Artículo en abierto de
la Revista de El Viejo Topo nº455, diciembre de 2025. El retorno de la Sombra
por Antonio Monterrubio. Artículos de Manolo Monereo, Julen Bollain, Ignacio
Garay, Xulio Ríos, Higinio Polo, Javier Franzé y Miguel Candel. Entrevista a
César Rendueles por Javier Enríquez Román. Respuesta a Moreno Pasquinelli por
Ramón Franquesa. Más cine: Yorgos Lanthimos. Y reseñas de libros.
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¡En la calle el Topo de Diciembre!
El Viejo Topo /
1 diciembre, 2025
Artículo en abierto de la Revista de El Viejo Topo nº455, diciembre de
2025. El retorno de la Sombra por Antonio Monterrubio. Artículos de Manolo
Monereo, Julen Bollain, Ignacio Garay, Xulio Ríos, Higinio Polo, Javier Franzé
y Miguel Candel. Entrevista a César Rendueles por Javier Enríquez Román.
Respuesta a Moreno Pasquinelli por Ramón Franquesa. Más cine: Yorgos Lanthimos. Y reseñas de libros.
El retorno de la sombra
por Antonio
Monterrubio
Algunos
pensaron que Trump, no siendo un candidato marioneta, podía ser más prudente y
menos belicista que otros presidentes. Sin embargo, hoy el mundo no es un lugar
más seguro que ayer. Son tiempos cada vez más oscuros.
Que la historia
está lejos de ser un largo río tranquilo, un proceso continuado de progreso y
perfeccionamiento, no requiere demostración. En múltiples ocasiones ha hecho
gala de su sobrada capacidad para echar el freno y dar marcha atrás. El colapso
del mundo micénico, en torno a 1200-1100 a.C., sumergió a Grecia en una Edad
oscura que se prolongó hasta la aurora de la época arcaica (s. VIII a.C.). Incluso
la escritura desapareció. La caída de Roma acarreó un serio retraso que duró
siglos. Hace ya mucho tiempo que la Edad media en su conjunto ha sido
rehabilitada de su condición de época tenebrosa sin el menor atisbo de luz.
Indudablemente, el eclipse no persistió mil años, pero existió.
No hace falta
que una civilización se derrumbe para que los infortunios de los más se
incrementen hasta límites que ni sospechaban años atrás. El establecimiento de
los Estados absolutistas en el oeste de Europa dio la puntilla al modo de
producción feudal y significó la desaparición de la servidumbre, a la par que
el desarrollo de una economía cada vez más urbana. En el este del continente,
sin embargo, «el Estado absolutista era la máquina represiva de una clase feudal
que acababa de suprimir las libertades tradicionales de las clases pobres»
(Anderson: El Estado absolutista).
En
consecuencia, al este del Elba, sucesivas generaciones de campesinos
consumieron sus vidas acechadas por la miseria, el hambre y las epidemias,
condenados a una muerte precoz. Así, la Amanda Woyke, cocinera de la
servidumbre, creada por Günter Grass en El rodaballo y real
como la historia misma. Nacida sierva en 1734, verá perecer de inanición a sus
tres hijas pequeñas, una más de las innumerables tragedias que jalonaron su
desdichada existencia.
Lloró durante
tres días de marzo limpios como la porcelana,
hasta que su
planto, filtrado, fue solo un iiih.
(Y también en
otras chozas
de Zuckau,
Ramkau y Kokoschken,
donde a alguien
se le había muerto alguien de hambre
se lloraba así:
ihhh…).
Nadie se
preocupaba por eso.
Como si no
pasara nada, echó brotes el sauce.
La Revolución
industrial puso las bases de un progreso material acelerado que culminó en la
Sociedad de Consumo y Espectáculo. Pero no todos disfrutaron de sus beneficios,
ni mucho menos. Y eso incluso en el mismo centro del proceso.
La clase media
triunfante y aquellos que aspiraban a emularla estaban satisfechos. No así el
trabajador pobre –la mayoría, dada la naturaleza de las cosas– cuyo mundo y
formas de vida tradicionales destruyó la Revolución industrial, sin ofrecerle
nada a cambio (Hobsbawn: Industria e imperio).
En nuestro día
a día, donde el tecnofeudalismo se va imponiendo mientras se eclipsan los
derechos sociales, laborales, ciudadanos y aun humanos, esta frase es de
palpitante actualidad. Y los paralelismos no se limitan a aspectos tangibles,
con una creciente legión de trabajadores abocados a la precariedad y la
estrechez. Igual que entonces, cualidades asociadas a determinados oficios como
el saber hacer, la tradición, el orgullo de la obra bien hecha, el valor de la
experiencia o una cierta moralidad se han evaporado. La monotonía y la rutina,
los ritmos impuestos son incompatibles con casi cualquier labor creativa y
gratificante. Ni siquiera la vocación es capaz ya de compensar el carácter
alienante del trabajo.
Sociedades al
completo pueden caer en una locura colectiva autodestructiva. El suicidio de
Europa culminado en el periodo 1914-1945 es una muestra excelente. En apenas
treinta años, dos guerras al por mayor y otras de extensión limitada segaron
millones de vidas de combatientes y civiles. La miseria se ensañó con las
poblaciones. Las epidemias hicieron su agosto, el hambre resultante del paro y
la guerra diezmó países enteros. Pero si la catástrofe material fue de
dimensiones desconocidas hasta entonces, el apocalipsis moral se reveló aún más
funesto. Proliferaron los fascismos, con el fervoroso apoyo de grandes masas.
La intolerancia y el odio se propagaron como la peste. Todas las líneas rojas
éticas fueron cruzadas, incluso borradas del mapa. Por si la monstruosa
cantidad de víctimas de tantos desmanes no fuera suficiente, se alcanzó
el non plus ultra de la abyección. Se puso en práctica un
programa destinado a exterminar a los miembros de una serie de minorías por el
simple hecho de pertenecer a ellas. Judíos, gitanos, homosexuales,
discapacitados, opositores políticos fueron perseguidos, cazados o aniquilados
ante la indiferencia distraída o el aplauso más o menos entusiasta del
populacho. No es creíble que no supieran. Sí que sabían, pero no les importó. Y
esto sucedió en países con altísimas cotas de alfabetización, notables niveles
educativos y culturas deslumbrantes. El experimento funcionó en su día; luego,
dadas condiciones similares, es perfectamente reproducible. Deberíamos andarnos
con cuidado. El Mal no habita ya en el lejano corazón de Mordor. Está cerca de
nosotros –en no pocos casos, dentro–.
Asistimos,
entre atónitos y desencantados, a un proceso de cristalización del mal que, a
corto plazo, parece imparable. De los trágicos fenómenos con los que nos toca
convivir, el más funesto a largo término es la propagación viral del espíritu
de la servidumbre voluntaria. Enloquecidos profetas hacen las delicias de
grandes y chicos profiriendo eslóganes ultraliberales que condenan a la pobreza
al grueso de la población mundial. Sabido es que la crítica inmisericorde de
las nuevas hornadas humanas por quienes dejaron muy atrás su mocedad es un
lugar común de venerable antigüedad. Aun así, es difícil negar que hoy una
porción no desdeñable de ellas –en particular masculina– enarbola ideas,
actitudes y conductas que solo pueden calificarse de nefastas. Cierto es que
tampoco en otras generaciones todos, ni siquiera la mayoría de sus miembros,
estuvieron movidos por los generosos valores que líricamente se atribuyen a la
juventud. Esto no quita que la situación actual sea extremadamente preocupante
y presagie, de no cambiar, un futuro poco halagüeño para el planeta y sus
pasajeros. Entre el enfervorecido público de los gurús del Egoísmo Salvaje se
sitúan en las primeras filas muchos de quienes sufrirán, tarde o temprano, las
consecuencias de sus actos. Pero nada parece capaz de detener la marcha hacia
el desastre de una humanidad atrapada en su bucle melancólico. Creencias
irracionales, prejuicios tribales o sumisiones incondicionales que creíamos
desvanecidos en las tinieblas de la historia aparentan haberse conservado en
nitrógeno líquido para resurgir ahora, tan frescos, en este invierno de nuestro
descontento.
La crisis de la
conciencia moral, la parálisis de la facultad de juzgar, la capitulación del
pensamiento, el agostamiento del sentido y la sensibilidad asedian la ciudadela
de la dignidad humana. Derribados sus muros, quedará a merced de los nuevos
bárbaros. Una audiencia cada vez más amplia y enardecida alterna las loas al
amo con el odio al desvalido, hace profesión de intolerancia, rinde culto de
latría al malismo. La ignorancia y la inhumanidad amenazan con
asfixiarnos, no solo metafóricamente. Es momento de actuar, y no de limitarse a
discutir sobre si estamos ante un renacer del fascismo o ante un totalitarismo
de nuevo cuño. Esto recuerda demasiado la discusión de los conejos acerca de si
sus perseguidores eran galgos o podencos. La cuestión es que el Mal con
mayúscula, a la par radical y banal, ha regresado, armado hasta los dientes.
«Siempre después de una derrota y una tregua, la Sombra toma una nueva forma y
crece otra vez» (Tolkien: El señor de los anillos).
El atoramiento
de la indignación, último latido de la ética, parece una evidencia.
Presenciamos impasibles un desfile incesante de injusticias monstruosas,
estremecedoras catástrofes y masacres devastadoras, con o sin coartada bélica.
Dedicamos la misma indiferencia a las imágenes de ahogados en el Mare Nostrum
convertido en solar de la muerte líquida y las de cadáveres despanzurrados por
bombas, misiles y miseria moral. Nada tiene el vigor suficiente para sacarnos
de nuestra zona de confort, a la cual nos aferramos con uñas y dientes. Somos
la confirmación a gran escala de la validez del axioma neurocientífico que
sostiene que al cerebro no le importa la verdad, sino la supervivencia. Si
necesita crear un relato que justifique cualquier atrocidad, no le temblarán
las neuronas. Y en todo caso, no dudará en dirigir la atención hacia otro lado
con tal de ahorrarse el dolor o la angustia.
Allá donde mora
el emperador y donde, por ende, se corta el bacalao, comienzan a proliferar signos
de un autoritarismo con vocación autocrática. En apenas seis meses de
ejercicio, el gobierno Trump bis ha traspasado innumerables límites morales,
legales y constitucionales. Lo menos que puede decirse de la troupe circense
que escolta al César es que su virtud es de lo más distraída. Forofos de la
mentira, la calumnia, las fake news y los hechos alternativos,
habitan una realidad paralela a la cual pretenden teletransportar al grueso de
la población, idealmente a la sociedad en su conjunto. Una parte considerable
vive ya en esa Matrix corregida y aumentada que es el show de Trump,
mucho más falso (y letal) que el de Truman. El destino de los réprobos –a pesar
del biopoder, la psicopolítica y el tecnototalitarismo, los habrá– será poco
envidiable. Tenemos delante a un tipo que amenaza con detener a todo un
gobernador de California por el delito de no bailarle el agua. Los ignorantes
atrevidos son legión en su gabinete, desde el vicepresidente hasta los
inenarrables secretarios de Defensa o Sanidad. El antivacunas militante y
conspiranoico de Robert F. Kennedy ha despedido a los diecisiete miembros del
comité asesor sobre las vacunas para sustituirlos por expertos que
comparten su pensamiento mágico y su ideario paleopolítico. Pero seguramente el
elemento más representativo de la vileza de las políticas trumpianas sean los
pogromos contra los inmigrantes, persecuciones, arrestos y deportaciones
arbitrarias –y a menudo ilegales– que cuentan, no lo olvidemos, con el
beneplácito entusiasta de nutridos contingentes ciudadanos. Ya se sabe: primero
se llevaron a los mexicanos, pero como yo no era mexicano…
Creer que
estamos ante un simple puñetazo en la mesa, una subida de la testosterona, una
exhibición de fuerza de cara a la galería, sería pecar de ingenuidad. Todo esto
responde a una estrategia orquestada a fin de polarizar a la sociedad,
justificando así la implantación de medidas de excepción. El objetivo es
asentar un poder cada vez más autoritario y sin contrapeso alguno.
Apenas jurado
su cargo, el magnate-presidente ya insinuó que la prohibición constitucional de
un tercer mandato se le daba un ardite. El programa de control del poder
judicial sigue en marcha, al igual que los de establecimiento de un cuasi
monopolio mediático o el aplastamiento de la disidencia intelectual y
universitaria. Su olímpico desprecio a las reglas democráticas, las normas
legales y los imperativos éticos reflejan un insaciable apetito autocrático. Su
sueño poco secreto es convertirse en caudillo del MAGA de los mil años. A su vez,
esa es la pesadilla de millones de sus conciudadanos y de tantos en el resto
del mundo. Pues un gobierno autoritario en los Estados Unidos refuerza los que
ya existen en otros países, haciéndolos aún más atrevidos y opresivos. Y
facilita enormemente el advenimiento de otros destinados a durar. La sombra
amenaza de nuevo con devorarnos.
Muchas son las
entidades tenebrosas que se han dejado sueltas en los últimos tiempos. Pero la
Princesa de las Tinieblas es la Mentira. Los hechos se ocultan, se transforman,
se invierten. La historia se reescribe constantemente ante nuestras narices.
Hasta los testigos presenciales terminan creyendo a pies juntillas la versión
amañada y autorizada. Todo dato, suceso o cifra puede ser vilipendiado,
menospreciado, disimulado o negado si afecta a la imagen del poderoso.
Simétricamente, infundios sin pies ni cabeza mutan en dogmas de fe cuando
contribuyen a la eliminación de los réprobos. Por racionales y sapiens que
insistamos en creernos, confiar en las buenas artes del Sistema Nervioso
Central para actuar como estabilizador automático sería un error de bulto. Si
nuestro cerebro necesita relatos a modo de alivio, queda muy lejos de su ánimo
el contrastarlos con fuentes fiables.
Bajo el Sol
negro de la mentira prolifera una tenebrosa jungla de intolerancia y odio. A su
sombra se reúnen hordas cada vez más nutridas de orcos y demás criaturas
malignas. Todos ellos, incluidos los más orgullosos, como los horripilantes
Espectros del anillo, son meros sirvientes, piezas de ajedrez desechables en el
Gran juego del Señor Oscuro. Este cuenta con que sus sofisticadas artes
nigrománticas serán suficientes para hacerle dueño no ya de la Tierra media,
sino del planeta entero. Pero no descarta, si lo considera oportuno, recurrir a
terapias más agresivas. Estas vísperas recuerdan otras pasadas.
Oído en un
café: un joven nazi sentado con su novia […] está borracho. «Sí, sí, ya sé que
ganaremos, de acuerdo», exclama impaciente, «pero no basta». Y golpea la mesa
con el puño: «¡Tiene que haber sangre!». La muchacha le tranquiliza […]
«Pero claro que la habrá, cariño», le arrulla apaciguadora,
«el Jefe lo ha prometido».
Estas frases
proceden de «Diario berlinés (Invierno, 1932-33)», el capítulo que cierra Adiós
a Berlín de Christopher Isherwood. Unos días después, Hitler fue
nombrado canciller.
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