Guillermo
del Valle es licenciado en Derecho (UAM) y diplomado en la Escuela de Práctica
Jurídica (UCM). Se dedica al libre ejercicio de la abogacía desde el año 2012,
y es abogado del Turno de Oficio Penal. Además de colaborar como analista
político en diversos medios de comunicación, Guillermo es director de El
Jacobino. Hablamos sobre los fundamentos filosóficos, así como las propuestas
programáticas, de este proyecto político.
Una izquierda jacobina para España. Entrevista a
Guillermo del Valle
El Viejo Topo
1 septiembre, 2021
Guillermo del Valle es licenciado en Derecho (UAM) y diplomado en la
Escuela de Práctica Jurídica (UCM). Se dedica al libre ejercicio de la abogacía
desde el año 2012, y es abogado del Turno de Oficio Penal. Además de colaborar
como analista político en diversos medios de comunicación, Guillermo es
director de El Jacobino. Hablamos sobre los fundamentos
filosóficos, así como las propuestas programáticas, de este proyecto político.
—El Jacobino
nace en julio de 2020 como un canal de YouTube. Su propósito inicial es
significar la coyuntura sociopolítica española desde unos planteamientos que se
reclaman continuadores de ese republicanismo jacobino que, ubicándose en las
posiciones más avanzadas de la Revolución francesa, alumbró la triada
“libertad, igualdad, fraternidad”. Empecemos por ahí: ¿qué entendemos por
republicanismo? Para mucha gente, la República se entiende como mera oposición
a la monarquía: la República sería, por consiguiente, ese sistema de gobierno
en el cual resulta abolido el poder dinástico. Y la existencia de un poder
hereditario supone algo que no debe pasar desapercibido: que el poder se halla
privatizado, al servicio de una familia o linaje. Frente a lo cual se advierte
el potencial conceptual de “res publica”: ¿es el republicanismo un
pensamiento político que aspira a organizar el cuerpo social conforme al “bien
común”?
—Me gustaría,
en primer lugar, agradeceros encarecidamente esta entrevista. No cuento ningún
secreto si digo que, para nosotros, para el equipo de El Jacobino, El
Viejo Topo es una referencia indiscutible del mejor pensamiento de la
izquierda española.
En cuanto a la
pregunta que me formulas, no se puede sostener republicanismo alguno sin una
idea clara de bien común. El republicanismo no puede limitarse a
ser una forma de gobierno, esgrimido contra la monarquía parlamentaria. Hay
algo más, bastante más. Lógicamente, la triada republicana que apuntas, y el
cuarto principio republicano que reza en la tumba de Marat: unidad e
indivisibilidad de la República. Por eso, es absolutamente inaceptable
cualquier fragmentación territorial. La idea de República aparece contra los
privilegios del trono y el altar, que son lo que caracterizan al Antiguo
Régimen. Si algo rompe con esos privilegios de origen, es precisamente la
nación política, que es constitutivamente republicana. En el territorio
político todo es de todos, todo nos pertenece a todos. La propiedad colectiva
sobre el territorio: la decisión conjunta y la redistribución imperativa. La
soberanía reside en el conjunto de la nación, desde el primero al último de los
españoles. Ninguna voz puede valer más que otra. Ese es el republicanismo por
el que abogamos, un republicanismo integral: sin privilegios formales o
representativos, sin privilegios territoriales y sin privilegios de clase. No
se puede sostener de una manera medianamente seria una idea de República basada
en los derechos históricos de los territorios forales. Es un verdadero insulto
a la inteligencia de todos tamaña vindicación monárquica y feudal.
También nos
reconocemos en la tradición del republicanismo cívico: creo que es importante
cierta pedagogía sobre la ley y las instituciones en estos tiempos de arbitrariedad
constante en el ejercicio del poder, y defender una concepción republicana de
libertad frente al sálvese quien pueda imperante en nuestros días.
—Intentaremos
trasladar esos principios, que fundamentan el pensamiento republicano, al
contexto contemporáneo. Uno de ellos, sin lugar a duda esencial, es el de libertad. Pero
esta libertad dista mucho del cacareo de Ayuso en campaña electoral. A
diferencia de la libertad vaporosa que los liberales conciben como ausencia de
interferencia (¡que nadie me prohíba!), los republicanos apuestan por una
libertad robusta y consecuente, asentada sobre condiciones sociales de
posibilidad. Si la libertad, entendida en el sentido republicano, requiere de
recursos materiales, ¿de qué manera garantizar y ensanchar la libertad de los
ciudadanos? Si la ley no restringe la libertad, sino que la posibilita, ¿qué
políticas públicas plantea El Jacobino a este respecto?
—Uno de los
grandes hitos de la hegemonía cultural del liberalismo es precisamente esa
entronización de la idea de libertad negativa: la ausencia de interferencias
entre individuos. Es una idea, en la formulación ayusista, bastante
endeble, pero no se responde con claridad por parte de una falsa izquierda
entretenida con disparatadas alertas antifascistas. Ni siquiera los derechos
liberales, por así decirlo, como el propio derecho de propiedad, flotan en el
vacío ni son ajenos al Estado. Es más, sin un fuerte entramado institucional,
sin un marco legislativo que garantice esos derechos –y por supuesto limite, y
pueda subordinarlos al interés público–, sin unos tribunales de justicia que
diriman su legitimidad y sus límites, no hay propiedad. Ni mercado. Volvemos a
lo mismo: la economía es política, y la garantía de todas esas instituciones
liberales es el Estado. A través de una fuerte intromisión pública esos
derechos tienen una concreción práctica. Obviamente no hay libertad si existe
dominación, si no hay autogobierno colectivo. Si las condiciones materiales no
están cubiertas ni garantizadas, la libertad es una quimera, puro idealismo,
incluso una cláusula meramente nominal para legitimar la opresión, la
servidumbre de la mayoría por parte de los privilegiados. Aquella libertad
consistente en blindar y legitimar como justas las tinieblas de
las que parten muchos en tanto que naturales –la tiranía de los orígenes, en
definitiva–, es más bien una opresión inaceptable.
Las políticas
públicas que propone El Jacobino van dirigidas de forma frontal a la protección
del mundo del trabajo frente al desregulacionismo neoliberal que tanto ha
precarizado las relaciones laborales, uberizándolas hasta el
extremo, y justificando como “empoderador”, con palabras como “emprendimiento”
o “voluntariado”, lo que no es sino la destrucción del marco clásico de
ajenidad y dependencia del mundo del trabajo. Y generalizando condiciones
vitales de pura miseria. Hay que reindustrializar el país porque nuestro actual
modelo productivo es insostenible. Debemos invertir al menos el 3% del PIB en
I+D, redistribuir fuertemente la riqueza a través de una reforma fiscal
progresiva seria, y poner los ejes materiales en el centro del debate. El
margen de maniobra puede parecer limitado, pero hay un espacio importante para
el rigor y para la seriedad, evitando, desde luego, sepultar la mejor tradición
materialista y socialista en el alud identitario o cediendo ante la servidumbre
del nacionalismo fragmentario.
—Antes de
abordar esas cuestiones –el “alud identitario” y el “nacionalismo
fragmentario”, ambos característicos de nuestro presente–, quisiera remarcar
que, según la filosofía política a la que apelamos, se hace necesaria la
intervención estatal para reducir la dependencia de unos ciudadanos sobre
otros. Según la concepción generalizada, el jacobinismo se reduce a la
centralización del poder político, pero esta consideración resulta rebasada: la
economía, sostenía Robespierre, no puede independizarse de la política, y debe
subordinarse al bien del pueblo. Los jacobinos combatían a esos ricos
explotadores, negociantes y propietarios que, constituyéndose como una facción
aparte de la sociedad, minaban la soberanía del pueblo. ¿Ocurre hoy algo
similar con aquella clase empresarial que presiona para deteriorar la
legislación social? ¿La soberanía que reside en el pueblo español se encuentra
amenazada por unas élites económicas que, vinculadas a actividades
transnacionales, son cada vez más apátridas? Y, de ser el caso, ¿cómo se
relaciona con el despegue de los planteamientos liberal-libertarios?
—Sin duda, la
soberanía española se encuentra completamente amenazada. Lo está en diferentes
planos. En el monetario, lógicamente: desde la incorporación a la unión
monetaria que, como sabemos, carece de su dimensión fiscal y presupuestaria, lo
cual causa enormes desequilibrios en perjuicio de naciones subalternas como la
nuestra. La cuestión productiva es igualmente esencial: España se encuentra, en
la división internacional del trabajo, ubicada en una posición endeble, con un
modelo productivo terciarizado, basado en el turismo, en la hostelería y en el
sector servicios. Eso comporta una endeblez estructural indudable: el peso de
la industria en el PIB nacional cada vez es menor. Fue el precio que hubo de
pagarse por la inserción dentro de la UE, la reconversión industrial, esa
fórmula en virtud de la cual se desmanteló de forma sistemática nuestro tejido
industrial.
La
liberalización de las relaciones laborales no es sino la otra cara de la misma
moneda. Se ha ido abriendo el paso a una suerte de sustitución de las
relaciones laborales clásicas –con su ajenidad y dependencia, su negociación
colectiva, los derechos de los trabajadores que tantas huelgas costaron– por
una suerte de relaciones pretendidamente mercantiles, en la que los
trabajadores dejan de ser tales para convertirse en emprendedores. Se fomenta
una especie de figura flotante, sin derechos, en la que la precariedad y la
provisionalidad se presentan como oportunidades de mercado y retos vitales,
formas de experimentar vidas diferentes, formas de escapar a la monotonía y a
la rigidez. Esa rigidez estigmatizada tal vez no sea otra cosa que la
existencia de un sueldo digno, un contrato estable o un convenio colectivo en
el que los derechos laborales no sean mero papel mojado.
Lógicamente esa
destrucción de un modelo laboral estable, del propio concepto de trabajador y
trabajo, la desaparición de las grandes centros de trabajo y su presencia
sindical, la proliferación de falsos emprendedores que soportan sobre sus
espaldas el peso de la precariedad y la explotación, la destrucción de puestos
de trabajo con la entronización del voluntariado… son todas ellas
manifestaciones de una forma ideológica predominante: la de un liberalismo
económico profundamente individualista, propio de la globalización financiera,
dirigido por unos grandes capitales transnacionales que, con frecuencia,
someten a determinados Estados. El nuestro es un caso paradigmático: el precio
de la modernidad –se nos dijo– pasaba por la desregulación de las relaciones
laborales y los mercados financieros. Eran dos imperativos liberales cuyo precio
oneroso sufrimos hoy.
—En la
extensión de los derechos y los deberes al ámbito privado encontraríamos uno de
los vínculos entre el republicanismo y el socialismo. En ambos existe la
ambición de organizar la sociedad conforme a un buen orden público. No
obstante, el proceso actual es inverso: la degradación de las condiciones de
trabajo sería el resultado de concebir el derecho laboral como simples
relaciones contractuales entre particulares.
—La situación
de degradación social es especialmente ilustrativa en el ámbito laboral. Hemos
experimentado un proceso de desplazamiento del derecho laboral al ámbito de las
relaciones mercantiles o privadas. Esto es extraordinariamente grave. Significa
subvertir un ámbito legislativo que nace con el objetivo de proteger al
trabajador –una dimensión que solemos llamar tuitiva– a un ámbito de libre
pacto entre las partes. Es una gran estafa intelectual y práctica. Toda la
retórica engolada de emprendedores, de personas que trabajan para sí mismas
(aunque desempeñen funciones donde normalmente deberían regir los principios
clásicos de ajenidad y dependencia, de protección laboral en definitiva),
responde a esos parámetros: la erosión de las relaciones laborales y su
dilución justificada en términos de emprendimiento y mercado. Tras este
ejercicio ideológico hay un reguero de fraudes, falsos autónomos, destrucción
del propio concepto de centro de trabajo, de la propia idea de negociación
colectiva, huelga o acción coordinada en defensa de los derechos laborales. El modelo
Uber, Glovo… avanza imparable. Y con él un modelo de vida de precariedad
extrema, de condiciones materiales sin cubrir, de falta de libertad clamorosa.
Y es que, en la necesidad extrema, en el hambre y la inestabilidad más
absoluta, no hay más que opresión y violencia.
—Tal vez la
rasante de las políticas liberales va en contra de un principio republicano
procedente del derecho romano: “Quod omnes tangit”, lo que significa “lo
que atañe a todos debe ser decidido por todos”. Y ese todos corresponde al
conjunto de ciudadanos, al cuerpo soberano, quienes deciden sobre lo que les
compete en conformidad con unos procedimientos legales. La negación de este
axioma por parte del neoliberalismo no remite únicamente a la estructura
económica, pues –según ha señalado El Jacobino– se relacionaría con la
organización territorial del Estado. Aclaremos esto: ¿Qué relación se observa
entre el neoliberalismo y la fragmentación del territorio político? ¿Qué papel
juega la descentralización política en la agenda neoliberal?
—Percibimos una
relación clara entre el neoliberalismo y el debilitamiento del poder político.
Cuanto más erosionada esté la soberanía, mayores son las facilidades dentro de
los mercados financieros para la deslocalización, para la desregulación. Son los
tiempos que corren en el capitalismo: un modo de producción en un estadio
concreto, con un fuerte componente de financiarización y desregulación. Si bien
economía y política son inescindibles –la economía no flota en el vacío, sino
que está determinada por los Estados–, es cierto que un poder político endeble
y fragmentario permite que las deslocalizaciones fiscales y productivas estén a
la orden del día y sean factibles. En esos términos, un poder político endeble
es algo idóneo para el neoliberalismo. En la Unión Europea se observa con
claridad: ¿por qué no interesa una unión fiscal y presupuestaria? Porque
implicaría grandes transferencias entre el norte y el sur, y esas
transferencias no les interesan a determinados Estados que hegemonizan la
Unión. La competencia fiscal entre Estados, incluso la existencia de paraísos
fiscales de facto dentro de la UE, no solo interesa al neoliberalismo, sino que
constituye la piedra angular de las políticas comunitarias. Dentro de España,
ocurre algo similar con las Comunidades Autónomas. La descentralización fiscal
interesa a las regiones más ricas, es la dinámica del dumping fiscal y las
deslocalizaciones internas. Un poder político robusto no interesa al gran
capital transnacional porque supondría límites a esas inercias especulativas.
No es
casualidad que el modelo de Estado de teóricos de la Escuela Austriaca como
Rothbard o Hoppe sea el de los Estados pequeños. Luxemburgo como modelo. El
modelo tendencial es la isla-Estado, la permanente posibilidad de deslocalización
frente a un poder político centralizado, fuerte y robusto. Siempre más cerca de
San Marino que de Francia. La descentralización multiplica los centros de
poder, por minúsculos que sean, y dentro de un modo de producción capitalista,
potencia la competencia y rivalidad entre los mismos, y facilita las dinámicas
especulativas del propio capital. La descentralización es un paso intermedio
para la centrifugación completa del poder político, es plenamente funcional al
capitalismo neoliberal.
—Sin embargo,
no son pocos los catalanes que, a lo largo de los últimos años, se han
aproximado al independentismo a partir de lógicas cimentadas en una supuesta
racionalidad económica: “Si Cataluña tuviera un Estado propio gestionaría mejor
los recursos”. Estos planteamientos suelen ser persuasivos para personas de
izquierdas que, rechazando el nacionalismo, niegan que sus aspiraciones se
encuentren articuladas a partir de una identidad excluyente.
—Sí, pero ello
no puede deslindarse de un sostenido proceso de manipulación, que tiene como
pivotes la escuela y la televisión. Negar lo anterior es obviar el principio de
realidad. Por supuesto que hay mucha gente adoctrinada en las bondades de una
Cataluña independiente, a la hora de la gestión. Pero el alud de pruebas para
desmentir lo anterior es abrumador. Ya se ha visto con el rico margen
competencial de los gobiernos autonómicos: corrupción, recortes sociales, una
gestión pésima, etc. No existe evidencia empírica alguna que nos permita
sostener, con un mínimo de seriedad, tales bondades en la gestión de un Estado
independiente. Y de nuevo volvemos al principio, ¿existe fundamento para esa
secesión o no? Eso es lo que hay que preguntarse. Y francamente no hay
fundamento alguno para la privatización del territorio político, para la
decisión de unos pocos sobre lo que nos corresponde a todos.
Tampoco los
argumentos identitarios o etnolingüísticos son válidos, porque identidades
colectivas hay muchas, y no por participar de una te conviertes en un demos aparte,
con capacidad de decisión propia y exclusiva. Además, no se puede obviar lo
ilógico que resulta, en un contexto de capitalismo global transnacional, el
debilitamiento de los centros de poder político, que es a lo que conducen tanto
la descentralización competitiva como la secesión.
—Teniendo
claro el diagnóstico, veamos la prescripción o disposición normativa. Según los
principios que se encuentran en la web de El Jacobino, “España debe ser un
Estado unitario, centralizado políticamente, formado por provincias o
departamentos, unidades administrativas racionales que no respondan a otro
interés que al bien común”. No obstante, una proposición como la anterior
fácilmente podría ser vista desde una óptica culturalista: no pocos ciudadanos,
sensibles con la idea de que la diversidad tiene valor por sí misma, podrían
considerar que El Jacobino apuesta por un proyecto culturalmente uniformador.
Ahora bien, ¿el abandono del Estado de las autonomías compromete la pluralidad
de España?
—Para nada, la
pluralidad de España no puede estar comprometida, es inherente a la existencia
de cualquier Estado, máxime un Estado democrático. Ir contra la pluralidad es
como arremeter contra la ley de la gravedad. Además, en El Jacobino somos
perfectamente defensores de la pluralidad cultural y lingüística de España.
Ésta existe en todos los Estados, no es privativa de España, que, por cierto,
no es un país especialmente heterogéneo desde un punto de vista cultural.
Sin embargo,
esa diversidad cultural no puede convertirse en una autopista para los
privilegios y la desigualdad de derechos. Esa es la clave: no se trata de
violentar ninguna lengua, ni cancelar fiestas populares, eso suena hasta
ridículo. Curiosamente quien nos critica que buscamos el monolitismo
identitario o cultural, son los mismos que defienden la idea de un “sol
poble”, que camina como un solo hombre y editorializa en conjunto, al
unísono. Como si España fuera un enjambre de pluralidades, pero Cataluña una
nación uniforme. Eso es insostenible, en tanto que ridículo. Cualquier Estado
es plural, lógicamente, como plurales son las unidades administrativas que lo
conforman. De lo que se trata es de garantizar que todos decidamos en pie de
igualdad dentro del territorio político, sin mejores derechos para unos en detrimento
de otros. Y que se respete el abc del comunismo dentro del
territorio político: todo es de todos, la redistribución es imperativa, y
dentro de la comunidad política los derechos de cada uno rigen en plenitud sea
cual fuere el punto de la misma donde se encuentre.
Lejos de estar
comprometida la pluralidad cultural de España, si seguimos con los
desequilibrios en educación, sanidad, fiscalidad o con parte del territorio
político vedado al acceso de millones de compatriotas al utilizarse una lengua
cooficial como barrera de entrada a parte del mercado laboral, lo que estará en
peligro será la igualdad de derechos y la propia idea de ciudadanía.
—Entonces,
¿consideras infundada la creencia de que la riqueza cultural y lingüística
existente en el territorio nacional estaría amenazada de no reflejarse en
unidades administrativas autónomas?
—Absolutamente
infundada, como te apuntaba en la respuesta anterior. La diversidad cultural o
lingüística está más amenaza de continuarse con la centrifugadora nacionalista.
Me explico: lo que pone en tela de juicio la diversidad cultural de un país es
aceptar que en determinadas partes del mismo rige la ley de la uniformidad
etno-nacionalista. Por ejemplo, considerar que hay una lengua propia y otra
impropia, o estar constantemente manoseando conceptos tan insolidarios como los
de las balanzas fiscales para poner en cuestión las más elementales nociones
redistributivas. Cuando se predica de una región una uniformidad por otro lado
inexistente, se están invisibilizando además las brechas y los conflictos de
clase. Es obvio señalar que un barrio obrero de Barcelona está más cerca de uno
de Madrid o de Sevilla que de cualquier urbanización de lujo, por mucho que
también ésta se encuentre radicada en Cataluña. No es una novedad sostener que
las artificiales construcciones identitarias pasan por alto el conflicto
capital-trabajo, están diseñadas para emborronar la propia idea de clase
social.
La pluralidad
cultural de un Estado no se cuestiona de ninguna manera porque tengamos un
mismo Impuesto de Patrimonio o un mismo Impuesto de Sucesiones y Donaciones. ¿A
quién puede molestar esto? Pues a un insolidario, sea su máscara neoliberal o
nacionalista. Otro tanto podría decirse con la existencia de un historial
clínico centralizado, un mismo calendario vacunal en todo el territorio
nacional, una educación pública, laica y republicana que no admita
singularidades ni clerecías que quiebren precisamente ese carácter republicano
que debiera vertebrarla. La riqueza cultural y lingüística no están en peligro
en España, más allá de las agresiones que también sufren cuando se atenta
contra la lengua común, que por cierto es una riqueza política inmensa: un
instrumento de comunicación y de igualdad, que nos une con millones de personas
dentro y fuera de España. Levantar barreras que privaticen parte del
territorio, que lo segreguen, es lo más reaccionario que uno se puede echar a
la cara y, sin duda, es una política que tiene como víctimas principales a los
trabajadores, a los más débiles, a los que más dificultades socioeconómicas
tienen para la integración.
—Las
“construcciones identitarias que pasan por alto el conflicto capital-trabajo”,
por decirlo con tus palabras, se encuentran en plena efervescencia. Y no solo
las etnolingüísticas. Cualquier característica, pese a ser escasamente
compartida (o, precisamente, a causa de ello), es susceptible de convertirse en
el eje axial de un nuevo colectivo identitario al cual ofrecerle un grado mayor
de lealtad que al perímetro de la comunidad política. Ante lo cual, ¿crees que
resulta cada vez más difícil discutir al respecto de políticas que regulen la
convivencia pública?
—Desde luego que resulta cada vez más complicado. Y se debe a las causas que
apuntas en la pregunta. Tiene que ver con esa deriva identitaria generalizada
en la que se ha sumido el debate público. Se ha ido agrietando de forma
peligrosa el concepto de ciudadanía, que por cierto es una de las grandes
herencias transformadoras de la izquierda. No debía ser la identidad la que filtrara
el acceso a los derechos de ciudadanía. Dentro de esos rangos identitarios, de
esa sociedad cada vez más tribal, se esconde por cierto un atroz
individualismo. Todo se ha convertido en una experiencia personal, sentida. De
manera que los lazos colectivos se van disolviendo progresivamente y, con
ellos, la perspectiva de transformación colectiva. La idea de ciudadanía tenía
ese poso universalista que está en la génesis de la izquierda. No es el
sentimiento, la identidad o la religión lo que te confiere el acceso a la
misma, sino las leyes que ahorman la pertenencia a la comunidad política. La
otra gran herencia, igualmente ilustrada, igualmente racionalista de la
izquierda, era la idea de clase social. La clase obrera ocupaba un papel
central en el marxismo, pues de la clase dependía la transformación colectiva.
No había atisbo de parcialización. La deriva identitaria ha quebrado los
grandes horizontes de transformación colectiva, de emancipación humana, porque
ha sido absorbida, neutralizada y controlada por el modo de producción
capitalista. Y en paralelo, la sentimentalización de la política y la sociedad
ha contaminada el debate público: espacios seguros, culturas de la cancelación,
censuras preventivas, juicios paralelos, etc.
—Como
resultado de lo anterior, los ciudadanos se inhiben del compromiso cívico para
con la comunidad política y se vuelven consumidores de atributos que dan
respuesta a su estilo de vida particular… Por ejemplo, en cierto debate
televisivo te exhortaron a no opinar sobre la Ley Trans por no ser transexual.
—Sí, fue
bastante ilustrativo de lo que te comentaba antes. En una televisión pública,
además, lo cual dota de mayor gravedad al asunto. Es irrelevante
individualmente, en cuanto a lo que yo sintiera. No es una cuestión personal.
Es una cuestión colectiva y de época. Según estos nuevos censores del
pensamiento, debes participar de una determinada identidad para poder hablar en
el debate. Hubo una apelación directa a abandonar la razón, a entronizar la
superchería. Una suerte de pensamiento mágico completamente disparatado. Y la
vivencia victimizadora por encima de todo. Es curioso porque buena parte de
estos censores viven insertos dentro de una nueva ortodoxia, dentro de un mainstream indiscutible.
Facturan importantes sumas de dinero, están insertos en el modo de producción
capitalista y, de forma indudable, en sus cadenas de negocio. Sería legítimo si
no fuera una estafa, cuando se pretende hacer pasar por desheredado lo que es
un privilegio en el eje de clase social, que olvidan a conveniencia.
Pero lo
relevante es que se quiera acallar el debate o apartarlo de los ejes
racionales. Citar a Hobsbawm te convierte en un fascista, hombre blanco en una
situación de privilegio. Ya digo, es la entronización de la superstición, la
superstición en marcha. Una enmienda a la totalidad a la mejor tradición del
pensamiento de izquierdas. ¿Cómo no vamos a poder criticar la
“autodeterminación del sexo” sin otro filtro que la voluntad individual? Es una
idea profundamente neoliberal que podrá ser discutida, a no ser que pretendamos
volver al dogma religioso y a la sacristía, con nuevos ropajes retóricos.
—Aquellas
discusiones sobre el sexo de los ángeles… ¿se actualizan en la escolástica
posmoderna?
—El
posmodernismo ha causado estragos, desde luego. Se rechaza la biología de los
seres humanos. ¿Para qué? Para adentrarse en la espesura de especulaciones en
las que se confunden conceptos a conveniencia.
—Se supone
que la izquierda debía representar a las mayorías sociales, para lo cual su labor
política radicaba en la concertación de amplios agregados sociales. Por el
contrario, la contemporánea “izquierda mainstream” enfatiza lo
que tenemos de particular y de diferente en detrimento de aquello que tenemos
en común. Da la impresión de que su cometido sea caleidoscópico. ¿Consideras
que estas formaciones políticas, supuestamente de izquierdas, se apartan del
proyecto histórico de la izquierda?
—Totalmente.
Ahí está el posmodernismo, con un indudable componente relativista. La actitud
hacia la religión, pensemos en ello. La consideración del hiyab como un símbolo
de empoderamiento de la mujer, de emancipación. La persecución de la crítica al
fundamentalismo islámico, motejada como ejercicio de etnocentrismo
occidentalista. Es un disparate. ¿Se aparta o no del desarrollo histórico de la
izquierda? Es la deriva reaccionaria, que diría Ovejero. Y es verdad: una
suerte de inquietante comprensión hacia la sinrazón religiosa.
Otro tanto
podríamos decir acerca de cierta actitud de desprecio hacia el progreso
científico, el abrazo a determinadas metafísicas profundamente irracionales, la
quiebra con la idea de ciudadanía en el altar de las identidades. Y
especialmente grave me parece la pérdida de un norte universalista,
igualitario, de emancipación colectiva que era el que caracterizaba al
socialismo. La complicidad con el nacionalismo identitario y fragmentario es un
hecho diferencial español que, siendo igualmente disruptivo y anómalo con los
fundamentos más esenciales de la izquierda, empeora su estado de salud y
convierte a la izquierda española en rehén voluntario de una manifestación
genuina del pensamiento reaccionario. Privilegios económicos y políticos en
nombre de la identidad, pocas cosas hay más de derechas en estos tiempos que
corren.
—Para ir
acabando, quisiera preguntarte al respecto de los objetivos que, a corto o
medio plazo, le deparan a El Jacobino. Aunque sea un proyecto muy joven, ha
sumado apoyos de distintas personalidades procedentes del ámbito académico e
intelectual, y también del activismo social. Hace poco habéis iniciado El Club
Jacobino, que se presenta como un laboratorio de ideas de la izquierda
racionalista. ¿Qué balance puedes hacer de esta andadura? ¿Son sensatas las
expectativas de quienes desean que El Jacobino se constituya como un partido
político con que lanzarse al combate electoral?
—Somos
prudentemente optimistas. Creemos que antes de concurrir a una contienda
electoral, es imprescindible una labor cultural, de difusión de ideas, de
crecimiento de esa masa crítica que pueda estar ubicada en las coordenadas
ideológicas del proyecto. Estamos convencidos de que cada vez hay más personas
que se cuestionan el identitarismo o la descentralización competitiva en
España. Somos la izquierda claramente del lado del mundo del trabajo,
nítidamente partidaria de la reindustrialización de España y de la
redistribución de la riqueza (de forma progresiva, que contribuyan más los que
más tienen, y no con tasas y peajes, como pretenden algunos), pero al mismo
tiempo defendemos sin ninguna clase de complejo el final de la centrifugación
del Estado central, la recuperación de competencias esenciales para el mismo,
el punto final a los privilegios fiscales y a los derechos históricos dentro de
la comunidad política.
¿Por qué no
habría de haber un espacio político para esta posición, tan de izquierdas como
crítica con el nacionalismo fragmentario y sus acólitos confederales o
centrífugos? Creo que la pandemia ha puesto encima de la mesa la ineficiencia y
la insolidaridad del Estado de las autonomías, plasmación territorial del
sálvese quien pueda. El Jacobino avanza con paso firme, sin prisa pero sin
pausa, y con un afán de trabajo muy nítido. Me tomo la licencia de animar a
todos los lectores a que se dejen caer por nuestra web, valoren inscribirse en
el club o revisen cualquiera de nuestras entrevistas o tertulias. Son
bienvenidos.
—Aunque
serían muchas otras las cuestiones sobre las que conversar, creo que ya es el
momento de ponerle el punto final a la entrevista. Muchas gracias por tu
amabilidad.
—Muchas
gracias, ha sido un verdadero placer y un honor.
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