La democracia de los idiotas (idiotés): lo común y lo propio
Una vaca pastando
En este nuevo
artículo de la serie 'Disruptiva', la filósofa reflexiona sobre por qué no hay democracia
si no vela por lo común y sin participación de la ciudadanía.
lamarea
09 noviembre 2019
A menudo
olvidamos que las palabras que empleamos tienen su propia historia. “Idiota” es
una y “democracia” es otra. Para empezar “idiota”, del griego idiotés,
significaba en el contexto en el que comenzó a ser utilizada, la Grecia
clásica, aquel que se desentiende de los asuntos de la comunidad bien
porque no participa de la política o bien porque, desinteresado, vela por sus
propios intereses. De ahí, de lo “propio” y “particular” asociado a la raíz “idios”,
procede “idioma” (medio para expresar lo “propio”) o “idiosincrasia”
(“temperamento propio”), es decir idiota es únicamente aquel que se centra en
su particularidad y piensa que los asuntos de la comunidad no le afectan. Este
es el sentido que quiero recuperar.
Es interesante
hacer notar que el uso de ese concepto coincide con el nacimiento de la
democracia porque, aunque bien sabemos que la democracia clásica poco tiene que
ver con la nuestra, si hay algo que se comparte y se defiende en esta época, la
Grecia del siglo V a.c., es que la comunidad, como bien dijera Aristóteles, nos
constituye de un modo mucho más profundo de lo que pudiéramos pensar. “El
hombre por naturaleza -leemos en la Política– es un animal social” y lo
es, entre otras cosas porque tiene palabra para manifestar lo justo y lo injusto
“y la participación comunitaria de esas cosas constituye la casa y la ciudad”
(1253a). De ahí, en un texto precioso que encontramos en la Ética a Nicómaco
a propósito de la amistad leemos: “He aquí lo que se produce cuando se
convive y se intercambian palabras y pensamientos, porque así podría definirse
la sociedad humana, y no, como la del ganado, por el hecho de pacer en el mismo
prado” (1170b11).
En su contexto
sociohistórico, no estar apartado de los asuntos públicos es clave porque estas
discusiones y toma de decisiones afectan a la vida de cada ciudadano en tanto
en cuanto de ese intercambio e interacción en comunidad se construye (en griego
polizo) la ciudad (polis) y surge un modelo de sociedad. Ser un idiota
por tanto es no participar de esa construcción. Hannah Arendt aplica esta
distinción para dar cuenta de cómo los verdaderos ciudadanos de la Grecia
clásica son aquellos cuya voz es visible en el ámbito público mientras que
aquellas voces que están recluidas en el ámbito de la casa (oikós) -nosotras,
mujeres- no tendríamos derecho a ser escuchadas y, por tanto, no
podríamos participar en decisiones que nos afectan. Serían idiotés: no
porque no quisieran, sino porque no eran consideradas ciudadanas. La
connotación negativa de “idiota” viene a posteriori.
El idiota nada
tiene que ver con el imbécil que, por cierto, se emplea para calificar a aquel
que carece de bastón porque, al ser muy joven, no lo necesita. Por extensión el
imbécil es el que aún no tiene fundamento ni autoridad porque no ha tenido
tiempo para madurar. El sentido negativo llegó mucho después, como sucede en el
caso de “idiota”. Velar por lo propio o estar en lo propio no deja margen
al diálogo. En Grecia literalmente es imposible. Hoy en día hablaríamos de
incomunicación: cuando uno habla “su propio idioma”. No deja de ser curioso que
lo común (koinós), aluda inicialmente, no al idioma, sino a la lengua
común con la que todos pueden entenderse y dialogar.
De ahí que una
democracia no funcione sin participación: si todos se apartan se disuelve la
democracia, que solo alcanza su sentido desde el intercambio de palabras y
pareceres en un discurso que, en su diversidad y pluralidad, contiene y
construye el marco en el que ha de vivirse. Una democracia de los idiotas,
desde esta perspectiva, describe entonces una comunidad en la que sus miembros
no se dan cuenta de su pertenencia, que puede ser a su pesar, a una sociedad en
el que unos sujetos se afectan a otros y que precisamente por ello es
intersubjetiva. Dicho de otro modo: lo que usted, lector o lectora haga, me
afecta a mí. Su decisión aunque sea suya tiene un impacto directo en el
nosotros, porque sí: somos en un nosotros por mucho que la primera
persona del singular aparezca siempre en primer plano. Esta es la vuelta de
tuerca: que si la comunidad nos constituye, en realidad “lo propio” o “lo
nuestro” no existe como algo aislado o independiente, ajeno al resto.
“Lo propio” no
sólo afecta a lo “propio” de los demás, sino que lo propio sólo alcanza su
sentido en el seno de una comunidad que se construye desde el nosotros. Del yo
al nosotros, por decirlo con Hegel, pero también al revés: del nosotros al yo. Idiotés
es, desde el sentido griego, quien vela por lo propio, es decir, aplicado a
nuestra democracia, quien vota sin pensar en las consecuencias para la
comunidad al centrarse en sus propios intereses, aunque estos generen
injusticia social o dolor y sufrimiento personal a otros que forman parte de
nuestro nosotros, lo queramos o no. Idiotés es, también, el
que no participa porque le es indiferente. Esto es clave. Indiferencia no
es abstención.
Hay varias
formas de construir comunidad como puede ser expresar el desacuerdo con las
políticas y las propuestas de los políticos. La abstención puede ser una
opción política válida y respetable en tanto en cuanto expresa una
disconformidad con el sistema, pero la indiferencia es algo muy distinta. Nadie
dirá que es reprobable reaccionar con indiferencia ante aquello que carece de
importancia, pero sí lo será si la situación afecta decisivamente al otro
–afecte o no directamente a nuestras vidas- porque en este caso el indiferente
separa tajante y egoístamente su mundo del otro. No “siente” el nosotros y se
centra en “su yo”.
Quien se
abstiene, sin embargo, no es por desafección, no porque le de igual, sino
porque quiere, de algún modo, mostrar la disconformidad con el sistema, es
decir que se visibilice. Una forma poética, como me argumentaba D.H. por redes
sociales, de hacer visible otro camino frente a las alternativas que se
presentan. Una forma de no-hacer que implica por tanto un “hacer”: el
intento de hacer visible una grieta en el sistema para generar otras
posibilidades. Quien se abstiene, se aparta de las opciones posibles de
construcción porque intenta reivindicar otra. Por eso no es un idiotés
porque busca otro camino para la comunidad. Y sin embargo, los efectos son los
mismos a nivel democrático: decidir no elegir entra dentro de las opciones de
un sistema -que ciertamente hay que repensar y mucho-, pero que equipara
finalmente a nivel de voto la indiferencia con la abstención. Las consecuencias
son las mismas: quedar fuera de la construcción de lo común y dejar a ésta en
manos de otros que quizá sean realmente idiotas (idiotés) porque votan y
gobiernan únicamente para sus “propios” intereses.
No ha de
olvidarse que la política democrática debería consistir en construir
dialécticamente para todos. Es decir, construir comunidad en la diferencia y no
en la uniformidad. Cuántas cosas hemos normalizado. En realidad una
democracia que no vela por lo común, sino tan solo por lo propio, no es
democracia, que es lo mismo que decir que la democracia de los idiotas no
es democracia, sino pacer en un mismo prado y pelearnos por la hierba. Y eso
(parece) que ni las vacas lo hacen.
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