El
neoliberalismo, cuyo propósito es la mercantilización absoluta de la vida
humana, se camufla apelando a la libre elección, a los deseos subjetivos o al
sentimiento identitario. Son expresiones culturales, aparentemente de
izquierdas, que actualizan una explotación que afecta, principalmente, a las
mujeres.
Patriarcado y neoliberalismo cultural: la ofensiva
perfecta
El Viejo Topo
1 julio, 2022
El patriarcado es la institución más antigua que conocemos en la historia de la Humanidad. En cualquiera de sus formas y manifestaciones, la dominación física, económica, política y simbólica de las mujeres atraviesa todas las sociedades, culturas y épocas hasta nuestros días. Y todas las culturas que conocemos, tanto las que nos han precedido como la nuestra y sus contemporáneas, han hecho una magnífica labor naturalizando la subordinación a partir de la diferencia sexual entre mujeres y hombres, a través de la socialización basada en roles, comportamientos y marcadores diversos. A este conjunto de normas, prácticas y valores que conforman y condicionan las experiencias de ser mujeres y hombres culturalmente específicos lo llamamos género. El género es un concepto analítico y, a la vez, el mecanismo de reproducción del patriarcado. Porque el patriarcado persiste y se reinventa, como todos los sistemas de relaciones de poder. Aplicando la lúcida distinción de Alicia Puleo[1], en la mayoría de los países del mundo sigue vigente como coerción, donde la inferioridad y la sujeción de las mujeres es legal. Y en aquellos en los que supuestamente disfrutamos de igualdad ante la ley, no solo el patriarcado de consentimiento disciplina diariamente a las mujeres –abandonadas por la interiorización de sus mecanismos– de mil maneras, sino que, además, se rearma como parte de una ofensiva que intenta eliminar a las mujeres como sujetos de derecho.
No debería
sorprendernos que las grandes corrientes del pensamiento y la acción política
marxistas, y quienes las han desarrollado, hayan tenido serias dificultades
para deshacerse y distanciarse críticamente del patriarcado, pues todo lo
impregna a la hora de intentar comprender el mundo y proponer formas
alternativas de organizar la sociedad. Pero sería esperable encontrar la
superación de este lastre en las aportaciones más recientes, las
ecosocialistas: perspectivas holísticas situadas en la búsqueda de un
sistema-mundo basado en la justicia global en todas sus dimensiones; es decir,
una justicia global alejada de la ingenuidad utópica de tiempos anteriores a la
constatación del daño ya irreversible causado en el Planeta, tanto como del
crecimiento ilimitado al servicio del beneficio corporativo.
Sin embargo, la
estrategia cultural del neoliberalismo actualiza como nunca los mecanismos del
patriarcado y parece suspender la capacidad de análisis progresista que se
aplica, en cambio, con éxito a la economía política de la globalización. El
neoliberalismo cultural se podría definir como el conjunto de disposiciones y
actitudes favorables al neoliberalismo económico y al debilitamiento del Estado
promovidas por medio de la cultura de masas y todos sus medios de penetración.
Es la agenda ideológica que convierte en aceptable la expansión ilimitada del
mercado, y para lograrlo rompe los instrumentos de la articulación política
colectiva y la solidaridad social necesarias con que poder hacerle frente.
Las máscaras
del neoliberalismo cultural camuflan y resignifican la explotación
extractivista que convierte hasta la última célula de los cuerpos de las
mujeres en materia prima del mercado de la vida, habiendo colonizado a la
izquierda política con el núcleo de su engaño. Como conversos, ideólogos y
políticos “de izquierdas” consagran la explotación de las mujeres (piénsese en
la prostitución o en el alquiler de los úteros) como el súmmum de los nuevos
derechos, como si esas prácticas fueran bendecidas por los mantras de la
libertad de elección y los deseos subjetivos. Repiten que no es lo mismo vender
un riñón para pagar deudas –algo inadmisible moral y políticamente– que aceptar
dinero por dejarse penetrar “si la mujer lo decide”, una mujer cuya dignidad se
convierte en ajena a la dignidad propia de quien emite el juicio. Porque las
mujeres no somos ciudadanas iguales en el imaginario patriarcal, por eso somos
víctimas más invisibles. Pero vayamos por partes.
Como
materialistas, sabemos que la primera acumulación por desposesión en la
historia de la Humanidad es la del acceso sexual y la apropiación de la
capacidad reproductiva de las mujeres a manos de los hombres, mucho antes de
que la hegemonía del capital sobre la naturaleza y sobre el trabajo definieran
el capitalismo neoliberal en las últimas décadas del siglo XX. La agenda
feminista es indisociable de todo proyecto emancipador de la humanidad, que no
es tal si no comienza por erradicar los mecanismos y los efectos de aquella
primera acumulación, la desigualdad más antigua, abrumadora y transversal, la
subordinación de las mujeres. El ecosocialismo, síntesis del socialismo y el
ecologismo político, denuncia el doble carácter injusto y depredador de un
modelo de producción y organización del mundo insostenible.
El
ecosocialismo y, en general, toda la izquierda autodenominada transformadora,
así como el feminismo, constituirían, por tanto, un proyecto político
alternativo a la mercantilización de la vida humana en cualquiera de sus
formas. Deberían representar la esperanza de hacer más justo el mundo que
compartimos, deteniendo y revirtiendo el extractivismo y la explotación del
planeta y de la Humanidad –incluidas las mujeres, claro está–. Pero las
propuestas políticas concretas que formula esta izquierda parecen haber
abandonado el análisis materialista de la realidad en lo que se refiere a la
emancipación de las mujeres, abandonando en paralelo buena parte de la agenda
feminista.
Sin embargo,
una izquierda transformadora, que enarbola la bandera de lo verde, lo
rojo y lo morado, es del todo irreconciliable con la
explotación sexual y reproductiva de las mujeres, que se basa en el
extractivismo aplicado a nuestros cuerpos. Lo esperable sería que luchara
enconadamente contra las industrias globales que promocionan la demanda de
mujeres y niñas como objetos sexuales al servicio de los hombres. ¿Qué ocurre
con esa pornografía que se satisface por medio de la trata? Comprendiendo como
comprende el funcionamiento del mercado y el consumo, la izquierda debería
denunciar cómo se reproduce la posición subalterna y cosificada de las mujeres
en las mentes de los adolescentes y los jóvenes por medio del negocio criminal
de la pornografía, que les induce a excitarse con el sometimiento violento de
niñas y mujeres. Debería comprender, más que ninguna otra posición política,
que la igualdad entre mujeres y hombres es incompatible con la mercantilización
de las relaciones y que el consentimiento de las mujeres no es más que el
precio de la supervivencia en la mayor de las desigualdades. ¿Qué clase de
trabajo devalúa a la trabajadora con los años y la “experiencia”? ¿En cuál otro
trabajo la alienación del propio cuerpo, la disociación inducida por el consumo
de drogas, es la única posibilidad de mantener el empleo?
Porque ni los
hombres tienen derecho a consumir cuerpos de mujeres pobres que no les desean,
ni los hombres y mujeres ricos tienen derecho a consumir cuerpos de mujeres en
situaciones precarias de todo el mundo con tecnologías reproductivas al
servicio de un derecho inexistente a ser padres, socavando su salud con
hormonaciones intensivas y embarazos indeseables. La izquierda debería ser la
abanderada de la lucha contra el comercio mundial que convierte el derecho de
los niños a tener una familia en compraventa de bebés encargados a la carta y
gestados por mujeres empobrecidas.
El
ecosocialismo como filosofía política es la antítesis de las ideas que
sustentan estas prácticas. Otro tanto hay que decir de un feminismo que no lo
es cuando se conjuga en plural –feminismo(s)– para defender prácticas como las
antes referidas. Pero las formaciones políticas que ahora representan estas
tendencias han sido las primeras víctimas de la gran operación de
resignificación del análisis y la lucha feminista en los últimos años. La
expansión y consolidación del capitalismo neoliberal, desterritorializado y
desregulado, se impone más fácilmente a partir de las teorías identitarias que
promueven la subjetividad individual y disocian la experiencia subjetiva de
toda realidad material, incluida la realidad material del sexo. Aún más si se
presentan con el discurso de la transgresión liberadora o el de los derechos
humanos. Y como todo lo que tiene que ver con el origen de la opresión
patriarcal, la cuestión del sexo, a quienes les afecta en primer lugar es a las
mujeres.
Así como en una
pesadilla que sintetiza Un mundo feliz de Huxley y 1984 de
Orwell, cuando nos hemos convertido en la materia prima de las actividades
criminales más lucrativas del mundo, las mujeres somos reducidas a funciones
fisiológicas por un lenguaje que nos borra: “cuerpos menstruantes”, “cuerpos
gestantes”, etc. Decía recientemente Eva Borreguero en El País (8/06/22) que la
invisibilización social de las mujeres a manos de los talibanes tiene el mismo
efecto que referirse a las mujeres como “personas con vagina”, pues son viejas
y nuevas formas de borrarlas. De esta manera, el género y todos sus artificios
ya no son opresión, sino que se perciben como expresión de la identidad.
En la misma
línea, se puede interpretar ahora, con diversas leyes en la mano, que la
infancia libre de limitaciones sexistas que no reproduce roles tradicionales ni
preferencias antiguas, puede ser indicativa de haber nacido en “un cuerpo
equivocado”. Y que ese cuerpo debe ser hormonado y mutilado para encajar,
creando dependencia farmacológica de por vida para alcanzar su verdadera
identidad (por cierto, esta tendencia afecta a tres chicas de cada cuatro casos
sin que ello haya constituido una señal de alarma política y social hasta el
momento). Por otra parte, la prostitución ya no es cosificación y explotación,
sino trabajo sexual empoderante. Y la lista sigue: la explotación
reproductiva se convierte en altruismo; la ficción legal y médica de la
transexualidad se convierte en un derecho a cambiar el sexo registral sin
filtro ni límite alguno, con todas sus consecuencias, ocupando los espacios de
las mujeres y suplantándolas; y la violencia contra las mujeres, que es la
principal herramienta del patriarcado para reproducir la subordinación social y
cultural a pesar de la igualdad formal que establecen las leyes, pasa a ser
violencia contra una identidad sentida: puede considerarse víctima de ella todo
hombre que se declare mujer. La contradicción más flagrante es que las propias
bases de la emancipación de las mujeres y de las políticas de igualdad
impulsadas por la izquierda se convierten ahora en papel mojado.
Una izquierda
transformadora debería ser, por definición, contraria a la falacia de la libre
elección, resucitada por el neoliberalismo hace cuarenta años a pesar de haber
sido desmontada por el marxismo hace casi doscientos. El propio cuerpo no es un
activo de mercado y la lucha colectiva no es ni una suma de subjetividades ni,
mucho menos, un repertorio de deseos inducidos por el mercado y centrados en el
individuo. ¿Cuál es entonces la alternativa ideológica al beneficio de las
grandes corporaciones, de las opciones que dicen representar el ecosocialismo y
los autodenominados feminismos, si abrazan su cultura?
Aquella célebre
contradicción secundaria de la que hablábamos, que siempre debía esperar a la
resolución de los conflictos capital-trabajo, se ha liquidado por la vía de
considerar obsoleta la agenda feminista, renunciando a alcanzarla. De un
plumazo, se menosprecia una tradición política, intelectual y de lucha de los
últimos trescientos años en un momento de retroceso en el que los hombres
jóvenes se adhieren al negacionismo de la violencia patriarcal de la derecha, o
al borrado de las mujeres de esta izquierda impostora. La reacción del
movimiento feminista, tal y como ha ocurrido en todas las ofensivas
patriarcales de la historia, es objeto de burla, persecución, silencio e indiferencia
cómplice ante intimidaciones y agresiones por parte de jóvenes cuyas camisetas
dicen –sin escandalizar a nadie– “Kill the TERF”. La mordaza y la
autocensura revelan el éxito del nuevo orden.
Pero por encima
de todo es necesario darse cuenta de que, en esta operación del neoliberalismo
cultural, con la resignificación ideológica y la rendición política en la
izquierda, es el propio concepto de Estado de derecho el que está en riesgo. Se
trata de una ofensiva perfecta que se ceba, en primera instancia, en la
persistencia naturalizada del patriarcado porque sus víctimas no importan en la
misma medida que los hombres. Ya sabéis, primero vinieron a por las mujeres.
Nota:
[1] Puleo, Alicia. “Libertad, igualdad, sostenibilidad. Por un
ecofeminismo ilustrado”. Isegoría: Revista de Filosofía Moral y
Política, nº 38, enero-junio, 2008, 39-59.
Fuente: Artículo en abierto del número 414/415 de Julio/Agosto de El
Viejo Topo.
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