Rusia y Ucrania
en un mundo nuevo
Por José Natanson
Rebelion
02/04/2022
Fuentes: Le Monde diplomatique
Ubicadas en el corazón de Cupertino, la zona de
Silicon Valley que alberga la sede de Apple, Monta Vista High y Lynbrook High
son dos de las mejores escuelas públicas de Estados Unidos. Históricamente, el
alumnado estaba conformado principalmente por hijos de la elite WASP (White
Anglo-Saxon Protestant) que domina los puestos gerenciales de las compañías de
alta tecnología de California.
Sin
embargo, en los últimos años se viene registrando una huida de los niños
blancos de ambas escuelas, a punto tal que hoy representan apenas un tercio de
la matrícula. La causa, que se repite en establecimientos públicos de primer
nivel de ciudades como Nueva York, Los Ángeles o Nueva Jersey, es simple: los estudiantes
asiáticos de segunda generación, sobre todo hijos de chinos e indios, los
superan. Sintiéndose desplazados, los padres de los chicos blancos prefieren
sacar a sus hijos de estas escuelas bien reputadas y trasladarlos a otras, a
menudo lejos de sus casas, lo que a veces obliga a mudanzas no deseadas. El
argumento es que resultan excesivamente competitivas, sobre todo en materias
como ciencias y matemática. “Exigen demasiado a los chicos”, se quejaba una
madre que había decidido cambiar a su hijo de escuela, y que defendía la idea
de que los chicos también tienen que practicar deportes, salir con amigos,
divertirse (1).
Esta
estrategia familiar de preservación de la supremacía blanca en el orden social
y económico no es nueva. En su libro The Chosen: The Hidden History of
Admission and Exclusion at Harvard, Yale, and Princeton (Los
elegidos: la historia oculta de la admisión y exclusión en Harvard, Yale y
Princeton), el sociólogo Jerome Karabel investigó los documentos de ingreso
a las universidades de la Ivy League y mostró que, en los años 50, cuando otra
“minoría exitosa”, en ese caso la judía, amenazaba con disputar el predominio
WASP, el sistema de admisión fue modificado para incluir entrevistas con los
aspirantes, que promediaban el mérito académico con una serie de criterios
confusos que aludían al compañerismo, el liderazgo y la masculinidad, en los
que por supuesto los judíos salían perdiendo (2). Igual que ahora con los
asiáticos, cuando la elite blanca empezaba a perder decidía cambiar las reglas.
La
tendencia funciona como metáfora del sistema económico mundial, sistema al que
Estados Unidos, consciente de que ya no le sirve, se dedica a desmantelar pieza
por pieza. Aunque las primeras insinuaciones habían comenzado durante la
presidencia de Barack Obama, fue Donald Trump quien mejor entendió que el mundo
que Washington había creado desde los 90 había dejado de resultar funcional a
sus intereses y que había llegado el momento de modificarlo de raíz.
Contribuyeron a ello transformaciones activadas por la técnica, como el hecho
de que Estados Unidos pasara en pocos años de ser un importador a un exportador
neto de hidrocarburos, reduciendo su dependencia energética y permitiéndole
retirarse de zonas en otra época cruciales para su supervivencia, como Medio
Oriente. Pero lo central fue un cambio en la orientación estratégica: la gran
contribución de Trump, su aporte definitivo a la política estadounidense del
siglo XXI, fue ubicar a China como el gran contendiente de Estados Unidos, y
convencer al establishment, incluyendo al demócrata, de que el futuro del país
depende de su capacidad para contener al nuevo adversario en ascenso. Y si esto
implica enterrar definitivamente el sueño noventista de un mundo organizado en
torno al libre comercio y la democracia, entonces adelante.
Así,
Estados Unidos renegoció el Tratado de Libre Comercio de América del Norte,
firmado por Bill Clinton en el cenit del impulso aperturista, por el T-MEC;
abandonó las negociaciones por el Tratado Transpacífico de Cooperación
Económica (TPP), estableció aranceles al acero y al aluminio, forzó a las
empresas estadounidenses a repatriar inversiones e inició una guerra comercial
con China que aún no ha concluido.
En
el camino, dos eventos de alcance global aceleraron el proceso des-globalizador.
El
primero es la pandemia. Al apagar la economía mundial casi de un día para el
otro, la pandemia interrumpió los flujos comerciales, puso en jaque los modelos
de gestión just-in-time y enloqueció las cadenas de
suministros, que se dislocaron para siempre. Y, más importante aun, demostró
con la fuerza de los hechos consumados que en el siglo XXI la soberanía no pasa
solo por los tanques y los misiles sino también por el control de los recursos
y una industria nacional que garantice cierta autosuficiencia.
Estados
Unidos, por ejemplo, importa dos tercios de los principios activos a partir de
los cuales produce sus medicamentos de empresas chinas, es decir de empresas
sobre las cuales el Estado de su principal rival estratégico ejerce algún tipo
de control. En los momentos más duros del Covid, Argentina no sufrió la falta
de respiradores que atormentó a otros países de América Latina simplemente
porque disponía de dos fábricas especializadas dentro de sus fronteras (se
trata de una tecnología del siglo XX, es decir de la época en que la industria
nacional todavía brillaba). En suma, la pandemia demostró que una industria
nacional potente, al igual que un complejo de ciencia y tecnología dinámico,
constituyen herramientas decisivas para enfrentar los desafíos de un mundo en
permanente transformación. Y obliga a revisar viejas ideas: las economías
abiertas y globalizadas sufrieron el shock de la crisis en mayor medida que
aquellas más protegidas y volcadas al mercado interno (3).
El
segundo evento que profundiza el efecto desglobalizador es la guerra de
Ucrania. En el corto plazo, porque se redujo el comercio internacional con
estos países, que no son menores. Rusia es la principal potencia energética de
Europa, alberga algunas de las minas metalíferas más importantes del planeta y
es un gran exportador de alimentos (el primer exportador de trigo del mundo,
por ejemplo). Ucrania también es un gran productor de alimentos; por su
territorio, además, pasan los gasoductos y oleoductos que abastecen a Europa.
Si en el corto plazo la guerra acelera el proceso de disolución de los mercados
mundiales, la decisión de miles de empresas occidentales de desinvertir en
Rusia y las sanciones impuestas por Occidente tienden a desconectar
progresivamente al país de la economía global: algunos bancos rusos fueron
excluidos de la SWIFT, el rublo ha sido desterrado de las transacciones
internacionales y la última Batman no pudo ser estrenada en
Rusia por decisión de la Warner.
Esto,
a su vez, afecta al dólar. Las sanciones contra Rusia incluyeron la
inmovilización de 300.000 millones de dólares de reservas depositados en el
extranjero, como en su momento ocurrió con Irán, Siria y Afganistán, que desde
el regreso del Talibán al poder busca recuperar 9.400 millones de dólares
depositados en la Reserva Federal de Estados Unidos, y con Venezuela, que aún
no pudo repatriar el oro retenido en el Banco Central de Inglaterra. El efecto
paradójico es que esto está produciendo una revisión de las estrategias de
acumulación de reservas y resguardo de valor de los países no occidentales que
profundiza la tendencia a la des-dolarización de la economía global: la
participación del dólar en las transacciones internacionales pasó del 60,2% al
46,7% entre 2014 y 2020 (4).
Como
señaló Ignacio Ramonet (5), una de las consecuencias de este nuevo escenario es
la creciente dependencia de Rusia respecto de China, que adquiere una capacidad
hegemónica sobre ese país. No deja de resultar significativo que Putin ordenara
la invasión a Ucrania después de una reunión con Xi Jinping y una vez que
finalizaron los Juegos Olímpicos de Invierno, la gran apuesta de propaganda
china para la era pos-Covid.
Mientras Rusia se recuesta cada vez más en China, el bando occidental avanza en
una novedosa unidad, que permitió coordinar en tiempo récord las sanciones y
revitalizar la OTAN superando las diferencias entre las posiciones más duras de
los países anglosajones y las más contemporizadoras de Francia y Alemania.
Incluso Turquía, atlantista semidíscola que venía coqueteando con Moscú,
participó del envío de armas a Ucrania y cerró el paso del Bósforo y de los
Dardanelos a los barcos de guerra rusos. Significativamente, los líderes
europeos cercanos a Putin, de la ultraderechista francesa Marine Le Pen al
primer ministro húngaro Viktor Orbán, se alinearon con la estrategia
occidental. También significativamente, casi ningún país no occidental se sumó
a las sanciones contra Rusia.
La
imagen de dos bloques enfrentados –el marco comprensible de una nueva Guerra
Fría– resulta tentadora; pero es engañosa. Que el orden liberal nacido de la
caía del Muro de Berlín se esté desintegrando no significa que vaya a ser
reemplazado por un conflicto como el del siglo pasado. A diferencia de lo que
ocurrió después de la Segunda Guerra Mundial, cuando las economías de las
órbitas americana y soviética funcionaban en paralelo, hoy la interdependencia
de China (y en general de Asia) con el mundo occidental es total. De hecho, los
principales socios comerciales de China son justamente sus adversarios
geopolíticos: Japón, Estados Unidos, la Unión Europea y… Taiwán. En una mirada
general, China es hoy el primer socio comercial del 70% de los países del mundo
(6): sancionarla, aislarla o desengancharla es sencillamente imposible.
Pero
esto no quiere decir que no haya un trasfondo político-ideológico detrás de la
guerra en Ucrania y del conflicto más general entre China y Estados Unidos. En
un contexto de declive de la hegemonía estadounidense, asistimos a un regreso
de ideas y categorías –nacionalismo y nación, religión y pueblo, guerra
cultural y valores– que la ilusión de un orden liberal eterno parecía haber
superado. La misma escritura de este editorial me lleva a recurrir a palabras,
como “occidental”, que antes no utilizaba. Son ejemplos de este nuevo clima de
época el hinduismo anti-musulmán de Narendra Modi, el giro islamista de Recep
Tayyip Erdogan, coronado con la reconversión de Santa Sofía en mezquita, la
impronta evangélica de la derecha bolsonarista y de las extremas derechas centroamericanas,
y el nacionalismo blanco, también de fuerte apelación religiosa, de Donald
Trump, que ve en Putin más un aliado para su guerra contra el multiculturalismo
que un enemigo, a punto tal que Tucker Carlson, presentador estrella de Fox
News, sigue defendiendo a Rusia en el noticiero de mayor rating de la
televisión norteamericana.
Como
escribió el periodista Jeremy Cliffe en The New Statesman (7),
es necesario poner a la guerra en el contexto de un regreso del nacionalismo
del viejo estilo y de la idea de Samuel Huntington de un choque de
civilizaciones. Recordemos que uno de los ejes del conflicto entre Ucrania y
Rusia fue la ley, que comenzó a aplicarse poco después de la llegada de
Volodimir Zelenski al poder, que prohíbe utilizar el ruso en los documentos
oficiales, la industria del espectáculo y la vía pública (8). Cuestionada por
la Comisión de Venecia del Consejo Europeo, la norma establece la
obligatoriedad de que en los medios de comunicación impresos en ruso publiquen
la traducción al ucraniano… pero no obliga a hacer lo mismo si el idioma
original es inglés o francés. La inesperada resistencia ofrecida por el
Ejército ucraniano a las tropas rusas es una reacción nacionalista, que
profundiza el proceso de construcción de una ucraniedad en clave anti-rusa que
había comenzado con la Revolución Naranja y el Euromaidán.
Recapitulemos
antes de concluir.
La
pandemia y la guerra en Ucrania pusieron fin a la etapa de globalización
abierta en los 90. Toda una era se está desmoronando delante de nuestros ojos,
una situación en muchos aspectos similar a la de 1914, cuando otro conflicto
armado, el que empezó con el asesinato del archiduque Francisco Fernando,
terminó con la etapa de la primera globalización. Obsesionado con la lengua, la
religión y los territorios, Putin parece por momentos un líder de otro siglo.
La pregunta es si eso lo convierte en un cavernícola trasnochado o en alguien
que entendió hacia dónde sopla el viento.
Notas:
1.
Richard Keiser, “Temor blanco en Estados Unidos”, Le Monde diplomatique,
edición Cono Sur, Buenos Aires, septiembre de 2020.
2. Houghton Mifflin, 2005.
3. http://www.bbc.com/mundo/noticias-53156788
4. https://ctxt.es/es/20220301/Firmas/39201/dolar-suicidio-sanciones-rusia-reservas.htm
5. http://www.eldiplo.org/notas-web/una-nueva-edad-geopolitica/
6. https://twitter.com/danyscht/status/1416806909127139330
7. https://www.newstatesman.com/international-politics/geopolitics/2022/03/putins-war-risks-a-clash-of-civilisations-the-west-must-not-fall-into-his-trap
8. http://www.swissinfo.ch/spa/ucrania-idioma_entran-en-vigor-en-ucrania-reglas-que-priorizan-el-ucraniano-sobre-el-ruso/46793294
Fuente: https://www.eldiplo.org/274-la-nueva-amenaza-nuclear/rusia-y-ucrania-en-un-mundo-nuevo/
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