Tal día
como hoy en 1941 moría en Zúrich el gran escritor irlandés James Joyce. Uno de
los principales artífices de la profunda renovación de las técnicas narrativas
a inicios del s. XX, lo recordamos con este cuento incluido en Dublineses.
Eveline
El Viejo Topo
13 enero, 2022
Sentada ante la
ventana, miraba cómo la noche invadía la avenida. Su cabeza se apoyaba contra
las cortinas de la ventana, y tenía en la nariz el olor de la polvorienta
cretona. Estaba cansada.
Pasaba poca
gente: el hombre de la última casa pasó rumbo a su hogar, oyó el repiqueteo de
sus pasos en el pavimento de hormigón y luego los oyó crujir sobre el sendero
de grava que se extendía frente a las nuevas casas rojas. Antes había allí un
campo, en el que ellos acostumbraban jugar con otros niños. Después, un hombre
de Belfast compró el campo y construyó casas en él: casas de ladrillos
brillantes y techos relucientes, y no pequeñas y oscuras como las otras. Los
niños de la avenida solían jugar juntos en aquel campo; los Devine, los Water,
los Dunn, el pequeño lisiado Keogh, ella, sus hermanos y hermanas. Sin embargo,
Ernest jamás jugaba: era demasiado grande. Su padre solía echarlos del campo
con su bastón de ciruelo silvestre; pero por lo general el pequeño Keogh era
quien montaba guardia y avisaba cuando el padre se acercaba. Pese a todo,
parecían haber sido bastante felices en aquella época. Su padre no era tan malo
entonces, y, además, su madre vivía. Hacía mucho tiempo de aquello. Ella, sus
hermanos y hermanas se habían transformado en adultos; la madre había muerto.
Tizzie Dunn había muerto también, y los Water regresaron a Inglaterra. Todo
cambia. Ahora ella se aprestaba a irse también, a dejar su hogar.
¡Su hogar! Miró
a su alrededor, repasando todos los objetos familiares que durante tantos años
había limpiado de polvo una vez por semana, mientras se preguntaba de dónde
provendría tanto polvo. Tal vez no volvería a ver todos aquellos objetos
familiares, de los cuales jamás hubiera supuesto verse separada. Y sin embargo,
en todos aquellos años, nunca había averiguado el nombre del sacerdote cuya
foto amarillenta colgaba de la pared, sobre el viejo armonio roto, y junto al
grabado en colores de las promesas hechas a la beata Margaret Mary Alacoque. El
sacerdote había sido compañero de colegio de su padre. Cada vez que éste
mostraba la fotografía a su visitante, agregaba de paso:
-En la
actualidad está en Melbourne.
Ella había
consentido en partir, en dejar su hogar. ¿Era prudente? Trató de sopesar todas
las implicaciones de la pregunta. De una u otra forma, en su hogar tenía techo
y comida, y la gente a quien había conocido durante toda su existencia. Por
supuesto que tenía que trabajar mucho, tanto en la casa como en su empleo. ¿Qué
dirían de ella en la tienda, cuando supieran que se había ido con un hombre?
Pensarían tal vez que era una tonta, y su lugar sería cubierto por medio de un
anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre le había tenido un poco de
tirria y lo había demostrado en especial cuando alguien escuchaba.
-Señorita Hill,
¿no ve que estas damas están esperando?
-Muéstrese
despierta, señorita Hill, por favor.
No lloraría
mucho por tener que dejar la tienda.
Pero en su
nuevo hogar, en un país lejano y desconocido, no sería así. Luego se casaría;
ella, Eveline. Entonces la gente la miraría con respeto. No sería tratada como
lo había sido su madre. Aún ahora, y aunque ya tenía más de 19 años, a veces se
sentía en peligro ante la violencia de su padre. Ella sabía que eso era lo que
le había producido palpitaciones. Mientras fueron niños, su padre nunca la
maltrató, como acostumbraba a hacerlo con Harry y Ernest, porque era una niña;
pero después había comenzado a amenazarla y a decir que se ocupaba de ella sólo
por el recuerdo de su madre. Y en el presente ella no tenía quién la
protegiera: Ernest había muerto, y Harry, que se dedicaba a decorar iglesias,
estaba casi siempre en algún punto distante del país. Además, las invariables
disputas por dinero de los sábados por la noche comenzaban a fastidiarla sobre
manera. Ella siempre aportaba todas sus entradas -siete chelines- y Harry
enviaba sin falta lo que podía; el problema era obtener algo de su padre. Éste
la acusaba de malgastar el dinero, decía que no tenía cabeza y que no le daría
el dinero que había ganado con dificultad para que ella lo tirara por las
calles; y muchas otras cosas, porque generalmente él se portaba muy mal los
sábados por la noche. Terminaba por darle el dinero y preguntarle si no pensaba
hacer las compras para el almuerzo del domingo. Entonces ella debía salir
corriendo para hacer las compras, mientras sujetaba con fuerza su bolso negro
abriéndose paso entre la multitud, para luego regresar a casa tarde y agobiada
bajo su carga de provisiones. Le había dado mucho trabajo atender la casa y
hacer que los dos niños que habían sido dejados a su cuidado fueran a la
escuela regularmente y comieran con la misma regularidad. Era un trabajo pesado
-una vida dura-, pero ahora que estaba a punto de partir no le parecía ésa una
vida del todo indeseable.
Iba a ensayar
otra vida; Frank era muy bueno; viril y generoso. Ella se iría con él en el
barco de la noche, para ser su mujer y para vivir juntos en Buenos Aires, donde
él tenía un hogar que aguardaba. Recordaba muy bien la primera vez que lo había
visto; había alquilado una habitación en una casa de la calle principal; y ella
solía hacer frecuentes visitas a la familia que vivía allí. Parecía que
hubieran transcurrido sólo pocas semanas. Él estaba en la puerta de la verja,
con su gorra de visera echada sobre la nuca, y el pelo le caía sobre el rostro
bronceado. Así se conocieron. Él acostumbraba encontrarla a la salida de la
tienda todas las tardes, y la acompañaba hasta su casa. La llevó a ver La Niña
Bohemia, y ella se sintió endiosada al sentarse junto a él en las butacas más
caras del teatro. Él tenía gran afición por la música y cantaba bastante bien.
La gente sabía que estaban en relaciones y, cuando él cantaba la canción de la
muchacha que ama a un marino, ella se sentía siempre agradablemente confusa.
Él, en broma, la llamaba “Poppens” (amapola). Al principio, para ella resultó
emocionante tener un amigo, y luego él comenzó a gustarle. Conocía relatos de
países distantes. había comenzado como grumete por una libra mensual en un
barco de la Altan Lines que iba al Canadá. Le nombró los barcos en los que
había trabajado y enumeró las diversas compañías. Había navegado a través del estrecho
de Magallanes, y relató anécdotas de los terribles indios patagones; tuvo
suerte en Buenos Aires, dijo, y sólo había vuelto a su patria para pasar las
vacaciones. Naturalmente, el padre de ella se enteró, y le prohibió,
terminantemente, continuar tales relaciones.
-Conozco a esos
marineros… -dijo.
Un día, su
padre discutió con Frank, y después de eso ella tuvo que encontrarse en secreto
con su enamorado.
La tarde se
oscurecía en la avenida. La blancura de las dos cartas que tenía sobre el
regazo se iba desvaneciendo. Una de las cartas era para Harry. Su padre había
envejecido últimamente, según había notado; la extrañaría. A veces se portaba
muy bien. No hacía mucho, una vez que ella debió permanecer en cama durante un
día, él le había leído en voz alta una historia de fantasmas y le había
preparado tostadas sobre el fuego. Otro día, cuando su madre aún vivía, fueron
a merendar a la colina de Howth. Recordaba a su padre poniéndose el sombrero de
la madre para hacer reír a los niños.
El tiempo
transcurría, pero ella continuaba sentada junto a la ventana con la cabeza
apoyada en la cortina, aspirando el olor de la polvorienta cretona. Lejos, en
la avenida, podía oír un organillo callejero. Conocía la melodía. Era extraño
que justo esa noche volviera para recordarle la promesa hecha a su madre: la de
atender la casa mientras pudiera. Recordó la última noche de enfermedad de su
madre; estaba en el cerrado y oscuro cuarto situado del otro lado del
vestíbulo, y había oído afuera una melancólica canción italiana. Dieron al
organillo seis peniques para que se alejara. Recordó la exclamación de su
padre, cuando volvió al cuarto de la enferma.
-¡Malditos
italianos! ¡Ni siquiera aquí nos dejan en paz!
Mientras
meditaba, la lastimosa visión de la vida de su madre trazaba una huella en la
esencia misma de su propio ser; aquella vida de sacrificios intrascendentes que
desembocó en la locura final. Se estremeció mientras oía otra vez la voz de su
madre repitiendo una y otra vez, con estúpida insistencia, las voces irlandesas:
-¡Derevaun
Seraun! ¡Derevaun Seraun!
Se puso de pie
con súbito impulso de terror. ¡Escapar, debía escapar! Frank la salvaría. Él le
daría vida, tal vez amor también. Pero deseaba vivir. ¿Por qué había de ser
desgraciada? Tenía derecho a ser feliz. Frank la tomaría en sus brazos, la
estrecharía en sus brazos. La salvaría.
***
Estaba en medio
de la movediza multitud, en el muelle del North Wall. Él la tenía de la mano, y
ella sabía que él le hablaba, que le decía con insistencia algo acerca del
pasaje. El muelle estaba lleno de soldados con mochilas pardas. A través de las
abiertas puertas de los galpones, entrevió la masa negra del barco, inmóvil
junto al muelle y con los ojos de buey iluminados. No respondió. Sentía sus
mejillas pálidas y frías y, desde un abismo de angustia, rogaba a Dios que la
guiara, que le señalara su deber. El barco lanzó una larga pitada fúnebre en la
niebla. Si se iba, mañana estaría en el mar, con Frank, rumbo a Buenos Aires.
Sus pasajes habían sido reservados. ¿Podía volverse atrás, después de todo lo
que Frank había hecho por ella? La angustia le produjo náuseas, y siguió
moviendo los labios en silenciosa y ferviente plegaria. Sonó una campana, que
le estremeció el corazón. Sintió que él la tomaba de la mano.
-¡Ven!
Todos los mares
del mundo se agitaron alrededor de su corazón. Él la conducía hacia ellos, la
ahogaría. Se tomó con ambas manos de la verja de hierro.
-¡Ven!
¡No! ¡No! ¡No!
Imposible. Sus manos se aferraron al hierro, frenéticamente. Desde el medio de
los mares que agitaban su corazón, lanzó un grito de angustia.
-¡Eveline!
¡Evy!
Él se precipitó
detrás de la barrera y le gritó que lo siguiera. La gente le chilló para que él
continuara caminando, pero Frank seguía llamándola. Ella volvió su pálida cara
hacia él, pasiva, como animal desamparado. Sus ojos no le dieron ningún signo de
amor, ni de adiós, ni de reconocimiento.
Este cuento es uno de los quince relatos de James Joyce que forman parte de
su libro Dublineses, escrito en 1906 y que no consiguió
editor para su publicación hasta 1914.
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