Zaplana (D. Eduardo), un ejemplo a seguir
Por Pedro Luis Angosto |
Rebelion / España
22/08/2022
Fuentes: Nueva Tribuna
Durante muchos siglos la posibilidad
de ascender de una clase social a otra
más alta era algo imposible para la mayoría de los seres humanos. Se nacía
jornalero y lo más probable es que uno muriera jornalero y que sus hijos y
nietos hicieran lo mismo. La única forma de salir de la pobreza pasaba por
arrimarse al noble, al poderoso, al cacique de turno, y que éste valorase como
aprovechables para sus fines las cualidades del pretendiente, previo pago
de innumerables
servicios y humillaciones, pago que no era muy difícil de
acometer dado que la vida obligaba a ello cotidianamente. El matrimonio, sobre
todo para las mujeres, o el apadrinamiento de un cacique, para los hombres,
podían ser la cuerda por la que determinadas personas iniciasen el camino del
ascenso social. Excepcionalmente, el mundo del espectáculo, la inteligencia o
la astucia ayudaban a hacer realidad el sueño.
La revolución industrial y las revoluciones burguesas que la acompañaron rompieron ese círculo cerrado donde se escondían
las clases poderosas, que al ver como algunos menestrales eran capaces de ganar
más dinero que ellos –por tanto de tener más bienes que los derivados de la
herencia, por grande que ésta fuese- con su trabajo, su sacrificio y su
ingenio, decidieron
fundir el blasón con la empresa para no ser expulsados del paraíso del
privilegio en el que siempre habían vivido. La complejidad
de la sociedad industrial no permitía mantener el estatus social cuando los
ingresos provenían exclusivamente de las rentas, de la mala explotación de
inmensas propiedades de las que los antiguos siervos huían para romper las
cadenas de la esclavitud.
A lo largo de las últimas décadas
son muchos los casos de ascenso social ostensible siguiendo la lógica del
mercado o los principios de capacidad, mérito, excelencia y suerte, elemento
este último nada desdeñable. Dentro de los casos paradigmáticos podríamos citar
a Ramón y Cajal, hijo de un médico rural sin muchos medios que llegó a obtener el premio
Nobel en un contexto español muy poco propicio para la investigación; o, más
acorde con la ortodoxia mercantil, a Alfonso Escámez, que comenzó a
trabajar de botones en una sucursal bancaria de Águilas, su ciudad natal, y llegó
a ser Presidente de uno de los bancos más poderosos de España, el Central.
En el lado más oscuro, están los
ejemplos de Juan March y Mario Conde, personas que consiguieron subir a lo más alto del escalafón utilizando
argucias y trampas de toda laya. El primero, hijo de un tratante de ganado,
contrajo nupcias con una acomodada mallorquina muy relacionada con la banca,
llegando en su ambición a financiar el golpe de Estado de 1936 a cambio
de incontables prebendas; el segundo, hijo de un inspector de aduanas, saltó a
la fama con la venta de los laboratorios de su amigo Abelló, para después
llegar a presidir Banesto, banco al que dejó con un agujero de medio billón de pesetas. Son casos extremos entre los que caben millones de personas que en los
últimos tiempos han podido subir de clase social gracias a la mayor
permeabilidad de las mismas.
Hoy en día la movilidad social está rota y es difícil tanto el ascenso como el descenso de una clase a otra,
protegidos los más poderosos por cien mil leyes y argucias, condenados los más
a las filas de la exclusión o sus proximidades. Sin embargo, en las últimas
tres décadas hay un personaje que llama especialmente la atención y ante el
cual –siempre dentro del catecismo del sistema económico demencial en que
vivimos- no cabe otra cosa que quitarse el sombrero: Don Eduardo Zaplana Hernández-Soro. En la democracia española han surgido personajes de lo más variopinto,
ingenieros que no lo eran como Roldán, no el de la canción, sino el que fue Director
General de la Guardia Civil; Javier de la Rosa, especialista en quiebras, en la fabricación de
dosieres comprometedores y “amigo” de reyes y magnates kuwaitíes; Jesús Gil, constructor
de los Ángeles de San Rafael y Alcalde de la Marbella malaya; o Juan Villalonga, presidente de
Telefónica por la gracia de Aznar, introductor en España de las “stock
opcions”, matrimoniado con la hija del magnate mexicano Emilio Azcárraga y
residente en Miami, hogar de patriotas.
Sin menospreciar a nadie, ninguno de ellos llega a la suela del zapato a nuestro cartagenero de oro. Nada hay de brillante en su juventud,
ninguna cualidad extraordinaria parece acreditar cuando ingresa en la UCD.
Empero, dentro de él se escondían las virtudes que sólo los tocados por la
gracia del destino pueden albergar. Si grandes son su méritos, yerno del
Senador Barceló, amigo de una tránsfuga socialista, Alcalde de Benidorm,
Presidente de la Generalitat, Ministro, Portavoz del Grupo Parlamentario
Popular; grandes han sido las dificultades que los enemigos de los emprendedores,
de los que descuellan sobre el común, pusieron en su camino, infundadas
acusaciones de corrupción ligadas al caso Naseiro-Palop, al IVEX, a Terra
Mítica, a los contratos millonarios firmados con Julio Iglesias para
promocionar el buen nombre de la Comunidad valenciana, a la compra de terrenos
en Benidorm, a la adquisición de un pisito en Madrid o a las aventuras de nunca
bien ponderado Carlos Fabra. Calumnias que sólo han servido para acrecer el
buen nombre de Don Eduardo, hombre
honrado y digno donde los haya, pero con una vocación política innata y una
capacidad de trabajo, de entrega, de sacrificio por el bien común inigualables
que hacen de él un modelo a seguir por cuantos se dedican a la “cosa pública”.
Después de una tan dilatada como fructífera carrera política, pese a quien
pese, Don Eduardo no pudo tener mejor recompensa a sus desvelos y anhelos que
su nombramiento como Delegado para Europa de Telefónica con 600.000 euros de
sueldo. Empero, la envidia es mala, y los puristas porfiaron hasta dar con sus
huesos en la cárcel, de la que salió debido a la cruel fortuna que le endilgo
una enfermedad no compatible con el presidio. Desde entonces, pese a las
condenas y gracias a la intervención del Altísimo, Don Eduardo es libre y
dispone de una fabulosa fortuna en Colombia y otros países que hará bien en
disfrutar como sólo los
patriotas saben hacer. Un ejemplo para todos. Admirable Don Eduardo, yo de
mayor no quisiera ser como usted.
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