Las identidades son
inevitables. Lo que es evitable es que se conviertan en un mecanismo que
excluye el debate y se usa como una mera arma de ataque a los presuntos
enemigos. La historia está llena de conflictos identitarios que han generado
grandes tragedias. Las identidades son inevitables. Lo que es evitable
es que se conviertan en un mecanismo que excluye el debate y se usa como una
mera arma de ataque a los presuntos enemigos. La historia está llena de
conflictos identitarios que han generado grandes tragedias.
TOPOEXPRESS
Identidades tóxicas y letales
El Viejo Topo
13 mayo,
2024
Todas las
personas tenemos elementos identificadores. Forma parte de nuestro estar en
sociedad. Desde que nacemos nos identifican con nombres y apellidos que dan
cuenta de nuestro origen familiar, de nuestra procedencia geográfica y de otros
aspectos relacionados con cuestiones étnicas y religiosas. En Estados Unidos,
por ejemplo, los patronímicos judíos se asocian a ser miembro de la comunidad;
en Europa, llamarse Mohamed te clasifica automáticamente de tener origen en algún
país islámico. La identidad no es un mero dato informativo, casi siempre tiene
connotaciones sociales que van mucho más allá. A lo largo de nuestra vida,
participamos de experiencias sociales que nos hacen adoptar otras identidades,
o que refuerzan o consolidan lo que nuestras señas primarias anunciaban. No es
automático, por ejemplo, que una persona con un patronímico hebreo o un
apellido vasco o catalán vaya a profesar el judaísmo o se convierta en
nacionalista. Va a ser su participación en sus comunidades, la forma en la que
asimile las experiencias de su comunidad de origen, su propia reflexión
personal, la que finalmente le lleven a adoptar una identidad acorde o no con
los estereotipos con los que va asociada cada identidad.
Hasta cierto
punto, adquirir una identidad es algo consustancial a la vida social, tanto con
lo que cada persona considera más acorde con experiencia como respecto del
efecto de las «voces» que le llegan de su entorno social. Adquirir una
identidad no es nunca una mera cuestión de elección individual, sino que tiene
relación con las estructuras sociales en las que estamos sumergidos, con la
fuerza de los mensajes que recibimos. En sociedades represivas, muchas
identidades pueden quedar opacadas y sólo emergen como resultado de una lucha
social de los que padecen esta represión. Las campañas del «black is beautiful»
de los afroamericanos o, en años más recientes, del feminismo y la colectividad
LGTBI, son una muestra de la emergencia de una identidad como parte de una
reivindicación social. En el pasado, también la creación de una identidad
obrera constituyó un elemento de la lucha social. Y el concepto de clase media
ha sido sin duda una parte de la batalla emprendida por el poder capitalista
para difuminar conciencia colectiva. Las identidades juegan un papel importante
en cómo nos situamos ante los demás, influyen en pautas de comportamiento,
generan fidelidad a unos grupos, a unas formas de actuar. En cierta medida,
facilitan tomas de decisiones, pero también pueden coartar la reflexión crítica
y fragmentar nuestras relaciones sociales.
Todas las
organizaciones tratan de generar identidades, puesto que ello hace más fiable y
controlable el comportamiento de su base social. La creación de estados-nación
está asociada a la construcción de una identidad nacional que debe compartir su
ciudadanía. Partidos políticos, organizaciones religiosas, clubes deportivos…
todo tipo de organizaciones tratan de generar identidades compartidas, con
símbolos, actividades comunes, adoctrinamiento… Hasta cierto punto es una
medida necesaria para cohesionar y dar una cierta persistencia a su actividad.
Incluso las empresas, un espacio de por sí conflictivo en cuanto a los
intereses de directivos y trabajadores, tratan habitualmente de confinar esta
contradicción y obtener un comportamiento cooperativo de sus empleados mediante
la creación de una cierta identidad de equipo, de proyecto común que separe a
la plantilla del resto del mundo laboral.
No todos los
procesos son iguales, no todas las identidades tienen la misma fuerza, ni
influyen tanto en el comportamiento de cada cual. Pero es obvio que muchos
comportamientos humanos están poderosamente influidos por identidades básicas
que la gente asume sin demasiado cuestionamiento. Y esto es lo que genera que
la construcción de identidades sea un proceso potencialmente peligroso, en dos
sentidos complementarios. Por una parte, porque la construcción de identidades
fuertes es un instrumento que ayuda a las élites a influir sobre el
comportamiento de la gente corriente y manipularla emocionalmente. Por otra,
porque las identidades fuertes se traducen fácilmente en la generación de
murallas que separan a la gente y convierten a los otros en enemigos. A menudo,
las identidades forman parte de un entramado diseñado tanto para cohesionar
acríticamente al grupo como para enfrentarlo al grupo considerado rival. La
historia de las naciones o de las religiones abunda en muestras dramáticas de
esta realidad. Pero este elemento patológico también está presente en cuestiones
de menor calado, como se puede constatar en la rivalidad de los equipos
deportivos, especialmente de fútbol.
En muchos de
los conflictos presentes el papel de estas identidades es más que evidente. De
hecho, lo que ha originado esta nota es constatar su presencia en dos
situaciones de muy diverso nivel: la agresión imperialista de Israel, por un
lado, y la enésima crisis de la izquierda transformadora de nuestro país, por
el otro. Son situaciones de muy diverso calado, donde operan, sin duda, otros
muchos factores. Pero vale la pena analizar cómo la intromisión de este factor
contribuye a agravar la solución.
El caso de
Israel es, posiblemente, el caso extremo de esta situación. Un país creado como
«solución» a un largo conflicto que afectaba a una comunidad ya de por sí
cohesionada en torno a una identidad religiosa, y que acababa de ser sometida a
una experiencia extrema de sufrimiento. El Holocausto y los pogromos reforzaban
una identidad y se utilizaban como legitimación de la migración masiva y de la
expulsión de los palestinos de su territorio. Servía, en occidente, para
encubrir una maniobra imperialista (situar en Oriente Medio una colonia
«occidental») y una «solución» de la «cuestión judía» favoreciendo la migración
a Palestina y el despojo de la población local. El Estado de Israel ha
trabajado a fondo esta política identitaria, que incluye el absoluto desprecio
por la identidad y los derechos de los palestinos, como cohesión local y
también como arma de neutralización de las críticas del exterior. Al equiparar
las críticas al sionismo con el antisemitismo, tratan de neutralizar y
criminalizar cualquier crítica a sus atroces políticas de represión y
asentamientos. El uso de la identidad nacional para tildar de enemigos a los
opositores tiene un largo recorrido; basta recordar la experiencia del
franquismo o la política macartista. Está de nuevo presente en el discurso de
la derecha españolista y del independentismo catalán. Pero es posiblemente en
el caso israelí donde cobra una mayor radicalidad.
Creo también
que en la tragicomedia de la izquierda transformadora está presente este
mecanismo. A menudo, el análisis de la dificultad de articular un proyecto
inclusivo, amplio de la izquierda, se concentra en la psicología de los
líderes, en su maleducado egotismo. Sin duda este es un aspecto importante. Las
mayores disputas tienen casi siempre el epicentro en la confección de listas
electorales. Algo en parte inevitable y que en parte denota una falla
cultural-organizativa: la comprensión de que un proceso complejo como el que
debe asumir una verdadera transformación social requiere la cooperación de
mucha gente, trabajando en muchos espacios y, a ser posible, contando con la
gente más adecuada para cada cometido. El problema de fondo es que participamos
de una cultura jerárquica y confundimos actividad política con ocupar cargos o
puestos relevantes. Y, por eso, las peleas casi siempre se acaban convirtiendo
en luchas personales (o de capillitas) para ocupar los espacios de poder. Pero
hay, además, la cuestión de las identidades que ayuda a convertir cualquier
pelea personal en una confrontación entre familias, como la que ahora es
visible entre Podemos y las diversas organizaciones que confluyeron en Sumar.
Las
organizaciones, incluidas las de izquierdas, también generan identidades, en
parte generadas en el propio trabajo cotidiano, pero en parte también emanado
de la organización como un mecanismo de fidelizar a sus bases. El problema
surge cuando aparecen los conflictos, y estas identidades se transforman en
bandas dispuestas al combate, rompiendo puentes con la facción rival. Generando
dinámicas que se parecen a las que existen en parejas deterioradas, pero a una
escala colectiva. Basta asomarse a las redes sociales para ver la simpleza de
argumentos y el ambiente bélico en el que se establece el debate. La refriega
que hace unos meses se limitaba a Podemos y Sumar ahora se ha extendido ya a
Izquierda Unida, y posiblemente también a otros espacios. Todo tiene un
carácter entre ridículo y dramático. Ridículo porque no deja de ser un
enfrentamiento de patio de colegio entre gente que, al menos en teoría, quiere
cambiar el mundo. Dramático porque el resultado de esta lógica suele acabar en
la erosión del proyecto, el desencanto de mucha gente y la impotencia. Que las
identidades pueden modularse lo prueba la experiencia de Catalunya, donde
Iniciativa per Catalunya, la mayoría de Esquerra Unida i Alternativa (menos el
grupo de Comunistes, que prefirió pactar con Esquerra), una buena parte de
Podem y todo el grupo de Guanyem Barcelona alrededor de Ada Colau ha hecho un
verdadero esfuerzo de integración, situación que no se ha producido de igual
manera en otros territorios. Incluso se ha ido cambiando de siglas y símbolos
para adaptarse a la situación cambiante. No es que no existan tensiones, ni que
el proceso sea idílico, pero al menos permite observar que, si hay voluntad,
los conflictos identitarios pueden modularse y el efecto neto es positivo.
Las identidades
son inevitables. Lo que es evitable es que se conviertan en un mecanismo
totalitario que excluye el debate y se usa como una mera arma de ataque a los
presuntos enemigos. La historia está llena de conflictos identitarios que han
generado grandes tragedias. O del uso de la identidad nacional o religiosa para
laminar a la oposición, casi siempre para golpear a la izquierda real. Y la
historia de la izquierda está demasiado llena de ridículos conflictos en torno
a siglas o símbolos. Construir una alternativa exige también deconstruir las
identidades tóxicas o letales. Ahora es urgente.
Fuente: mientras tanto
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