La falacia de las renovables y
el cambio climático
Rebelion
| 03/03/2023 |
Fuentes: CTXT [Imagen: Molinos de viento en Muras, Galicia. SANTI VILLAMARÍN]
Entre el posicionamiento falaz del “son imprescindibles” y una oposición
completa del tipo “no debemos instalar ninguna”, existe un enorme trecho donde
se debe ubicar la racionalidad y, sobre todo, la auténtica democracia
Afirmar que las
energías renovables son la solución al cambio climático se ha convertido en un
lugar común. Sin embargo, ante la expansión acelerada de su instalación
conviene preguntarnos si tras ese lugar común existe una realidad contrastable
o estamos, por contra, ante un mito más de eso que se ha venido en llamar
la descarbonización de nuestras sociedades.
Porque no es
solamente nuestra clase política a la que escuchamos decirnos que “necesitamos
instalar energías renovables”, sino que incluso no pocos sectores del
ecologismo aseveran que necesitamos instalar de forma “masiva y rápida” grandes
estructuras de lo que llaman renovables, pero que sería mejor denominar, para
ser precisos y evitar un peligroso autoengaño, sistemas no renovables
de captación temporal de flujos de energía renovable (SiNRER o
simplemente pseudorrenovables). Si no lo hacemos, llega a afirmar
algún conocido divulgador, las consecuencias serán “sequías, incendios, clima
extremo” que arrasarán con “nuestros campos y nuestra biodiversidad”.
Analicemos,
pues, si este tipo de afirmaciones se sostiene en un razonamiento lógico basado
en la ciencia. En primer lugar, si queremos combatir un caos climático causado por
las emisiones de efecto invernadero, la solución que debería aparecer como más
obvia consistiría en lo que nos lleva diciendo décadas la gente de ciencia:
primero, la reducción de dichas emisiones, esto es, dejar de emitir CO2, CH4,
N2O y el resto de gases que están reteniendo un calor excesivo en nuestra
atmósfera. Y, en segundo lugar, como estrategia complementaria, intentar
capturar la máxima cantidad posible de los gases ya emitidos por encima de los
niveles presentes en la atmósfera preindustrial, es decir, retirarlos de la
atmósfera, secuestrarlos, como se suele decir, en las formas más
seguras y permanentes posibles.
Si queremos combatir un caos climático debemos capturar la máxima cantidad
posible de gases ya emitidos por encima de los niveles preindustrial
Pues bien,
entonces la prueba del algodón para saber si las
pseudorrenovables sirven realmente para combatir el cambio climático sería
preguntarnos, en primer lugar, si reducen las emisiones. ¿Construir, instalar y
operar una turbina eólica, por ejemplo, retira carbono de la atmósfera? ¿Lo
hace un panel fotovoltaico? La respuesta es que no, no están hechos con ese
objetivo, sino para generar electricidad a partir de la captación que realizan
de flujos de energía presentes en la Naturaleza. De hecho, para su construcción
se necesita quemar cantidades importantes de combustibles fósiles, lo cual
contribuye… ¡a empeorar el cambio climático! Precisamente una instalación
“masiva y en tiempo récord” como la que reclaman algunos, de este tipo de SiNRER
lo que causaría es una aceleración de las emisiones y un empeoramiento a corto
plazo de la perturbación climática, como ha señalado, entre otros, un equipo
experto en la modelización de los diversos caminos hacia una Transición
Energética, el grupo GEEDS (Grupo de Energía, Economía y Dinámica de Sistemas)
de la Universidad de Valladolid.
Descartado,
pues, que las mal llamadas renovables contribuyan a combatir el caos climático
de esta primera manera, quedaría responder a una segunda pregunta: ¿pueden
capturar carbono de la atmósfera? La respuesta, de nuevo, es evidente: no
pueden hacerlo puesto que no están diseñadas para eso. Retirar carbono es algo
que tan sólo pueden hacer ciertas partes de la biosfera (los árboles, un suelo
vivo, las turberas, etc.) o, al menos en teoría, ciertos artilugios y sistemas
inventados o por inventar por los seres humanos con dicho fin, y que se suelen
denominar en la bibliografía técnica y en los documentos del IPCC, sistemas CCS
(carbon capture and storage). Pero los eólicos, las placas solares, etc.
no son CCSs. Así pues, tampoco ayudan retirando emisiones.
La conclusión
entonces es clara: las instalaciones de las llamadas energías
renovables (en realidad pseudorrenovables, puesto que
requieren materiales y energías no renovables para su construcción y
sustitución) no sirven para combatir el cambio antropogénico del clima que nos
está conduciendo a la extinción. Pero entonces, ¿cómo se explica que sectores
del ecologismo, incluso divulgadores científicos de prestigio, activistas y
prácticamente toda la clase política al unísono coincidan en defender esa
falacia y, en consecuencia, reclamar políticas de implantación masiva de
eólicos, fotovoltaica y sistemas asociados como el hidrógeno o el coche
eléctrico?
Retirar carbono es algo que tan sólo pueden hacer ciertas partes de la
biosfera (los árboles, un suelo vivo, las turberas)
Para responder
a esto debemos fijarnos en ciertos supuestos que sostienen esa postura y que,
hay que señalarlo, no tienen fundamento científico, sino que son hipótesis
técnicas no demostradas, mitos culturales o posicionamientos puramente
ideológicos. El primero de ellos sería la creencia de que las energías
renovables sustituyen a las fósiles, cuya quema, como es
sabido, es la principal fuente antropogénica de emisión de carbono a la
atmósfera. Según esta hipótesis, cuantas más instalaciones fotovoltaicas o
eólicas tenemos, menos GEI emitimos porque la combustión del petróleo, el gas
fósil o el carbón se vería sustituida por la energía que pasamos a obtener de
las SiNRER. Esto, que suena lógico en principio, en realidad no se apoya en
hechos que demuestren que por cada nuevo aerogenerador, por cada nuevo panel
solar, se cause el cierre de alguna planta de carbón o hagan que alguna
petroquímica deje de usar petróleo o que desaparezca alguna fábrica de
fertilizantes a base de gas fósil. De hecho, lo que cualquier dato estadístico
a nivel nacional o mundial puede mostrarnos es que el crecimiento de
consumo de fósiles continúa con independencia del crecimiento paralelo de las
instalaciones pseudorrenovables. Para que esta primera hipótesis se
convirtiese en realidad, debería existir algún tipo de regulación que obligase
a reducir el consumo total de fósiles en una medida mayor al consumo de esos
mismos fósiles que se requiere para instalar las SiNRER, pero no existe ninguna
regulación de ese estilo. Y, en el caso de que algún día llegasen a existir una
legislación y un descenso semejantes, sería esa reducción forzada por la Ley la
que estaría combatiendo el CC y no el despliegue de las llamadas renovables,
que, a lo sumo, podríamos decir que a lo que ayudan es a mantener el nivel de
energía disponible, o al menos parte del mismo, que perdemos al prescindir de
las fósiles.
Si continuamos
escarbando en los argumentos en los que se apoya la falacia renovable, veremos
que la supuesta sustitución parte de otra asunción sin fundamento sólido: que
podemos electrificar todos los usos actuales de las energías fósiles. Pero esa
electrificabilidad total no está demostrada. Sí que es cierto que una parte de
los usos actuales del petróleo, del gas y del carbón pueden ser modificados,
mediante adaptaciones industriales y sociales más o menos costosas, para
funcionar con esa electricidad que –olvidan explicar los defensores de esta vía–
es el único formato energético que son capaces de producir las SiNRER, que por
este motivo son denominadas también REI (Renovable Eléctrica Industrial,
siguiendo a Antonio Turiel). Pero la cuestión clave aquí es que existen otros
usos críticos de la energía fósil para los que la electricidad, por mucha que
generásemos, no serviría, e incluso su almacenamiento concentrado en forma de
hidrógeno estaría fuertemente limitado por condicionantes físicos que estamos
muy lejos de superar, si es que alguna vez lo conseguimos. La producción de
cemento en altos hornos, el transporte aéreo o la producción de muchos tipos de
plásticos serían algunos de estos usos difícil o imposiblemente
electrificables.
Otra asunción
que subyace aquí es la de que podemos (y debemos) mantener una civilización
como la actual, es decir, de tipo eminentemente industrial, hipercompleja y con
unos niveles de consumo energético y material elevadísimos. Así, como sabemos
que no nos queda otra que dejar de quemar fósiles (por el doble motivo de que
destruyen el clima y de que se agotan), y esto va a implicar una pérdida de
energía primaria del 80%, aproximadamente, a escala mundial, nos dicen
que necesitamos instalar renovables, porque dan por hecho el
posicionamiento ideológico de que queremos mantener este tipo
de civilización, junto con la hipótesis no demostrada, de que podemos hacerlo.
No obstante, no faltan motivos para dudar mucho de la factibilidad de ese
mantenimiento de un tipo de sociedad que nació con los combustibles fósiles, se
desarrolló a su medida y se mantiene gracias a su flujo creciente año tras año,
desde hace más de siglo y medio. Por no mencionar la cuestionable deseabilidad
de tal mantenimiento de una sociedad capitalista que demostró su carácter
injusto, insano y destructivo basado en la explotación creciente de la
Naturaleza, de los pueblos y de las mentes y cuerpos de los seres humanos.
Quiere esto decir que únicamente podremos afirmar que necesitamos masivas
instalaciones fotovoltaicas, eólicas, etc. si podemos y queremos mantener
una civilización industrial y capitalista del crecimiento perpetuo. Lo único que
reclama y necesita más y más energía es el capitalismo, no las necesidades
humanas, y mucho menos las necesidades de la Biosfera.
Y, finalmente,
incluso partiendo de que aceptásemos todos los supuestos anteriores, la falacia
de las masivas renovables como necesidad ineludible para luchar contra el
cambio climático seguiría fallando por el simple hecho de que las considera
realmente renovables. Pero no existe ni un solo panel fotovoltaico
en el mundo, ni un solo aerogenerador en parte alguna, que se hayan construido
usando únicamente electricidad de origen renovable y materiales reciclados o
renovables. Ni los hay ni los podemos esperar, tanto por el agotamiento
acelerado de los minerales primarios como por el costo energético prohibitivo
que tendría acercarnos a tasas suficientes de reciclaje como para hacer algo
semejante a escala masiva.
El crecimiento de consumo de fósiles continúa con independencia del
crecimiento paralelo de las instalaciones pseudorrenovables
¿Quiere todo
esto decir que debemos rechazar totalmente las llamadas energías
renovables? Aunque esta suele ser una acusación que lanzan contra sus
críticos algunos creyentes en las falacias renovables que
acabamos de describir, no es así en absoluto. Entre el posicionamiento falaz
del “son imprescindibles y además de manera masiva” y una oposición completa
del tipo “no debemos instalar ninguna”, existe un enorme trecho donde se debe
ubicar la racionalidad y, sobre todo, la auténtica democracia. Porque es esto,
y no otra cosa, lo que en el fondo están reclamando los movimientos de
oposición a los macroproyectos de renovables: democracia y soberanía
energéticas, es decir, la capacidad de decidir qué tipo de energía,
cuánta y para qué. Además, una descarbonización, para ser racional, debe
huir de autoengaños y partir de un realismo que reconozca que lo único
que combate el cambio climático es dejar de emitir GEI, y que eso implica
dejar de quemar petróleo, gas y carbón, punto. Y que reconozca, así mismo, las
implicaciones ineludibles de trasformar completamente nuestro modelo de
civilización: aceptar un declive global de la disponibilidad de energía hasta
llegar a los niveles que puedan proporcionarnos unas auténticas renovables (las
que llama Luis González Reyes las R3E, energías realmente renovables y
emancipadoras, concepto que incluye las renovables no eléctricas que
defiende Turiel); relocalizar la vida y la economía para poder satisfacer las
necesidades locales con energías y materiales locales; abandonar el capitalismo
como paradigma único que determine la organización social, para decidir
democráticamente qué otros tipos de modelos queremos construir en cada país;
desarrollar (esto sí) de manera masiva la agricultura ecológica, de manera
correctamente planificada y adaptada a cada territorio, contando con los
factores ya inevitables del caos climático, para asegurar una soberanía y
resiliencia alimentarias como primer objetivo social; desarrollar toda una
nueva estructura de relaciones internacionales basada en la justicia y en la
compensación a los pueblos por la deuda histórica y climática; así como toda
una serie de medidas de profunda y rápida trasformación social hacia sociedades
pospetróleo, poscrecimiento y poscapitalistas como las que vienen proponiendo
movimientos como el Decrecimiento o el Ecosocialismo ecofeminista y consciente
de los límites del planeta.
Será solamente
entonces, sobre esta base de una nueva realidad material y social, que podremos
formular entre todas y todos, cuántas turbinas eólicas, paneles fotovoltaicos,
coches eléctricos o barcos de hidrógeno necesitamos construir. Pero llegados
ahí ya no lo haremos con la falsa ilusión de estar “luchando contra el cambio
climático”, sino que, con el freno ya puesto a este peligro en una sociedad que
ya no necesitará crecer y que consumirá muchísima menos energía, podremos
decidir si necesitamos ese tipo de tecnologías para satisfacer necesidades
reales y concretas de las comunidades o si estas ya no merecen la pena.
Manuel Casal Lodeiro es coordinador del Instituto Resiliencia.
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