ALTERNATIVAS ECONÓMICAS FRENTE A LA PANDEMIA
Viçen Navarro
Artículo publicado en el diario
Público, 30 de abril de 2020
No hay duda de que el mundo cambiará
notablemente tras la aparición de la pandemia, el fenómeno que está teniendo y
continuará teniendo mayor impacto en la vida económica y política del mundo
occidental desde la II Guerra Mundial. En los países a los dos lados del
Atlántico Norte habrá un gran cambio que ya se estaba configurando antes de la
aparición de la pandemia, pero que alcanzará su pleno desarrollo durante y
después de ella. Sin duda alguna, la COVID-19 ya está afectando muy
negativamente la vida económica de los países de esta parte del mundo, creando
una crisis sin precedentes.
El
trumpismo como defensa del estabishment económico actual
Frente a esta crisis, se perfilan varias
alternativas que surgieron ya antes de la pandemia. Una es la defensa a
ultranza de los grandes grupos económicos y financieros que dominan la economía
de cada país y que, a través de medidas antidemocráticas y autoritarias,
quieren mantener su dominio sobre el orden económico actual. Su máximo valedor
son las ultraderechas xenófobas, profundamente antidemocráticas y autoritarias,
con tintes caudillistas, muy teológicas y poco (en realidad, anti) científicas,
que, a través de un nacionalismo chauvinista, racista y machista, intentan
movilizar apoyos populares, interpretando “patriotismo” como el compromiso con
el mantenimiento del orden económico actual. Esta versión, en EEUU está
representada por el trumpismo, que incluso llegó a cuestionar la existencia de
la pandemia y que, en respuesta a la crisis económica, ha dado, como señaló un
editorial reciente del New York Times (27.04.20) un “apoyo masivo (2 billones
de dólares) a la banca, a las grandes empresas del país y a los superricos del
país”, negando a la vez ayuda financiera a los Estados, forzándolos a imponer
políticas de austeridad que harán aumentar el desempleo, como ocurrió hace diez
años al principio de la Gran Recesión. El objetivo de la austeridad promovida
por el Partido Republicano es, según el New York Times, (en el mismo
editorial), “aprovechar 41 la crisis para reducir los salarios de los
trabajadores, como también hicieron durante la Gran Recesión”. Estas
declaraciones son especialmente importantes, pues este rotativo es el principal
diario liberal de EEUU (es un síntoma de la enorme derechización de los medios
de comunicación españoles que sea impensable que un rotativo liberal español
escribiera un editorial semejante al realizado por el New York Times). El
trumpismo intenta movilizar a sectores de la población mediante un discurso
nacionalista extremista, racista, xenófobo, antiinmigrante y “superpatriótico”.
El
trumpismo en España
En España, esta alternativa la representa
predominantemente, pero no exclusivamente, Vox. Léanse su programa económico y
lo verán. Es el ultraneoliberalismo extremo reaccionario. La dimensión
ideológica y cultural del trumpismo está ampliamente extendida entre las
derechas españolas, como pudimos ver en el programa televisivo “La Sexta Noche”
cuando el director de La Razón, Francisco Marhuenda, acusó al gobierno español
nada menos que de ser anticatólico al haber prohibido que la gente vaya a misa
los domingos, ignorando que tal medida había sido propuesta por la comunidad científica
a fin de evitar la agrupación de personas, con el objetivo de prevenir la
expansión de la enfermedad. Ni siquiera Trump ha llegado tan lejos como
Marhuenda, pues este ha aconsejado a los Estados prohibir todas las reuniones
presenciales, incluyendo las religiosas.
La necesaria alternativa del
bien común Frente a esta alternativa, no creo que la continuidad del sistema
económico y político actual (que ha quedado muy desacreditado -ya antes de la
pandemia-, perdiendo legitimidad en la mayoría de los países, hecho que ha
originado precisamente la aparición del trumpismo, apoyado por los intereses
económicos y financieros dominantes que se sienten amenazados con la pérdida de
legitimidad del sistema político) sea posible. La alternativa al trumpismo tampoco
creo que vaya a ser, en España, un Frente Popular de izquierdas (que no tiene
una mayoría amplia en el país), sino que probablemente será una 42 amplia
coalición de formaciones políticas y movimientos sociales que combinen su
agitación social de protesta con la exigencia de la transformación de las
instituciones democráticas (incluidas las representativas) dentro de un marco
político (incluso con una reforma constitucional) que exija la materialización
de la promesa incumplida del discurso democrático, es decir, que antepongan el
bien común por encima de todo lo demás. Esta focalización en el bien común
exigirá un cambio de prioridades e instrumentos, de manera que el bienestar y
la calidad de vida de la mayoría de la población sean el objetivo principal de
cualquier intervención pública, entendiéndose “patriotismo” como el compromiso
para alcanzar dicho objetivo. Ello requerirá la participación y colaboración de
fuerzas progresistas que no necesariamente sean de izquierdas. Esto será
necesario no solo porque hace falta una gran mayoría para llevar a cabo el
cambio requerido, sino también porque es importante poder movilizar personas a
favor del cambio que estén de acuerdo con las propuestas, siempre y cuando no
se las presente como parte de un proyecto de izquierdas, ya que han sido
aleccionados para estar en contra. Es importante recordar que, según encuestas
fiables, la mayoría de la población europea (países de la UE) está de acuerdo
con el principio de que “los recursos deberían asignarse según la necesidad de
cada ciudadano, y financiarse según la capacidad y habilidad de cada uno”. Y
están de acuerdo también que cada política pública debería evaluarse según
este principio, definido políticamente por la ciudadanía a través de sus
instituciones de democracia representativa y participativa (ver el libro
Towards a social investment welfare state?: Ideas, policies and challenges, de
Morel, Palier y Palme). Agrupar y monopolizar tales políticas bajo la etiqueta
de “socialistas” les hace perder su capacidad de atracción, al convertirse en
un término ideológico que diluye su impacto. Y no hay que olvidar tampoco que
la experiencia reciente de partidos políticos que se definían como socialistas
(independientemente de su nombre), aplicando a la vez políticas públicas que
afectaron negativamente el bien común de las clases populares, ha contribuido a
quitar credibilidad y desacreditar este término.
La necesaria alternativa del
bien común Frente a esta alternativa, no creo que la continuidad del sistema
económico y político actual (que ha quedado muy desacreditado -ya antes de la
pandemia-, perdiendo legitimidad en la mayoría de los países, hecho que ha
originado precisamente la aparición del trumpismo, apoyado por los intereses
económicos y financieros dominantes que se sienten amenazados con la pérdida de
legitimidad del sistema político) sea posible. La alternativa al trumpismo
tampoco creo que vaya a ser, en España, un Frente Popular de izquierdas (que no
tiene una mayoría amplia en el país), sino que probablemente será una 42 amplia
coalición de formaciones políticas y movimientos sociales que combinen su
agitación social de protesta con la exigencia de la transformación de las
instituciones democráticas (incluidas las representativas) dentro de un marco político
(incluso con una reforma constitucional) que exija la materialización de la
promesa incumplida del discurso democrático, es decir, que antepongan el bien
común por encima de todo lo demás. Esta focalización en el bien común exigirá
un cambio de prioridades e instrumentos, de manera que el bienestar y la
calidad de vida de la mayoría de la población sean el objetivo principal de
cualquier intervención pública, entendiéndose “patriotismo” como el compromiso
para alcanzar dicho objetivo. Ello requerirá la participación y colaboración de
fuerzas progresistas que no necesariamente sean de izquierdas. Esto será
necesario no solo porque hace falta una gran mayoría para llevar a cabo el
cambio requerido, sino también porque es importante poder movilizar personas a
favor del cambio que estén de acuerdo con las propuestas, siempre y cuando no
se las presente como parte de un proyecto de izquierdas, ya que han sido
aleccionados para estar en contra. Es importante recordar que, según encuestas
fiables, la mayoría de la población europea (países de la UE) está de acuerdo
con el principio de que “los recursos deberían asignarse según la necesidad de
cada ciudadano, y financiarse según la capacidad y habilidad de cada uno”. Y
están de acuerdo también que cada política pública debería evaluarse según
este principio, definido políticamente por la ciudadanía a través de sus
instituciones de democracia representativa y participativa (ver el libro
Towards a social investment welfare state?: Ideas, policies and challenges, de
Morel, Palier y Palme). Agrupar y monopolizar tales políticas bajo la etiqueta
de “socialistas” les hace perder su capacidad de atracción, al convertirse en
un término ideológico que diluye su impacto. Y no hay que olvidar tampoco que
la experiencia reciente de partidos políticos que se definían como socialistas
(independientemente de su nombre), aplicando a la vez políticas públicas que
afectaron negativamente el bien común de las clases populares, ha contribuido a
quitar credibilidad y desacreditar este término
La necesaria alternativa del
bien común Frente a esta alternativa, no creo que la continuidad del sistema
económico y político actual (que ha quedado muy desacreditado -ya antes de la
pandemia-, perdiendo legitimidad en la mayoría de los países, hecho que ha
originado precisamente la aparición del trumpismo, apoyado por los intereses
económicos y financieros dominantes que se sienten amenazados con la pérdida de
legitimidad del sistema político) sea posible. La alternativa al trumpismo tampoco
creo que vaya a ser, en España, un Frente Popular de izquierdas (que no tiene
una mayoría amplia en el país), sino que probablemente será una 42 amplia
coalición de formaciones políticas y movimientos sociales que combinen su
agitación social de protesta con la exigencia de la transformación de las
instituciones democráticas (incluidas las representativas) dentro de un marco
político (incluso con una reforma constitucional) que exija la materialización
de la promesa incumplida del discurso democrático, es decir, que antepongan el
bien común por encima de todo lo demás. Esta focalización en el bien común
exigirá un cambio de prioridades e instrumentos, de manera que el bienestar y
la calidad de vida de la mayoría de la población sean el objetivo principal de
cualquier intervención pública, entendiéndose “patriotismo” como el compromiso
para alcanzar dicho objetivo. Ello requerirá la participación y colaboración de
fuerzas progresistas que no necesariamente sean de izquierdas. Esto será
necesario no solo porque hace falta una gran mayoría para llevar a cabo el
cambio requerido, sino también porque es importante poder movilizar personas a
favor del cambio que estén de acuerdo con las propuestas, siempre y cuando no
se las presente como parte de un proyecto de izquierdas, ya que han sido
aleccionados para estar en contra. Es importante recordar que, según encuestas
fiables, la mayoría de la población europea (países de la UE) está de acuerdo
con el principio de que “los recursos deberían asignarse según la necesidad de
cada ciudadano, y financiarse según la capacidad y habilidad de cada uno”. Y
están de acuerdo también que cada política pública debería evaluarse según
este principio, definido políticamente por la ciudadanía a través de sus
instituciones de democracia representativa y participativa (ver el libro
Towards a social investment welfare state?: Ideas, policies and challenges, de
Morel, Palier y Palme). Agrupar y monopolizar tales políticas bajo la etiqueta
de “socialistas” les hace perder su capacidad de atracción, al convertirse en
un término ideológico que diluye su impacto. Y no hay que olvidar tampoco que
la experiencia reciente de partidos políticos que se definían como socialistas
(independientemente de su nombre), aplicando a la vez políticas públicas que
afectaron negativamente el bien común de las clases populares, ha contribuido a
quitar credibilidad y desacreditar este término.
Ni que decir tiene que los
partidos y movimientos sociales de izquierda serán (ya lo son en España) de una
gran importancia en la configuración de tales propuestas. Pero sería un error
querer monopolizarlas, pues hay que crear una alianza mayor para priorizar el
bien común; ello significa mejorar la calidad de vida y el bienestar de la
mayoría de la población (repito, fin último de cualquier política pública), así
como parar el enorme 43 retroceso que representa el trumpismo. Hoy, la
necesidad de desarrollar tales políticas para el bien común es enorme. Y en
ellas, los servicios y transferencias del Estado del Bienestar (olvidados en la
etapa pre-pandemia), deberán adquirir un papel central. La pandemia ha mostrado
claramente que la dimensión social del Estado es una inversión enormemente
importante en una sociedad, pues la parálisis económica de la pandemia se debe,
en gran parte, a las insuficiencias del sector social (resultado de los
recortes y subfinanciación) heredadas de la época pre-pandemia. El sufrimiento
de la población durante la pandemia ha determinado una sana intolerancia a que
ciertos intereses particulares (como aumentar los beneficios económicos de un
sector minoritario de la población) determinen u obstaculicen las políticas
públicas encaminadas a promover el bien común. La solidaridad deberá ser el eje
principal de este período post-pandemia, solidaridad que ha sido, por cierto,
esencial para poder resolver la gran crisis humanitaria creada por la pandemia.
La
demanda de un nuevo orden económico
Las políticas neoliberales han
debilitado el bienestar de las clases populares, que constituyen la mayoría de
la población, mediante reformas laborales que provocaron una disminución de los
salarios y de la protección social, así como un aumento de la precariedad (que
ha afectado, sobre todo, a las mujeres trabajadoras, que son la mayoría de
trabajadores en los servicios esenciales, incluyendo sanidad, servicios
sociales, restaurantes y comercios). Estas trabajadoras y trabajadores de los
servicios esenciales, mal pagados y con escasa protección social, representan
casi un 35% de la población laboral (los cuales han hecho un enorme sacrificio,
arriesgando su vida para salvar la de miles de ciudadanos), e incluyen, además
de servicios sanitarios y sociales, personal de comercio, restaurantes,
productores y distribuidores de alimentos y transportes. Añádase a ello la
cifra de desempleados, que puede alcanzar a más del 20% de la población
laboral, cuya protección social es muy limitada, debiéndose añadir a ello un
número indeterminado de personas que están en campos de inmigrantes ilegales,
en prisiones, en campos agrícolas, gente sin hogar, etc. El déficit social es
enorme y se exige una enorme inversión con mejoramiento del empleo y de las
condiciones de trabajo, proveyéndoles de los instrumentos necesarios para poder
realizar sus funciones.
Por otro lado, la globalización
que el neoliberalismo promulgó aumentó la dependencia nacional de la producción
internacional de bienes y servicios esenciales para tal protección, creando una
gran dependencia que imposibilitó la accesibilidad a tales bienes y servicios
esenciales al interrumpirse la cadena de suministros (desde productos químicos
a materiales como ventiladores para evitar la muerte de los pacientes, o
mascarillas, batas y guantes para proteger a los profesionales y ciudadanos de
ser contagiados). El hecho de que China fuera casi el único fabricante de tales
materiales muestra el gran déficit de seguridad y la falta de previsión que
existía en la mayoría de los países. De ahí la necesidad de redefinir el sector
productivo de la economía para dar prioridad al bien común, en lugar del poder
particular que pone como su primer objetivo el aumento de sus beneficios.
Frente a estos déficits, nos encontraremos (en realidad, nos encontramos ya)
con un incremento exponencial de las desigualdades económicas, hecho que representa
una amenaza para la necesaria solidaridad. De ahí que haya una demanda de
inversión social, centrándose en los ciudadanos, más que en las empresas, tal y
como ha ocurrido en Dinamarca, que ha apoyado a los trabajadores, manteniendo
su capacidad adquisitiva, políticas públicas también llevadas a cabo en
Alemania, Australia y el Reino Unido. Es irresponsable dejar en manos de las
empresas privadas con afán de lucro la seguridad del país En artículos
anteriores ya mostré la evidencia de que las políticas públicas neoliberales
impuestas a la población por los establishments políticos de la eurozona y del
Estado español, con sus reformas laborales regresivas y sus recortes del gasto
público social, debilitaron los servicios sanitarios y sociales (como fue el caso
en España y en Italia), contribuyendo a que la mortalidad por coronavirus fuera
tan elevada. Y ahora, estamos viendo la falta de recursos, como las vacunas
anticoronavirus y medicamentos para hacer frente a la pandemia, debido al
excesivo poder de la industria farmacéutica, que antepone sus intereses
particulares (aumentando astronómicamente sus beneficios) a costa de la falta
de estos recursos que favorecerían el bien común.
Hoy nos enfrentamos a un grave
problema: no tenemos una vacuna que permita protegernos frente al coronavirus
ni tampoco disponemos de medicinas que puedan curar la enfermedad causada por
el virus. Ello podría significar que la única manera de protegernos durante
varios años sea a través de medidas preventivas de distanciamiento social (lo
cual no siempre es posible en amplios sectores de la economía), así como la
utilización, en la vida cotidiana, de material protector como mascarillas y
guantes. Pero podría haber sido diferente. Y ello se debe a cómo está
organizada la producción de vacunas y medicamentos en nuestras sociedades. Tal
producción es llevada a cabo por empresas privadas con afán de lucro, cuyo
principal objetivo es optimizar sus beneficios. Es un gran error permitir la
existencia de tal sistema de producción en este sector tan importante para la
sociedad, pues su vida, salud y existencia están supeditadas al comportamiento
de tales industrias, como ha quedado mostrado durante esta pandemia. Veamos los
datos. La industria farmacéutica, por ejemplo, no puede continuar tal y como
está Tal industria farmacéutica es la que obtiene mayores beneficios entre
todas las empresas en el mundo occidental. En EEUU, sus beneficios son mucho
más elevados que los conseguidos por el resto de las empresas más rentables en
aquel país (500 empresas de la lista FORTUNE). Se centran exclusivamente en los
productos farmacéuticos que les reportan mayores beneficios, como lo son los
medicamentos para enfermedades crónicas, por ejemplo. Pero no han dado
importancia al desarrollo de vacunas y medicamentos para infecciones víricas o
bacterianas, que son minoritarias y tienen una demanda menor en tiempos
normales. Solo un 1% (en 2018) del presupuesto destinado a investigación
farmacéutica va a este tipo de enfermedades, según datos de Access to Medicine
Foundation. Se sabía, sin embargo, en círculos de salud pública que tendría
lugar una pandemia. Aprovecho para aclarar que la gran promoción que se está
dando a Bill Gates como profeta de la pandemia es debido al sesgo
pro-personalidades millonarias filantrópicas y a la ignorancia de que gran
número de expertos en salud pública habían alertado de la 46 elevada
probabilidad de tal suceso, siendo todas ellas desoídas por tal industria. En
realidad, la OMS había denunciado el comportamiento de tal industria (siendo
Trump uno de sus máximos defensores) por su falta de interés en priorizar la
investigación para el descubrimiento de nuevas vacunas y medicinas antivirales
(The New York Times, 29.04.20). El conocimiento por parte de la población en
EEUU de tal tipo de comportamiento, así como el elevado coste de las medicinas,
explica la baja popularidad de dicha industria (ver Annual gallups ranking puts
pharmaceutical industry last in consumers confidence last year, 2019). Las
alertas de los expertos de salud pública propiciaron ya en el año 2002 que se
gastaran 700 millones de dólares en investigación sobre coronavirus en el mayor
centro de estudios sanitarios del gobierno federal de EEUU, el NIH, fondos que
fueron recortados por la administración Trump.
La aparición de la epidemia ha
motivado un incremento de fondos para tal investigación (de 1.800 millones de
dólares) en el NIH, propuesto y aprobado por el Congreso de EEUU (cuya mayoría
pertenece al Partido Demócrata). Y el gobierno federal había subsidiado también
a la propia industria farmacéutica para estudios sobre coronavirus, habiéndose
esta comprometido a tener, en dos o tres años, una vacuna disponible. En
ninguna parte tal subsidio se vio condicionado a que el precio de la vacuna
anticoronavirus fuera accesible para la mayoría de la población. En realidad,
el ministro de sanidad de la administración Trump, el Sr. Alex Azar (próximo a
la industria farmacéutica), ha expresado su percepción de que el elevado precio
de tal vacuna (que presumiblemente la industria exigirá) la hará inaccesible
para amplios sectores de la población. Tales comportamientos deberían ser
inaceptables, pues afectan directamente al bien común. De ahí que se esté
creando un clima en defensa de tal bien común que exige una intervención
pública que anteponga el interés general al resto, de manera que esta industria
esté al servicio de toda la sociedad, y estimulando alternativas financieras de
propiedad y gestión que sirvan a una mayoría. ¿Es ello posible? Soy consciente
de que la alternativa que creo necesaria pueda no verse factible en España,
desmereciéndola y tildándola de utópica. Aconsejo a los que así opinen que
miren lo que ha pasado a los dos lados
del Atlántico Norte en momentos de gran crisis. La II Guerra Mundial significó para
las poblaciones de los países democráticos que participaron en aquel conflicto
un sacrificio que se justificó como necesario para un mundo mejor. Y el
establecimiento y posterior expansión del Estado del Bienestar fue el
resultado. En España, el fascismo no fue derrotado. Y ese es el origen de
nuestro gran retraso social. La estructura oligárquica venció. Pero fue la
presión popular la que forzó una transición, que se hizo en términos muy
favorables para los herederos de aquella dictadura. Ahora bien, las fuerzas
democráticas, lideradas por las izquierdas, consiguieron forzar la instauración
de un sistema democrático que, a pesar de sus enormes insuficiencias, permitió
el desarrollo de un Estado del Bienestar cuya escasa financiación se explica
por el dominio de los herederos de la dictadura durante el periodo democrático.
Pero fue también la presión de las izquierdas la que obligó a que la
Constitución (que era una síntesis de la correlación de fuerzas en aquel
momento) incluyera una dimensión social muy ignorada por el establishment
político-mediático español. Es muy improbable que la ciudadanía acepte volver
al pasado –período pre-pandemia[1]pues
tal orden económico ha impuesto, e impondrá, un gran sacrificio. En realidad,
las derechas de siempre son conscientes de ello y de ahí su enorme hostilidad
hacia el gobierno actual. Por eso el reto para las fuerzas democráticas es el
de estar a la altura de las demandas populares que exigen un nuevo orden
económico favorable al bien común. No hay que ignorar que los aplausos a los
trabajadores del sector sanitario y social son también una profunda crítica al
sistema económico y político que no los dotó de los instrumentos necesarios
para protegerse a sí mismos, así como para curar a la población. Las fuerzas
progresistas deberían ser conscientes de ello.
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