Entrevisa a Noam Chomsky
«Arrecian las guerras de
propaganda mientras se extiende la guerra de Rusia contra Ucrania»
Por C.J. Polychroniou |
Rebelion
03/05/2022 |
Fuentes: Sin
permiso
Desde la Primera Guerra Mundial, la propaganda ha desempeñado un papel
crucial en la guerra. La propaganda se utiliza para aumentar el apoyo al
conflicto entre los ciudadanos de la nación que libra la guerra. Los gobiernos
nacionales también utilizan campañas de propaganda específicas en un intento de
influir en la opinión pública y en el comportamiento de los países con los que
están en guerra, así como para influir en la opinión internacional.
Esencialmente,
la propaganda, ya sea que se difunda a través de medios de comunicación
controlados por el Estado o privados, tiene que ver con técnicas de
manipulación de la opinión pública basadas en información incompleta o errónea,
en mentiras y engaños. Durante la Segunda Guerra Mundial, tanto los nazis como
los aliados invirtieron mucho en operaciones de propaganda como parte del
esfuerzo general de cada bando por ganar la guerra.
La guerra en
Ucrania no es diferente. Tanto los dirigentes rusos como los ucranianos han
emprendido una campaña de difusión sistemática de información bélica que puede
calificarse fácilmente de propaganda. Otras partes con intereses en el
conflicto, como los Estados Unidos y China, también participan en operaciones
de propaganda, que funcionan a la par que su aparente falta de interés en los
esfuerzos diplomáticos para poner fin a la guerra.
En la siguiente
entrevista, realizada por su fiel colaborador, C. J. Polychroniou, Noam
Chomsky, destacada personalidad académica y disidente, que elaboró, junto a
Edward Herman, el concepto de “modelo de
propaganda”, analiza la cuestión de quién va ganando la guerra de
propaganda en Ucrania. Además, discute de qué modo los medios sociales
configuran la realidad política hoy en día, analiza si el «modelo de
propaganda» todavía funciona, y disecciona el papel del uso del «whataboutism»
[la falacia del “tu quoque” o “y tú más”]. Por último, comparte su opinión
sobre el caso de Julian Assange y lo que revela sobre los principios
democráticos nortemericanos su ya casi segura extradición a los Estados Unidos,
por haber cometido el «delito» de divulgar información pública sobre las
guerras de Afganistán e Irak.
La propaganda en tiempos de guerra se ha convertido en el mundo moderno en
un arma poderosa para ganarse el apoyo de la opinion pública a la guerra y
proporcionar una justificación moral para la misma, destacando por lo general
la «malvada» naturaleza del enemigo. También se utiliza para acabar con la voluntad
de lucha de las fuerzas enemigas. En el caso de la invasión rusa de Ucrania,
parece que la propaganda del Kremlin está funcionando hasta ahora dentro de
Rusia y que domina las redes sociales chinas, pero da la impression de que
Ucrania va ganando la guerra de la información en el ámbito mundial,
especialmente en Occidente. ¿Está usted de acuerdo con esta valoración? ¿Hay
alguna mentira o mito bélico importante en torno al conflicto entre Rusia y
Ucrania que valga la pena señalar?
La propaganda
en tiempos de guerra lleva constituyendo un arma poderosa desde hace mucho
tiempo, sospecho que desde lo que podemos rastrear en los anales de la
historia. Y a menudo supone un arma con consecuencias a largo plazo, que
merecen atención y reflexión.
Sólo por ceñirnos
a tiempos modernos, el acorazado norteamericano Maine se
hundió en el puerto de La Habana en 1898, probablemente a causa de una
explosión interna. La prensa de Hearst consiguió despertar una ola de histeria
popular sobre la maligna naturaleza de España. Con ello se proporcionó el
trasfondo necesario para una invasión de Cuba que aquí denominamos «liberación
de Cuba». O, tal como debería llamarse, la prevención de la liberación por si
misma de Cuba respecto a España, lo cual convirtió a Cuba virtualmente en una
colonia norteamericana. Así permaneció hasta 1959, cuando Cuba se vio
efectivamente liberada, y los Estados Unidos, casi de inmediato, emprendieron
una despiadada campaña de terror y sanciones para acabar con el «exitoso
desafío» de Cuba a la política de 150 años de los Estados Unidos consistente en
dominar el hemisferio, como explicó el Departamento de Estado hace 50 años.
La creación de
mitos bélicos puede tener consecuencias a largo plazo.
Unos años
después, en 1916, fue elegido presidente Woodrow Wilson con el lema «Paz sin
Victoria», que rápidamente se transmutó en Victoria sin Paz. Una avalancha de
mitos bélicos convirtió rápidamente a una población pacifista en una población
consumida por el odio a todo lo alemán. Al principio, la propaganda provenía
del Ministerio de Información británico; ya sabemos lo que eso significa. Los
intelectuales norteamericanos del círculo liberal de Dewey la absorbieron con
entusiasmo, declarándose líderes de la campaña de liberación del mundo. Por
primera vez en la historia, explicaron con sobriedad, la guerra no la iniciaron
las élites militares o políticas, sino los intelectuales reflexivos -ellos- que
habían estudiado cuidadosamente la situación y, tras una cuidadosa
deliberación, determinaron racionalmente el rumbo de acción correcto: entrar en
la guerra para llevar la libertad y el bienestar al mundo, y acabar con las
atrocidades de los “hunos” urdidas por el Ministerio de Información británico.
Una de las
consecuencias de las muy efectivas campañas de Odio a Alemania fue la
imposición de una paz de los vencedores, que reservó un duro trato a la
Alemania derrotada. Hubo quienes se opusieron firmemente, sobre todo John
Maynard Keynes. Se les ignoró. Gracias a eso tuvimos a Hitler.
En una entrevista
anterior hablábamos de cómo el embajador Chas Freeman comparó
el acuerdo de posguerra de Odio de Alemania con un triunfo del arte de gobernar
(no con gente agradable): el Congreso de Viena de 1815. El Congreso trató de
establecer un orden europeo después de que se hubiera superado el intento de
Napoleón de conquistar Europa. Con buen criterio, el Congreso incorporó a la
Francia derrotada. Y esto condujo a un siglo de relativa paz en Europa.
Se pueden sacar
algunas lecciones.
Para no verse
rebasado por los británicos, el presidente Wilson creó su propia agencia de
propaganda, el Comité de Información Pública (la Comisión Creel), que desempeñó
sus propios servicios.
Estos
ejercicios también tuvieron efecto a largo plazo. Entre los miembros de la
Comisión se encontraban Walter Lippmann, que llegó a ser el principal
intelectual público del siglo XX, y Edward Bernays, que se convirtió en uno de
los fundadores primordiales de la moderna industria de relaciones públicas, de
la principal agencia de propaganda del mundo, dedicada a socavar los mercados
creando consumidores desinformados que toman decisiones irracionales, lo
contrario de lo que se aprende sobre los mercados en primero de Económicas. Al
estimular el consumismo desenfrenado, la industria también está llevando al
mundo al desastre, pero eso es otra cuestión.
Tanto Lippmann
como Bernays atribuyeron a la Comisión Creel la demostración del poder de la
propaganda en la «fabricación de consentimiento» (Lippmann) y la «ingeniería
del consentimiento» (Bernays). Este «nuevo arte en la práctica de la
democracia», explicaba Lippmann, podía utilizarse para mantener a aquellas
«personas ajenas ignorantes y entrometidos forasteros» -el público en general-
pasivos y obedientes mientras los autodenominados «hombres responsables» se
ocupaban de los asuntos importantes, libres del «atropello y el clamor de un
rebaño desconcertado.» Bernays expresó opiniones similares. No estaban solos.
Lippmann y
Bernays eran liberales de Wilson-Roosevelt-Kennedy. La concepción de la
democracia que elaboraron coincidía con las concepciones liberales dominantes,
las de entonces y desde entonces.
Las ideas se
extienden ampliamente a las sociedades más libres, en las que «las ideas
impopulares pueden suprimirse sin el uso de la fuerza», tal y como expuso el
asunto George Orwell en su introducción (no publicada) a Rebelión en la
granja sobre la «censura literaria» en Inglaterra.
Y así continúa.
Sobre todo en las sociedades más libres, en las que los medios de violencia
estatal se han visto limitados por el activismo popular, resulta de gran
importancia idear métodos para fabricar consentimiento, y asegurarse de que se
interiorizan, volviéndose tan invisibles como el aire que respiramos,
especialmente en círculos instruidos y elocuentes. La imposición de mitos
bélicos es una característica habitual de estos empeños.
A menudo
funciona, de forma bastante espectacular. En la Rusia de hoy, según las
crónicas, una gran mayoría acepta la doctrina de que, en Ucrania, Rusia se está
defendiendo de un ataque nazi que recuerda a la Segunda Guerra Mundial, cuando
Ucrania estaba, de hecho, colaborando en la agresión que estuvo a punto de
destruir a Rusia al tiempo que se cobraba un precio horrible.
La propaganda
es tan disparatada como los mitos de la guerra en general, pero al igual que
otras, se basa en retazos de verdad y, al parecer, ha sido eficaz a nivel
nacional para fabricar consentimiento.
No podemos
estar realmente seguros debido a la rígida censura ahora en vigor, un sello de
la cultura política estadounidense desde hace mucho tiempo: hay que proteger al
«rebaño desconcertado» de las «ideas equivocadas». En consecuencia, hay que
«proteger» a los norteamericanos de una propaganda que, según se nos dice, es
tan ridícula que sólo aquellos que tienen el cerebro completamente lavado
podrían evitar reírse.
De acuerdo con
este punto de vista, para castigar a Vladimir Putin todo el material
proveniente de Rusia debe ser rigurosamente prohibido a los oídos
estadounidenses. Eso incluye el trabajo de destacados periodistas y
comentaristas políticos estadounidenses, como Chris Hedges, cuyo largo
historial de valiente periodismo incluye su servicio como jefe de la oficina de
Oriente Medio y los Balcanes del New York Times, y sus astutos y
perspicaces comentarios desde entonces. Hay que proteger a los norteamericanos
de su maligna influencia, porque sus crónicas aparecen en RT. Ahora
han sido eliminadas. Los estadounidenses se han «salvado» de leerlas.
Chúpese esa,
señor Putin.
Como era de
esperar en una sociedad libre, es posible, con cierto esfuerzo, aprender algo
sobre la postura oficial de Rusia en relación a la guerra, o, tal como la
denomima Rusia, la «operación militar especial». Gracias, por ejemplo, a la
India, donde el ministro de Asuntos Exteriores, Sergey Lavrov, mantuvo
una larga
entrevista con la televisión India Today el 19
de abril.
Constantemente
somos testigos de los instructivos efectos de este rígido adoctrinamiento. Uno
de ellos es que es de rigor referirse a la agresión criminal de Putin contra
Ucrania como su «invasión no provocada de Ucrania». La búsqueda de esta frase
en Google arroja unos «2.430.000 resultados» (en 0,42 segundos).
Por curiosidad,
podríamos buscar «invasión no provocada de Irak». La búsqueda arroja «Unos
11.700 resultados» (en 0,35 segundos), aparentemente de fuentes contrarias a la
guerra, según sugiere una breve búsqueda.
El ejemplo es
interesante no sólo por sí mismo, sino por su fuerte inversión de los hechos.
La guerra de Irak no fue provocada en absoluto: Dick Cheney y Donald Rumsfeld
tuvieron que esforzarse mucho, incluso recurrir a la tortura, para tratar de
encontrar alguna partícula de evidencia que vinculara a Saddam Hussein con Al
Qaeda. La famosa desaparición de las armas de destrucción masiva no habría sido
una provocación para la agresión, aunque hubiera habido alguna razón para creer
que existían.
Por el
contrario, la invasión rusa de Ucrania fue definitivamente provocada, aunque en
el actual clima es necesario añadir el tópico de que la provocación no
proporciona justificación alguna para la invasión.
Una serie de
diplomáticos y analistas políticos norteamericanos de alto nivel llevan 30 años
advirtiendo a Washington de que era imprudente e innecesariamente provocador
ignorar las preocupaciones de seguridad de Rusia, en particular sus líneas
rojas: la no adhesión a la OTAN de Georgia y Ucrania, en el corazón
geoestratégico de Rusia.
Con plena comprensión
de lo que llevaba haciendo desde 2014, la OTAN (lo que quiere decir,
básicamente, los Estados Unidos), ha «proporcionado un apoyo significativo [a
Ucrania] con equipos, con entrenamiento, se han entrenado decenas de miles de
soldados ucranianos, y luego, cuando vimos los datos de inteligencia que
indicaban una muy probable invasión, los aliados se apuraron el pasado otoño y
este invierno», antes de la invasión, de acuerdo
con el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg.
El compromiso
de los Estados Unidos de integrar a Ucrania en el mando de la OTAN también se
intensificó en otoño de 2021 con las declaraciones políticas oficiales que ya
hemos comentado, ocultadas al rebaño desconcertado por la «prensa libre», pero
seguramente leídas con atención por la inteligencia rusa. No hubo que informar
a la inteligencia rusa de que «antes de la invasión rusa de Ucrania, Estados
Unidos no hizo ningún esfuerzo por abordar una de las principales
preocupaciones de seguridad formuladas más a menudo por Vladimir Putin: la
posibilidad de que Ucrania se incorporase a la OTAN», tal como reconoció el
Departamento de Estado, algo que se difundió poco por estos pagos.
Sin entrar en
más detalles, la invasión de Ucrania por parte de Putin fue claramente
provocada, mientras que la invasión de Irak por parte de Estados Unidos fue
claramente no provocada. Eso es exactamente lo contrario de los comentarios e
informaciones habituales. Pero también es exactamente la norma de la propaganda
bélica, no sólo en Estados Unidos, aunque resulta más instructivo observar el
proceso en las sociedades libres.
Muchos
consideran que es un error sacar a relucir estos asuntos, incluso una forma de
propaganda favorable a Putin: deberíamos, más bien, centrarnos como un láser en
los continuos crímenes de Rusia. Contrariamente a lo que creen, esa postura no
ayuda a los ucranianos. Les perjudica. Si se nos prohíbe, por dictado, aprender
sobre nosotros mismos, no podremos desarrollar medidas políticas que beneficien
a otros, y entre ellos a los ucranianos. Esto parece algo elemental.
Un análisis más
profundo arroja muchos otros ejemplos instructivos. Debatimos las
alabanzas del profesor de Derecho de Harvard Lawrence Tribe a la decisión del
presidente George W. Bush en 2003 de «ayudar al pueblo iraquí» confiscando «los
fondos iraquíes depositados en los bancos estadounidenses», y, de paso,
invadiendo y destruyendo el país, algo demasiado poco importante como para
mencionarlo. Dicho con mayor detalle, se incautaron los fondos «para ayudar al
pueblo iraquí y compensar a las víctimas del terrorismo», algo de lo cual el
pueblo iraquí no tenía ninguna responsabilidad.
No seguimos
preguntando cómo se iba a ayudar al pueblo iraquí. Es razonable suponer que no
se trata de una compensación por el «genocidio» de los Estados Unidos en Irak
antes de la invasión.
«Genocidio» no
es término mío. Es, antes bien, el término utilizado por los distinguidos
diplomáticos internacionales que administraron el «Programa petróleo por
alimentos», el lado blando de las sanciones del presidente Bill Clinton
(técnicamente, a través de la ONU). El primero, Denis Halliday, dimitió en
protesta porque consideraba «genocidas» las sanciones. Le substituyó Hans von
Sponeck, que no sólo dimitió en protesta con la misma acusación, sino que
también escribió un libro muy importante en el que ofrece amplios detalles de
las espeluznantes torturas causadas a los iraquíes por las sanciones de
Clinton, A Different Kind of War.
Los
estadounidenses no se encuentran totalmente protegidos de estas desagradables
revelaciones. Aunque el libro de von Sponeck nunca fue objeto de reseñas, hasta
donde puedo determinar, lo puede comprar en Amazon (por 95 dólares) cualquiera
que haya oído hablar de él. Y la pequeña editorial que publicó la edición en
inglés pudo incluso reunir dos notas editoriales: la de John Pilger y la mía,
convenientemente alejadas de la corriente dominante.
Hay, por
supuesto, una avalancha de comentarios sobre el «genocidio». De acuerdo con los
criterios que se emplean, los Estados Unidos y sus aliados son culpables de esa
acusación una y otra vez, pero la censura voluntaria impide que se reconozca
esto, del mismo modo que protege a los norteamericanos de las encuestas
internacionales de Gallup que muestran que a los Estados Unidos se les
considera, con diferencia, la mayor amenaza para la paz mundial, o que la
opinión pública mundial se opuso de forma abrumadora a la invasión de
Afganistán por parte de Estados Unidos (también «no provocada», si prestamos
atención), y otras informaciones improcedentes.
No creo que
haya «mentiras significativas» en los reportajes de guerra. Los medios de
comunicación norteamericanos están haciendo en general un trabajo muy meritorio
a la hora de informar sobre los crímenes rusos en Ucrania. Esto tiene su valor,
igual que lo tiene que se estén llevando a cabo investigaciones internacionales
para preparar posibles juicios por crímenes de guerra.
Ese patrón
también es normal. Somos muy escrupulosos a la hora de desvelar detalles sobre
los crímenes de los demás. Sin duda, a veces hay invenciones, que en ocasiones
llegan al nivel de la comedia, asuntos que el difunto Edward Herman y yo
documentamos con gran detalle. Pero cuando los crímenes del enemigo se pueden
observar directamente, sobre el terreno, los periodistas suelen hacer un buen
trabajo informando y exponiéndolos. Y se profundiza en ellos a través de
estudios e investigaciones exhaustivas.
Como ya hemos
comentado, en las muy raras ocasiones en que los crímenes norteamericanos son
tan flagrantes que no se pueden desestimar o ignorar, también se puede informar
de ellos, pero de tal manera que se ocultan crímenes mucho más importantes de
los que son una pequeña nota a pie de página. La matanza de My Lai [en
Vietnam], por ejemplo.
En cuanto a que
Ucrania vaya ganando la guerra de la información, la calificación «en
Occidente» es precisa. Estados Unidos ha sido siempre entusiasta y riguroso a
la hora de denunciar los crímenes de sus enemigos, y en el caso actual, Europa
le sigue la corriente. Pero fuera de los Estados Unidos-Europa, el panorama es
más ambiguo. En el Sur Global, donde vive la mayor parte de la población
mundial, se denuncia la invasión, pero no se adopta acríticamente el marco
propagandístico estadounidense, hecho que ha provocado una considerable
perplejidad en este país en lo que respecta a las razones por las que están
«desfasados».
Eso también
resulta muy normal. Las víctimas tradicionales de violencia y represión
brutales suelen ver el mundo de forma bastante diferente a la de quienes están
acostumbrados a llevar el látigo.
Hasta en
Australia se produce cierta insubordinación. En la revista de asuntos
internacionales Arena, el director, Simon Cooper, analiza y deplora
la rígida censura, así como la intolerancia frente a la más leve disidencia en
los medios de comunicación liberales de los Estados Unidos. Concluye,
razonablemente, que «esto significa que es casi imposible dentro de la
corriente de opinión dominante reconocer simultáneamente las acciones
insoportables de Putin y forjar un camino para salir de la
guerra que no implique una escalada y una mayor destrucción de Ucrania».
Lo que no
supone ayuda alguna a los sufridos ucranianos, por supuesto.
Eso tampoco
resulta nada nuevo. Ese ha sido el patrón dominante durante mucho tiempo, y lo
fue especialmente durante la Primera Guerra Mundial. Hubo quines no se conformaron
simplemente con la ortodoxia establecida después de que Wilson entrara en la
guerra. El principal líder obrero del país, Eugene Debs, fue encarcelado por
atreverse a sugerir a los trabajadores que debían pensar por sí mismos. Era tan
detestado por la administración liberal de Wilson que fue excluido de la
amnistía de postguerra de Wilson. En los círculos intelectuales liberales de
Dewey, también hubo algunos desobedientes. El más famoso fue Randolph Bourne.
No se le encarceló, pero se le prohibió el acceso a revistas liberales para que
no pudiera difundir su mensaje subversivo de que «la guerra es la salud del
Estado».
Debo mencionar
que unos años más tarde, para mérito suyo, el propio Dewey le dio claramente la
vuelta a su postura.
Es comprensible
que los liberales se sientan especialmente entusiasmados cuando se presenta la
oportunidad de condenar los crímenes del enemigo. Por una vez, están del lado
del poder. Los crímenes son reales, y pueden así marchar en el desfile que los
condena con razón y que se les alabe por su conformidad (bastante adecuada).
Eso resulta muy tentador para quienes a veces, aunque sea tímidamente, condenan
los crímenes de los que somos corresponsables y, por lo tanto, se ven
castigados por su adhesión a principios morales elementales.
¿La difusión de las redes sociales ha hecho más o menos difícil hacerse una
idea exacta de la realidad política?
Resulta difícil
decirlo. Para mí resulta especialmente difícil decirlo, porque evito las redes
sociales y sólo tengo una información limitada. Mi impresión es que se trata de
una historia mixta.
Las redes
sociales ofrecen la oportunidad de escuchar toda una serie de perspectivas y
análisis, y de encontrar información que a menudo no está disponible en la
corriente dominante. Por otro lado, no está claro hasta qué punto se aprovechan
estas oportunidades. Hay muchos comentarios -confirmados por mi propia y
limitada experiencia- que sostienen que muchos tienden a gravitar en burbujas
que se refuerzan a sí mismas, y escuchando poco de lo que hay más allá de sus
propias creencias y actitudes y, lo que es peor, afianzándolas más firmemente y
de maneras más intensas y extremas.
Aparte de eso,
las fuentes básicas de noticias siguen siendo más o menos las mismas: la prensa
convencional, que tiene reporteros y oficinas sobre el terreno. Internet ofrece
la posibilidad de consultar un abanico mucho más amplio de medios de
comunicación, pero mi impresión, una vez más, es se aprovechan poco esas
posibilidades.
Una
consecuencia nefasta de la rápida proliferación de las redes sociales estriba
en es el fuerte declive de los medios de comunicación convencionales. No hace
tanto tiempo, había muchos medios locales de calidad en Estados Unidos. Pocos
tienen siquiera oficinas en Washington, y mucho menos en otros lugares, como
tenían muchos no hace tanto tiempo. Durante las guerras de Ronald Reagan en
Centroamérica, que alcanzaron extremos de sadismo, algunos de los mejores
reportajes los realizaron reporteros del Boston Globe, algunos de
ellos amigos personales míos. Todo eso prácticamente ha desaparecido.
La razón
fundamental estriba en la dependencia de los anunciantes, una de las
maldiciones del sistema capitalista. Los padres fundadores [de los EE.UU.]
tenían una visión diferente. Estaban a favor de una prensa verdaderamente
independiente y la fomentaron. El Departamento de Correos se creó en gran
medida con este propósito, dando acceso barato a una prensa independiente.
En consonancia
con el hecho de que se trata, en una medida inusual, una sociedad dirigida por
empresas, los Estados Unidos también son inusuales en el sentido de que carecen
prácticamente de medios de comunicación públicos: nada como la BBC, por
ejemplo. Los esfuerzos por desarrollar medios de comunicación como servicio
público -primero en la radio y luego en la televisión- se vieron rechazados por
una intensa presión empresarial.
Hay un
excelente trabajo académico sobre este tema, que se extiende también a
iniciativas activistas serias para superar estas graves infracciones de la
democracia, sobre todo por parte de Robert McChesney y Victor Pickard.
Hace casi 35 años, usted y Edward Herman publicaron Manufacturing
Consent: The Political Economy of the Mass Media. El libro introducía
el «modelo de propaganda» de la comunicación que opera a través de cinco
filtros: la propiedad, la publicidad, la élite mediática, la propaganda y el
enemigo común. ¿Ha cambiado la era digital el modelo de «propaganda»? ¿Sigue
funcionando?
Desgraciadamente,
Edward -el autor principal- ya no está con nosotros. Se le echa mucho de menos.
Creo que estaría de acuerdo conmigo en que la era digital no ha cambiado mucho,
más allá de lo que acabo de describir. Lo que sobrevive de los medios de
comunicación convencionales en una sociedad mayoritariamente empresarial sigue
siendo la principal fuente de información y está sujeta a los mismos tipos de
presiones que antes.
Ha habido
cambios importantes, aparte de los que he mencionado brevemente. Al igual que
otras instituciones, hasta en el sector empresarial, los medios de comunicación
se han visto influidos por los efectos civilizadores de los movimientos
populares de los años 60 y sus consecuencias. Resulta bastante esclarecedor ver
lo que se consideraba un comentario y una información adecuados en años anteriores.
Muchos periodistas han pasado por estas experiencias liberadoras.
Naturalmente,
hay una enorme reacción, que incluye denuncias apasionadas de la cultura «woke»
que reconoce que hay seres humanos con derechos, aparte de los hombres blancos
cristianos. Desde la «estrategia sureña» de Nixon, los dirigentes del Partido
Republicano han comprendido que, dado que no pueden ganar votos con sus
políticas económicas al servicio de las grandes fortunas y del poder de las
empresas, deben tratar de dirigir la atención hacia «cuestiones culturales»: la
falsa idea de un «Gran
Reemplazo«, o las armas, o cualquier cosa que oculte, en efecto, el
hecho de que estamos trabajando duro para apuñalarte por la espalda. Donald
Trump era un maestro de esta técnica, denominada a veces técnica de «al ladrón,
al ladrón»: cuando te pillan con la mano en el bolsillo de alguien, gritas «al
ladrón, al ladrón» y señalas hacia otro lado.
A pesar de estos
esfuerzos, los medios de comunicación han mejorado en este sentido, reflejando
los cambios en la sociedad en general. Esto no resulta en absoluto irrelevante.
¿Qué opina del «Y tú más», que está suscitando una gran controversia estos
días a causa de la guerra en curso en Ucrania?
También aquí
tenemos una larga historia. Al principio de la postguerra [ de la Segunda
Guerra Mundial], el pensamiento independiente se le podía silenciar con la
acusación de comsymp [simpatías
comunistas]: eres un apologeta de los crímenes de Stalin. A veces se condena
como macartismo, pero eso no era más que la vulgar punta del iceberg. Lo que
ahora se denuncia como «cultura de la cancelación» era rampante y seguía
siéndolo.
Esa técnica
perdió parte de su poder cuando el país empezó a despertar del sueño dogmático
en los años 60. A principios de los 80, Jeane Kirkpatrick, importante
intelectual de la política exterior reaganiana, ideó otra técnica: la
equivalencia moral. Si revelas y criticas las atrocidades que apoyaba ella en
la administración Reagan, eres culpable de «equivalencia moral». Estás
afirmando que Reagan no es diferente de Stalin o Hitler. Eso sirvió durante
algún tiempo para someter a los disidentes de la línea del partido.
El “Y tú más”
constituye una nueva variante, apenas diferente de las que le han precedido.
Para la
verdadera mentalidad totalitaria, nada de esto es suficiente. Los líderes del
Partido Republicano, se esfuerzan por limpiar las escuelas de cualquier cosa
que resulte «divisiva» o que cause «incomodidad». En ello se incluye
prácticamente toda la historia, aparte de los lemas patrióticos aprobados por
la Comisión 1776 de Trump, o lo que den en idear los dirigentes del Partido
Republicano cuando tomen el mando y estén en condiciones de imponer una
disciplina más estricta. Hoy vemos numerosas señales de ello, y hay muchas
razones para esperar que haya más.
Es importante
recordar lo rígidos que han sido los controles doctrinales en EE.UU., acaso un
reflejo del hecho de que se trata de una sociedad muy libre en comparación con
otras, lo que plantea problemas a los gestores doctrinales, que deben estar
siempre atentos a los signos de desviación.
Ahora, después
de muchos años, es posible pronunciar la palabra «socialista», que significa
moderadamente socialdemócrata. En ese sentido, los Estados Unidos han salido
por fin de la compañía de las dictaduras totalitarias. Si nos remontamos 60
años atrás, hasta las palabras «capitalismo» e «imperialismo» eran demasiado
radicales como para pronunciarlas. El presidente de Students for a Democratic
Society, Paul Potter se armó de valor en 1965 para «nombrar el sistema» en su
discurso presidencial, pero no consiguió pronunciar esas palabras.
En los años 60
se produjeron algunos avances, algo que preocupaba profundamente a los
liberales estadounidenses, que advertían de una «crisis de la democracia»
cuando había demasiados sectores de la población que intentaban entrar en la
escena política para defender sus derechos.
Aconsejaron más
«moderación en la democracia», una vuelta a la pasividad y a la obediencia, y
condenaron a las instituciones responsables del «adoctrinamiento de los
jóvenes» por no cumplir con su deber.
Desde entonces
se han abierto más las puertas, lo que no hace más que demandar medidas más
urgentes para imponer disciplina.
Si los
autoritarios del GOP son capaces de destruir la democracia lo suficiente como para
establecer un gobierno permanente por parte de una casta nacionalista cristiana
y supremacista blanca, sumisa a la riqueza extrema y al poder privado, es
probable que disfrutemos de las payasadas de figuras como el gobernador de
Florida, Ron DeSantis, que prohibió el 40% de los textos de matemáticas para
niños en Florida debido a «las referencias a la Teoría Crítica de la Raza
(CRT), la inclusión de Common Core [niveles educativos básicos comunes] y la
adición no solicitada de Aprendizaje Social Emocional (SEL) en matemáticas»,
según la directiva oficial. Presionado, el estado [de Florida] dio a conocer
algunos ejemplos aterradores, como el objetivo educativo que consiste en que:
«Los estudiantes desarrollan su competencia de conciencia social a medida que
practican la empatía con sus compañeros de clase.»
Si el país en
su conjunto asciende a las alturas de las aspiraciones del GOP, no será
necesario recurrir a artilugios como la «equivalencia moral» y el «Y tú más»
para sofocar el pensamiento independiente.
Una última pregunta. Un juez del Reino Unido ha aprobado formalmente la
extradición de Julian Assange a EE.UU., a pesar de la profunda preocupación de
que tal medida le coloque en riesgo de «graves violaciones de los derechos
humanos», tal como advirtió hace un par de años Agnès Callamard, ex relatora
especial de la ONU sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias.
En caso de que Assange se vea efectivamente extraditado a los Estados Unidos,
lo que ya es casi seguro, se enfrenta a penas de hasta 175 años de prisión por
hacer pública información sobre las guerras de Irak y Afganistán. ¿Puede
comentar el caso de Julian Assange, la ley utilizada para procesarlo, lo que su
persecución revela sobre la libertad de expresión y el estado de la democracia
estadounidense?
Assange ha
estado retenido durante años en condiciones que equivalen a tortura. Eso
resulta bastante evidente para cualquiera que haya podido visitarle (yo tuve
una vez la oprtunidad de hacerlo) y quedó confirmado por
el Relator Especial de la ONU sobre Tortura [y otros Tratos o Penas Crueles,
Inhumanos o Degradantes], Nils Melzer, en mayo de 2019.
Pocos días
después, Assange fue imputado por
la administración Trump en virtud de la Ley de Espionaje de 1917, la misma ley
que empleó el presidente Wilson para encarcelar a Eugene Debs (entre otros
crímenes de Estado cometidos utilizando dicha ley).
Dejando a un
lado los tejemanejes legalistas, las razones básicas para la tortura y la
imputación de Assange cosisten en que cometió un pecado capital: divulgó
información a la opinión pública sobre crímenes de Estados Unidos que el
gobierno, por supuesto, preferiría ver ocultos. Eso resulta particularmente
ofensivo para extremistas autoritarios como Trump y Mike Pompeo, que iniciaron
el procesamiento de acuerdo con la Ley de Espionaje.
Sus
preocupaciones son comprensibles. Las explicaba hace años el profesor de la
Ciencia del Gobierno en Harvard, Samuel Huntington. Observaba que «el poder se
mantiene fuerte cuando permanece en la oscuridad; expuesto a la luz del sol
comienza a evaporarse».
Se trata de un
principio crucial del arte de gobernar. Se extiende también al poder privado.
Por eso la fabricación/ingeniería del consentimiento es una preocupación
primordial de los sistemas de poder, estatales y privados.
Esta idea no es
nueva. En una de las primeras obras de lo que ahora se llama ciencia política,
hace 350 años, su «Primeros Principios de Gobierno», escribió David Hume:
“Nada parece
más sorprendente para aquellos que consideran los asuntos humanos con un ojo
filosófico, que la facilidad con la que los muchos son gobernados por los
pocos; y la sumisión implícita, con la que los hombres renuncian a sus propios
sentimientos y pasiones por los de sus gobernantes. Cuando inquiramos por qué
medios se realiza esta maravilla, encontraremos que, como la Fuerza está
siempre del lado de los gobernados, los gobernantes no tienen nada que los
apoye sino la opinión. Por lo tanto, el gobierno se basa únicamente en la
opinión; y esta máxima se extiende a los gobiernos más despóticos y militares,
así como a los más libres y populares”.
La fuerza está,
en efecto, del lado de los gobernados, sobre todo en las sociedades más libres.
Y más vale que no se den cuenta, o las estructuras de autoridad ilegítima se
desmoronarán, las estatales y las privadas.
Estas ideas se
fueron desarrollando a lo largo de los años, sobre todo por parte de Antonio
Gramsci. La dictadura de Mussolini comprendió bien la amenaza que representaba.
Cuando se le encarceló, el fiscal anunció: «Debemos impedir que este cerebro
funcione durante 20 años».
Hemos avanzado
considerablemente desde la Italia fascista. La acusación de Trump y Pompeo
pretende silenciar a Assange durante 175 años, y los gobiernos de los Estados
Unidos y Reino Unido ya han impuesto años de tortura al criminal que se atrevió
a exponer al poder a la luz del sol.
Noam Chomsky,
profesor laureado de la Universidad de Arizona y catedrático emérito de
Lingüística del Massachusetts Institute of Technology, es uno de los activistas
sociales más reconocidos internacionalmente por su magisterio y compromiso
político. Su libro más reciente es “Climate Crisis and the Global Green New
Deal: The Political Economy of Saving the Planet”.
Fuente: Truthout, 28 de abril de 2022
Traducción: Lucas Antón
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