La deshumanización de los
(inmigrantes) pobres
Por Jorge Majfud
Rebelion
06/10/2023
Fuentes: Rebelión - Imagen: "Esclavitud indocumentada", de J. Leigh García
El discurso de la inmigración legal ha sido la tradicional muletilla para
justificar cada uno de los ataques contra los inmigrantes pobres que, en
Estados Unidos, desde la Doctrina Monroe y el Destino Manifiesto se lava con la
excusa de la legalidad.
A fines de los
años 70, mi padre le compró un televisor a sus suegros. Ellos vivían en una
granja sin electricidad en Colonia, Uruguay. Allí, mi hermano y yo pasábamos
los tres meses del verano, los meses más felices del año, trabajando en el
campo (con frecuencia al sol, durante horas; no era una imposición, sino el
reflejo de la ética del trabajo de los abuelos). Por las noches, podíamos ver
dos horas de televisión argentina, porque eso era lo que duraba la batería que
alimentaba un cargador artesanal de viento. Uno de los programas favoritos de
los niños era El Chavo del 8.
En una
conversación reciente, Fernando Buen Abad me hizo notar la violencia permanente
que sufría El Chavo. Yo nunca había reparado en ese tema que ocupaba a
Fernando. De hecho, me hizo recordar que siempre me dolía la escena de don
Ramón golpeando al niño cada cinco o diez minutos, pero, al mismo tiempo, lo
tomaba como algo gracioso. De la misma forma, disfrutábamos del humor sexista
de Benny Hill, uno de los actores más creativos en ese género. La violencia es
fácil de naturalizar, incluso (o sobre todo) cuando se la presenta como algo
divertido. También para los espectadores de las corridas de toros, el
espectáculo de la tortura animal es algo divertido.
El pasado 2 de
octubre, la embajada de Estados Unidos en México lanzó una campaña publicitaria
destinada a quienes estaban pensando emigrar, recurriendo a El Quico, el
segundo personaje más importante de la serie El Chavo, sino el
primero. El publicitario está lleno de las famosas frases de nuestro querido
antihéroe de la infancia, cuarenta años mayor pero vestido y hablando de la
misma forma:
“Cállate,
cállate porque me desesperas… No cruces la frontera de Estados Unidos porque
pueden estar en peligro tu papá, tu mamá, tu tío, tu perro, el gato, el perico…
Mejor, cruza legal. Ándale, dime que sí. Si lo haces, sí me simpatizas”. El
anuncio cierra con “Cruza legal” y “Utiliza las vías legales”. Nada muy
diferente de lo que cualquiera de nosotros recomienda cada tanto. Entonces,
¿cuál es el problema?
El Quico (la
Embajada) no le está hablando a un niño que no puede realizar ningún trámite.
Le está hablando a adultos, a quienes trata como si fueran niños. Pero
esto sería un detalle, considerando la tragedia del contexto.
El discurso de
la inmigración legal ha sido la tradicional muletilla para justificar cada uno
de los ataques contra los inmigrantes pobres que, en Estados Unidos, desde la
Doctrina Monroe y el Destino Manifiesto se lava con la excusa de la legalidad.
“No estamos contra los inmigrantes, sino contra la inmigración
ilegal”. Por eso en 1882 prohibieron, legalmente, la inmigración de
asiáticos y no pararon filtrando razas indeseables hasta 1965. En 2017 el
presidente Trump reemplazó razas por naciones.
El eslogan de
la embajada “Cruza legal” también es demagógico. Los embajadores estadounidenses saben, mejor que nadie,
que los pobres no cruzan de forma ilegal porque sea más fácil o porque
sea más barato. Un coyote les cobra miles de dólares para dejarlos tirados
en el desierto. Cruzan de ilegales porque son pobres o no tienen una beca
universitaria, y las embajadas no otorgan visas a los pobres ni a los obreros
que no pudieron estudiar.
Voy a
repetirme: si esos países empobrecidos del sur fuesen a reclamar una
indemnización por más de un siglo de saqueos, de golpes de Estados, de
destrucción de democracias o de apoyos a dictaduras amigas que dejaron varios
cientos de miles de muertos sólo en América Central, no nos darían las reservas
del Tesoro Nacional ni todo el oro de Fort Knox.
Así que, por lo
menos, podríamos dejar de tratar a los inmigrantes ilegales como niños y como
criminales. La solución de la pobreza y la violencia del mundo no está en las
manos de un solo gobierno, pero dejar de deshumanizar a los pobres, como niños
buenos o como adultos malos, podría ayudar en algo. Bastante deshumanizados ya
están como mano de obra desechable.
Los
estadounidenses deberían agradecer que todavía hay pobres que quieren venir a
trabajar a este país. Pero todavía no han tomado conciencia de que gran parte
de su prosperidad (asentada en sus medios imperiales, desde la fuerza militar
hasta la emisión de la divisa global) se basó en la necesidad de sobrevivencia
de los habitantes de las neocolonias, ya sean profesionales especializados en
la punta de la pirámide laboral o de inmigrantes pobres y sin títulos
universitarios en la base. Justo en los dos extremos donde, desde hace décadas,
existe un déficit crónico.
Sin embargo, al
mismo tiempo que este flujo de fuerza productiva comienza a secarse en Europa y
en Estados Unidos por la misma razón (por la pérdida de la hegemonía global y
su poder de acoso y saqueo de los últimos siglos), en lugar de competir por los
inmigrantes del mundo, insisten en obstaculizar su ingreso con leyes
anacrónicas y discriminatorias, hijas de un viejo y profundo racismo que ha
sabido camuflarse de legalidad. Racismo que el mismo embajador Lee Salazar en
México sufrió en carne propia, cuando de joven, en Colorado, lo llamaban “mexicano
sucio”, como si los mexicanos los hubiesen invadido y no al revés.
Ahora, que ya
no es tan fácil dictar la moral y las políticas económicas al resto del mundo
ni venderles brujas y espejitos a cambio de los recursos que mueven el poder
global, entonces explota el fascismo visceral. Esta reacción fascista ha
contagiado a otras partes del mundo, aún con situaciones sociales y económicas
opuestas, como en las neocolonias que, por generaciones, han copiado las
tendencias de la moda y de las ideologías del Norte. Ahora, una parte de las
neocolonias es la encargada de mantener viva la mentalidad del colonizado,
aunque más no sea como inercia cultural. Así aparecen los Jair Bolsonaro y
los Javier Milei repitiendo ideas del imperialismo del siglo XIX con las narrativas
de la Guerra Fría, como si fuesen la última novedad.
Yo también
aconsejo que nadie emigre de forma ilegal. Es una forma de convertirse en un
esclavo moderno, como los europeos pobres se vendían como esclavos indenture en
el siglo XIX, no porque quisieran hacerlo sino porque sus otras opciones eran
el hambre y la muerte. Como esos indenture, el resto de los
inmigrantes pobres también fueron criminalizados al llegar a este país, sobre
todo si pertenecían a una variación corrupta de la sangre blanca, como era el
caso de los irlandeses, primero, y de los italianos después.
Pero ¿quién soy
yo, o cualquier otro, para juzgar y criminalizar a un padre o a una madre
desesperada que sólo lucha por una vida mejor para su familia y, al llegar,
encuentra más violencia y más miseria humana? En lugar de vender políticas
infantiles, las leyes de inmigración bien podrían dejar de criminalizar a los
trabajadores sin grandes cuentas bancarias.
Aquí, señores
embajadores, necesitamos más gente como esa. No más inútiles de las oligarquías
del Sur.
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