue un participante activo en la guerra en Europa, con Gran Bretaña y la Unión Soviética como aliados [18].

En los últimos años el Tío Sam ha ido a la guerra con bastante frecuencia, pero invariablemente se nos pide que creamos que lo hace por razones puramente humanitarias, esto es, para prevenir holocaustos, para impedir que los terroristas cometan todo tipo de maldades, para deshacerse de malvados dictadores, para promover la democracia, etc. [19]
Al parecer, los intereses económicos de Estados Unidos o, más exactamente, de las grandes empresas estadounidenses nunca están implicados en esas guerras. A menudo se comparan estas guerras con la “guerra buena” arquetípica de Estados Unidos, la Segunda Guerra Mundial, en la que se supone que el Tío Sam fue a la guerra sin más razón que defender la libertad y la democracia, y luchar contra la dictadura y la injusticia (por ejemplo, en un intento de justificar su “guerra contra el terrorismo” y “vendérsela” a la opinión pública estadounidense George W. Bush comparó rápidamente los atentados del 11 de septiembre con el ataque a Pearl Harbor). Sin embargo, este breve examen de las circunstancias de la entrada de Estados Unidos en la guerra en diciembre de 1941 revela un panorama muy diferente. La élite del poder estadounidense quería la guerra contra Japón y hacía tiempo que estaban preparados los planes para esa guerra. En 1941 Roosevelt organizó diligentemente esa guerra, no debido a una agresión no provocada de Tokio y sus horribles crímenes de guerra en China, sino porque las empresas estadounidenses querían una parte de la exquisita gran “tarta” de los recursos y mercados del Lejano Oriente. Por otro lado, como las principales empresas estadounidenses estaban haciendo negocios maravillosos en y con la Alemania nazi, se beneficiaban generosamente de la guerra que había provocado Hitler y, por cierto, le proporcionaban el equipamiento y el combustible necesarios para su Blitzkrieg, definitivamente la élite del poder de Estados Unidos no quería la guerra contra la Alemania nazi, a pesar de que había muchas razones humanitarias de peso para emprender una cruzada contra el verdaderamente malvado “Tercer Reich”. Antes de 1941 no había ningún plan de guerra contra Alemania y en diciembre de 1941 Estados Unidos no fue voluntariamente a la guerra contra Alemania, sino que “se vio empujado” a esa guerra por culpa del propio Hitler.

Las consideraciones humanitarias no desempeñaron papel alguno en los cálculos que llevaron a Estados Unidos a participar en la Segunda Guerra Mundial, la “guerra buena” original de este país. Y no hay razón para creer que lo hicieran según los cálculos que, más recientemente, llevaron a Estados Unidos a librar supuestas “guerras buenas” en tierras desdichadas como Irak, Afganistán y Libia, o que lo harán en la guerra que se avecina contra Irán. 

El Estados Unidos empresarial desea ansiosamente una guerra contra Irán ya que alberga la promesa de un vasto mercado y gran cantidad de materias primas, especialmente petróleo. Como en el caso de la guerra contra Japón, están preparados los planes para esa guerra y el actual inquilino de la Casa Blanca parece igual de ansioso que FDR de hacer que ocurra. Además, de nuevo como en el caso de la guerra contra Japón, ha habido provocaciones, esta vez en forma de sabotaje e intrusiones por medio de drones, así como por medio del despliegue a la vieja usanza de barcos de guerra justo al límite de las aguas territoriales de Irán. Washington está otra vez “clavando alfileres a serpientes de cascabel”, al parecer con la esperanza de que la “serpiente de cascabel” iraní devuelva el mordisco y justifique así una “espléndida pequeña guerra”. Sin embargo, como en el caso de Pearl Harbor, la guerra que salga de ahí puede resultar ser otra vez mucho más grande, larga y desagradable de lo esperado. 

Jacques R. Pauwels   es autor de   El mito de la guerra buena: EE.UU en la Segunda Guerra Mundial, Hondarribia, Hiru, 2002, traducción de José Sastre.
Notas: 

[1] C. Wright Mills, The Power Elite, Nueva York, 1956.
[2] Citado en Charles Higham, Trading with the Enemy: An Exposé of The Nazi-American Money Plot 1933-1949, Nueva York, 1983, p. 163.
[3] Robert B. Stinnett, Day of Deceit: The Truth about FDR and Pearl Harbor, Nueva York, 2001, p. 17.
[4] Citado en Sean Dennis Cashman, America, Roosevelt, and World War II, Nueva York y Londres, 1989, p. 56; .
[5] Edwin Black, Nazi Nexus: America’s Corporate Connections to Hitler’s Holocaust, Washington/DC, 2009, p. 115.
[6] Floyd Rudmin, “Secret War Plans and the Malady of American Militarism”, Counterpunch, 13:1, 17-19 de febrero de 2006. pp. 4-6, http://www.counterpunch.org/2006/02/17/secret-war-plans-and-the-malady-of-american-militarism
[7] Jacques R. Pauwels, The Myth of the Good War : America in the Second World War, Toronto, 2002, pp. 50-56 [ El mito de la guerra buena: EE.UU en la Segunda Guerra Mundial , Hondarribia, Hiru, 2002, traducción de José Sastre ] . Las fraudulentas prácticas del “ Lend-Lease” se describen en Kim Gold, “The mother of all frauds: How the United States swindled Britain as it faced Nazi Invasion”, Morning Star, 10 de abril de 2003.
[8] Citado en David Lanier Lewis, The public image of Henry Ford: an American folk hero and his company, Detroit, 1976, pp. 222, 270.
[9] Jacques R. Pauwels, “70 Years Ago, December 1941: Turning Point of World War II”, Global Research, 6 de diciembre de 2011, http://globalresearch.ca/index.php?context=va&aid=28059.
[10] Rudmin, op. cit.
[11] Véase Howard Zinn, A People’s History of the United States, s.l., 1980, p. 305 ff. [La otra historia de los Estados Unidos, ed. rev. y corr. por el autor, Hondarribia, Hiru, 2005, traducción de Toni Strubel].
[12] Patrick J. Hearden, Roosevelt confronts Hitler: America’s Entry into World War II, Dekalb/IL, 1987, p. 105.
[13] “Anti-Japanese sentiment”, http://en.wikipedia.org/wiki/Anti-Japanese_sentiment
[14] Patrick J. Buchanan, “Did FDR Provoke Pearl Harbor?”, Global Research, 7 de diciembre de 2011, http://www.globalresearch.ca/index.php?context=va&aid=28088 . Buchanan se refiere a un libro nuevo de George H. Nash, Freedom Betrayed: Herbert Hoover’s Secret History of the Second World War and its Aftermath, Stanford/CA, 2011.
[15] Stinnett, op. cit., p. 6.
[16] Stinnett, op. cit., pp. 5, 9-10, 17-19, 39-43; Buchanan, op. cit.; Pauwels, The Myth…, pp. 67-68. Para la intercepción por parte de Estados Unidos de mensajes cifrados japoneses véase Stinnett, op. cit., pp. 60-82. La cita sobre las “ serpientes de cascabel ” proviene de Buchanan, op. cit.
[17] Stinnett, op. cit., pp. 152-154. [18] Pauwels, “70 Years Ago…”
[19] Véase Jean Bricmont, Humanitarian imperialism: Using Human Rights to Sell War, Nueva York, 2006.

Fuente: http://www.globalresearch.ca/fall-1941-pearl-harbor-and-the-wars-of-corporate-america/28159

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Viento sur
09.12.2019

Una vez más, Francia ha entrado en una fase de confrontación social de una gran dimensión. Hace unos años (noviembre 2018) irrumpió en las rotondas y en la calle de todo el país el movimiento de los chalecos amarillos. Provocado por la voluntad decidida del gobierno de imponer un incremento en el impuesto sobre los carburantes, el movimiento no tardó en plantear como una de las primeras reivindicaciones el incremento del poder de compra (sobre todo del SMI), el rechazo a una sociedad gestionada por y a favor de los más ricos, el restablecimiento del impuesto sobre las grandes fortunas y la exigencia de una democracia en la que las clases populares se pudieran hacer oír. Al gobierno de Macron les estalló en la cara la exasperación social generada por las políticas de austeridad que se venían imponiendo desde los años 1980. 

Una exasperación que en las elecciones presidenciales de 2017 provocó el hundimiento de los dos partidos que venían gestionando el sistema desde los años 1960: el partido gaullista (LR) y el partido socialista (PS). Tomando las riendas de la gestión capitalista, Macron pensó que tenía las manos libres para exhibir su arrogancia e insolencia de clase y emprender contrarreformas capitalistas sistémicas: acentuar los rasgos autoritarios del Estado y de una política económica liberal en provecho de los grandes grupos capitalistas. También pensaba, sin reparar en la confrontación social, que tenía las manos libres para emprender reformas a la Thatcher en los temas que los gobiernos precedentes habían fracasado, con el objetivo de situar a Francia al miso nivel que los países vecinos en términos de regresión social en el ámbito de los derechos laborales y de la protección social. 

Pocos meses después de su elección, en otoño de 2017, promulgó cinco decretos-ley sin que los sindicatos apenas rechistaran. Uno de ellos quebraba el sistema de representación sindical de los trabajadores y trabajadoras en las empresas, reduciéndo en un 50% el número de representantes. Otro, liquidaba la prevalencia de los acuerdos sectoriales sobre los de empresa en la negociación colectiva, favoreciendo el dumping social y, un tercero, allanaba el camino a los despidos al dificultar los recursos de las y los trabajadores ante los tribunales. 

Unos meses más tarde, en la primavera de 2018, la Asamblea Nacional aprobó el desmantelamiento de la SNCF (Red ferroviaria) como empresa pública y el estatus de su plantilla. A partir de 2020 la SNCF se dividirá en varias sociedades anónimas y la red ferroviaria estará abierta a la competencia al tiempo que se prevé la supresión de miles de kilómetros de línea. Igualmente, a partir del 1 de enero, el nuevo personal contratado no contará con el estatus de personal ferroviario que data de hace más de un siglo. La característica fundamental de este estatus es que garantiza el empleo y reconoce la penosidad del trabajo de forma que el personal rodante pueda jubilarse a los 52 años y el sedentario a los 57. La respuesta sindical a este reconversión que impuso la intersindical (CGT, FO, UNSA): con 18 huelgas de dos días consecutivos durante 3 meses (más conocida como la táctica de 2/5), desgastó la combatividad del sector sin lograr generar una relación de fuerzas favorable frente a Macron. Con esa victoria, el gobierno volvió a imponer por decreto una nueva reforma sobre el seguro de desempleo que entró en vigor el 1 de noviembre, restringiendo sobremanera las condiciones para acceder a las prestaciones por desempleo. Y a ello se añade, en los dos últimos años, las graves agresiones contra el sistema educativo, mediante la reforma de la enseñanza secundaria y del acceso al ciclo superior que implica una verdadera segregación social. 

Por otra parte, en el otoño del año pasado, la mayoría del movimiento sindical francés rehusó reconocer al movimiento de los chalecos amarillos como expresión de una irrupción de las clases populares, mostrándose incapaz de buscar desde el inicio una convergencia con el mismo y poner en pie un poderoso movimiento contra la injusticia social y la austeridad. Esta división, aún cuando fue corregida de inmediato por los sectores más activos del movimiento sindical, dio a entender al gobierno que al igual que la oposición política, la oposición social tampoco era capaz de unirse para bloquear su ofensiva. 

De ese modo, el balance que extrajeron Macron y su gobierno fue que podía poner en marcha una reforma que siempre había sido postergada por el capitalismo francés: la puesta en cuestión del sistema de pensiones que data de 1945. 

La relación de fuerzas establecida por las clases populares en Francia tras décadas de combate social logró que en 2018 el gasto público representase aún el 56% del PIB. En Francia el presupuesto social del gasto público representa el 31,2% del PIB, la cifra más elevada de la OCDE (cuya media es del 20,1%), aún cuando haya reculado un 1% desde 2016. La mayor parte del gasto social concierne a las pensiones (13,9%) y a la Sanidad (8,7%), que sitúa a Francia entre los países de cabeza en Europa a pesar de los numerosos ataques que han sufrido estos dos sistemas. El gasto público medio para las pensiones en la OCDE se sitúa en el 7,5% del PIB: el Estado español gasta 11%, Alemania 10,1%, el Reino Unido y Suiza 6,5% y Holanda 5,4%. En estos últimos países, sólo quienes hayan tenido medios (propios o por parte de la empresa) para suscribir fondos de pensiones pueden acceder a un nivel de vida digno. 

Este nivel de gasto público permite que Francia sea, junto con el Estado español e Italia, uno de los tres países con mayor esperanza de vida en Europa (82,9 años). 

Según Eurostat, en Francia, aún cuando un millón de pensionistas viven bajo el umbral de pobreza, sólo el 7% corre el riesgo de la misma (es decir, una renta inferior al 60% del salario medio), contra un 19% en Alemania y el Reino Unido. 

Así pues, Francia no ha alcanzado aún el nivel de regresión social en el que se sitúan los principales países europeos. 

Es este componente del modelo social, que sus predecesores no logran desmantelar, al que Macron quiere poner fin. 

El esquema es simple: congelar el gasto público de pensiones al nivel actual, inferior al 14% del PIB, cuando el número de pensionistas va a incrementarse en un 1,5% de aquí al 2050. Matemáticamente (y en euros constantes) esto se traduce en el reparto de la misma masa monetaria entre un número creciente de pensionistas, lo que conlleva una reducción de las pensiones y un empobrecimiento de las y los pensionistas. 

Para lograr este objetivos, el gobierno ha elaborado un proyecto que suprime todos los sistemas de pensión actuales basados en regímenes especiales, denunciados como injustos, no igualitarios y que absorben miles de millones. 

Actualmente, más del 84% de las personas activas pertenece, groso modo, a dos regímenes de pensiones:
- El del sector privado (19 millones de trabajadores y trabajadoras) que el 50% de su pensión a través del servicio público de pensiones por repartición (calculado por anualidades) y alrededor del 20% mediante un sistema nacional de pensiones complementario basado en puntos.
- El de las funcionarias y funcionarios del Estado y de las colectividades locales (4 millones de personas) pagadas directamente por el Estado y un servicio de pensiones de las colectividades locales.
En estos dos regímenes, las anualidades necesarias y el cálculo de salario de referencia no son los mismos, pero la pensión oscila entre el 72 y el 74% del salario. 

Junto a estos dos sistemas, alrededor de medio millón de personas asalariada pertenece a una docena de regímenes especiales heredados de actividades muy concretas y, a menudo, de convenios anteriores a la segunda guerra mundial (ferroviarios, electricistas del gas, empleados notariales, conductores del transporte público en París, empleados de la Opera…). 

Todos estos regímenes de repartición tiene una prestaciones garantizada: cualquier asalariado o asalariada conoce al final de su carrera con qué pensión se va a jubilar. Este sistema es contrario al sistema por puntos, con contribuciones garantizadas, pero donde si bien se conoce la cantidad que se cotiza no se sabe el importe que se va a cobrar. 

Aparte de eso, 3,4 millones de activos es gente no asalariada que cuentan, o no, con sistemas totalmente autónomos para lograr tener una pensión. 

El proyecto del gobierno conlleva establecer un régimen único (de puntos), reemplazando todos los sistemas de pensiones, para la gente asalariada o no asalariada, los regímenes de base y los complementarios. El argumento es simple: "un euro de cotizado otorga a todo el mundo el mismo derecho". Un sistema en el que nadie sabrá lo que valdrán sus puntos a la hora de jubilarse, ni tampoco lo que esos puntos valdrán de un año para el siguiente. 

Suecia puso en marcha este sistema , basado en cotizaciones definidas, en los años 90 para reducir el gasto de las pensiones en el PIB. Macron se refiere a él como un ejemplo a seguir. Años tras año, las y los pensionistas suecos ven como su pensión se reduce, y las mujeres son las más perjudicadas. 

Dramatizar la situación para justificar la reforma 

Con el objetivo de preparar el terreno para la reforma, el Gobierno de Macron puso en marcha una campaña de propaganda, bien secundada por los grandes media, para denunciar "a quienes se aprovechan de un sistema de pensiones a borde del abismo". Aún cuando ello suponía borrar de un plumazo lo que el propio Macron afirmaba en su web durante la campaña electoral de 2017:
"Tras más de veinte años de sucesivas reformas, el problema de las pensiones no constituye ya un problema financiero… Por la primera vez después de decenios, las perspectivas financieras permiten mirar el porvenir con una razonable serenidad".
Con el fin de generar un clima de tensión y urgencia, el gobierno pidió un nuevo informe al Consejo de Orientación de las Pensiones (COR, en francés), organismo paritario, que en junio pasado había público un informe en el que no había ningún elemento para alarmarse y afirmaba (al igual que el candidato Macron) que, por desgracia, para 2017 el nivel de pensiones pagadas se reduciría debido a los recortes implementados desde 1993 contra el sistema de pensiones y que la salud del sistema no corría ningún riesgo. 

Sin embargo, el nuevo informa de la COR, publicado en noviembre, viéndose obligado a integrar la hipótesis de importantes reducciones en las aportaciones del Estado de aquí al 2025, introdujo un posible déficit de 17 mil millones (sobre un presupuesto de más de 300 mil millones). El gobierno y los media se han amparado en este hipotético déficit como si condujera a una ¡explosión del gasto! 

El problema es que el proyecto de Macron ha generado una hostilidad creciente entre la población, sea asalariada o no. 

La razón de ello es que tras el diálogo con los interlocutores sindicales y los profesionales desconfiados para elaborar su proyecto, en julio pasado, J.O. Delevoye, Alto Comisionado para las Pensiones, hizo público un informe que, tras su lectura, semana tras semana, abogados, tripulantes de barcos, electricistas del gas, enseñantes…, comprendieron que tenían mucho que perder. Además, numerosos estudios han rebatido de forma inmediata la propaganda gubernamental exaltando los méritos del nuevo sistema [por puntos]; sobre todo en lo que se refiere a las pensiones más bajas o a las de las mujeres. Efectivamente, el nuevo sistema amplía aún más la brecha salarial y profesional que experimentan las mujeres y las personas asalariadas precarias. 

Los sectores que gozan de disposiciones especiales (ferroviarios, bomberos) tampoco tardaron en comprender que el sistema propuesto iba a destruir todas las ventajas obtenidas en función de sus condiciones laborales. Incluso la policía amenazó al gobierno con ir a la huelga. 

La organización de la movilización del personal ferroviario 

Con el deseo de no sufrir una derrota más y extrayendo lecciones del fracaso de la movilización del año pasado, desde septiembre pasado, SUD-Rail y UNSA-Ferrovière llamaron a una huelga reconducible [la asamblea decide en cada momento si continuar y cómo la huelga] a partir del 5 de diciembre contra el proyecto Delovoye. Llamamiento que fue apoyado por FO y la CGT. Incluso la CDFT llamó a la huelga para el 5 de diciembre. Paralelamente hubo llamamientos a la huelga y a manifestarse en los sectores de la energía, en toda la función pública, por parte de los sindicatos de abogados y de las organizaciones juveniles. Incluso los sindicatos policiales anunciaron "cierres simbólicos de las comisarías". Finalmente, todas las confederaciones sindicales –salvo la CFDT y la CFTC- llamaron, a nivel nacional e interprofesional, a movilizasrse el día 5. 

El gobierno, respaldado por sus logros precedentes, esperaba que el 5 de diciembre sería una especie de tormenta de verano, inevitable pero sin futuro, una jornada de huelga de los sectores con regímenes especiales, la SNCF y la RATP [transporte público en Paris]. 

Su desilusión ha sido fuerte. Con 800.000 manifestantes según la policía y 1,5 millones según la CGT, la fuerza de las manifestaciones y la extensión de la huelga recordaba las fuertes jornadas de huelga y manifestaciones de 1995… Solo que el 5 de diciembre hubo en la calle más manifestantes que durante la primera jornada de movilización, el 24 de noviembre, en aquel año. 

En la SNCF la índice de huelguistas fue impresionante: 90% de trenes suprimidos y en París sólo funcionaban las líneas de metro automáticas; lo mismo en el sector de enseñanza (70% de huelguistas en primaria y secundaria), en el que han comprendido que serían quienes más perderían con esta reforma. 

Pero sobre todo, el gobierno no se esperaba que en el sector del ferrocarril se votara en todos los sitios a favor de reconducir la huelga hasta el 9 de diciembre, rompiendo con las tácticas precedentes. 

Por ello, para intentar apagar el incendio, el primer ministro intentó generar varios cortafuegos el viernes día 6:
- Convencer a las y los asalariados de los regímenes especiales que no se verían afectados de inmediato por la reforma.
- Garantizar a la policía que no se tocará su sistema de pensiones "porque ellos arriesgan su vida todos los días".
- Garantizar a las y los enseñantes que (en 2021) se van a incrementar los salarios para que no sufran reducciones en las pensiones.
El problema es que el gobierno no ha presentado aún el proyecto de ley. Estaba esperando a que pasara el día 5 para ver si podría mantener intacto su proyecto inicial una vez pasado el temporal. Ahora se ha dado de plazo hasta el miércoles día 11 para hacer público el mismo, esperando que el martes la huelga en la enseñanza se apague, que el transporte recupere su actividad y que la movilización no se extienda a otros sectores. 

En todos los sectores los militantes combativos han comprendido que es necesario construir una verdadera relación de fuerzas, que más vale pájaro en mano que ciento volando, y que es necesario extender la huelga más allá del sector del transporte. Sin duda, para los días que vienen, el objetivo está en la convergencia de los distintos sectores en torno a una misma demanda: la retirada del proyecto de reforma de Macron. La presión de la base ha llevado a las direcciones confederales de la CGT y FO a convocar unitariamente junto a Solidaires y la FSU una nueva jornada de huelga y manifestaciones para el martes 10 de diciembre. El ritmo de la reconducción establecido en la SNCF y la RATP, junto a las fechas de movilización interprofesional, debe permitir continuar con la huelga en los sectores de la función pública y su extensión al sector privado, que estuvo bien presente en las manifestaciones del día 5. 

Sea cual sea la prolongación en los días que vienen, esta movilización se beneficia de la combatividad acumulada durante estos últimos meses. Desde hace una año, los chalecos amarillos han dinamizado al conjunto del movimiento social con decenas de manifestaciones dinámicas, combativas y rompiendo con la atonía anterior de los cortejos. Además, este movimiento ha sido el único que en el periodo reciente ha obtenido rápido concesiones por parte del gobierno. El anunciar, cuando apenas llevaban un mes movilizándose, el incremento en 10 mil millones del gasto público tras las manifestaciones espontáneas y ofensivas del 1 de diciembre de 2018, supuso un soplo de aire fresco para el movimiento social. Un movimiento que, sin embargo, no ha llegado al final de sus exigencias. Todas las categorías de trabajadores y trabajadoras de hospitales, sobre todo en los servicios de urgencia, también se han movilizado masivamente y a lo largo de todo el año, sin que el gobierno sea capaz de poner fin al movimiento que aún continúa vivo: el 14 de noviembre en París se manifestaron más de 10.000 personas del sector. Por otra parte, estas últimas semanas, en muchos institutos y facultades, también se han manifestado los estudiantes contra la precariedad de sus condiciones, dramáticamente puesta de relieve por la inmolación de un estudiante en Lyon el 8 de noviembre. 

Lo mismo en relación a las movilizaciones por el clima y contra la violencia machista. A lo largo del mes se han movilizado nuevas generaciones, cruzadas, con muchos jóvenes y sobre todo con muchas mujeres jóvenes. 

Así pues, desde hace un año, un movimiento social, proteiforme, ha puesto de relieve un dinamismo política que, para la gente mayor, trae a la memoria los años 90, en los que las luchas por los derechos de las mujeres se daban al mismo tiempo que las luchas contra el racismo, por el derecho a la vivienda y los derechos de la gente en paro. Fueron los prolegómenos del movimiento altermundialista. 

Hoy en día, la diferencia notable, no solo en Francia, es la enorme dificultad por lograr la convergencia de estos movimientos sociales con perspectivas políticas comunes y ofensivas.
El PS y Les Républicans se mantienen absolutamente callados ante el movimiento actual. Esperan que Macron se dé el batacazo pero, al mismo tiempo, no están contra su proyecto. RN (Marine Le Pen) procede de la misma forma que cuando emergieron los chalecos amarillos. Intenta capitalizar el descontento popular al mismo tiempo que oculta que su programa va en la misma dirección que el de Macron. 

A la izquierda del PS, durante estos últimos meses, se ha dado una dinámica unitaria, con llamamientos contra la política securitaria, para denunciar la islamofobia o en apoyo a la movilización contra la reforma de pensiones. El NPA se encuentra en el centro de todas estas iniciativas unitarias. 

Ahora bien, estamos lejos aún de una respuesta anticapitalista común que se forje al calor de los movimientos sociales y que no vaya hacia la reconstrucción de un mecano electoral. Se puede dar la oportunidad de avanzar en esa dirección a través de las numerosas iniciativas locales puestas en pie en el marco de la movilización actual. La movilización contra la reforma de las pensiones plantea de forma directa la cuestión de la sociedad en la que queremos vivir, libre de explotación y de opresiones y democráticamente organizada para satisfacer las necesidades sociales. Hacer avanzar esta perspectiva dependerá de la fortaleza que muestre del movimiento social en los días que vienen. 

Léon Cremieux , sindicalista y militante del NPA 

Fuente: https://vientosur.info/spip.php?article15388

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