La silenciosa crisis de la
izquierda de cartón
Por Jorge Majfud
Rebelión.org
01/12/2025
Fuentes: Rebelión
El pasado 26 de
noviembre de 2025, el presidente de Uruguay, Yamandú Orsi, se expuso nuevamente
a responder preguntas. Esta vez en un formato dialogado, relajado y con tiempo
para la reflexión. El programa, “Desayunos Búsqueda” comenzó a las 9:30 de la
mañana, por lo que no se puede alegar cansancio. Casi al final, se produjo el
siguiente diálogo:
Presidente: La seguridad es un tema del que hay que hablar…
Y yo creo que el ejemplo es Bukele. Es El Salvador… El ejemplo de un proceso.
Periodista: ¿Lo estás poniendo como ejemplo positivo o
negativo…?
Presidente: Ejemplo para analizar. Estuve con alguien, mano
derecha de Bukele, el otro día en La Paz, Bolivia… Son procesos raros ¿no? que
tienen esos países… Países que han sufrido guerras… Les pregunté cuántos
muertos en la guerra… 80 mil muertos, y no me acuerdo cuantos tantos
desaparecidos… Otro tanto en Guatemala. Procesos terribles…
¿Guerras?
Bueno, dejemos ese capítulo de lado. Quienes lo criticamos fuimos acusados de
tergiversar sus palabras. “El presidente sólo habló de un ejemplo para el
análisis”…
La primera
expresión no tiene nada de ambigua. Bukele y El
Salvador son “el ejemplo” para discutir la seguridad.
¿Necesitamos un teólogo para interpretar esto? Si hubiese dicho “en materia de
seguridad, Cuba es el ejemplo” no habría quedado duda. ¿Por qué no decirlo?
Cuba ha tenido una tasa de criminalidad históricamente muy baja. O Chile, cuya tasa
de homicidios es la mitad de la de Uruguay. ¿Por qué El Salvador? Más que El
Salvador, ¿por qué “el ejemplo es Bukele”, a pesar de que la dramática
reducción de los homicidios se produjo en el gobierno de Sánchez Cerén y sin
recurrir a los campos de concentración ―su pecado fue desafiar a las
corporaciones. Pero, no sin ironía, Bukele ofrece otro ejemplo de la
palestinización del mundo que estamos viendo, incluso en Estados Unidos:
brutalidad sin ley, cárceles coloniales y datos a la medida del consumidor,
como reportar asesinatos como suicidios o accidentes.
Cuando el
periodista intenta confirmar, Orsi se sale de la rotonda, una vez más, con una
anécdota banal. Como decían los GPS veinte años atrás, cuando uno erraba una
salida: recalculating… Al día siguiente, el presidente
debió llamar a una radio para aclarar sus oscuridades habituales. La misma
ambigüedad gesticular aplicada a “lo tremendo” de la “guerra en Gaza”.
Peor fueron las
justificaciones de muchos de sus votantes, las que expresan una desesperada
necesidad de confundir deseo con realidad. Algunos de ellos se enojaron con
nuestra crítica, diciendo de que hay una “izquierda insaciable” y que “todo
debe ser hecho como ellos quien”. No han entendido nada.
Primero: está
claro que no hay humanos perfectos y, mucho menos, un político, alguien que
cada día debe embarrarse con las contradicciones de la realidad.
Segundo: no por
esto, aquellos que no tienen poder político o económico, deben ser
condescendientes con quienes fueron elegidos para cargos públicos. Si no
resisten las críticas sin azúcar, que renuncien. El resto no les debemos nada.
Son ellos quienes se deben a sus votantes y demás ciudadanos. Es algo que ya lo
dejó claro el gran José Artigas, hace dos siglos y que, aparte de la adulación
vana, pocas veces se lo practicó.
Tercero: lo de
Orsi ya no son fallas circunstanciales de cualquier administrador, de cualquier
líder que debe negociar ante una pluralidad de intereses. Es (1) una consistencia en
su debilidad de análisis y, peor que eso, (2) una consistencia en
su alineamiento con los intereses económicos e ideológicos de la misma minoría
dominante, no solo a nivel nacional sino imperial, que es la que dicta el bien
y el mal en las colonias, inoculando la moral del cipayo, de lo que Malcolm X
llamaba “el negro de la casa”.
Orsi es una
versión desmejorada de José Mujica. A pesar de su “como te digo una cosa te
digo otra”, Mujica no sólo tenía una cultura y una lucidez que hoy es rara
avis, sino que, además, era un viejo zorro de la creación de su propio
personaje. Vivía como quería y no tenía ni hijos ni nietos por quienes
angustiarse en un despiadado mundo capitalista. Le faltó algo propio de un
líder, que es la capacidad de dejar seguidores a su altura.
Lo peor
que le puede pasar a una democracia es dejar a la política en manos de los
políticos. A los líderes hay que apoyarlos, pero no seguirlos como al flautista
de Hamelin. Menos cuando solo se es un presidente, no un líder. Lo primero
puede ser un accidente; lo segundo es otra cosa.
Otra contra
crítica (válida, como toda crítica) nos acusó: “Sigan criticando, que le están
haciendo el juego a la derecha”. Otra: “¿Qué están buscando, que tengamos un
Milei en Uruguay?”.
Una de las
condenas de nuestras pseudodemocracias (plutocracias neofeudales) es que
siempre estamos eligiendo el mal menor. Un ejemplo claro es Estados Unidos. En
América latina cada vez se reducen más las opciones reales debido a esta
lógica. Así, los ciudadanos pasan de “Detesto a este candidato, pero el otro es
mucho peor” a mimetizarse con el personaje y con sus ideas (que son las ideas
del “mucho peor” pero azuladas) sin exigirles nada.
El resultado no
es que nos estanquemos en un statu quo, sino que la resignación y
el apoyo acrítico al “menos malo” poco a poco va entrenando el pensamiento y la
sensibilidad de aquellos que entendían que era necesario un posicionamiento por
la expansión de los derechos de las mayorías, hacia un apoyo a sus propios
verdugos, a la poderosa minoría de los de arriba. Así es como trabajadores
precarizados y hambreados terminan apoyando con fanatismo a presidentes como
Javier Milei, quienes los han convencido de que hay que huir hacia la extrema
derecha y defender a los amos para evitar que los antiesclavistas, condenados
por Dios y las buenas costumbres, terminen por destruir la libertad y la
“civilización judeocristiana”.
A principios
del siglo XX, Uruguay era uno de los ejemplos para muchos países
latinoamericanos, desde la salud y la educación universal, la audacia de sus
leyes progresistas (voto femenino, divorcio) y la distribución razonable para
el brutal estándar de desigualdad en el continente colonizado por las
corporaciones imperiales. Su condición de país sin grandes riquezas naturales,
apetecidas por los imperios, y su ubicación lejana a estos centros de
depredación y depravación, lo mantuvieron con relativa independencia para
dedicarse a sus propios problemas. Este proceso fue interrumpido con la Guerra
fría en los años 50, la dictadura militar supervisada por la CIA en los 70 y la
consecuente imposición del neoliberalismo de la Escuela de Chicago. En las
últimas décadas, se recuperó algo de aquella tradición progresista con
políticas como la universalización de las laptops para niños, pero luego
comenzó un remedo vacío, autocomplaciente, un tic sin épica.
Luego de medio
siglo de existencia, el Frente Amplio también se está sumergiendo en una
silenciosa crisis. El parteaguas fue Gaza. No comenzó con una razón ideológica,
sino moral, pero este terremoto obligó a cientos de millones a estudiar historia,
lo que dejó al descubierto otras razones imperiales. Este terremoto tiene un
mismo epicentro en los sistemas de poder representados por las ideologías de
derecha, desde el sionismo, el fascismo, el evangelismo misionero de corbata y
pobres temblando en el piso de los templos, no por misterio divino promovido
por la CIA décadas atrás.
Todo de forma
simultánea al neoliberalismo que ahora agoniza en un postcapitalismo violento,
desesperado y sin ideas.

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