A medio plazo, la
estrategia estadounidense contempla a sus aliados europeos manteniendo una
guerra de desgaste con Rusia, mientras los ejércitos estadounidenses se
enfrentan a China. En esa división del trabajo, Europa aparece como chivo
expiatorio.
Somos los nuevos proxis
El Viejo Topo
17 marzo, 2024
Al contrario de
lo que afirmaban sus defensores, la guerra por poderes de la OTAN contra Rusia
en Ucrania no salió como estaba previsto. La intención de Washington,
largamente preparada, era desgastar y aislar a Moscú, desencadenando un
conflicto –sobre cuyo resultado militar final el Pentágono apenas podía
hacerse ilusiones– que permitiera a las fuerzas armadas rusas participar en una
guerra de desgaste, que a su vez debería haber proporcionado el pretexto para
el estrangulamiento económico y el aislamiento internacional. Nada de esto
ocurrió. El resultado fue una situación estratégica cuando menos embarazosa,
ya que Washington se encontró ante la perspectiva concreta de una derrota en
suelo ucraniano –derrota militar y política– que habría comprometido
seriamente la capacidad de disuasión de los ejércitos occidentales, alentando
a aquellos países que pretenden escapar de la asfixiante esfera de dominación
de las barras y estrellas.
Mientras
Estados Unidos se encontraba ante la amenaza de una debacle en el frente de
Europa Oriental, la repentina apertura de un segundo frente en Oriente Medio
complicó aún más las cosas. De hecho, la repentina escalada del conflicto
palestino-israelí ha creado nuevos problemas para las estrategias de control
global de EEUU. En primer lugar, arruinó la intensa y larga labor diplomática
para estabilizar las relaciones entre Israel y los países árabes, haciendo
fracasar la ratificación saudí de los Acuerdos de Abraham. Un revés que,
además, llega tras los éxitos de la acción rusa y china en esta zona
estratégica; la intervención de la primera (y de Irán) hizo saltar por los
aires el proyecto de subvertir Siria utilizando al ISIS, mientras que la
segunda trajo la paz entre Ryad y Teherán (con la consecuencia del fin de las
hostilidades en Yemen, y el regreso de Damasco a la Liga Árabe).
Además, y no
secundariamente, obligó a Estados Unidos a precipitarse en ayuda de su aliado
estratégico Israel, apoyando su esfuerzo bélico, en un momento en que el
apoyo a Kiev ya había consumido la capacidad de los arsenales occidentales.
Además, el actual gobierno extremista de Tel Aviv se muestra muy reacio a
seguir los deseos de Washington y sigue avergonzando a Estados Unidos con sus
indefendibles tácticas genocidas.
En este
contexto, por tanto, era necesario desarrollar una nueva línea de conducta que
les permitiera salir indemnes de las turbulencias inesperadas y de los errores
estratégicos cometidos. Además, teniendo en cuenta el escenario
Indo-Pacífico, donde Washington cree que debe operar para contener lo que considera
la mayor amenaza para su hegemonía global, es decir, China.
La cuestión
central es, como repiten obsesivamente los dirigentes occidentales, impedir la
victoria de Rusia. Pero dado que, como todo el mundo sabe bien y como estos dos
años de guerra en Ucrania han demostrado claramente, derrotar a Rusia es
imposible, sólo queda una solución disponible: prolongar el conflicto todo lo
posible. Sin embargo, las fuerzas armadas ucranianas están agotadas, todo el
aparato del Estado –sacudido por la guerra y consumido por la corrupción–
está al límite; todo el mecanismo de guerra por delegación establecido por
la OTAN corre el riesgo de derrumbarse en cualquier momento. Por lo tanto, se
hace necesario darse prisa y equiparse (material y psicológicamente) para que
el proxy ucraniano pueda ser sustituido por otro, capaz de ocupar su lugar y
mantener ocupado a Moscú durante los próximos años.
Y si hasta no
hace mucho ese sustituto podía imaginarse que sería Polonia, tal vez con el
apoyo de los países bálticos, ahora está demasiado claro que en su lugar
estará formado por todos los ejércitos europeos. Somos los nuevos proxies.
En el contexto
de las respuestas que Estados Unidos intenta dar a la crisis mundial, que él
mismo ha militarizado, se trata de una estrategia conveniente. De hecho, por un
lado les permite reducir el apoyo económico y militar a Kiev (manteniendo un
estricto control sobre las operaciones y la inteligencia) y se distancian de
una posible derrota y por otro profundizar la brecha entre Rusia y Europa,
haciéndola irreparable para las próximas décadas.
Uno de los
aspectos poco tenidos en cuenta de la nueva estrategia imperial estadounidense,
especialmente en el viejo continente, es el cambio de paradigma en la relación
histórica entre las dos orillas del Atlántico. Si hasta ahora ésta se ha
caracterizado por ser colonial, sí, pero sobre todo cooperativa, aunque de
forma accesoria, con el cambio del marco geoestratégico global el papel de
Europa se ha visto rápidamente degradado al de una marca fronteriza, encargada
de la tarea de mantener a los bárbaros alejados del corazón del imperio.
A este
respecto, merece examinarse lo que podríamos llamar el factor Trump. En la
narrativa centrada en la OTAN, el magnate es representado como alguien que
pretende abandonar a los aliados europeos, incluso disolver la OTAN.
Obviamente, esta narrativa es en gran medida el resultado de la actual
administración estadounidense, que tiene todo el interés (electoral pero no
sólo) en retratar negativamente al oponente de Biden.
Teniendo en
cuenta que, en cualquier caso, el presidente de Estados Unidos no es un
soberano absoluto y que debe tratar no sólo con el Congreso sino también con
una serie de poderes diversamente distribuidos, dentro del aparato federal y
fuera de él, hay que considerar que aunque ser sustancialmente heterogéneo al
aparato del GOP da a Trump una cierta autonomía, por otra parte lo hace en
parte más débil de lo que parece. En cualquier caso, sin embargo, él representa
una corriente interna del dominus global, y de un modo u otro responde a esos
intereses superiores.
En términos de
metaestrategia geopolítica, los intereses estadounidenses son unívocos y
sólo cambian las formas en que se expresan. En este sentido, no hay diferencia
sustancial entre el plan del bloque neocon-demócrata, que pretende claramente
externalizar la contención y el desgaste de Rusia a los proxies europeos y el
que se refiere a Trump, que más brutalmente quiere volcarlo sobre nosotros. En
ambos casos, esto responde a la necesidad estratégica de EEUU de ahorrar
recursos (económicos, militares y humanos) para afrontar retos considerados
más importantes. Retos para los que, como se ha subrayado reiteradamente
aquí, EEUU requiere una profunda revisión organizativa, estratégica y
doctrinal de sus fuerzas armadas. Algo que –como explica la Secretaria del
Ejército, Christine Wormuth– significa esencialmente que «nos estamos alejando
de la lucha antiterrorista y la contrainsurgencia. Queremos estar preparados
para operaciones de combate a gran escala». Y esto requiere tiempo e
inversión.
Los problemas
cruciales que Estados Unidos debe afrontar, en esta perspectiva, son: el
fortalecimiento del aparato industrial, haciéndolo capaz de afrontar el
estrés de un conflicto con alto consumo de recursos; la modernización de las
fuerzas armadas, especialmente la marina y la fuerza aérea, y el poder nuclear
estratégico; el reclutamiento de personal en cantidad y calidad suficientes
para la comparación que se vislumbra en el horizonte (China).
A nivel
industrial, la situación estadounidense (y europea) es cualquier cosa menos
halagüeña. En primer lugar, la industria militar estadounidense (toda
privada) se centra actualmente en la producción de sistemas de armas
tecnológicamente avanzados y de alto valor añadido que garantizan elevados
beneficios a un ritmo de producción relativamente bajo. Mientras que el nuevo
modelo de conflicto que se avecina requiere una producción masiva, menos
costosa y más rápida y sobre todo sistemas de armas menos sofisticados pero
más robustos. La experiencia de la guerra de Ucrania ha demostrado cómo
muchos sistemas occidentales causan una gran impresión en las páginas
brillantes de las revistas comerciales o en los desfiles de moda, pero suelen
tener una vida corta en el campo de batalla.
Además,
mientras que el sistema industrial occidental sufre estos problemas (que
requieren una reconversión ni fácil ni rápida), al ruso-chino le va bien.
Como escribe Ben Aris en Intellinews[1],
«China es ahora ‘la única superpotencia manufacturera del mundo’ y la
capacidad de producción de Rusia es mayor que la de Alemania, según recientes
estudios sobre los cambios en la composición manufacturera mundial. (…) tras
analizar su poder manufacturero, la imagen que emerge es que China es el
productor más potente del mundo y Rusia el más productivo de Europa. Ganar
una guerra no es cuestión de cuánto dinero tienes; es cuestión de cuántas
bombas y aviones puedes fabricar y con qué rapidez».
Librar una
guerra en el teatro de operaciones europeo (como hemos visto) significa
producir drones, tanques, vehículos blindados y munición en cantidades
gigantescas. Una posible guerra en torno a Taiwán significa una gran flota de
barcos potentes y modernos, constantemente tripulados. Y hoy China ya tiene
más barcos que la US Navy (aunque esta última sigue predominando en términos
de tonelaje), casi todos ellos más modernos que los estadounidenses. Y la
industria naval china produce buques de guerra a un ritmo 3/4 veces superior al
de EEUU.
Por último,
las fuerzas armadas estadounidenses tienen grandes problemas de reclutamiento,
no sólo por el descenso de la motivación, sino porque el nivel psicofísico
de los jóvenes estadounidenses está bajando considerablemente y ni siquiera
la consiguiente rebaja de las exigencias ha sido suficiente. Recientemente, el
ejército norteamericano ha iniciado un programa de redistribución funcional
de su personal, en la lógica ya mencionada de pasar de un modelo orientado a
conflictos asimétricos a otro para conflictos simétricos. Pero, como está
demostrando la experiencia de la guerra de Ucrania, aunque la cantidad y
calidad de los sistemas de armas son importantes, en cualquier caso las tropas
son fundamentales. De ahí la necesidad de desplegar fuerzas subsidiarias,
reclutando para ello a los ejércitos coloniales.
En una fase
económica no especialmente floreciente y expansiva, y con perspectivas cada
vez más complicadas, Estados Unidos también corre el riesgo de encontrarse en
una situación similar a la de la URSS en vísperas del colapso: un gasto
militar gigantesco[2],
que de alguna manera debe reducirse, racionalizarse, repartirse entre
múltiples economías (véase la presión sobre los europeos para que destinen
el 2% del PIB a la OTAN). Lo que, entre otras cosas, significa un
replanteamiento de la exorbitante red de bases militares en el exterior, que en
una fase de riqueza económica y supremacía tecnológica era funcional al
control global del territorio, pero hoy además de ser una pesada carga
financiera se ha transformado sobre todo en una extensa serie de objetivos
posibles.
La capacidad de
mantener una presencia militar global era un elemento fundamental de la
hegemonía estadounidense, pero ahora que la capacidad de proyectar poder está
disminuyendo, Estados Unidos se verá obligado a renunciar a su influencia
sobre diversas potencias regionales y a centrarse más en los problemas
internos.
Todo esto
conduce estratégicamente de nuevo a una cuestión militarmente esencial. Desde
la Segunda Guerra Mundial, el supuesto fundamental ha sido mantener la
capacidad de dirigir y ganar dos guerras simultáneas en diferentes teatros. El
llamado «constructo de las dos guerras» se mantuvo, sustancialmente sin
cambios, durante unos sesenta años. Pero ya en 2018, con la publicación de la
Estrategia de Defensa Nacional (NDS) cuatrienal, el Pentágono adoptó el
concepto de «una guerra» o «una guerra y media»; entrando en una perspectiva de choque simétrico con potencias emergentes
como Rusia y China, la idea de dos guerras se hizo insostenible. Pero, una vez
más, el conflicto ucraniano (y en menor medida el palestino) han demostrado
que, en ausencia de una supremacía tecnológica abrumadora –que Occidente ya
no tiene–, una guerra entre iguales resulta terriblemente sangrienta y
derrochadora y requiere una movilización considerable de recursos humanos.
Además, la
política agresiva de la administración estadounidense en las últimas
décadas no sólo no ha logrado dividir a los dos principales adversarios
mundiales –Rusia y China–, sino que incluso les ha empujado a estrechar lazos y
a formar esencialmente un bloque con otras dos potencias menores como Irán y
Corea del Norte. En consecuencia, es necesario volver a la capacidad de
sostener simultáneamente (al menos) dos conflictos de alta intensidad en
distintos teatros, siguiendo el modelo de la Segunda Guerra Mundial. Con una
diferencia fundamental: las potencias del Eje (Alemania, Italia y Japón)
tenían una capacidad industrial limitada o escasa, y carecían esencialmente
de fuentes de energía propias, mientras que Rusia y China tienen capacidades
de producción gigantescas y son muy ricas en energía y materiales en primer
lugar. Por no mencionar el hecho de que la victoria en la guerra del 39/’45
también fue posible gracias a la enorme contribución, sobre todo en términos
de tropa, de la Unión Soviética…
La estrategia
global a largo plazo, por tanto, debe hacer frente a una serie de condiciones
objetivas y subjetivas, que no dejan mucho margen de elección. Recientemente,
Raphael Cohen[3],
politólogo de la RAND Corporation (un centro de investigación muy influyente
en el mundo militar estadounidense), propuso una tercera vía: librar una
guerra directamente y otra por delegación. Él lo llama el «modelo Ucrania». Y
está bastante claro que, una vez más, las condiciones objetivas determinan
las orientaciones. Los miembros europeos de la OTAN se consideran
suficientemente capaces al menos de contener a Rusia, enfrentándola en un
conflicto prolongado en el teatro de operaciones europeo, mientras que los
aliados de la ASEAN no serían en absoluto capaces de competir solos con China,
a la que por tanto tendrá que enfrentarse directamente Estados Unidos.
Esta división
del trabajo no es simplemente un proyecto, sino que lleva en marcha activamente
más de un año y ahora se está acelerando. Esto se hace evidente no sólo por
las declaraciones cada vez más belicosas de los líderes europeos (que, como
buenos vasallos, se alinearon rápidamente con los designios estadounidenses),
sino por una serie de acciones concretas y operativas, que van desde la
incorporación a la OTAN de países históricamente neutrales como Suecia y
Finlandia hasta el llamado Schengen militar, desde las inversiones en la
adaptación de las redes de comunicación por carretera y hierro a las
necesidades militares (especialmente en los países del Este, que tienen un
ancho de vía diferente, como España y Portugal) hasta la adopción explícita
de un modelo industrial de «economía de guerra».
Sin embargo,
para avanzar eficazmente hacia esta perspectiva, todavía son necesarios
algunos pasos, no todos fáciles. En primer lugar, debe lograrse una
centralización del mando político, es decir, una transferencia creciente de
competencias y autoridad a organismos supranacionales, especialmente a la
Comisión Europea. La integración/subordinación de los ejércitos nacionales
individuales a la OTAN ya existe de hecho, como demuestra la historia de los
altos oficiales alemanes que planificaron intervenciones en la guerra de
Ucrania, incluso en explícita disonancia con los gobiernos de turno. Es
evidente la necesidad de rearmar-reorganizar los ejércitos europeos, que en
las condiciones actuales no durarían ni un mes en un posible conflicto con
Rusia. Hoy en día, el ejército occidental más fuerte de Europa es el
ucraniano, en número y en experiencia de combate, y esto lo dice todo. Al
igual que es necesario reforzar la industria bélica. Pero, sobre todo, dada la
evidente reticencia de las poblaciones europeas a implicarse directamente en un
conflicto, es necesario poner en marcha herramientas de control eficaces para
evitar levantamientos pacifistas.
La cuestión
crucial, evidentemente, no es tanto la de los efectivos, dado que en la
actualidad las distintas fuerzas conjuntas de los países europeos disponen de
personal suficiente para desplegarse en un eventual frente oriental (aunque se
extienda a lo largo de miles de kilómetros, desde el Ártico hasta el Mar
Negro), como el hecho de que los países europeos –todos ellos, no sólo los
situados en primera línea– se convertirían en objeto de ataques con misiles,
sobre bases militares, asentamientos industriales, infraestructuras de
comunicaciones estratégicas, etcétera.
El modelo
ucraniano, en resumen, significa que las ciudades en disputa a lo largo de la
línea de contacto se convertirán en muchos Bajmuts y Avdeevkas, y detrás de
esa línea –con una profundidad cada vez mayor– habrá una destrucción
significativa y generalizada. El peligro real, de hecho, no es tanto el agitado
coco nuclear (al que sería muy difícil recurrir en caso de conflicto en el
teatro europeo), sino la devastación sistemática y prolongada, mucho más
concreta, de una guerra de desgaste.
Esta
perspectiva es muy concreta, y en la actualidad hay factores que por un lado
aceleran su calendario (como la cada vez menor capacidad de resistencia de los
ucranianos) o que lo ralentizan (como el conflicto en Oriente Medio), pero
sigue teniendo un horizonte corto, quizás incluso de unos pocos años. Y es
fundamental comprender que esta perspectiva es parte integrante de un plan
estratégico desesperado, que EEUU considera absolutamente vital para mantener
su papel de hegemonía mundial, y por el que está dispuesto a sacrificar a sus
vasallos; «cueste lo que cueste» (y la cita no es casual).
Se trata de una
gran carrera contrarreloj, en la que Washington debe tratar de derrotar a sus
adversarios antes de que se vuelvan demasiado fuertes para ser derrotados, lo
que al mismo tiempo ahora es incapaz de hacer. Del mismo modo, como para
nosotros los europeos no hay otra esperanza que una movilización popular
masiva antes de que estalle la guerra, se trata de adquirir la conciencia
necesaria de lo que está en juego, más rápidamente de lo que avanza la
preparación de la guerra misma. Es necesario que se alcance una masa crítica
en un par de años como máximo, de lo contrario corremos el grave riesgo de
vernos desbordados, una vez más, por los acontecimientos.
Fuente: https://enricotomaselli.substack.com/p/we-are-the-new-proxies
Notas
[1] «China y Rusia, las superpotencias de producción industrial que
podrían ganar una guerra», Ben Aris, Intellinews (https://www.intellinews.com/long-read-china-and-russia-the-industrial-production-superpowers-that-could-win-a-war-314926/?source=russia).
[2] El presupuesto de defensa de EE.UU. para el año fiscal 2024 asciende
a 842.000 millones de dólares, es decir, alrededor del 3,1% del producto
interior bruto.
[3] Citado en «EE.UU. se enfrenta a 4 amenazas pero sólo está equipado
para una guerra, dicen los expertos», Asia Nikkei (https://asia.nikkei.com/Politics/Defense/U.S.-faces-4-threats-but-only-equipped-for-1-war-experts-say)