Chalecos amarillos, preámbulo de una crisis ecosocial global
José Bautista
Sociología Crítica
19.01.2019
19/ ¿Quiénes son exactamente los chalecos amarillos? ¿A qué se debe su
irrupción y la violencia desproporcionada que tiene lugar en buena parte
del país? La prensa internacional vuelve a poner el foco en Francia,
uno de los países más estereotipados del mundo. Las dudas abundan, pero
hay varias cosas claras: el movimiento de los chalecos amarillos nació
tras la decisión del gobierno de aumentar los impuestos a los
carburantes (no solo al diésel), se caracteriza por ser heterogéneo,
apartidista, líquido, autoorganizado e impredecible, y es percibido con
simpatía por más del 70% de la población, según las últimas encuestas.
La mayoría de sus integrantes son personas blancas, de mediana edad, procedentes de zonas periféricas y rurale-
Los gilets jauneso chalecos amarillos
han logrado incluso cortar los Campos Elíseos y tomar el Arco del
Triunfo. Esta acción tiene una importante carga simbólica: Napoleón, el
gran líder de la Francia posrevolucionaria, había concebido avenidas
amplias y grandiosas para, entre otras cosas, dificultar que las
protestas bloquearan el tránsito de la capital francesa. La revolución y
sus herencias parecen cada vez más obsoletas. ¿Qué hay de transgresor
en este nuevo movimiento?
La aparición de los chalecos amarillos está generando amplios debates
sobre su orientación ideológica (Le Pen y Mélenchon son los dos
favoritos en este movimiento, con el apoyo de 4 y 2 de cada 10 chalecos
amarillos respectivamente, según Elabe), el rol de las redes sociales y
los bulos en la propagación de la ira, y el liderazgo
improvisador de Macron. Rafael Poch, cronista privilegiado y de mirada
larga, descarta una posible insurrección francesa porque las banlieues o periferias empobrecidas, conflictivas y de origen migrante están ausentes.
Sin embargo, hay una discusión subyacente que también toma fuerza y
resulta cuanto menos interesante: Francia parece estar viviendo la
precuela de una lucha que aúna justicia social y lucha contra el cambio
climático, un fenómeno que pronto podría extenderse a otros países,
entre ellos España. Vayamos por partes.
La raíz del asunto
Macron decidió subir el precio de los carburantes y aquello fue la gota que colmó un vaso que ya estaba lleno: volvían a pagar los de siempre, los que más sufrieron recortes sociales,
servicios públicos mermados, reducción de impuestos a las grandes
fortunas (una de las primeras decisiones del presidente al llegar al
Elíseo), precarización del trabajo, desigualdad en aumento en el país de
la egalité. Pero para entender el desbordamientodel
vaso hay que mirar más atrás: hoy se cosecha la ira sembrada por la
desindustrialización de Francia en las décadas anteriores, el
centralismo del Estado (París, París, París), la precarización del
empleo y el abandonodel mundo rural y las zonas periféricas,
grandes víctimas de la deslocalización de fábricas y las políticas
implantadas desde París (lo analiza con precisión quirúrgica Christophe
Guilluy en La Francia Periférica).
El geógrafo Robert Brunet habla de la “diagonal del vacío”para
referirse a la franja que va desde el noreste al suroeste, un
territorio en proceso de despoblación y con las tasas de desempleo más
altas de Francia. Allí es donde explotó y se hizo fuerte el movimiento
de los chalecos amarillos. ¿Por qué? Porque los factores que llenaron y
desbordaron el vaso retumban allí con más fuerza. En las zonas rurales,
con ciudades pequeñas y medianas, el coche es prácticamente
imprescindible para ir al súper o a la estación de tren más cercana. La
violencia extrema de la policía, habitual en entornos urbanos pero no
tanto fuera de ellos, apuntaló la indignación de los chalecos amarillos.
Los enfrentamientos con las autoridades y con otros ciudadanos ya han
causado seis muertos, más que en el reciente atentado de Estrasburgo.
He ahí el quid de la cuestión: es imperativo combatir el cambio climático y, por tanto, es imprescindible subir el precio de los carburantesy
concebirlos como un combustible del pasado, le pese a quien le pese.
Pero cuando esta responsabilidad solo recae en una parte de la sociedad
–la misma que padece la austeridad, los recortes y la precarización–,
aparecen grandes fricciones, la ciudadanía pierde la confianza en sus
representantes y los partidos ultraderechistas engordan. Macron llegó a
ser la personificación de la esperanza en Europa, pero su gestión de
esta crisis demuestra que no ha entendido el reto. La violencia
policial, que ha dejado miles de detenciones y personas heridas (entre
ellas, periodistas), no hace más que agitar una olla a presión que pide a
voces válvulas de escape, no golpes. Una de las imágenes que estas
movilizaciones dejan para la posteridad es la de los estudiantes de
instituto arrodillados y custodiados por la policía (había 151
estudiantes detenidos, según los medios franceses). Qué paradoja que la
escena se viviera en Mantes-la-Jolie, periferia de la periferia de
París, ejemplo población deprimida y despoblada de Francia en la que las
fachadas todavía reflejan trazas de un pasado próspero de fábricas
abiertas y bares repletos.
Punto de inflexión
Macron improvisa. Está demasiado lejos de la realidad del francés de a
pie para entender la rabia que expresan las calles. Primero dio marcha
atrás en la subida del precio de los carburantes (se estimaba una
recaudación anual de 33.000 millones de euros, de los que solo 7.000
millones serían revertidos en asuntos sociales). Después, viendo que la
violencia no cesaba, apareció en televisión –23 millones de
espectadores– para anunciar cuatro medidas: otorgar 100 euros extra a
quienes cobran el salario mínimo (nota demagógica: Macron gastaba más de
8.000 euros al mes en su maquillador personal), anular el alza de las
cotizaciones para pensiones bajas, y eliminar impuestos a las horas
extra y a las bonificaciones que voluntariamente los empresarios dan a
sus plantillas. Dos de estas medidas tienen trampa (están supeditadas a
la voluntad del empresario), mientras que la ayuda complementaria al
salario mínimo parece más una decisión publicitaria o que pretende
dividir: de los casi 70 millones de habitantes que tiene Francia, solo
1,8 millones percibe la remuneración mínima y, en todo caso, ya estaba
prevista una subida de 30 euros. Por si fuera poco, todo esto aumentará
el gasto público. Macron puede permitírselo porque, a diferencia de
Italia, Bruselas no le puede levantar la voz a Francia si se salta el objetivo de déficit(es
el país europeo que más incumple este objetivo: 11 veces desde 1999).
En resumen: respuestas cortoplacistas y superficiales por parte del
Gobierno y la sociedad ante problemas que afectan a la médula de la
nación y al gran desafío del siglo XXI.
Es probable que la rabia que expresa la población francesa no sea más
que un síntoma visible de la inminente crisis ecológica y social global
que se avecina. También es reflejo del individualismo que nos mueve: ni
la crisis de las personas refugiadas, ni el trato favorable de Francia
hacia regímenes autoritarios o su intervención en guerras lejanas
produjeron niveles de indignación como los que se ven ahora ante una
medida que afecta directamente al bolsillo de los ciudadanos. Pero también hay espacio para el optimismo.
Por un lado, los chalecos amarillos revelan que hay vida más allá de
sindicatos y partidos. Por otro, es la primera vez que en la Cumbre del
Clima celebrada en Polonia (la llamada COP24), los representantes
gubernamentales han hecho referencias constantes a los chalecos
amarillos y la necesidad de acordar una transición ecológica justa para
los trabajadores y trabajadoras. El eurodiputado español de origen
francés Florent Marcellesi asegura que estamos ante una oportunidad para
construir una transición, pero esta “solo puede ser justa y no dejar a
nadie atrás”. La última encuesta Ipsos divulgada antes del cierre de
esta edición también arroja un halo de esperanza: los Verdes aumentan
del 9% al 14% en intención de voto entre los franceses de cara a las
elecciones europeas.
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