La oposición social a la
reforma laboral del PP
Por Antonio Antón
Rebelio / España
17/11/2021
Fuentes: Rebelión
Analizo desde
un punto de vista sociológico e histórico la reforma laboral del PP del año
2012, todavía en vigor, así como la respuesta cívica y sindical frente ella. Se
trataba de deslegitimar su carácter agresivo con la mayoría social y generar
las condiciones sociopolíticas para su derogación, con la garantía de los
derechos sociolaborales.
Las direcciones
confederales de CCOO y UGT convocaron una huelga general para el día 29 de
marzo de 2012 contra la reforma laboral del Gobierno del PP y su política de
recortes sociales. Tal como he explicado en un artículo reciente, La reforma
laboral del PP, es una norma que facilita y abarata el
despido, empeora las condiciones laborales y precariza el empleo; no crea
empleo y prolonga la crisis; perjudica a la mayoría de la sociedad y
desequilibra las relaciones laborales con un fuerte incremento del poder
empresarial. Junto con las medidas de restricción del gasto público y el
recorte de prestaciones y servicios públicos, trata de imponer una fuerte
regresión en los derechos sociolaborales y consolidar unas condiciones de vida y
empleo precarias para la mayoría y, especialmente, para los sectores más
vulnerables.
Había, por tanto, una motivación clara para una fuerte y masiva oposición
social que, vista desde ahora, conviene recordar. Es la base de su
deslegitimación actual y el emplazamiento cívico que tiene el actual Gobierno
progresista de coalición, el conjunto de fuerzas progresistas y,
particularmente, el sindicalismo para derogarla y aprobar un nuevo modelo de
empleo y relaciones laborales.
La amplitud y
la profundidad de esa política regresiva liberal-conservadora, su pretensión de
generalización y persistencia, en una situación de agravamiento del desempleo y
las consecuencias sociales de la crisis económica, exigían una respuesta social
masiva y contundente. Era preciso un amplio respaldo popular, una firme
participación ciudadana. Había que poner un freno consistente a estas medidas
antisociales para forzar su cambio.
Se trataba de
una acción de reafirmación democrática y de progreso que, tras todo el proceso
de protesta social, la formación de un espacio sociopolítico de cambio y la
configuración de un acuerdo progresista entre el Partido Socialista y Unidas
Podemos, terminó por desalojar del Gobierno al Partido Popular.
Se abrió un periodo de cambio de progreso, en el que la agenda social y laboral
era fundamental, tal como detallo en el libro “Perspectivas
del cambio progresista”.
Veamos algunas
características de esa experiencia colectiva de movilización social que está
condicionando las dinámicas actuales de legitimación social para garantizar un
cambio profundo del actual y regresivo modelo laboral.
La deslegitimación cívica de la reforma laboral del PP
Al descontento
social por la situación socioeconómica y de empleo, en ese momento se añade el
desacuerdo ciudadano con aquella reforma laboral. Según encuestas de opinión
(ver Barómetro de marzo de Metroscopia, diario El País,
4 de marzo de 2012), casi dos tercios (62%) de la población desaprueba la
reforma laboral del Gobierno, porcentaje mucho más amplio entre los votantes
del PSOE (91%); hay que destacar que incluso el 28% de los votantes del PP
también la desaprueba. Por otro lado, la consideran adecuada sólo
el 24% de la población (el 47% de los votantes del PP), mientras el 74% creen
que no va a ayudar a crear empleo y el 61% que responde
a presiones externas.
El Gobierno del
PP, a pesar de su reciente victoria electoral, tenía un grave problema de
legitimidad para imponer su agresiva reforma laboral. No calaban sus argumentos
de que son reformas equitativas y medios imprescindibles para la creación de
empleo. Perjudica a las capas trabajadoras y desfavorecidas, y la gente
desconfiaba, con razón, de que esos sacrificios fueran el camino para eliminar
el paro y crear puestos de trabajo.
Por tanto, en un primer aspecto, el grado de desacuerdo con esa medida, la
mayoría ciudadana estaba con la posición de los sindicatos y en contra de la
decisión gubernamental (y la mayoría parlamentaria). Ello ofrecía una gran
legitimidad social a los objetivos de la huelga general: retirar esa reforma
laboral que hoy se transforma en su derogación.
En el segundo
aspecto, el tipo de respuesta ciudadana conveniente ante esta agresión, la
posición de la población también era ambivalente, pero de signo distinto. Según
la citada encuesta solo el 28% del conjunto de la sociedad justificaría
una huelga general que forzará al Gobierno a cambiarla y suavizarla (8%
entre los votantes del PP, y 45% entre los del PSOE -y se supone que todavía
mayor entre los votantes del resto de las izquierdas-). En sentido contrario,
el 67% de las personas encuestadas (90% entre los votantes del PP y 50% entre
los del PSOE) expresaba que una huelga general no serviría de nada y
podría empeorar aún más la situación económica. El argumento del
Presidente Rajoy de que ‘no va a servir de nada’ y se iba a aplicar toda la
reforma tiene credibilidad, incluso entre la mitad de la base electoral PSOE de
entonces, y es un motivo poderoso que utilizó la derecha para desactivarla.
Esta sería la peor de las hipótesis.
No obstante, se
pueden hacer diversas matizaciones. Primera, que la encuesta reflejaba la
opinión del total de la sociedad (incluyendo empresarios, autónomos y capas
directivas, así como personas inactivas); no había datos desagregados, pero si
se comparan con la situación similar de la huelga general del 29 de septiembre
del año 2010, el porcentaje de justificación entre la población asalariada
aumentaría varios puntos más respecto de la media, es decir, podría alcanzar un
tercio (y ser mayoritario entre la gente de izquierdas).
Segunda, tiene
que ver con el tipo de pregunta y la interpretación de la respuesta. En esa
encuesta se ponía en primer plano el grado de ‘realismo’ sobre la eficacia
inmediata de la huelga no sobre su legitimidad (o simpatía). Tampoco se
asociaba con otras motivaciones para apoyar la movilización social, por sus
efectos positivos en diversos campos expresivos, de refuerzo de la ciudadanía y
reequilibrio en las relaciones laborales, como expresión democrática de una
indignación y un malestar social que hay que escuchar. No se preguntaba si
podía ser útil para todo ello.
Pero tampoco
era neutra o inútil en la apuesta por su cambio: la deslegitimación de
la reforma abrirá un camino para que pierda fuerza y agresividad y se comience
a generar dinámicas para su reversión. Forzar la respuesta sobre la actitud
hacia la huelga por las posibilidades inmediatas de su modificación sustancial
era reducir su significado a un utilitarismo extremo y cortoplacista,
desconsiderando sus consecuencias de fondo para debilitarla y modificarla, así
como toda la dimensión social, democrática y expresiva del sindicalismo, las
clases trabajadoras y la ciudadanía activa.
En
consecuencia, deducir que dos tercios de la población estaban en contra de la
huelga era excesivo; con esos datos y a pesar de esa pregunta tan sesgada, un
tercio de los asalariados estaban en contra de la reforma laboral y
justificaban la huelga general y otro tercio también estaba en contra de la
misma reforma, pero creían que con los paros no la iban a poder cambiar ya (y
pueden tener consecuencias contraproducentes). La cuestión no es que esa
valoración no sea realista, que parcialmente lo es, sino que es unilateral. Ese
factor no debía ser el determinante para la no participación porque había más
planos, realidades y objetivos para justificar y expresar el rechazo a esa
reforma: su carácter injusto, la exigencia de su cambio y construir los
cimientos para conseguirlo.
La tercera
apreciación tiene que ver con una valoración realista de los apoyos sociales
iniciales a la huelga general para superar algunas dificultades y fortalecer la
participación y la simpatía hacia la misma. Ya se conocía previamente el
resultado de otra encuesta de primeros de febrero de la misma empresa Metroscopia (diario El
País 12-2-2012) donde el 46% de la población (67% de los votantes del
PSOE) estaría de acuerdo con la convocatoria de la huelga general. Es decir,
más de la mitad de la población trabajadora asalariada y más de dos tercios del
conjunto de la base electoral de las izquierdas la consideraban justificada
–dando por supuesto que del resto de votantes de la izquierda y parte de la
abstención su apoyo sería superior-.
En definitiva,
fue un proceso movilizador justo y legítimo, el rechazo a la reforma laboral y
los recortes sociales de la derecha era apoyado por la mayoría de la sociedad;
fue un cauce de expresión de la indignación y el malestar social, y sus
objetivos incluyeron el freno a la involución social y la exigencia de rectificación
de la política sociolaboral y de empleo. Supuso la reafirmación del movimiento
sindical en su capacidad dinamizadora y representativa, y un reequilibrio de la
capacidad contractual de las capas trabajadoras en las empresas, todavía débil
ante el refuerzo del poder empresarial que suponía esa reforma laboral.
Junto con los
precedentes del proceso de protesta social de los años 2010 y 2011 y su
continuidad hasta el año 2014, fue un inicio, no el fin del camino del cambio.
Expresó un freno a la ofensiva del Gobierno del PP que limitó su alcance
regresivo. Consiguió el agrietamiento de la legitimidad de esa política de
recortes sociolaborales y el reforzamiento de la izquierda social o la
ciudadanía activa. Ese proceso constituyó la condición para su modificación y
contribuyó a formar un nuevo campo sociopolítico transformador que luego, entre
los años 2014-2016, se configuró como espacio político electoral con las
fuerzas del cambio de progreso.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.
Autor del libro “Perspectivas del cambio progresista”.
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