El rearme no fortalece a
la UE, la militariza sin emanciparla y paraliza cualquier posibilidad de
actuación como sujeto político autónomo. El resultado es una Europa cada vez
más dependiente y convertida en una periferia armada incapaz de pensar y actuar
por sí misma.
El secuestro de Europa
El Viejo Topo / 15 julio, 2025
Por Héctor
Illueca; Rosa Medel; Augusto Zamora; María Dolores Nieto; Manolo Monereo;
Carmen Collado; Antonio Fernández Ortíz; Ramón Pérez Almodóvar; Javier
Aguilera; Araceli Ortiz; César Lledó y Pedro Lorente.
Hay historias
antiguas que han atravesado los siglos porque siguen hablando al corazón humano
con una claridad que los tratados modernos no alcanzan. El secuestro de Europa
es una de ellas. Según la mitología griega, Europa era una joven princesa
fenicia conocida por su inteligencia y por su gran belleza. Un día, mientras se
hallaba recogiendo flores junto a la orilla del mar, vio acercarse a un toro
blanco de mansa apariencia que emergía del agua con una serenidad engañosa. Era
Zeus, que había adoptado esa forma para seducir a la princesa sin revelar su
naturaleza divina. Cautivada por su hermosura, Europa se acercó al animal y,
después de acariciarlo suavemente, se sentó sobre su lomo, confiada. En ese
momento, el toro rompió su quietud y se abalanzó sobre las aguas,
desapareciendo con ella rumbo a Creta, donde fue forzada a unirse a él en un
acto de violencia que marcaría desde su origen el destino trágico de Europa.
Pocas leyendas ilustran con tanta fuerza la mezcla de engaño y de violencia que
acompaña siempre a los proyectos de dominación.
La historia
parece repetirse bajo nuevas formas. Europa ha sido secuestrada por unas élites
neoliberales y profundamente autoritarias que están haciendo de la guerra la
nueva razón de ser del proyecto europeo. Lo diremos claramente y sin ambages:
la Unión Europea (UE) ha emprendido una estrategia masiva de rearme que abre
una espiral peligrosa y destructiva; una deriva militarista que transforma el
modelo social, reconfigura el papel del Estado y vacía de contenido nuestras
democracias. Una apuesta, en suma, que puede liberar fuerzas muy difíciles de
contener.
Este texto
trata de ofrecer una interpretación rigurosa de los acontecimientos desde una
mirada europea y comprometida con la paz, la justicia social y la soberanía
popular. Nombrar con claridad lo que está ocurriendo y comprender su lógica
subyacente es fundamental para despertar una conciencia crítica que sea capaz
de desafiar al nuevo consenso belicista. Y ese es precisamente nuestro
objetivo: recuperar la palabra, interrumpir el relato dominante y abrir un
espacio de reflexión sobre el rumbo que ha tomado Europa. En un momento en que
el rearme amenaza con convertirse en el nuevo sentido común del continente, nos
parece imprescindible abrir un debate público informado, honesto y valiente
sobre las implicaciones profundas de una iniciativa que ya está transformando
nuestras sociedades.
El diagnóstico
que aquí presentamos no trata de encerrarse en una lectura estrecha y
endogámica de la actual crisis europea. Muy al contrario, se inscribe en el
marco más amplio de una transición geopolítica de alcance histórico que está
reconfigurando los equilibrios mundiales y desplazando el eje del poder
económico, político y cultural desde Occidente hacia Oriente. Durante las
últimas décadas, las placas tectónicas del sistema internacional han comenzado
a moverse lentamente, abriendo diversas líneas de fractura que delimitan los
contornos del mundo que viene. Nos estamos adentrando en un escenario nuevo y
extraño, en el que la guerra de Ucrania y el rearme europeo –núcleo fundamental
de nuestro análisis– son sólo una manifestación de un proceso de transformación
mucho más profundo que anuncia un cambio de época.
Hay al menos
otras tres zonas críticas que completan el mapa de este reordenamiento global.
La primera es el Mar de la China Meridional, donde la confrontación entre China
y EE. UU. en torno a Taiwán cristaliza en un conflicto potencialmente
explosivo, con implicaciones estratégicas de gran calado. La segunda es el
Sahel, convertido en teatro de una nueva disputa por los recursos, los
corredores migratorios y la influencia política. Allí se entrecruzan los
intereses de las antiguas potencias coloniales, los nuevos actores globales y
las resistencias populares que aspiran a la recuperación de la soberanía. La
tercera es Oriente Medio, donde el genocidio contra el pueblo palestino y el
enfrentamiento entre Israel e Irán han devuelto a la región una centralidad
dramática. La guerra abierta entre ambos Estados, saldada con un frágil alto el
fuego tras la intervención directa de EE. UU., anuncia un punto de inflexión
estratégico que podría alterar de forma duradera los equilibrios regionales y
globales.
Estas cuatro
líneas de fractura –Ucrania, Asia-Pacífico, el Sahel y Oriente Medio– conforman
el mapa provisional de un mundo en transición y revelan la profundidad de la
crisis del orden internacional surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Nuestro
análisis parte de Europa porque es aquí donde vivimos y donde queremos actuar,
pero no puede ignorar el marco global en el que se inscriben los problemas
europeos. El destino del Viejo Continente está, hoy más que nunca,
indisolublemente unido al de los pueblos del mundo.
CAPITALISMO DE
GUERRA
Lo que parecía
impensable hace sólo unos años, ahora es una realidad tangible: Europa ha
entrado en una nueva fase de rearme. Las cifras que vamos conociendo son
fabulosas y evidencian un cambio estructural en la definición de las
prioridades estratégicas de las políticas públicas. No estamos ante un simple
aumento del gasto en defensa, sino ante una mutación profunda del presupuesto y
de la lógica de inversión pública en el marco de una economía de guerra en
formación. Los planes europeos pretenden movilizar 800.000 millones de euros en
los próximos años, y el Gobierno de España se ha comprometido a elevar el gasto
militar hasta alcanzar el 2% del PIB este mismo año, lo que supone una
inversión en este campo de 10.471 millones adicionales. Aún más significativa
resulta la declaración aprobada en la Cumbre de la OTAN celebrada en La Haya en
junio de 2025, en la que los Estados miembros se comprometieron formalmente a
alcanzar un gasto en defensa del 5% del PIB en los próximos años, distribuido
en un 3,5% para gasto militar directo y un 1,5% para seguridad en sentido
amplio, incluyendo infraestructuras y ciberseguridad. Si se cumple este
objetivo, España dedicaría aproximadamente 80.000 millones de euros anuales a
ámbitos relacionados con la defensa y la seguridad.
Para tener una
idea precisa de la magnitud de este esfuerzo, puede compararse con otras
partidas relevantes del gasto público en nuestro país. Esta cifra representa
cuatro veces el gasto en prestaciones por desempleo en 2024 (23.163 millones de
euros) y equivale a más del 10% del presupuesto consolidado de todas las
Administraciones Públicas, incluyendo el Estado, las comunidades autónomas y
las entidades locales. Representa, además, veinte veces el gasto público
efectivamente destinado a vivienda en 2024 -un ámbito especialmente sensible en
el actual contexto de crisis habitacional- y supera en términos absolutos el
presupuesto conjunto de tres ministerios clave para el bienestar social como
Cultura, Transición Ecológica e Igualdad.
Como puede
observarse, no se trata de una cuestión simbólica o meramente coyuntural, sino
de una decisión estratégica que compromete los recursos públicos de forma
estructural y altera las prioridades fundamentales del Estado tal y como se
establecen en la Constitución de 1978. Lo que emerge es un presupuesto de
guerra en el que el gasto militar deja de ser un rubro marginal y pasa a ocupar
una posición central en la distribución de los recursos, subordinando otras
áreas del gasto a las prioridades militares. Bajo esta definición, la
orientación presupuestaria empieza a responder a lógicas propias de una
economía de guerra, en la que la inversión pública, la política industrial y la
innovación tecnológica están crecientemente dirigidas hacia el desarrollo de capacidades
de defensa y seguridad, favoreciendo a aquellos sectores considerados
estratégicos en términos militares y desplazando los principios tradicionales
del Estado social. En definitiva, un nuevo orden presupuestario que expresa la
transición hacia un capitalismo militarizado donde la guerra se convierte en
motor del crecimiento económico y el Estado en garante del beneficio
empresarial en sectores estratégicos, especialmente el armamentístico.
Un elemento
clave de esta transición es la construcción de “campeones nacionales”: empresas
estratégicas que, gracias al apoyo del Estado, pueden competir en el escenario
global en sectores considerados sensibles para la defensa y la seguridad. En el
caso español, todo parece indicar que Indra ha sido la elegida para desempeñar
este papel. Se trata de una compañía tecnológica con fuerte participación
estatal a través de la SEPI, que ya lidera proyectos clave en el ámbito de la
defensa y que se prepara para asumir un papel central en el nuevo ciclo de
inversiones militares. No hablamos de un simple ajuste corporativo, sino de una
apuesta política por orientar el aparato productivo hacia una nueva fase de
acumulación centrada en la defensa, la industria armamentística, la
ciberseguridad, la inteligencia artificial aplicada al campo militar o la
vigilancia de fronteras. Un viraje de gran calado que sitúa a Europa en el
umbral de una nueva etapa y pone en cuestión el modelo social, las prioridades
económicas y el horizonte histórico de las sociedades europeas.
ACUMULACIÓN POR
DESPOSESIÓN EN EUROPA
La decisión de
la UE de embarcarse en un plan de rearme de estas dimensiones supone un punto
de inflexión en la configuración económica y política del continente. En
efecto, a diferencia de otras iniciativas de emergencia como el fondo Next
Generation EU, que estableció mecanismos excepcionales de mutualización de
deuda, el rearme se financiará básicamente mediante la emisión de deuda
soberana de cada Estado miembro, lo cual tendrá implicaciones profundas en
términos de desigualdad, disciplina fiscal y jerarquía política en el espacio
europeo. Esta elección no es en absoluto neutral: al optar por un esquema de
financiación descentralizado, la UE consagra una arquitectura asimétrica que
reproduce y profundiza las desigualdades existentes en su seno, evocando los
años bárbaros de la crisis financiera en los que el endeudamiento público se
convirtió en un mecanismo para disciplinar a los países del sur de Europa y
obligarles a acometer salvajes recortes sociales. En lugar de corregir los
errores del pasado, el rearme europeo los reactiva en un nuevo contexto
político-militar.
El meollo del
problema reside, una vez más, en la compleja relación que se establece entre
deuda pública, soberanía fiscal y jerarquía de Estados en el ámbito de la UE.
Alemania, con una posición presupuestaria saneada y un potente tejido
industrial, puede permitirse emitir deuda en condiciones ventajosas y ejecutar
sin tensiones fiscales su compromiso de destinar hasta 500.000 millones de
euros al rearme, más otros tantos para infraestructuras estratégicas. De
hecho, ya lo está
haciendo, y parece que este volumen de gasto no solo es sostenible,
sino que podría fortalecer su posición industrial en el nuevo contexto europeo.
Por el contrario, los países del sur de Europa (como España, Italia, Grecia o
Portugal), con niveles de endeudamiento estructuralmente altos, enfrentarán serias
dificultades para financiar su esfuerzo bélico y es probable que el recurso a
los mercados financieros se produzca en condiciones cada vez más onerosas. Aquí
es donde entra en juego el spread o prima de riesgo, un indicador económico que
es también un fortísimo mecanismo de disciplinamiento político, pues señala el
sobreprecio que debe afrontar un Estado para financiarse en los mercados en
comparación con otro Estado considerado más solvente, como Alemania.
Los países del
sur de Europa saben muy bien lo que esto significa. Durante la primera década
del siglo XXI, los desequilibrios provocados por las políticas
neomercantilistas del centro, basadas en la generación de superávits
comerciales a través de la contención salarial y la especialización exportadora,
provocaron un gigantesco flujo de capitales hacia la periferia europea. Este
flujo de dinero alimentó grandes burbujas inmobiliarias y sostuvo
artificialmente el consumo mediante el endeudamiento, hasta que el estallido de
la crisis de 2008 puso de manifiesto su carácter insostenible. Entonces todo se
precipitó. La deuda privada se transformó en deuda pública a través del rescate
bancario, disparando los niveles de endeudamiento estatal. Los mercados,
percibiendo el riesgo, exigieron intereses cada vez más altos para prestar
dinero a estos países, que se vieron forzados a ejecutar duros programas de
ajuste. El BCE contuvo de forma calculada sus mecanismos de intervención hasta
que los gobiernos estuvieron de rodillas y aplicaron reformas estructurales. Grecia
fue el caso más dramático, pero no el único, de una estrategia que Yanis
Varoufakis definió como “la tortura del submarino presupuestario”[1].
Tal y como ha
sido diseñado, el rearme europeo podría reactivar el patrón vivido durante la
crisis de deuda soberana en la zona euro. El aumento de la prima de riesgo
encarecerá la financiación de los países más endeudados, limitará su margen
fiscal y condicionará sus decisiones presupuestarias, reproduciendo una
jerarquía política no impuesta desde los tratados, sino desde los mercados. En
el marco del rearme, ello significa que los Estados con mayor solvencia podrán
desarrollar sus capacidades de defensa sin demasiados problemas; en cambio, los
Estados periféricos sólo podrán hacer frente a sus compromisos de gasto militar
si aceptan restricciones en otras partidas clave, como sanidad, educación o
pensiones. El resultado es una economía de guerra fuertemente jerarquizada,
donde la capacidad de empréstito determina la posición relativa de cada Estado
en el reparto efectivo del poder europeo: quienes pueden financiar el rearme,
lo lideran; quienes no están en condiciones de hacerlo, simplemente, obedecen.
En definitiva,
el proyecto de la UE desplaza los costes del esfuerzo militar a los Estados
miembros, aun sabiendo que su capacidad para sostenerlo es profundamente
desigual. En términos materiales, esto significa que el rearme implicará una
masiva transferencia de recursos públicos desde el campo de los derechos
sociales al complejo militar-industrial, con consecuencias devastadoras para
los sectores populares. Como advierte Maurizio
Lazzarato, “los miles de millones necesarios para pagar a los
mercados financieros no estarán disponibles para sostener los diversos Estados
del bienestar”. Pero no sólo eso. La política militar europea quedará
subordinada, de facto, a una nueva disciplina en la que los Estados más
frágiles perderán toda capacidad para definir su estrategia de defensa y
estarán obligados a alinearse con los intereses de los Estados centrales. O,
por decirlo más claramente, no se trata sólo de desviar recursos públicos hacia
la industria de guerra, sino también, y acaso fundamentalmente, de transferir
las últimas reservas de soberanía de los países periféricos hacia el núcleo
dirigente de la UE, especialmente Alemania.
UN PROTECTORADO
MILITAR NORTEAMERICANO
El discurso
oficial sobre el rearme europeo insiste en presentarlo como un paso hacia la
“autonomía estratégica” y la “independencia geopolítica” de una Europa capaz de
actuar sin tutela externa en el escenario internacional. Esta retórica ha sido
adoptada por importantes líderes europeos y por figuras intelectuales como
Jürgen Habermas, quien recientemente ha defendido la necesidad de dotar a la UE
de capacidades militares propias para no quedar relegada en un mundo en
transición. Se trata de una ilusión construida mediáticamente que no resiste un
análisis riguroso sobre la posición internacional de Europa. Lejos de
significar una ruptura con el orden existente, el rearme tiende a reforzar el
dispositivo atlantista y a consolidar la subordinación estructural del
continente europeo al poder norteamericano. Una subordinación –conviene
insistir en ello– aceptada y asumida de manera acrítica por las élites
europeas, que siempre han preferido la protección del paraguas estadounidense a
asumir una estrategia propia y verdaderamente autónoma.
Hagamos un poco
de historia. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la arquitectura de
seguridad europea ha estado determinada por la presencia dominante de EE. UU. a
través de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), fundada en
1949. En efecto, Washington ha mantenido durante décadas un control efectivo
sobre la estrategia de defensa de Europa Occidental, que de facto sigue siendo
un protectorado norteamericano. Hoy en día, cerca de 300 bases militares
estadounidenses permanecen activas en suelo europeo, con contingentes
permanentes que superan los 80.000
soldados, sin contar con los despliegues rotativos y el armamento
nuclear almacenado en países como Alemania, Bélgica o Italia. Esta
infraestructura, por sí sola, desmiente cualquier pretensión de constituir un
polo autónomo de decisión geopolítica y convierte al continente en una
plataforma de proyección del poder militar de EE. UU. El debate real sobre la
autonomía estratégica de Europa debe partir de esta base ineludible, so pena de
convertirse en una ficción retórica que sólo sirve para encubrir la continuidad
de la dependencia atlántica.
Desde esta
perspectiva, puede afirmarse que los sucesivos intentos europeos de articular
una política exterior y de defensa autónoma han sido sistemáticamente
contenidos y neutralizados por los EE. UU. Desde el fracaso del proyecto de
Comunidad Europea de Defensa en los años cincuenta, pasando por la
subordinación operativa durante las guerras de los Balcanes, hasta la
cancelación de iniciativas más recientes como el Cuerpo Europeo de Reacción
Rápida o la creación de un Consejo de Seguridad Europeo, la constante ha sido
la misma: Washington ejerce su derecho de veto para frustrar cualquier conato
de autonomía efectiva, inmediatamente percibido como una amenaza a la
estructura de poder transatlántica. Las presiones políticas, diplomáticas y
económicas se despliegan oportunamente para garantizar la adhesión a la OTAN
como marco único y excluyente, sin descartar el recurso a la guerra en caso de
ser necesario. Augusto Zamora ha afirmado con razón que el verdadero objetivo
de la guerra contra Yugoslavia (1999) era la política de autonomía iniciada por
la UE en esos años, haciendo de la OTAN “el instrumento esencial para mantener
y extender la influencia de EE. UU. en Europa”[2].
El hecho es que
la posición internacional de la UE sigue estando condicionada por su adhesión a
los compromisos atlantistas, la alineación automática con las directrices del
Pentágono y la dependencia tecnológica de la industria armamentística
estadounidense. La guerra en Ucrania ha intensificado este proceso, llevándolo
a cotas que hubieran sido impensables hace unos pocos años. La respuesta
europea al conflicto ha estado marcada por un seguidismo acrítico de las
posiciones de Washington, hasta el punto de que todas las decisiones clave sobre
apoyo militar y sanciones económicas se han tomado al dictado de EE. UU.,
ignorando o despreciando los intereses y necesidades de los pueblos europeos.
Aunque posteriormente hemos de volver sobre ello, anotemos ahora que la
dependencia energética respecto al gas natural licuado norteamericano, surgida
tras la ruptura con Rusia, ha afianzado esta tendencia, consolidando el papel
subalterno de Europa en un orden geoestratégico hegemonizado por Washington.
En este
contexto, el proyecto de rearme representa una funcionalización de los Estados
europeos dentro del dispositivo de contención global de EE. UU. La
multiplicación de fondos destinados a defensa, la adquisición de tecnología
militar en gran parte estadounidense y la dirección operativa de la OTAN perpetúan
una lógica de dependencia que convierte a Europa en brazo ejecutor de una
agenda completamente ajena a sus intereses estratégicos. La industria
armamentística estadounidense se beneficia directamente de esta dinámica,
mientras las capacidades europeas se orientan a satisfacer necesidades y
objetivos definidos más allá de sus fronteras. El rearme no fortalece a la UE,
la militariza sin emanciparla y paraliza cualquier posibilidad de actuación
como sujeto político autónomo. El resultado es una Europa cada vez más
dependiente y convertida en una periferia armada incapaz de pensar y actuar por
sí misma en el nuevo orden multipolar.
Esta dinámica
no sólo tiene profundos efectos en el plano militar, sino también en el
político-cultural. La progresiva internalización de los marcos discursivos
estadounidenses sobre seguridad, democracia y amenazas exteriores produce una
homogeneización del debate público que ha debilitado seriamente la pluralidad
europea. La falsa idea de que EE. UU. es el garante de la paz y la estabilidad
en nuestro continente impide explorar modelos alternativos basados en la
neutralidad, el multilateralismo o la seguridad compartida. Los grandes medios
de comunicación desempeñan un papel clave en este proceso, reproduciendo sin
fisuras la narrativa hegemónica de Washington, hasta convertirla en un sentido
común dominante que no hace más que replicar las lógicas de confrontación que
caracterizan la estrategia norteamericana. Lleva mucha razón John Mearsheimer
cuando afirma que Europa ha delegado su seguridad en EE. UU. durante tanto
tiempo, que ha perdido la capacidad de pensar en términos de interés propio
autónomo[3].
Hoy más que
nunca resulta indispensable efectuar una crítica fundamentada a la
subordinación atlántica. La “autonomía estratégica” no puede ser una excusa
para abrazar sin reservas el lenguaje de la guerra. Implica apostar por un
orden multipolar, por una Europa que deje de ser satélite y se reconozca como
sujeto en un mundo nuevo que emerge por todas partes. La multipolaridad no es
una abstracción, ni tampoco una fantasía utópica, sino una realidad en
construcción impulsada por países que rechazan el criterio unipolar de
Washington y basan sus relaciones en la cooperación y el respeto a la soberanía
nacional. El surgimiento de nuevos polos de poder –como China, India, Rusia,
Sudáfrica o Brasil– está redefiniendo el equilibrio internacional, y Europa
debe decidir si se convierte en un actor relevante o si permanece atada a una
hegemonía en decadencia. Así entendida, la “autonomía estratégica” es una
condición para preservar la democracia y defender los intereses europeos desde
el respeto a la soberanía de los Estados, contribuyendo a un orden internacional
más justo y equilibrado y, por tanto, menos sometido a lógicas imperiales.
LAS VERDADERAS
RAZONES DEL REARME EUROPEO
Rusia es sólo
una excusa. El relato que presenta la amenaza rusa como un imperativo de
seguridad absoluto y repentino pierde fuerza si se examina el marco histórico
en el que se inscribe el conflicto. Hoy sabemos que el ataque a Ucrania solo
fue el último eslabón de una cadena cuyo origen se remonta a la expansión de la
OTAN hacia el este, tras la disolución de la URSS. A pesar de las promesas
realizadas a Gorbachov en 1990, la Alianza Atlántica no sólo no se disolvió,
sino que avanzó en sucesivas oleadas de ampliación hacia la frontera rusa,
culminando con la inclusión de Ucrania en la agenda estratégica de la OTAN a
través de diversos acuerdos de asociación y cooperación militar. La guerra, por
tanto, no fue el punto de partida, sino una consecuencia trágica de una lógica
de cerco que alimentó la tensión hasta límites insoportables. O, para ser más
precisos, el último capítulo de una escalada inducida por un despliegue
político-militar que acabó desbordando los cauces diplomáticos para resolver
pacíficamente el conflicto. Este acontecimiento no puede analizarse de forma
aislada ni descontextualizada, so pena de incurrir en un enfoque reduccionista
que oscurezca sus causas profundas y sus implicaciones geopolíticas.
Del mismo modo,
la apelación constante a los “valores europeos” para justificar el rearme
resulta particularmente cínica si se considera la postura de la UE frente al
genocidio perpetrado contra el pueblo palestino. Mientras se multiplican los
discursos sobre la defensa de la legalidad internacional y los derechos humanos
en Ucrania, Europa mantiene un silencio atronador ante la destrucción
sistemática de Gaza por parte del Estado de Israel. Como nos recuerda Ilan
Pappé, EE. UU. y Europa “siempre han desoído el sufrimiento y los derechos de
los palestinos y han levantado un escudo que permite a Israel seguir con la
ocupación y la colonización”[4].
Un escudo tejido con acuerdos comerciales, complicidad diplomática y suministro
de armas, mientras se ignoran las masacres selectivas, se normaliza el régimen
de apartheid y se consiente el castigo colectivo de los palestinos. Esta
hipocresía desacredita la pretendida autoridad moral de la UE y evidencia la subordinación
real de su política exterior a intereses estratégicos que nada tienen que ver
con la ética o los derechos humanos.
La verdad es
que el rearme no responde a una amenaza exterior concreta, y mucho menos a la
defensa de unos supuestos “valores europeos”. Lo que ocurre es muy distinto y
tiene que ver con la derrota estratégica que Occidente, y particularmente la
UE, ha sufrido en Ucrania. En efecto, Europa no acepta el resultado de la
guerra porque implica un cambio estructural en términos de encarecimiento
energético y pérdida de competitividad que está golpeando de lleno al corazón
industrial europeo. Uno de los efectos más graves y duraderos del conflicto
ucraniano ha sido la ruptura del vínculo energético entre Europa y Rusia,
especialmente en lo que atañe al suministro de gas natural. Recordemos que
hasta el año 2021, Alemania y otros países europeos dependían del gas ruso,
cuya abundancia y módico precio permitían mantener costes industriales bajos y
una fuerte posición exportadora. La ruptura de esa relación, provocada por las
sanciones contra Rusia y el sabotaje de los gasoductos Nord Stream, ha obligado
a estos países a recurrir al gas natural licuado estadounidense, sensiblemente
más caro y más costoso de transportar y de almacenar.
Las consecuencias
son estructurales y todavía es pronto para calibrar plenamente su alcance, pero
ya se perciben señales inequívocas de debilitamiento económico en los países
más dependientes de la industria exportadora. El precio de la energía ha
aumentado de forma sostenida, erosionando la competitividad de sectores clave
como la química, la metalurgia, el papel, la cerámica y, especialmente, la
automoción. Alemania, considerada hasta hace poco la locomotora industrial de
Europa, es el país más afectado por esta nueva realidad. En 2024, la producción
industrial cayó un 4,5% respecto al año anterior, con descensos especialmente
acusados en sectores estratégicos como el automóvil (-7,2%) y la ingeniería
mecánica (-8,1%). El paro ha empezado a subir y la amenaza de deslocalización
de empresas planea sobre la economía alemana. Jacques Sapir
no tiene dudas cuando afirma que los grandes países europeos
como Alemania, Italia o Francia, no podrán resistir la política comercial de
Trump sin reanudar las compras de gas y petróleo rusos: “de lo contrario, verán
cómo sus grandes empresas abandonan Europa –donde la energía es carísima– para
instalarse en EE. UU.”
En definitiva,
todo indica que Europa ha entrado en un período prolongado de encarecimiento
energético, sin alternativa clara a la vista. En este contexto, el rearme
aparece como una respuesta desesperada para reactivar el aparato productivo
bajo nuevas premisas, reorganizando el espacio europeo en torno a una economía
de guerra. Es un hecho que la victoria de Rusia ha erosionado las bases
materiales del modelo neoliberal europeo, y se trata ahora de blindar el orden
existente transfiriendo a las mayorías sociales los costes del nuevo escenario.
Podríamos decir que las élites europeas han optado por una huida hacia
adelante, que consiste en militarizar la economía y prolongar el conflicto como
forma de escapar a una derrota estratégica que implica un cambio estructural en
la economía europea. Estas y no otras son las auténticas razones que explican
la deriva militarista que estamos viviendo: gestionar una crisis histórica sin
cuestionar los fundamentos del poder económico y preservar un orden
internacional basado en la supremacía política, económica y militar del
Atlántico Norte.
¿HACIA UN
SUICIDIO COLECTIVO?
La guerra de
Ucrania se encamina hacia una fase decisiva. El avance ruso parece irreversible
y es muy probable que en los próximos meses se produzca una intensificación
dramática de las hostilidades, poniendo en primer plano la cuestión de la
guerra y su lugar en el debate público europeo. Los preparativos del rearme se
acelerarán entre advertencias cada vez más apremiantes sobre la necesidad de
hacer “sacrificios” para afrontar la “amenaza rusa” en nombre de los “valores
europeos”. Digámoslo claramente: lo que ha empezado es una operación
psicosocial a gran escala para construir un consenso artificial en torno al
rearme. Los medios de comunicación difundirán sin tregua los discursos de
guerra, invisibilizando cualquier voz crítica. El nuevo consenso atravesará
transversalmente el sistema político, abarcando tanto a la derecha como a la
izquierda (con honrosas excepciones). Incluso los sindicatos, que un día
defendieron la paz y la justicia social, se verán arrastrados a esta lógica, ya
sea por convicción, por inercia o por simple subordinación al relato dominante.
La guerra se convertirá en el nuevo núcleo de legitimación del orden europeo,
alumbrando un neoliberalismo belicista y autoritario que se asienta sobre el
miedo al enemigo.
¿Pero quién es
el enemigo? El aumento del gasto militar y el desarrollo de la industria de
defensa tienen como telón de fondo la posibilidad de un conflicto con Rusia,
que es –conviene no olvidarlo– la primera potencia nuclear del mundo. Este dato
simple y contundente es sistemáticamente silenciado en el debate público sobre
el rearme, pero constituye el núcleo ineludible del problema. En efecto, Rusia
dispone en la actualidad del mayor arsenal nuclear del planeta, con
aproximadamente 6.000 ojivas, de las cuales más de 1.700 están desplegadas y
listas para su uso inmediato. Además, en los últimos años ha completado un
proceso de modernización profunda de sus capacidades militares, incluyendo
misiles balísticos intercontinentales, submarinos nucleares y aviación
estratégica. El despliegue de sistemas como el misil RS-28 Sarmat, capaz de
portar múltiples ojivas hipersónicas, o la nueva generación de submarinos de la
clase Borei-A, evidencian la superioridad técnica y disuasoria de su aparato
nuclear.
Pues bien, la
doctrina militar rusa, públicamente conocida, prevé el uso de armas nucleares
en caso de que su integridad territorial o sus infraestructuras estratégicas se
vean amenazadas por un conflicto convencional de alta intensidad. Esto
significa que cualquier avance militar que comprometa de forma significativa la
posición rusa puede desencadenar una escalada con consecuencias catastróficas
para Europa. Por cierto, la doctrina nuclear no es una simple declaración de
intenciones, sino un marco operativo que determina automáticamente la respuesta
militar ante escenarios críticos. Implica, por tanto, un sistema automatizado
de reacción que se vuelve inexorable cuando se cruzan ciertos umbrales. Ignorar
esta realidad, como sistemáticamente están haciendo las élites europeas,
equivale a desplazar el conflicto a una dimensión estratégica donde la guerra
se convierte en un riesgo existencial para Europa. El rearme no sólo es una
apuesta ruinosa que exigirá enormes sacrificios sociales; también es una
apuesta suicida en términos políticos y militares.
En este
contexto, las decisiones adoptadas por los países europeos adquieren un cariz
profundamente irresponsable y están generando un creciente rechazo en el
escenario internacional, incluso entre antiguos aliados. Aunque traten de
ocultarlo por todos los medios, la verdad es que el aislamiento actual de
Europa no tiene precedentes en la historia. Nunca antes habíamos estado tan
sólos en el panorama internacional. Los países del Sur Global, agrupados en
foros como los BRICS, rechazan abiertamente la estrategia de escalada contra
Rusia y abogan por un orden internacional basado en el multilateralismo, la
negociación y el respeto a la soberanía. También en el seno de Occidente
empiezan a aparecer disensos importantes. El cambio de clima en Washington es
significativo, y cada vez más voces en las élites norteamericanas señalan que
son Europa y Zelenski quienes se niegan a negociar, llevando el conflicto a un
punto de no retorno que puede acabar en una derrota política y militar de
grandes dimensiones.
Lo que se
presenta como una defensa de los “valores europeos” frente a la “amenaza rusa”
es, en realidad, una apuesta desesperada por mantener el statu quo y conservar
el poder de clase, aunque para ello sea necesario militarizar la vida civil,
destruir el Estado social y asumir el riesgo de una guerra nuclear. La UE está
encerrando a sus poblaciones en un laberinto sin salida en el que las únicas
puertas abiertas conducen a la ruina económica o al suicidio colectivo. Y
cuenta para ello con la complicidad activa de los gobiernos europeos,
incluyendo el Gobierno de España, que actúan como ejecutores de una agenda
dictada por intereses espurios, asumida sin debate público y legitimada
mediante el miedo. Una agenda, en suma, que podría poner en cuestión la
viabilidad política de la UE tal como la conocemos. La primera condición para
detener esta locura es romper el silencio, desenmascarar la retórica belicista
y reconstruir un horizonte político que devuelva la palabra a los pueblos de
Europa.
SALVAR A EUROPA
DE LA UNIÓN EUROPEA
Lo dijimos al
principio y ahora insistimos en ello: el rearme europeo es un proyecto de gran
calado que redefine el papel del Estado, reconfigura la economía y clausura
espacios fundamentales de soberanía. Su análisis exige categorías profundas,
capaces de captar las transformaciones en curso más allá de los discursos
oficiales y de los procedimientos formales. Podría decirse que el rearme
implica una alteración de la constitución material en el sentido que Mortati
daba a esta expresión: la estructura real de poder, la disposición efectiva de
fuerzas sociales que configuran un determinado régimen político. Tal y como
hemos expuesto, el proyecto de la UE subvierte las prioridades del Estado y
entierra el constitucionalismo social de posguerra, consolidando un nuevo
bloque histórico en torno al capital bélico-industrial. Un dispositivo hegemónico
que reorganiza la relación entre Estado y sociedad desplazando el eje de
legitimación desde los derechos sociales hacia la seguridad militar.
El proceso de
desposesión ha empezado de nuevo y golpeará especialmente a las mayorías
sociales, subordinando sus necesidades –educación, salud, cuidados, salarios– a
las exigencias de una economía de guerra. El margen de maniobra del Estado ante
las clases será cada vez más estrecho y estará condicionado por imperativos
geoestratégicos definidos en instancias completamente ajenas a la voluntad
popular. En este contexto, se producirá una separación cada vez mayor entre el
país legal –las instituciones formales– y el país real –las mayorías
desposeídas–, erosionando la legitimidad del orden vigente. Una nueva conciencia
surgirá entre el océano de mentiras que sostiene la propaganda de guerra.
Todavía es difusa, fragmentaria, incluso contradictoria. Pero existe y se
alimenta del hartazgo, del deterioro de las condiciones de vida y de una
memoria que todavía guarda el eco de otras resistencias. Esa conciencia no se
expresará de inmediato en formas organizadas ni con los viejos lenguajes. Será
un proceso lento, desigual y lleno de tensiones. Pero abrirá una grieta, y por
esa grieta puede entrar la historia.
Toda crisis encierra
la posibilidad de un nuevo comienzo. La fractura de la constitución material
puede abrir un ciclo político de largo aliento orientado hacia la redefinición
democrática del poder. Bajo la superficie, como un viejo topo que horada sin
descanso, está surgiendo una conciencia crítica que podría impulsar un proceso
constituyente fundado en la soberanía popular, la defensa de la paz y la
justicia social. A nuestro juicio, esta apuesta no exige una ruptura con Europa
como espacio político e histórico, sino precisamente lo contrario: la
reconstrucción de Europa sobre nuevas bases. Es necesario articular una Europa
confederal capaz de superar el diseño tecnocrático y postnacional de la actual
UE[5].
Una Europa que parta del reconocimiento del Estado nacional como espacio
indispensable para la democracia, y lo integre en un marco de cooperación
supranacional basado en el respeto mutuo y en la existencia de instituciones
comunes. No se trata de volver a los viejos nacionalismos excluyentes, sino de
asumir que no puede haber democracia sin demos, y que solo en el marco de una
comunidad política organizada –con capacidad de deliberación, decisión y
autogobierno– puede expresarse la voluntad general.
Una Europa
confederal exige repensar el continente como una comunidad plural y solidaria,
construida desde abajo, en la que la paz, el derecho internacional y la
igualdad entre los Estados miembros sean principios rectores. No hablamos de
disquisiciones teóricas ni de formulaciones abstractas. Si Europa aspira a
tener voz propia en el contexto internacional y a dejar de ser un apéndice de
Washington, hay al menos tres puntos críticos que deben tenerse en cuenta para
delinear una vía alternativa: en primer lugar, ampliar el espacio político de
los Estados para que puedan gestionar las economías nacionales de acuerdo con
sus intereses específicos; en segundo lugar, proponer un tratado de amistad y
cooperación con Rusia que exprese una voluntad de entendimiento mutuo y
colaboración estratégica, abandonando la lógica de la confrontación; y, en
tercer lugar, apostar por la integración activa en un mundo multipolar más
equilibrado y abierto a la pluralidad de modelos políticos, económicos y culturales.
Abordaremos por separado cada uno de estos aspectos que, considerados en
conjunto, configuran la idea de una Europa confederal como proyecto superador
del entramado neoliberal que estructura la UE.
El primer punto
es decisivo: el federalismo neoliberal y tecnocrático que se ha impuesto en las
últimas décadas ha derivado en un régimen oligárquico que restringe los
derechos de los trabajadores, debilita los pilares del Estado social y erosiona
los fundamentos mismos de la democracia. Es urgente reorientar el proyecto
europeo sobre nuevas bases: construir una Europa confederal que limite el
alcance de los mercados y garantice a cada Estado un espacio político soberano
donde la voluntad popular pueda expresarse, organizarse y transformarse en
poder. No puede haber democracia sin un espacio en el que los ciudadanos puedan
deliberar, decidir y someter a escrutinio las cuestiones económicas
fundamentales. Reconstruir Europa exige precisamente eso: instituciones
comunes, competencias bien delimitadas y mecanismos de cooperación monetaria
que protejan frente a la especulación y favorezcan unas relaciones comerciales
equilibradas. Solo así será posible comprometer a las poblaciones en un
proyecto económico, político y social avanzado, que responda a sus necesidades
y recupere la centralidad de la soberanía popular.
El segundo
punto es también ineludible: no puede haber seguridad europea sin un tratado de
amistad y cooperación con Rusia. Una Europa confederal debe mirar hacia el este
no como frontera de confrontación, sino como espacio de cooperación, ejerciendo
su autonomía estratégica de forma concreta y más allá de afirmaciones retóricas
frente a la política de contención dictada por Washington. Este enfoque
permitiría la desescalada militar y abriría la puerta a una alianza
estructurada en torno a intereses comunes como la energía, el comercio, el
transporte, la investigación o la tecnología, por mencionar sólo algunos. Lo
que se necesita es un acuerdo europeo que ponga fin a la lógica de bloques y
abra un nuevo ciclo de entendimiento continental, rompiendo con el atlantismo
que ha condicionado durante décadas la política exterior europea. No hablamos
de una iniciativa marginal o utópica, sino de una vía realista para estabilizar
la región y acabar con la hostilidad heredada de la Guerra Fría. Normalizar las
relaciones con Moscú sobre la base del respeto mutuo y la cooperación económica
es la condición previa de cualquier intento de refundación del proyecto
europeo.
En tercer
lugar, la construcción de una Europa confederal debe enmarcarse en una apuesta
estratégica por un orden multipolar en el que el poder no esté monopolizado por
una única superpotencia, sino distribuido entre diversos polos que interactúan
y cooperan en condiciones de igualdad y respeto mutuo. Este nuevo mundo ya se
está conformando ante nuestros ojos: el auge de China, el peso económico y
demográfico de India, el papel central de Rusia, el fortalecimiento del Sur
Global a través de los BRICS+, la Organización de Cooperación de Shanghái o la
Unión Africana, están alumbrando una arquitectura internacional post-occidental
mucho más cooperativa, plural y arraigada en la soberanía de los pueblos.
Finalmente, Europa tiene que elegir si quiere seguir siendo un actor
subalterno, alineado incondicionalmente con los intereses de EE. UU., o si está
dispuesta a participar en la construcción de un mundo nuevo, más equilibrado,
donde los pueblos tengan voz, protagonismo y reconocimiento. La pregunta es
inevitable y la respuesta la dará la historia.
Europa debe
tomar partido, romper con la subordinación al atlantismo y alzarse como parte
activa de un mundo en transición que ya no gira en torno a Washington, ni mucho
menos a Bruselas. Recuperar, si se nos permite, el espíritu de Bandung, la
Conferencia que en 1955 reunió a los países afroasiáticos recién independizados
para proclamar el derecho de los pueblos a decidir su destino en un marco
internacional basado en la soberanía, la paz y la cooperación entre iguales.
Aquel encuentro histórico significó la irrupción de un sujeto colectivo en la
escena mundial, el anuncio de una geopolítica desde abajo que reivindicaba la
dignidad de los pueblos liberados del colonialismo. Más de medio siglo después,
Europa tiene la responsabilidad histórica de recoger ese legado y definir su
lugar en el mundo. Volver a Bandung significa construir una relación distinta
con el Sur Global; reconocer como interlocutores a los pueblos que, desde
América Latina hasta África o Asia, están reclamando un nuevo orden
internacional basado en la igualdad, la sostenibilidad y la justicia social; en
definitiva, participar activamente en el proceso de transformación del mundo
que es la gran tarea de nuestro tiempo.
Volver a
Bandung no es nostalgia del pasado, sino una apuesta por el porvenir.
* * * * *
Las personas
firmantes de este texto expresamos nuestra voluntad de dar continuidad a las
ideas aquí expuestas y contribuir, desde la reflexión crítica y el compromiso
activo, a la construcción de un amplio movimiento social contra el rearme y a favor
de la refundación democrática del proyecto europeo. Aspiramos a aportar, con
humildad y rigor, un análisis fundado que alimente el debate público y abra
horizontes de esperanza en un momento especialmente difícil para nuestros
pueblos.
Estamos dispuestos
a defender estas tesis en cualquier foro y ante cualquier interlocutor, con
independencia de su posición política, ideológica o institucional. Lo haremos
desde el respeto, la apertura al diálogo y la convicción de que la razón
crítica, el conocimiento histórico y el análisis riguroso son herramientas
indispensables para afrontar los grandes desafíos de nuestro tiempo. La
historia no está escrita, está abierta y en disputa. Y exige de quienes creemos
en la democracia, la paz y la justicia social un compromiso activo con la
transformación del presente.
Sabemos que el
camino será largo y difícil. Pero también sabemos que las sociedades, incluso
en sus momentos más oscuros, conservan una reserva de dignidad que puede
activarse de forma inesperada; que hay una juventud generosa e insumisa que se
niega a resignarse, que no acepta la guerra como destino y que comienza a
abrirse paso en medio de tanto ruido. Por ella y con ella, seguimos adelante.
Porque seguimos creyendo en la dignidad como principio político.
Notas:
VAROUFAKIS, Y.
Comportarse como adultos. Mi batalla contra el establishment europeo.
Barcelona, Deusto, 2017; p. 448: “Tal y como ocurre cuando se aplica la tortura
del submarino a un prisionero, la víctima (en este caso un gobierno de la
eurozona) está a punto de llegar a la asfixia total. Pero justo antes de que se
produzca la tragedia, que desencadenaría el cierre de los bancos del país por
orden del BCE, los acreedores inyectan la mínima liquidez necesaria para
mantener con vida al gobierno. Durante este breve respiro, el gobierno aprueba
cualquier medida de austeridad o privatización que los acreedores exijan”.
ZAMORA R., A.
Política y geopolítica para rebeldes, irreverentes y escépticos. Madrid, FOCA,
2016; p. 271.
Vid.
MEARSHEIMER, J. “Illusions of Autonomy. Why Europe Cannot Provide for Its
Security If the United States Pulls Back”. International Security, Vol. 45, No.
4 (Spring 2021); pp. 7–43.
PAPPÉ, I. Breve
historia del conflicto entre Israel y Palestina. Madrid, Capitán Swing, 2024;
p. 123.
MONEREO, M. e
ILLUECA, H. España: un proyecto de liberación. Barcelona, El Viejo Topo, 2017;
pp. 145 y ss.
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