Un programa de reformas de segunda generación, articuladas en torno a la ampliación de la igualdad y la democratización de la riqueza, debe propugnar una nueva matriz productiva para el crecimiento y bienestar económicos.
La segunda oleada progresista
latinoamericana
El Viejo Topo
3 diciembre, 2021
El mundo está
atravesando una transición política-económica estructural. El viejo consenso
globalista de libre mercado, austeridad fiscal y privatización que encandiló a
la sociedad mundial durante 30 años, hoy se ve cansado y carece de optimismo
ante el porvenir. La crisis económica de 2008, el largo estancamiento desde
entonces, pero principalmente el lockdown de 2020 han
erosionado el monopolio del horizonte predictivo colectivo que legitimó el
neoliberalismo mundial. Hoy, otras narrativas políticas reclaman la expectativa
social: flexibilización cuantitativa para emitir billetes sin límite; Green
New Deal, proteccionismo para relanzar el empleo nacional, Estado
fuerte, mayor déficit fiscal, más impuestos a las grandes fortunas, etc., son
las nuevas ideas-fuerza que cada vez son más mencionadas por políticos,
académicos, líderes sociales y la prensa del mundo entero. Se desvanecen las
viejas certidumbres imaginadas que organizaron el mundo desde 1980, aunque
tampoco hay nuevas que reclamen con éxito duradero el monopolio de la esperanza
de futuro. Y mientras tanto, en esta irresolución de imaginar un mañana más
allá de la catástrofe, la experiencia subjetiva de un tiempo suspendido carente
de destino satisfactorio agobia el espíritu social.
América Latina
se adelantó a estas búsquedas mundiales hace más de una década. Los cambios
sociales y gubernamentales en Brasil, Venezuela, Argentina, Uruguay, Bolivia,
Ecuador, El Salvador, Nicaragua, dieron cuerpo a esta primera
oleada de gobiernos progresistas y de izquierda que se plantearon salir
del neoliberalismo. Más allá de ciertas limitaciones y contradicciones, el
progresismo latinoamericano apostó a unas reformas de primera generación que
logró tasas de crecimiento económico entre 3 y 5 por ciento, superiores a las
registradas en tiempos anteriores. Paralelamente, se redistribuyó de manera
vigorosa la riqueza, lo que permitió sacar de la pobreza a 70 millones de
latinoamericanos y de la extrema pobreza a 10 millones. La desigualdad cayó de
0.54 a 0.48, en la escala de Gini y se aplicó un incremento sostenido del
salario y de los derechos sociales de los sectores más vulnerables de la
población que inclinó la balanza del poder social en favor del trabajo. Algunos
países procedieron a ampliar los bienes comunes de la sociedad mediante la
nacionalización de sectores estratégicos de la economía y, como en el caso de
Bolivia, se dio paso a la descolonización más radical de la historia, al lograr
que los sectores indígena-populares se constituyan en el bloque de dirección
del poder estatal.
Esta primera
oleada progresista que amplió la democracia con la irrupción de lo popular en
la toma de decisiones, se sostuvo sobre un flujo de grandes movilizaciones
sociales, descrédito generalizado de las políticas neoliberales, emergencia de
liderazgos carismáticos portadores de una mirada audaz del futuro y un estado
de estupor de las viejas élites gobernantes.
La segunda oleada progresista
La primera
oleada del progresismo latinoamericano comenzó a perder fuerza a mediados de la
segunda década del siglo XXI, en gran parte, por cumplimiento de las reformas
de primera generación aplicadas.
El progresismo
cambió la tasa de participación del excedente económico en favor de las clases
laboriosas y el Estado, pero no la estructura productiva de la economía. Esto
inicialmente le permitió transformar la estructura social de los países
mediante la notable ampliación de las clases medias, ahora con mayoritaria
presencia de familias provenientes de sectores populares e indígenas. Pero la
masificación de ingresos medios, la extendida profesionalización de
primera generación, el acceso a servicios básicos y vivienda propia, etc.,
modificó no sólo las formas organizativas y comunicaciones de una parte del
bloque popular, sino también su subjetividad aspiracional. Incorporar estas
nuevas demandas y darle sostenibilidad económica en el marco programático de
mayor igualdad social, requería modificar el modo de acumulación económica y
las fuentes tributarias de retención estatal del excedente.
La
incomprensión en el progresismo de su propia obra y la tardanza en plantarse
los nuevos ejes de articulación entre el trabajo, el Estado y el capital,
dieron paso desde 2015 a un regreso parcial del ya enmohecido programa
neoliberal. Pero, inevitablemente, este tampoco duró mucho. No había novedad ni
expansivo optimismo en la creencia religiosa en el mercado, sólo un revanchismo
enfurecido de un libre mercado crepuscular que desempolvaba lo
realizado en los años 90 del siglo XX: volver a privatizar, a desregular el
salario y concentrar la riqueza.
Ello dio pie a
la segunda oleada progresista que desde 2019 viene acumulando victorias
electorales en México, Argentina, Bolivia, Perú y extraordinarias revueltas
sociales en Chile y Colombia. Esto enmudeció esa suerte de teleología
especulativa sobre el fin del ciclo progresista. La presencia popular en
la historia no se mueve por ciclos, sino por oleadas. Pero claro, la segunda
oleada no es la repetición de la primera. Sus características son distintas y
su duración también.
En primer
lugar, estas nuevas victorias electorales no son fruto
de grandes movilizaciones sociales catárticas que por su sola presencia
habilitan un espacio cultural creativo y expansivo de expectativas
transformadoras sobre las que puede navegar el decisionismo gubernamental. El
nuevo progresismo resulta de una concurrencia electoral de defensa de derechos
agraviados o conculcados por el neoliberalismo enfurecido, no de una voluntad
colectiva de ampliarlos, por ahora. Es lo nacional-popular en su fase pasiva o
descendente.
Es como si
ahora los sectores populares depositaran en las iniciativas de gobierno el
alcance de sus prerrogativas y dejaran, de momento, la acción colectiva como el
gran constructor de reformas. Ciertamente, el gran encierro mundial
de 2020 ha limitado las movilizaciones, pero curiosamente no para las fuerzas
conservadoras o sectores populares allí donde no hay gobiernos progresistas,
como Colombia, Chile y Brasil.
Una segunda característica
del nuevo progresismo es que llega al gobierno encabezado por liderazgos
administrativos que se han propuesto gestionar de mejor forma en favor de los
sectores populares, las vigentes instituciones del Estado o aquellas heredadas
de la primera oleada; por tanto, no vienen a crear unas nuevas. Dicho de otra
manera, no son liderazgos carismáticos, como en el primer progresismo que fue
dirigido por presidentes que fomentaron una relación efervescente, emotiva con
sus electores y disruptivas con el viejo orden. Sin embargo, la ausencia de relación
carismática de los nuevos líderes no es un defecto sino una cualidad del
actual tiempo progresista, pues fue por esa virtud que fueron elegidos por sus
agrupaciones políticas para postularse al gobierno y, también, por lo que
lograron obtener la victoria electoral. En términos weberianos, es la manera
específica en que se rutiniza el carisma, aunque la contraparte de ello será
que ya no puedan monopolizar la representación de lo nacional-popular.
En tercer
lugar, el nuevo progresismo forma ya parte del sistema
de partidos de gobierno, en cuyo interior lucha por ser dirigente. Por tanto,
no busca desplazar el viejo sistema político y construir uno nuevo como en la
primera época, lo que entonces le permitió objetivamente enarbolar las banderas
del cambio y de la transgresión por exterioridad al sistema tradicional.
Lo que ahora se proponen es estabilizarlo preservando su predominancia, lo que
los lleva a una práctica moderada y agonista de la política.
En cuarto
lugar, la nueva oleada progresista tiene al frente a
unos opositores políticos cada vez más escorados hacia la extrema derecha. Las
derechas políticas han superado la derrota moral y política de la primera
oleada progresista y, aprendiendo de sus errores, ocupan las calles, las redes
y levantan banderas de cambio.
Han cobrado
fuerza social mediante implosiones discursivas reguladas que las ha llevado a
enroscarse en discursos antiindígena, antifeminista, antiigualitarista y
anti-Estado. Abandonando la pretensión de valores universales, se han refugiado
en trincheras o cruzadas ideológicas. Ya no ofrecen un horizonte cargado de
optimismo y persuasión, sino de revancha contra los igualados y exclusión de
quienes se considera son los culpables del desquiciamiento del viejo orden
moral del mundo: los populistas igualados, los indígenas y cholos con
poder, las mujeres soliviantadas, los migrantes pobres, los comunistas
redivivos…
Esta actual
radicalización de las derechas neoliberales no es un acto de opción discursiva,
sino de representación política de un notable giro cultural en las clases
medias tradicionales, con efecto en sectores populares. De una tolerancia y
hasta simpatía hacia la igualdad hace 15 años atrás, la opinión pública
construida en torno a las clases medias tradicionales ha ido girando hacia
posiciones cada vez más intolerantes y antidemocráticas ancladas en el miedo.
Las fronteras de lo decible públicamente han mutado y el soterrado desprecio
por lo popular de años atrás ha sido sustituido por un desembozado racismo y
anti-igualitarismo convertidos en valores públicos.
La melancolía
por un antiguo orden social abandonado y el miedo a perder grandes o pequeños
privilegios de clase o de casta ante la avalancha plebeya han arrojado a estas
clases medias a abrazar salvacionismos político-religiosos que prometen
restablecer la autoridad patriarcal en la familia, la inmutabilidad de las
jerarquías de estirpe en la sociedad y el mando de la propiedad privada en la
economía ante un mundo incierto que ha extraviado su destino. Es un tiempo de
politización reaccionaria, fascistoide, de sectores tradicionales de la clase
media
Y finalmente,
en quinto lugar, el nuevo progresismo afronta no sólo las
consecuencias sociales del gran encierro planetario que 2020 desplomó
la economía mundial sino, en medio de ello, el agotamiento de las reformas
progresistas de primera generación.
Esto conlleva
una situación paradojal de unos liderazgos progresistas para una gestión de
rutina en tiempos de crisis económicas, médicas y sociales extraordinarias.
Pero, además,
globalmente se está en momentos de horizontes minimalistas o estancados: ni el
neoliberalismo en su versión autoritaria logra superar sus contradicciones para
irradiarse nuevamente ni los diversos progresismos logran consolidarse
hegemónicamente. Esto hace prever un tiempo caótico de victorias y derrotas
temporales de cada una de estas u otras opciones.
Sin embargo, la
sociedad no puede vivir indefinidamente en la indefinición de horizontes
predictivos duraderos. Más pronto que tarde, de una u otra manera, las
sociedades apostarán por una salida, la que sea. Y para que el porvenir no sea
el desastre o un oscurantismo planetario con clases medias rezando
por orden a la puerta de los cuarteles como en Bolivia, el progresismo
debe apostar a producir un nuevo programa de reformas de segunda
generación que, articuladas en torno a la ampliación de la igualdad y
la democratización de la riqueza, propugne una nueva matriz productiva para el
crecimiento y bienestar económicos.
Pero, además,
con ello, ayudar a impulsar un nuevo momento histórico de reforma moral e
intelectual de lo nacional-popular, de hegemonía cultural y movilización
colectiva, hoy ausentes, sin los cuales es imposible imaginar triunfos
políticos duraderos.
Artículo publicado originalmente en La Jornada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario