Movimiento vecinal y sindicalismo deberían constituir
espacios sobre los que desarrollar una base social alternativa. Para una fuerza
política que aspire a transformaciones profundas, potenciar esta base social es
tarea imprescindible.
El movimiento vecinal y los
problemas de la izquierda
El Viejo Topo
14 julio, 2022
I
Empiezo con una
autocelebración. Este mes celebramos el 50.º aniversario de la Federació
d’Associacions Veïnals de Barcelona (FAVB). Es una parte importante de mi vida
activista. El movimiento vecinal jugó un papel central en la Transición. En
cada barrio, especialmente en los de clase obrera, se produjeron
reivindicaciones que acabaron generando un amplio movimiento que desbordó al
régimen. El vecinal y el obrero fueron los dos grandes movimientos de masas que
sustentaron la fuerza de la izquierda y que elaboraron un plan reivindicativo
del que salieron las mejores reformas. En ambos casos gran parte de la
izquierda se reforzó mediante la penetración en los resquicios legales que creó
la dictadura para tratar de legitimar su continuidad: en los enlaces sindicales
y en las asociaciones de vecinos. Al principio se trató de acciones locales en
empresas y barrios. La creación de macroorganizaciones como la FAVB fue posible
cuando el movimiento ya había arraigado en muchos lugares y había capacidad
para desarrollar una organización a escala local. Seguramente sucedió algo
parecido en otros muchos lugares, aunque mi experiencia directa se circunscribe
al caso de Barcelona.
El momento
crucial de la historia se produjo en la Transición, con la elaboración de la
Constitución y la celebración de las primeras elecciones democráticas
municipales en 1979. Por cierto que estas se demoraron porque desde el poder se
temía que iniciar un ciclo electoral en el momento de mayor auge del
asociacionismo vecinal pudiera dar demasiado poder a la izquierda real. La
cuestión fundamental que se planteó fue el encaje institucional de las
asociaciones de vecinos. Una opción podría haber sido concederles un estatus
parecido al de los sindicatos, con una cierta financiación pública
institucionalizada y unos derechos de participación que garantizaran tiempo de
acción sindical a los delegados. Esta opción se descartó porque todas las
fuerzas políticas del momento temían que unas asociaciones de vecinos demasiado
fuertes pudieran convertirse en un contrapoder excesivamente molesto. Se optó
por mantener un perfil institucional de bajo nivel, que supone que la capacidad
organizativa se basa en el voluntariado estricto y en una modesta financiación
que depende de la voluntad política de cada momento. La fuerza del movimiento
reside fundamentalmente en su capacidad de movilización y de creación de
hegemonía (por ejemplo, actuando en los medios, mucho más hostiles en la
actualidad que hace unas décadas), y en la influencia en los nuevos mecanismos
de participación, por lo general bastante limitados.
La coyuntura de
los años ochenta fue totalmente desfavorable a la continuidad del movimiento
vecinal. Aunque muchas veces se ha comentado la cooptación de cuadros vecinales
por parte de los partidos, este fue, hasta donde conozco, un tema menor; entre
otras cosas porque el PSOE, que por su posición era el que más capacidad de
cooptación tenía, no solo era un cuerpo extraño al movimiento sino que a menudo
era particularmente hostil. Más importancia tuvieron las políticas orientadas a
minimizar el papel de las asociaciones de vecinos mediante el establecimiento
de lazos clientelares y el cierre de espacios de participación, pero, sobre
todo, la deserción en masa de muchos activistas que percibieron que “la guerra
ha acabado” y se refugiaron en su vida privada, en los estudios, en la carrera
profesional… Fue una respuesta bien analizada por Albert Hirschman en Salida,
voz y lealtad. Al fin y al cabo, la participación política intensa se
enfrenta a los ritmos de la vida cotidiana, regulados fundamentalmente por la
participación en el ámbito laboral capitalista y las necesidades de la vida
doméstica. En un mundo donde se han reforzado las presiones del capital,
encarnadas en carreras profesionales competitivas y horarios laborales
complicados, el voluntarismo solo es posible sostenerlo si hay gente que ha
integrado esta práctica en su experiencia vital. Estas personas existen, por motivos
diversos. Algunas porque han desarrollado, o han sido formadas, en culturas
morales o políticas que tienen integrada esta dimensión (no es casualidad que
la mayoría de los activistas vecinales de más larga y mejor trayectoria
provengan de los restos de la izquierda —del PCE y del amplio magma de la vieja
izquierda extraparlamentaria— o del cristianismo progresista). Otras por
motivos menos valiosos, pero entendibles: por afán de protagonismo personal, de
relacionarse con el poder, o por simple inercia. Por fortuna predominan los
primeros, y esto explica la larga persistencia de un movimiento presente en
muchos barrios de la ciudad, capaz de generar de vez en cuando movidas
importantes (de hecho, la vieja Convergència atribuyó su derrota electoral en
las municipales de 2015 al movimiento vecinal, simplemente porque no pudo
entender que su política antisocial había generado respuestas importantes en
muchos barrios). Es un movimiento que, además, ha sido crucial para construir
espacios de convivencia que van desde la organización de fiestas mayores hasta
la construcción de redes sociales en los barrios. Por esto el 50.º aniversario
de la FAVB no es solo la celebración de una efeméride, sino también un
recordatorio de que sigue vivo un movimiento vecinal más necesario que nunca.
II
Movimiento
vecinal y sindicalismo deberían constituir espacios sobre los que desarrollar
una base social alternativa. En ambos casos coinciden dos aspectos que los
hacen especialmente atractivos: su capilaridad en el tejido social y el hecho
de que planteen demandas y reivindicaciones que afectan a las condiciones de
vida de la mayoría. Por no extenderme, me limitaré a situar el tema en el
movimiento vecinal.
Es cierto que
la presencia de organizaciones implantadas en los diversos barrios permite
generar dinámicas que refuerzan tejidos progresistas en muchos terrenos:
demandas de equipamientos, presiones por la mejora de los servicios sociales,
creación de dinámicas de cooperación social… En las mejores experiencias
locales se han creado verdaderas redes sociales que han favorecido la
incorporación de la cultura feminista y del ecologismo en las demandas
sociales. O que se han enfrentado con relativo éxito a respuestas racistas o
reaccionarias en los barrios. Con todo, siempre queda la sensación de que la
acción vecinal solo llega a la superficie, sin conseguir nunca generar
dinámicas de cambio profundas. Es habitual que la gente acuda a la asociación
de vecinos cuando tiene un problema, agradezca el trato y el apoyo recibido y
desaparezca cuando ha obtenido una solución. En el mejor de los casos queda un
poso colectivo y de reconocimiento a la labor de los esforzados activistas y
poco más. Es aún mucho más difícil organizar cuando se trata de demandas que no
pertenecen al día a día del vecindario. Creo que entender esta cuestión es
crucial para captar las dificultades reales que tiene la izquierda para
consolidar una base social suficientemente amplia para impulsar cambios
sostenidos. El trabajo vecinal exige mucha paciencia, capacidad de diálogo y de
ir tejiendo espacios de relación entre entidades (muchas de ellas dedicadas a
un solo tema) que converjan en la construcción de una fuerza social
alternativa.
Sin consolidar
en los barrios espacios sociales que ayuden a crear cultura política,
sentimiento de colectividad (incluyendo en ello las sucesivas llegadas de
nuevas personas de procedencias diversas), resistencia a los abusos del
capital, proyectos de transformación, parece imposible desarrollar verdaderas
políticas alternativas de amplio alcance, sobre todo cuando debe desarrollarse
sobre la base de un voluntariado estricto, con pocos recursos materiales y
técnicos y sujeto a una hostilidad persistente y a demoledoras campañas por
parte de los poderes económicos. Por esto una izquierda política que quiera una
transformación real de la sociedad, o que simplemente pretenda oponerse a la
actual deriva social, debe plantearse en serio cómo reforzar estas dinámicas,
cómo reconstruirlas.
III
Para una fuerza
política que aspire a transformaciones profundas, potenciar esta amplia base
social es una tarea imprescindible, pero al mismo tiempo complicada. De
entrada, la presencia en las instituciones requiere de un enorme esfuerzo
orientado a conseguir representación institucional, a saber moverse en las
propias instituciones y, muchas veces, a negociar o compartir poder con fuerzas
con las que hay enormes diferencias. Es un trabajo que muchas veces agota las
capacidades humanas y materiales de la propia organización. Además, lo que se
puede conseguir en las instituciones casi siempre está lejos de las
expectativas de las bases. Hay obstáculos de muchos tipos que frenan los
cambios: limitaciones jurídicas, la presión de los lobbies capitalistas,
las inercias de los empleados públicos y, también, las obsesiones de los
políticos, que no siempre coinciden con la opinión de sus movimientos sociales
afines (a veces también porque las reivindicaciones no tienen en cuenta las
complicaciones del tema). Para un político que ha conseguido aprobar una
reforma después de arduas negociaciones, en las que ha tenido que renunciar a
bastantes cosas y superar obstáculos, el resultado es un triunfo. Pero su base
social puede verlo como un fracaso parcial (y siempre hay candidatos dispuestos
a explotar al máximo las diferencias entre la aspiración y el resultado). El
político institucional que espera el aplauso se frustra cuando obtiene una
respuesta tibia o cuando directamente es criticado. Que en estos contextos se
generen dinámicas de desencuentro es bastante habitual. Si son puntuales tienen
poco recorrido, pero por acumulación acaban generando numerosas tensiones y
distanciamientos.
En la
experiencia de la nueva izquierda hay además una cuestión nueva. La fascinación
de los políticos jóvenes por las nuevas tecnologías de la comunicación, por los
sistemas de votación plebiscitaria, combinada con desdén o ignorancia hacia los
movimientos organizados, algo reforzado en parte por la buena fe de pensar que
la participación organizada excluye a demasiada gente. Este ha sido un punto de
fricción persistente entre las políticas municipales de participación y los
movimientos vecinales tradicionales. Para mí este constituye uno de los peores
errores de las nuevas políticas en un doble sentido. En primer lugar, el no
entender la importancia de la organización, especialmente entre los grupos
sociales más desfavorecidos, y pasar por alto que en muchos casos los grupos
organizados tienen una larga experiencia de cooperación y trabajo conjunto que
hace que sus propuestas ya hayan recogido muchos puntos de vista diferentes. La
segunda es que un modelo plebiscitario, de voto en la red, es poco —por decirlo
suavemente— reflexivo. No hay deliberación en el mero voto, sino simplemente la
expresión de un punto de vista particular gestado no se sabe cómo. Y estos
defectos, que no generan confianza ni buena elaboración política, se
contradicen con la evidencia de la sobrerrepresentación de los intereses
empresariales en numerosas instancias y con la patente actuación de los lobbies económicos
mediante una y mil vías.
No todo es
culpa de los políticos. Es cierto que a veces tienen su contrapartida en la
persistencia de líderes sociales personalistas, poco reflexivos, obsesionados
por temas concretos. Es lo que tiene la dificultad de renovar liderazgos cuando
escasea el voluntariado. Y por esto también los movimientos sociales deben
trabajar en su propia renovación, en la formación de sus cuadros. En reconocer
los problemas y limitaciones de las vías institucionales.
La guerra de
posiciones gramsciana es mucho más difícil de desarrollar que la de posiciones,
que a menudo solo requiere de arrestos, tozudez y olvidarse de los costes
laterales. Hasta ahora la izquierda no ha sabido resolver el problema de cómo
compaginar acción institucional e intervención social. Quizás sea empezando por
reconocer los problemas como se encontrarán las respuestas. Porque lo que es
totalmente imprescindible es que en ambos ámbitos de acción exista una sólida
base social que dé consistencia.
IV
Mi reflexión
sobre el movimiento vecinal en Barcelona tiene algo que ver con lo ocurrido en
Andalucía. Allí se ha experimentado un espectacular corrimiento electoral que
antes ya tuvo lugar en otras comunidades (Murcia, País Valencià), y que, a mi
entender, refleja la poca solidez social de la izquierda, la ausencia de raíces
profundas que garanticen una cierta estabilidad social de los procesos.
Ciertamente el PSOE nunca se ha preocupado de ello, su modelo es el
clientelismo y el club de fans. Pero esta sí que debe ser una preocupación
social de la izquierda transformadora: la de generar buenas propuestas
institucionales y desarrollar una base social con cultura y organización que
permitan continuidad y fuerza más allá de los avatares del momento.
Fuente: Mientrastanto.org
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