Kirk Douglas
"Yo soy Espartaco"
Pepe Gutiérrez-Álvarez
VIENTOSUR
07.02.2020
Acaba de
fallecer Kirk Douglas, uno de los últimos representantes de los tiempos de
esplendor del siempre ambivalente Hollywood dentro del cual representó junto
con otros como Burt Lancaster, su franja más “radical” expresada sobre todo en
su dos películas con el más marxista Stanley Kubrick: Senderos de gloria
y Espartaco.
Su verdadero
nombre es Issur Danielovitch Demsky (Ámsterdam, Nueva York, 9 de diciembre de
1916), hijo de trapero, inmigrantes rusos judíos, los inicios en el país de las
oportunidades no fueron fáciles. Con su familia sumida en una profunda pobreza,
tuvo que trabajar como botones o participando en combates de lucha libre. Con
eso podía pagarse la matrícula de la Universidad de St. Lawrence y ayudar
mantener a su familia. Años más tarde, tras subsistir con pequeños trabajos,
decidió probar suerte como actor ingresando en la Academia Americana de Arte
Dramático. Compaginaba sus estudios artísticos realizando pequeños papeles de
actor en obras teatrales amateurs, en ocasiones bajo el seudónimo de George
Spelvin Jr. También trabajaba como profesor de teatro en el House Settlement de
Greenwich. Su carrera artística comenzó finalmente en los escenarios teatrales
de Broadway en 1941, con la obra Spring Again. Desgraciadamente y como
muchos otros actores, su ascenso se vio interrumpido por la segunda guerra
mundial. Hasta 1943 sirvió en la marina, alcanzando el grado de teniente, pero
regresó a casa herido tras caer en combate.
Ese mismo año
se casaba con su primera mujer, Diana Hill, con la que tuvo dos hijos (Michael
y Joel) y de la que se divorciaría en 1951. Cuando años más tarde en una
entrevista, le preguntaron a Kirk Douglas qué le había llevado a Hollywood, él
se limitó a contestar: "Bueno, siempre me asustó la idea de ir a
Hollywood. Lo que realmente me atrajo a Hollywood fue que cuando estuve allí me
encontraba en la ruina. Ya ves, nunca tuve intención alguna de convertirme en
estrella de cine. Nunca pensé que podía dar la talla. Mi única idea era ser
actor teatral, algo de lo más sencillo. Pero entonces firmé un cheque por valor
de quince dólares, pero vi que no tenía fondos y sabía lo suficiente de
economía como para entender que estaba sin blanca. Así que... En ese momento
alguien me invitó a venir a Hollywood, y yo pensé que podía aprovechar la
oportunidad". A su regreso a Broadway le surgió la posibilidad de reemplazar
al impagable Richard Widmark en una obra teatral. Pero es en ese momento cuando
Lauren Bacall, que había estudiado con él en la academia, lo recomienda al
productor Hal Wallis para que dar el salto a la gran pantalla. En 1946, Kirk
rodaba ya su primera película, El extraño amor de Marta Ivers (The
Strange Love of Martha Ivers, Lewis Milestone, 1946), una evidente metáfora
del carácter criminal del capitalismo en la que daba vida a un político
alcohólico. Sólo un año más tarde rodó Regreso al pasado, dirigida por
Jacques Tourneur, estimada en un referéndum de la revista “Dirigido por…”,
como la mejor película del género negro, y en la que fue el gánster sin
miramientos en oposición al atormentado Robert Mitchum.
Pero el éxito
le Kirk llegó con su interpretación de un luchador ambicioso y sin escrúpulos
en El ídolo de barro (Mark Robson, 1949) Con este papel, que le valió su
primera nominación al Oscar, dio a conocer su vigoroso físico, su intensa
personalidad y sobre todo ese característico hoyuelo en la barbilla que todos
conocemos. Le costó hacerse con el papel, ya que por entonces había
interpretado personajes muy diferentes: "Tuve que convencer a (Stanley)
Kramer y (Carl) Foreman de que podía interpretar a Midge Kelly. Tenían dudas
acerca de mí [...] Aunque intentaban ser diplomáticos, se preguntaban si podría
interpretar a un boxeador. Finalmente me di cuenta de lo que querían, supongo
que es lo que hacen las estrellas. Me quité la chaqueta y la camisa, tensé el
torso y flexioné mis músculos. Ellos asintieron satisfechos al ver que no
habría problema. Probablemente sea el único actor en Hollywood que se ha tenido
que desnudar para conseguir un papel". Otro éxito de esta primera época
fue Brigada 21 (William Wyler, 1951), donde, a mi parecer, cae en su
peor defecto: sobreactúa. Se trataba de una adaptación de una obra de Broadway
que describe la vida cotidiana en una comisaría de policía de Manhattan. Un
temperamental policía (Kirk Douglas) recurre a los métodos más implacables para
obtener información de cualquier sospechoso de un crimen. Obtuvo cuatro
nominaciones a los Óscar de 1952, y Douglas se convirtió en una estrella, pero
su actuación fue muy discutida, demasiado teatral. Fue consolidando su posición
en los años 50 con películas nada desdeñables como El trompetista (M.
Curtiz), pero sobre todo con El Gran Carnaval de Billy Wilder que
realizó un retrato despiadado de la prensa sensacionalista. Por aquel entonces
Kirk Douglas ya se había labrado un nombre y estaba consolidado como una
estrella que se podía permitir –como Lancaster- ciertos márgenes de autonomía a
través de su propia productora, la Byrna. .
El espaldarazo
final le llegó en 1952 con una magnífica película de Vincente Minelli, Cautivos
del Mal (), que le valió su segunda nominación al Oscar. En ella
interpretaba a un productor de cine sin escrúpulos que no duda en aplastar a
sus allegados para conseguir los mejores resultados. Otros papeles memorables
como el que interpretó en Río de Sangre (Howard Hawks, 1952) le acabaron
de convertir en uno de los mejores actores del western. En 1954, Douglas rodó 20.000
leguas de viaje submarino, la adaptación de Richard Fleischer de la
celebérrima novela de Jules Verne con un pletórico James Mason como capitán
Nemo cuya bandera negra y su actitud de oposición al orden establecido nos
sugiera al Verne más afín a su amigo Elisée Reclús.
La fama, sin
embargo, fue algo difícil de llevar para Kirk Douglas. En 1957, en una
entrevista con Mike Wallace, desgranaba con detalle lo que le había acarreado
la popularidad en aquellos tiempos.
“-De acuerdo,
¿dinos qué ocurre cuando te conviertes en una estrella?
-Bueno, lo que
ocurre cuando te conviertes en una estrella es que de repente te das cuenta de
que eres un gran negocio. Ya no eres sólo un tipo que dice ’Mira, quiero
interpretar este o aquel papel’. Si eres una estrella, eres un gran negocio. Te
conviertes en un hombre de cuyo trabajo dependen muchos para vivir. Y creo que
eso te convierte en una especie de monstruo, sin duda es lo más difícil de
llevar. No se trata de actuar. Cuando actúas sientes que pones toda tu vida en
ello, te gusta sentir que eres un actor que conoce su oficio, pero para lo que
nunca estás preparado es para el éxito. Nunca fui a una escuela que me enseñara
cómo manejar ese tipo de situaciones, y eso lo convierte en algo difícil.
También tiene un precio. Hay un montón de cosas acerca de la fama que
convierten la vida del actor en algo complicado.
-¿Como por
ejemplo...?.
-Bueno, la
pérdida de tu privacidad. O como el hecho de que justo ahora, en tu programa,
esté nervioso mientras realizas una especie de disección de mi persona. Bien,
esto es a lo que la fama me ha llevado.”
En 1955,
Douglas se hacía con dos papeles, uno en la “libertaria” La pradera sin ley
(King Vidor), luego con Pacto de honor (Andre de Toth). Por entonces
decidió adentrarse aún más en el mundo del cine abriendo su propia productora,
Bryna Productions. Trabajó nuevamente de la mano de Vincente Minnelli, cuando
Kirk Douglas nos ofreció una de sus interpretaciones más reconocidas, dando
vida de manera convincente a Vincent Van Gogh en la película El loco del
pelo rojo (Vincente Minnelli, 1956), acompañado por un soberbio Anthony
Quinn como Gauguin. Este trabajo mereció su tercera nominación al Oscar y el
premio de la crítica de Nueva York. Como él mismo suele decir, fue su papel
favorito: "Por primera vez en mi carrera artística, el papel me absorbió
por completo. Incluso dormí en la habitación donde él se suicidó". El magnetismo
que desprendía, su fuerza y su carácter le hacían encajar perfectamente en el
cine de acción, concretamente en el western.
En 1957 rodó la
magnífica Duelo de titanes, posiblemente la mejor película de John
Sturges, donde Kirk interpretaba al famoso Doc Holiday en una revisión en clave
de tragedia griega del duelo en O.K. Corral. Repetirá con Sturges en otro
vibrante western en clave policiaca y rotundamente antirracista: El último
tren de Gun Hill. Si sus colaboraciones con Minnelli habían sido cruciales
para el ascenso de Kirk, no menos importantes fueron las películas que hizo de
la mano de Stanley Kubrick. Su primer trabajo en común fue Senderos de
Gloria (1957), un alegato tan intensamente antimilitarista (marxista) que
no encontraba a nadie que se atreviera a producirla. El proyecto estuvo en stand
by hasta que en 1957 Kirk Douglas se involucró a través de su propia
productora, rebajándose el sueldo a un tercio de lo acostumbrado.
Kirk Douglas
produjo muchas de sus películas, y quizás una de las que recuerdo con más
cariño sea Los vikingos, uno de los grandes clásicos del cine de
aventuras estrenada en 1958 que contó con actores de la talla de Tony Curtis o
Ernest Borgnine, y en la que Kirk daba vida a un orgulloso vikingo con sed de
gloria y fortuna. Por aquellos tiempos salió a la luz que en la película,
rodada en Alemania, habían trabajado algunos antiguos miembros del partido
nazi. Eso era algo de por sí relevante, dado que Kirk Douglas era judío y nunca
había ocultado su mezcla de sentimientos hacia el pueblo alemán. Pero aún así
mostró una clara despreocupación por el tema cuando le preguntaron si no le
interesaría saber esos detalles de antemano: "No me interesa por la
sencilla razón de que eso representaría una completa investigación de cada persona
que trabajara en el equipo. Me gusta pensar que la guerra ha acabado. Estamos
en paz, trabajando juntos, de otra forma sería absurda mi presencia aquí. Si
vengo como un detective privado, dispuesto a investigar a cada persona, nunca
podría llegar a hacer ninguna película". Su segunda colaboración con
Kubrick fue con Espartaco que no era ni la mitad de buena que la
anterior, aunque sí fue una de superproducciones más emblemáticas de su tiempo,
más madura histórica y políticamente. Anteriormente había sido Ulises
(Mario Camerini, 1954) en una coproducción italo-norteamericana memorable que
causó el entusiasmo del público por el péplum griego, un hecho del que se haría
eco Cinema Paradiso…
En 1962 trabajó
a las órdenes del “blacl liste” David Miller en Los valientes andan solos
(D. Miller), su película favorita según confesión propia (y una de las mías, me
siento orgulloso al ver su anarquismo cuando me acababa de enterar qué
significaba esta palabra) que estaba basada en la obra de una novela de Edward
Abbey, destacado escritor ecolibertario y que fue adaptada por Dalton Trumbo
con el que volvió a coincidir en El último atardecer (The Last Sunset),
un notable western de Robert Aldrich. Entre sus producciones también destaca
una película de 1964 dirigida por John Frankenheimer, Siete días de mayo.
En esta trama de conspiración fascista incubada en la cúpula militar y política
de Washington, Douglas tuvo la ocasión de trabajar de nuevo con su amigo Burt
Lancaster (con quien en total rodó siete películas) y una ya madura Ava
Gardner. Treinta años habrían de pasar para que la American Civil Liberties
Union y el Writers’ Guild of America reconociera su esfuerzo y coraje.
A continuación
regresó al cine de aventuras con una digna película bélica dirigida por Anthony
Mann, Los héroes de Telemark, (The Heroes of Telemark, 1965) un
film basado en la historia del sabotaje aliado contra una fábrica alemana de
agua pesada en Noruega durante la segunda guerra mundial. Y aunque no puede
considerarse una de las mejores obras de Mann, es un thriller bélico de una
calidad superior a la media habitual que supo explotar el duelo interpretativo
entre Kirk Douglas y Richard Harris. No abandonaría el género, ya que al año
siguiente estrenaba ¿Arde París?, un apasionante relato con guión de
Gore Vidal y Francis Ford Coppola. Protagonizada por un extenso reparto, la
trama describe el levantamiento de París ante la ocupación nazi en toda su
crudeza aunque se olvida de poner en primer plano a los anarquistas españoles
que llevaban los primeros tanques que liberaban la ciudad de los nazis.
En 1968 trabajó
con Martín Ritt Mafia, en un film ambientado en las relaciones personales de
una familia de gángsters; un film que fue injustamente menospreciado. Poco
después participaba en uno de los proyectos menos satisfactorios de Elia Kazan,
El compromiso (1970) un interesante drama basado en las relaciones de
pareja en el que Kirk compartía cartel con Faye Dunaway y la siempre soberbia
Deborah Kerr (más el enorme Richard Boone). Y bueno, llegados a este punto
podemos decir con toda seguridad que el mejor trabajo del actor en esta etapa
de su carrera fue El día de los tramposos (Joseph L. Mankiewicz, 1970),
un western en verdad atípico de temática carcelaria que contaba con la
inestimable presencia de Henry Fonda. En cierta forma podemos decir que esta
película fue ideada como un auténtico tratado de la abyección inherente al
egoísmo propietario, y aunque la crítica de su tiempo no fue generosa con ella,
creo que el tiempo la ha puesto en el lugar que le corresponde.
La década de
los setenta se caracterizó por la participación de Kirk Douglas en una serie de
películas mediocres, algunas incluso lamentables. No en vano los más puristas
afirman que artísticamente "murió" por esas fechas. Pero también
participó en proyectos simpáticos. Por ejemplo, quizás los más nostálgicos
recuerden La luz del fin del mundo (, 1971), una de aventuras “como las
de antes” sin conseguirlo basada en una novela de Julio Verne. El mayor
atractivo de la cinta reside en la atmósfera tenebrosa que genera y en su
cartel, que además de Douglas contó con un enigmático Yul Brynner y nuestro
querido Fernando Rey. De ese mismo año es El gran duelo (A Gunfight), un
curioso western coprotagonizado por el cantante Johnny Cash que proponía un enfoque
diferente en un género que por aquellos tiempos estaba agonizando, y que salvó
los trastos gracias al carisma de Douglas.
Debido a los
constantes desacuerdos con los directores, Kirk decidió arriesgarse y dar el
salto a la dirección, pero ya nada era igual. Su ópera prima fue Pata de
palo (Scalawag,1973) rodada con más fe que presupuesto y que fue un
rotundo fracaso en todos los aspectos. Dos años más tarde sí que cumplió las
expectativas con Los justicieros del oeste, donde interpretaba a un
cowboy rudo y ambicioso, aunque no volvió a sentarse en la silla del director.
Quizás lo más bizarro que se puede encontrar a estas alturas de su carrera es Holocausto
2000, una producción italiana que toca el tema del apocalipsis y las
profecías bíblicas. No sólo es una película mala, sino que además carece de
todo sentido, con lo cual únicamente puede ser disfrutada por los amantes del
gore y la violencia absurda. Quizás para redimirse nos regaló un trabajo más
que correcto en La furia (The Fury, 1978) dirigida por Brian De
Palma y que curiosamente seguía ahondando en el tema de lo paranormal como
hiciera dos años antes con Carrie. Un año más tarde Kirk protagonizaba
la que para muchos (aunque hizo muchas malas, sobre todo al final) es la peor
película de toda su carrera: Cactus Jack. A partir de 1980 se redujo
considerablemente el número de trabajos. Solamente vale la pena recordar Saturno
3, una película de terror espacial que pese a contar con un buen guión y
unas buenas interpretaciones lo que le ha valido una cierta recuperación. Todo
lo que le sigue es ya de una absoluta banalidad de manera que el propio actor
se jubiló por más que le habría gustado acabar como su amigo Burt Lancaster,
quien al final todavía participó en alguna que otra joya como Novecento
o Atlantic City.
En 1988, a los
72 años publicó, sus memorias bajo el título El hijo del trapero (Ragnar’s
Son en original). Un viaje de autodescubrimiento bajo un título que evoca
el oficio de su padre: "Mis padres eran pobres y analfabetos. Al llegar a
Estados Unidos creían que las calles americanas estaban construidas con
adoquines de oro. Mi padre se hizo trapero porque a los judíos les estaba
prohibido trabajar en las fábricas, y yo soy el fruto de estas circunstancias.
Cualquier americano es una mezcla de razas y culturas, y ser hijo de judíos me
llena de orgullo".
Douglas también
tocó el género de novela sin mucho reconocimiento. En 1992, después de un grave
accidente aéreo que casi le cuesta la vida, publicaba El Regalo, de la
misma época data su segundo libro biográfico, Ascendiendo la montaña,
que vería la luz años más tarde y que le valió en septiembre de 1999 el Premio
Literario del Festival de Deauville. Y es que dicho accidente, en el que
murieron dos personas, le hizo preguntarse por qué había sobrevivido. Una
pregunta que se repitió cuando años más tarde resistía milagrosamente una
apoplejía. A partir de ahí, y tras asumir que a los 14 años había tratado de
dejar atrás el judaísmo, hizo inventario de su vida plasmando los resultados.
También escribió un par de libros infantiles, entre ellos Jóvenes héroes de
la Biblia. Ya en el 2002 escribía su tercer libro biográfico, Mi golpe
de suerte, y hace apenas un año nos llegaba su última inspiración, un bello
libro que lleva por título Afrontémoslo: 90 años viviendo, amando y
aprendiendo. En 1996, la Academia decidió finalmente otorgarle un Oscar
especial por sus 50 años de carrera artística. Ya forman parte de la historia
las palabras que pronunció emocionado ante una multitud puesta en pie:
"Veo a mis cuatro hijos, y están orgullosos del viejo. Yo también estoy
orgulloso de haber formado parte de Hollywood". Cabría decir que de lo
mejor de Hollywood, ya que, exceptuando el infame bodrio sionista La sombra
del gigante (, 1966), Douglas raramente se prestó a pagar su cuota de
películas indignas. Actor de teatro y de cine, productor inquieto, director de
escasos vuelos, Douglas puede considerarse un tipo afortunado ya que participó
en algunas de las obras mayores de un tiempo que va desde la segunda mitad de los
años cuarenta hasta principios de los setenta. Seguramente no supo envejecer,
su egocentrismo fue célebre, se peleó con muchos directores aunque tuvo la
inteligencia de optar por una segunda oportunidad. En muchas ocasiones, cayó en
la sobreactuación. También fue acusado de ser reiterativo en sus recursos de
tipo airado, pero estas tendencias fueron neutralizadas con la ayuda de los
grandes cineastas con los que tuvo el acierto de trabajar: Lewis Milestone,
Jacques Tourneur, Richard Fleischer, Vincente Minnelli, John Sturges....
Todo ello en
una época en la Hollywood vivía su agonía, Kirk Douglas proclamó “Yo soy
Espartaco” (Ed. Capitán Swing, Madrid, 2013) nada parecido a la realidad,
pero contribuyó más que nadie a que el legendario libertador tracio se hiciera
célebre en todo el mundo, y contribuyó como pocos a poner fin a las “listas
negras” de manera que Trumbo pudo luego realizar…Y Johnny cogió su fúsil.
Tampoco fue un anarquista como aseguró Fernando Fernán-Gómez, pero algunas de
sus películas respiran un potente aliento libertario. No fue un hombre
comprometido en sentido “sartriano”, pero sí representó a la izquierda del “New
Deal” y mostró unas potentes inquietudes democráticas y sociales, baste
mencionar Senderos de gloria. Para los neoconservadores, Douglas fue un
“rojo”, pero nunca se atrevieron a meterse con él dado su prestigio, algo
similar les sucedió a Burt Lancaster y a Gregory Peck. Su lista de títulos
“clásicos” es muy considerable, justo es recordarlo ahora que se publica un
nuevo libro suyo de memorias que habrá que leer, a ser posible después de
revisar algunas de sus grandes películas. Siendo ya casi un centenario, no hay
duda de que Kirk Douglas ha dejado un buen recuerdo amén de un legado de
pensamiento crítico envuelto en buena parte de sus interpretaciones.
Un legado que
no podemos permitir se extravíe, y que debería de servir para nuestra memorias
y nuestras escuelas.
Pepe
Gutiérrez-Álvarez es escritor y miembro del Consejo Asesor de viento
sur
06/02/2020
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